EL NIÑO DE LAS MANZANAS
Vinimacium
Primavera de 105 d. C.
Marco Ulpio Trajano, imperator, acudió al norte. Varias fuerzas lo impulsaban a realizar aquel viaje: en primer lugar, después de tres años en Roma, la Domus Flavia parecía oprimirlo de nuevo, como si la advertencia de Domicia Longina sobre la maldición del palacio imperial tuviera sentido; y es que Plotina seguía cada día más distante, Adriano más reservado y Vibia Sabina más triste. En segundo lugar, su mejor amigo, Longino, estaba precisamente allí, en el norte. Por el momento sólo había pensado viajar hasta Vinimacium y Drobeta, pero estando ya tan cerca de la Dacia pensaba invitar a Longino a que cabalgara desde Sarmizegetusa a su encuentro. Unos días con un buen amigo era lo que más ansiaba. El juicio a la vestal Menenia, las presiones de senadores corruptos que querían que se detuviera la lucha contra la corrupción, la gestión de encargar nuevas obras públicas, más calzadas y puentes y acueductos y puertos, la escasez de dinero en el aerarium público, la necesidad que tuvo el año anterior de devaluar la moneda, produciendo acuñaciones de oro y plata de menor densidad… Roma era sólo un largo e interminable desfile de problemas y sinsabores. Frontino, uno de sus buenos y sabios consejeros, había fallecido. Y encontrar fondos suficientes para reclutar dos nuevas legiones, la II Traiana Fortis y la XXX Ulpia Victrix, con las que reemplazar a las legiones V y XXI perdidas por Domiciano, había sido complejísimo, pese a las devaluaciones. Sin embargo, Trajano estaba persuadido de que mantener una potente fuerza militar era clave para la salvaguarda del Imperio y no había cedido ante aquellos que aconsejaban posponer el reclutamiento de esas dos nuevas legiones. El puente que había ordenado construir sobre el Danubio también consumía muchos recursos. Quizá su esposa tuviera razón y su idea de Roma era demasiado… grande. Subir los impuestos parecía ser el único camino para disponer del suficiente dinero con el que acometer todos sus proyectos, pero aún dudaba. Si en efecto subía los impuestos al final el pueblo gastaba menos o buscaban subterfugios con los que eludirlos. Trajano no necesitaba de consejeros imperiales para saber eso. No había que ser ni un genio ni un filósofo griego para saber que a más impuestos menos gastaba la gente y la economía del Imperio terminaría en un colapso absoluto que no interesaba a nadie. Sólo los imbéciles eran incapaces de no ver algo tan sumamente simple. Sí, se sentía abrumado por las complejidades del gobierno de un Imperio que se extendía desde Partia hasta Caledonia, desde el Rin y el Danubio hasta África y Egipto. Tenía ganas de visitar la frontera, de viajar, de moverse. Podría, además, ver in situ las obras del gran puente que había encargado a Apolodoro y que debería estar terminado en pocos meses si los informes del arquitecto eran ciertos. Así, al menos, comprobaría que el dinero que enviaba al norte estuviera siendo bien empleado. Con el transcurso de los años también había aprendido que la única forma de controlar el gasto de las arcas públicas era una supervisión detallada y constante. No supervisar el gasto abría las puertas a la corrupción total.
Y Trajano había aprendido a no fiarse de nadie; esto es, de nadie que no fuera Longino, Quieto o Sura y quizá algún otro senador leal como Celso, Palma o Nigrino. Más allá de ese reducido grupo todo eran sombras. Quedaban, por supuesto, Liviano, Aulo y el resto de la guardia pretoriana, pero eran pocos aquéllos con los que podía departir con cierto sosiego de ánimo. Estaba también el filósofo Dión Coceyo. Pero ¿cuántos eran? Ocho, nueve o diez hombres entre un millón y medio de habitantes que tenía Roma. Se había olvidado de Plinio, Suetonio y Tito, el flamen dialis… y las vestales, sobre todo la Vestal Máxima y, por supuesto, Menenia. Quizá no estaba tan solo después de todo. Era posible, pero, en cualquier caso, las paredes del palacio imperial parecían constreñirlo. Tenía que viajar, cabalgar, sentirse entre los soldados.
A todo esto se añadía una motivación más: un ejército de renegados, legionarios y oficiales de las legiones de Roma, que en algún momento del pasado reciente habían abandonado la disciplina militar de sus unidades, se habían agrupado para escapar de la Dacia a la que habían servido durante años. Eso es lo que le había contado Tercio Juliano en una carta y eso mismo venía confirmado por un mensaje cifrado del propio Longino, que aseguraba que aquel grupo de renegados que se había abierto camino hacia el sur a sangre y fuego, matando a decenas de guerreros dacios, había enfurecido a Decébalo, según le habían dicho, aunque él no hubiera observado el más mínimo mal humor en el rey con respecto al asunto. Longino parecía haber concluido que el rey dacio se autocontrolaba ante él para no dar muestras de debilidad. Sí, sería interesante ver a aquellos renegados que deseaban reingresar en las legiones. Tenía claro que habían sido traidores, pero su decisión de retornar al Imperio, a riesgo de ser severamente castigados, era una muestra de la fragilidad de la Dacia, y eso eran buenas noticias para Roma. Sí, quería conocer a aquellos hombres, en particular a los oficiales que habían tenido la idea de unirse para huir todos juntos pese a la oposición del ejército dacio. Quizá después de un castigo ejemplarizante —la deserción no podía quedar impune— aquellos renegados fueran recuperables para el ejército y siempre estaba bien aumentar los efectivos en unas fronteras que aún seguían siendo endebles, especialmente en el Danubio.
Trajano se hizo acompañar por Quieto, pero dejó a su sobrino Adriano en Roma. Quería amistad y no problemas en aquel viaje.
Tercio Juliano salió a recibirlo varias millas antes de llegar a Vinimacium.
—Ave, César —dijo el legatus al mando de Moesia Superior.
—Ave, Tercio —respondió el emperador desmontando de su caballo. Lucio Quieto y los pretorianos lo imitaron y descabalgaron mientras el César se aproximaba a Tercio Juliano.
—¿Cómo va el puente y cómo está la frontera? —preguntó Trajano.
—Las obras del puente están muy avanzadas —respondió el legatus sin eludir las cuestiones que le planteaba el César pues, entre otras cosas, sabía que con Trajano no valían las evasivas—. El arquitecto parece confiado en terminar la obra… a tiempo. —Tercio observó que el César enarcaba las cejas ante la leve duda con la que había respondido a la primera cuestión, pero siguió hablando—. Y las fronteras están algo intranquilas. Hemos tenido algunos enfrentamientos en diferentes puntos y sobre todo el incidente de los renegados en las últimas semanas.
—¿Están aquí? —preguntó Trajano que, como era habitual, iba directamente al grano.
—¿Los renegados? —inquirió Tercio Juliano, que ya había advertido el interés del emperador por reunirse pronto con aquellos hombres y averiguar más sobre cómo estaba todo en la Dacia.
—Sí —confirmó Trajano.
—Sí, augusto —respondió el legatus satisfecho de haber sabido intuir bien los deseos del César—. De hecho he traído a varios de los líderes de ese grupo para que puedan entrevistarse con el emperador si éste lo desea. Están en esa tienda. —Y Tercio Juliano señaló hacia un lado donde se habían levantado varias tiendas de campaña—. He ordenado también que preparen algo de comida y bebida para que el emperador pueda recuperarse del viaje.
—Eres un buen militar y un mejor anfitrión —respondió Trajano con una sonrisa—. Algo de vino me vendrá bien, nos vendrá bien —añadió mirando a Quieto, que asintió sin dudarlo—. Por Cástor y Pólux, incluso algo de comida. —Y sonrió.
Al momento estaban los tres, el emperador de Roma, Lucio Quieto y el legatus de Vinimacium bebiendo vino y comiendo algo de queso, pero, sobre todo, hablando sobre la situación en la frontera.
—Vuelve a haber incursiones, augusto —se explicaba Tercio Juliano—. Los dacios han estado tranquilos un par de años, pero están volviendo a atacar pequeñas fortificaciones; sobre todo tienen empeño en destruir las torres de vigilancia del río.
—De alguna forma han averiguado lo importantes que fueron estas torres en la guerra pasada —comentó Trajano—, cuando nos vino tan bien recibir información rápida sobre el ataque en Adamklissi. Estoy seguro de que Decébalo está siendo asesorado por más renegados que lo informan sobre nuestras tácticas, por eso nos viene tan bien que un buen grupo de éstos retorne a nuestras filas. Habrá que castigarlos, por su deserción, eso desde luego, pero también hemos de darles una oportunidad de rehabilitarse. Eso animará al resto de los renegados a seguir abandonando a Decébalo, aunque aquí mi querido Quieto no piense lo mismo.
El aludido carraspeó antes de hablar.
—Son traidores, César, y es difícil esperar nada bueno de unos traidores, pero el emperador tiene razón respecto a que cuantos más abandonen al rey de la Dacia, mejor para nosotros.
—Sí, eso es lo que más nos interesa de todo esto —confirmó Trajano que no dejaba de percibir el tono de desprecio con el que Quieto había pronunciado la palabra «traidores»—. Si Decébalo se ve abandonado por estos legionarios desertores, le hará parecer más débil a los ojos de los sármatas y los roxolanos…
—Precisamente… —empezó Tercio Juliano, pero se calló al darse cuenta de que había interrumpido al emperador.
—Habla, di, te escucho —lo animó, no obstante, el César.
—Sí, augusto —continuó entonces Tercio Juliano—. Precisamente, sobre los sármatas y roxolanos… hemos averiguado que los dacios han secuestrado a mujeres y niños de algunos de sus líderes para forzarlos a mantener su lealtad a Decébalo.
—Igual que hacía Aníbal en Hispania —dijo Trajano—. Eso es interesante y una muestra más de su debilidad: si Decébalo ha de buscar la lealtad con coacción es que ya no es tan admirado como antes. Aun así, tendremos que ser cautos. Aníbal se las ingenió para manipular a los iberos durante años con esa estrategia que luego combinó con grandes victorias. La clave es que esas grandes victorias nunca sean conseguidas por Decébalo. Entonces todos lo abandonarán. Pero ese asunto de los rehenes sármatas es muy interesante.
En ese momento Décimo, acompañado por otros dos oficiales renegados y Marcio, entró en la tienda en la que estaba hablando el emperador. El ex gladiador no había sido oficial de las legiones pero todos los legionarios de Tercio Juliano habían concluido, por la forma misma en la que los renegados se dirigían a él, con temor y respeto a la vez, que Marcio era un líder nato y asumieron que debía de ser otro de los antiguos oficiales. Los cuatro desertores venían desarmados y rodeados por una docena de hombres de la legión apostada en Vinimacium.
—Éstos son —dijo el legatus.
Trajano los miró atento. Le llamaron la atención porque llevaban uniformes limpios. Se habían esmerado en acudir allí con buena presencia. Parecían aguerridos.
—Bien —dijo el emperador al cabo de un rato, alargando la mano para que un esclavo rellenara su copa con más vino.
Se hizo un silencio extraño. Décimo y el resto callaban. Ninguno de los cuatro renegados se atrevía a dirigirse al emperador sin que éste les hablara primero.
—Lucio Quieto: desprecias a estos hombres —empezó a decir el emperador paseando despacio ante cada uno de aquellos cuatro romanos que habían retornado al Imperio—, pero no es bueno menospreciar a nadie o infravalorarlo. Recuerdo una vez… —Se detuvo; miró al suelo; se volvió hacia Lucio Quieto—. Hace años, en la Subura, mi padre me llevó allí para… Bueno, para lo que van todos a la Subura con un muchacho que aún no conoce mujer. —Y echó la cabeza para atrás y soltó una sonora carcajada.
Quieto se relajó un poco y se unió a la risa del emperador. Trajano reía de una forma limpia, natural y era difícil no contagiarse de aquella carcajada. Décimo y los otros dos renegados romanos se permitieron sonreír. Marcio permaneció serio; no se encontraba a gusto tan cerca de un emperador. La situación no le traía buenos recuerdos.
—Por Júpiter, el caso es que una vez allí en la Subura —continuó el César—, mientras mi padre negociaba… con una de esas prostitutas… vi a unos niños que robaban manzanas. El tendero, sin dudarlo un instante, le abrió la cabeza a uno de los niños, que no tendría más de seis años, allí mismo. Y a punto estaba de hacer lo mismo con los otros cuando me interpuse. Para todos los que estaban allí presentes aquellos niños eran sólo escoria, basura que no valía para nada más que robar. Sin embargo, Nerva primero y luego yo mismo, establecimos los alimenta con los que damos de comer a esos niños de las calles más sórdidas de Roma y luego los reclutamos para el ejército. Muchos de esos ladronzuelos acaban ahora defendiendo con garra y fuerza las fronteras del Imperio. Eso es lo que aprendí aquel día: no hay que menospreciar a nadie.
—¿Y qué fue de los otros niños, augusto? —preguntó Lucio Quieto.
Los renegados, Tercio Juliano, todos escuchaban atentos, pero Marcio, en particular, tenía sus ojos clavados en el emperador de Roma con una intensidad especial.
—No tengo ni idea —respondió Trajano—. Imagino que terminarían por morir de hambre o descalabrados en cualquier otro momento, cuando nadie intercediera por ellos. Pero ahora eso ya no pasa en Roma gracias a los alimenta. Por eso creo que, quizá, sólo quizá, estos hombres —y volvió su mirada hacia los renegados— puedan tener una segunda oportunidad.
Nuevamente retornó el silencio a la gran tienda de campaña.
—Hay osos, César —dijo entonces Tercio Juliano.
—¿Osos? —preguntó el emperador con los ojos bien abiertos.
—Sí, augusto. Se los ha visto en el bosque cercano a Vinimacium. Parece ser que han atacado varios rebaños y a algún pastor. He pensado que el César podría tener interés…
—¡Una cacería en campo abierto! ¡Una auténtica uenatio! —exclamó Trajano—. ¡Magnífico, por Júpiter! Al final voy a tener que incluirte entre mis amigos, Tercio. Estoy harto de las saepta uenationes: en esos simulacros de caza en Roma donde los animales están presos, no importa lo grande que sea el terreno acotado: al final llegan a las paredes de la villa o del coto y caen todos sin opción alguna a escapar. Una cacería en campo abierto siempre es más justa: el animal tiene una oportunidad de escapar o de esconderse en un territorio que conoce mejor que nadie. Es más emocionante. —Las cacerías lo retrotraían a su juventud, a los tiempos felices en Hispania. Se acordó entonces de su gran amigo—. Es una lástima que Longino esté en Sarmizegetusa. No habrás hecho que venga, ¿verdad?
—No. Lo siento, César —respondió Tercio Juliano algo inquieto por no haber pensado en ello, pero se justificó—. Longino está en Sarmizegetusa por orden imperial. No puedo yo contravenir…
—Por supuesto, por supuesto —dijo Trajano poniendo una mano en el hombro del atribulado Tercio—. Todo está bien. Se me ocurre una cosa. —Y se volvió hacia los renegados que seguían allí, quietos, sin atreverse a decir nada—. Me acompañarán estos hombres. Una cacería es una buena forma de averiguar su valía, de observar su destreza sobre el caballo, su valor como pressores, azuzando a las fieras para que caigan en nuestras redes o incluso matándolas si es que se atreven a ello. Además, si damos con alguno de esos osos y éste se revuelve contra nosotros podremos ver si estos renegados tienen aún algo de bravura que pueda valer para Roma —añadió mirando a Lucio Quieto, que asintió, quizá no muy convencido. No le parecía mala idea lo de probar a esos hombres frente a una gran fiera salvaje. Cualquier cosa que aproximara la muerte a aquellos miserables lo satisfacía, pero de pronto se cruzó otro pensamiento.
—El César se hará acompañar por la guardia pretoriana, imagino —expresó Quieto.
—Lucio siempre está preocupado por mi seguridad —comentó el emperador mirando ahora a Tercio Juliano y de nuevo fijando sus ojos en Lucio, respondió—: Sí, que me acompañe una treintena de pretorianos. —Y levantó la mano derecha cuando Quieto quiso decir algo, seguramente que le parecía poca escolta—. ¿Cómo se llaman estos hombres? ¿Cómo os llamáis? —preguntó dirigiéndose entonces a los renegados.
Éstos, por primera vez, abrieron la boca.
—Décimo, César.
—Cayo, César.
—Secundo, César.
—Mi nombre es Marcio, César.
Respondió cada uno de los cuatro renegados, uno a uno. El emperador se quedó mirando por unos instantes al último, el que más palabras se había atrevido a decir. Marcio. ¿Por qué le resultaba familiar aquel hombre, aquella mirada?
—Que se preparen para el amanecer. Mañana mismo salimos de caza —dijo Trajano con energía—. No quiero dar oportunidad a que el oso se nos escape. ¿No quieres venir, Lucio? Quiero que Tercio supervise las tropas, su alojamiento y distribución en el entorno de Vinimacium, pero tú Lucio podrías venir.
—El César sabe que no soy hombre de cacerías. Temo ser mal acompañante.
Trajano sonrió.
—Es cierto que cazar animales no es lo tuyo, Lucio. Siempre eres mejor cuando hay que cazar hombres en el campo de batalla. Bien, sea.
El emperador salió de la tienda henchido de fuerza. Una cacería. Aquel viaje al norte empezaba de la mejor forma posible. Luego iría a Vinimacium y más tarde a Drobeta a ver las obras del puente. Había tiempo para todo. Y tenía que escribir a Longino para que viniera a Vinimacium. Eso también era importante, pero todo después de la cacería. A falta de una batalla una cacería le suministraría una buena dosis de ejercicio que tanto anhelaba.
Aquella noche había varios hombres taciturnos, nerviosos en el campamento militar donde se alojaba el emperador. Lucio Quieto se encontró con Liviano, el jefe del pretorio, de camino a su tienda y lo abordó.
—El emperador va de cacería al amanecer —dijo el legatus norteafricano.
—Sí, eso me ha dicho el propio César —respondió Liviano—. Quiere una escolta reducida.
—Precisamente, Liviano, preferiría que intentaras convencerlo de que es mejor aumentar esa escolta. ¡Por Marte! Sé que estamos en territorio bien controlado por las legiones y que Tercio Juliano ha hecho un gran trabajo en asegurar la región, pero aun así me quedaría más tranquilo si al César lo acompañaran, al menos, dos turmae de los mejores singulares.
—¿Sesenta jinetes? —preguntó Liviano, pero como si dijera un pensamiento propio en voz alta—. Si por mí fuera, legatus, el emperador llevaría mil pretorianos de escolta. Cuenta con ello. Dos turmae de singulares.
El jefe del pretorio se despidió del legatus africano.
Lucio se quedó algo más tranquilo pero seguía pensativo, mirando al suelo. No sabía por qué, pero estaba nervioso. Aquellos renegados habían atacado a los dacios, eso había asegurado Tercio, para cruzar el Danubio. Lo que no entendía Lucio era por qué habían atacado a pleno día en lugar de intentar cruzar el río de noche, un momento en el que quizá podrían haberlo hecho sin tener que luchar; algo más propio de traidores. Atacar de día era de valientes o, peor aún, de locos. Quieto estaba convencido de que todos aquellos hombres sólo eran unos cobardes. Atacar a pleno día no iba con su carácter. Era… extraño. Quizá a él, como al propio emperador, le empezaba a afectar haber estado tanto tiempo en el palacio imperial. Parecía que cuanto más tiempo pasaba uno allí, más enemigos creía ver en todas partes. Sólo era una cacería y el emperador era un gran cazador que iba a cabalgar escoltado por sesenta jinetes de la guardia pretoriana. No había nada que temer.
Marcio no podía dormir. Mañana iban a salir de cacería con el mismísimo emperador de Roma. No estaba intranquilo por eso. Eran otras preocupaciones las que lo perturbaban. El César era aquel niño, hecho ahora hombre, que lo salvó en la Subura. La vida daba círculos difíciles de interpretar. Los dioses jugaban con ellos. Sin duda era eso. Salió de la tienda que tenían asignada. Un grupo de legionarios se calentaba junto a una hoguera que habían prendido frente a ella.
—No se sale —dijo uno de aquellos soldados del Imperio en cuanto vio a Marcio emergiendo de la tienda donde estaba confinado junto con otros renegados.
—Sólo quiero estirar las piernas, calentarme un poco junto a la hoguera —respondió el antiguo gladiador sin dejar de acercarse hacia el lugar donde estaban los legionarios. El optio que se había dirigido a él decidió no insistir. Aquel renegado tenía aspecto de no aceptar órdenes con facilidad y era de noche y tampoco era buena idea crear un tumulto que despertara a sus superiores. El emperador estaba allí cerca, durmiendo en otra tienda.
—Un poco y luego adentro, ¿me oyes, desertor? —dijo el optio.
Marcio ignoró el insulto recibido. En todo caso se lo tenían ganado, en especial Décimo y el resto. La suya era una historia diferente, pero no pensaba que aquellos legionarios fueran a discernir bien las diferencias. Se acercó un poco al fuego aprovechando que los legionarios se apartaban de él como si fuera un apestado.
Al principio sólo se escuchaba el crepitar de la leña seca resquebrajándose en la hoguera, hasta que el optio recuperó la conversación que mantenía con sus hombres antes de que Marcio los interrumpiera.
—Una columna entera de dacios —contaba—. Los interceptaron ayer cerca de Drobeta. Parece que iban camino de la fortaleza que tienen en Pelendava.
—No sabía que estábamos luchando al norte del río, optio —dijo uno de los legionarios.
—Pues tenemos tropas por todo el Bánato y desde luego al norte de Drobeta por las obras del puente del emperador —continuó el oficial—. Parece ser que temieron que aquellos dacios fueran a atacar la construcción desde el norte, así que varias turmae se lanzaron contra los dacios y éstos, al verse en inferioridad numérica, huyeron. Pero lo mejor de todo es que llevaban mujeres sármatas y roxolanas y quizá de otras tribus como prisioneras. Mujeres y niños. Eso dicen.
—¿Y eso por qué es bueno, optio?
—Porque eran rehenes. Si los dacios tienen que usar rehenes para mantener en pie sus alianzas con otras tribus, eso es que los sármatas y los demás pueblos al norte del Danubio ya no se fían de ellos. Eso mismo se lo he oído decir al legatus Tercio Juliano. Eso es bueno para nosotros, porque si se volvieran a aliar todos, muchacho: sármatas, dacios, roxolanos, catos… lo pasaríamos mal, como con la guerra de hace tres años. Tú no estuviste allí, pero no quieras estar. Créeme. —Y exhibió con orgullo el brazo derecho con varias cicatrices profundas—. Son de las falces dacias. No quieras verlas, muchacho, créeme. Ojalá no se vuelvan a unir o si no tendremos que rogar a Marte para que nos proteja y confiar en la inteligencia de nuestro emperador.
De nuevo se escuchó el crepitar del fuego. Los legionarios más jóvenes parecían algo asustados ante las heridas de guerra del optio. Marcio miraba las llamas brillando en medio de la noche.
—¿Qué pasó con las mujeres y los niños que llevaban presos los dacios? —preguntó Marcio.
El oficial romano lo miró con desdén, pero decidió responder porque le gustaba sentirse el centro de atención de todos los reunidos alrededor de aquella hoguera.
—La mayor parte de las mujeres jóvenes y fuertes huyeron con los niños aprovechando la confusión del combate. Al resto las mataron. Nuestra caballería no hace muchas distinciones entre los dacios y el resto de las tribus. La verdad es que al norte del Danubio todos parecen iguales. —Y se echó a reír como si hubiera dicho algo muy gracioso. Los legionarios se unieron a la carcajada de su superior. Marcio sonrió sin entusiasmo y sin apartar la mirada del fuego.