UN ERROR DE CÁLCULO
Drobeta, Moesia Superior
Marzo de 105 d. C.
Habían pasado unos días desde el accidente del pilar decimoctavo. Las tormentas, por fin, parecían desplazarse hacia el norte y dar tregua en aquel remoto lugar del mundo. Tercio Juliano, no obstante, estaba inquieto. La frontera volvía a estar agitada y tenía un mensaje de Lederata donde se le informaba de que un destacamento de renegados se había entregado a las legiones en busca de perdón para poder reingresar en el servicio de Roma. Aquello eran buenas noticias. Los traidores son los primeros en ver cuándo cambia el viento y parecía que el viento fuerte provenía ahora de Roma; era el mismo viento que se llevaba las nubes de tormenta y granizo hacia el norte. Pero Tercio Juliano estaba incómodo por el comportamiento del arquitecto: Apolodoro se había recluido en su tienda y como protesta por la orden que había dado Tercio de detener las obras durante la última tormenta no salía para nada. Al principio el legatus consideró la nueva situación como una mejora. Incluso pensó que podría dar término a las obras él solo. Los carpinteros, los metalarii, los legionarios y los esclavos, todos sabían ya cómo hacer su trabajo y era más cuestión de supervisarlo todo que de otra cosa. Habían construido diecisiete pilares y sólo se trataba de repetir los mismos trabajos para terminar el decimoctavo y levantar el decimonoveno. Pero todo se complicaba: la noticia sobre los renegados reclamaba su presencia en Vinimacium y había otro mensaje que anunciaba que el César, muy pronto, vendría a Moesia Superior a inspeccionar la frontera y las obras del puente. Todo eso exigía que se desplazara a la capital de la provincia y Tercio ya no estaba tan confiado en que Cincinato fuera capaz de acometer solo la culminación de la obra sin la ayuda del arquitecto. Además, siempre podría surgir algún imprevisto. De hecho ya había uno. Lo observó durante la tormenta, cuando estaban en el pilar decimoctavo, pero pudo comprobarlo desde la ataguía del decimonoveno en cuanto regresó el buen tiempo. Tercio Juliano sabía que necesitaba al arquitecto, una vez más. Tenía órdenes y un puente que concluir, así que se tragó su orgullo de hombre y lo sometió a la disciplina militar. Salió del praetorium y se encaminó a la tienda del arquitecto. Cruzó el campamento. Varios carros traían nuevos sillares de gran tamaño para la base del pilar decimoctavo. Pronto empezaría la laboriosa tarea de descargarlos en las balsas de transporte para que finalmente las machinae tractoriae los pusieran, uno a uno, en la base del pilar.
—¿Está dentro? —preguntó el legatus a los legionarios que custodiaban la tienda del arquitecto.
—Desde la tormenta, sí, legatus.
Tercio Juliano entró.
Apolodoro de Damasco estaba frente a su mesa de planos. Tenía el semblante serio, pero en cuanto vio al legatus sonrió cínicamente.
—¿Tan pronto vuelvo a ser necesario? —preguntó con ironía.
Tercio Juliano ignoró el comentario.
—Tengo que partir para Vinimacium y antes quiero asegurarme de que vas a seguir haciendo tu trabajo.
—Eres tú el que se interpone entre mi trabajo y mi persona —respondió el arquitecto con desdén.
Por segunda vez, Tercio Juliano ignoró el comentario.
—No entiendo cómo se va a mantener la estructura del puente desde el pilar decimonoveno hasta la orilla del reino dacio. Hay demasiada distancia.
Apolodoro de Damasco permaneció en silencio un rato. El oficial romano se limitó a esperar la respuesta sin dejar de mirarlo.
—Al menos eres el único inteligente de entre todos los legionarios —dijo al fin el arquitecto—. Evidentemente hay demasiada distancia. Incluso usando madera y no piedra en la estructura de superficie del puente hay un espacio insalvable.
—¿Entonces? —preguntó el legatus—. ¿Cuál es la solución? Porque hay una solución… espero… —De pronto el miedo entró por un resquicio en el tono del militar.
—Cometí un error de cálculo —respondió el arquitecto.
Tercio Juliano estaba cada vez más alarmado, pero se controló.
—Esto no es un juego de acertijos, arquitecto. Haz el favor de explicarte, por Hércules.
Apolodoro suspiró. Le resultaba difícil admitir un error en cualquier caso, y sobre todo ante un oficial de las legiones, pero no había salida. En algún momento tendría que explicarlo para solucionar el problema y ésa era tan buena ocasión como cualquier otra.
—Cuando hice las mediciones del río calculé que con diecinueve pilares de piedra sería suficiente si hacíamos la estructura del puente de madera, pero en aquel momento no conocía el río como lo conozco ahora. El Danubio está sometido a crecidas y su anchura ha variado con las lluvias de estos tres años. La distancia a superar por el puente es mayor de lo calculado inicialmente y en consecuencia necesitamos más pilares; de lo contrario, en épocas de lluvias persistentes como la que nos ha tocado vivir durante este tiempo el puente será superado por el río en su tramo final y toda la obra será inútil.
Tercio Juliano suspiró ahora. Buscó un lugar donde sentarse pero no había nada más que la sella en la que estaba el arquitecto. El legatus se pasó la palma de la mano derecha por el cogote.
—¿Cuántos pilares más hay que construir? —preguntó el militar.
—Uno. Con veinte pilares será suficiente.
—Uno —repitió Tercio Juliano—. El asunto no es entonces tan grave. Donde hemos hecho diecisiete, podemos hacer diecinueve como planeaste inicialmente o veinte si es necesario. No veo gran problema en ello más allá del…
—Tiempo —lo interrumpió Apolodoro—. El tiempo se nos acaba. Íbamos bien, pero las últimas tormentas nos han retrasado y ahora, encima, nos falta un pilar más.
—Y el emperador vendrá pronto al norte —añadió Tercio Juliano mirando al suelo hasta que levantó los ojos y los clavó en el arquitecto—. Por eso las prisas, por eso te negabas a detener las obras cuando había tormentas, ¿es eso?
—Sí. Faltan tres pilares y terminar los trabajos en ambas orillas para los dos fuertes de piedra que han de proteger el acceso al puente por ambos lados. Una obra de este tipo precisará de fortificaciones en ambos extremos para que el enemigo no se apodere de su control. Tres pilares y los fuertes de piedra. Es demasiado trabajo para el poco tiempo del que disponemos.
Tercio Juliano asintió y empezó a pasear arriba y abajo por el reducido espacio de aquella tienda hablando en voz alta.
—Veamos. Los legionarios saben realizar bien ya todos los trabajos. Eso está a nuestro favor. Podemos detener las obras en los fuertes de piedra de ambas orillas para que todo el mundo se concentre en los tres pilares que faltan y en la estructura de madera que una los pilares decimoctavo, decimonoveno y vigésimo a la parte del puente que ya tenemos finalizada. Si lo hacemos así y el tiempo mejora en los próximos días, aún es posible terminar la obra a tiempo, pero… —y aquí miró una vez más al arquitecto—, si hay tormentas como la última hay que detener los trabajos: los accidentes sólo minan la moral de los legionarios y, créeme, eso es malo para todos. Arquitecto, tú sabes gobernar sobre piedras y planos y cimbras e ingenios mecánicos de todo tipo que yo desconozco, pero créeme, no sabes mandar a hombres. Los legionarios no son machinae: a veces están tristes o cansados o desmoralizados, y así no valen ni para combatir ni para construir un puente. Ellos pueden entender las prisas y puedo motivarlos con la próxima visita del emperador, pero no entienden de trabajos bajo una tormenta contra la que no pueden hacer nada, ¿entiendes lo que intento decir? Quiero que veas que podemos hacerlo, unidos, pero a los legionarios hay que organizarlos y mandarlos a mi manera. Tú dime lo que hay que hacer y yo estableceré los turnos. Podríamos incluso trabajar de noche si la noche está despejada y hay luna. Con antorchas y la luna podríamos trabajar sin parar en ningún momento, ¿me entiendes? Yo quiero acabar este puente igual que tú, por motivos diferentes, de eso puedes estar seguro, pero los dos queremos lo mismo. Si unimos nuestras fuerzas y no nos enfrentamos, por todos los dioses, arquitecto, podremos hacerlo, pero has de seguir mi criterio en lo referente a organizar los turnos de trabajo de los legionarios. ¡Por Hércules! ¡No se te ha ocurrido ni en una sola ocasión premiar a los legionarios con vino cuando se ha conseguido un avance importante en la obra! Sabes mucho de arquitectura y has conseguido cosas aquí que yo pensaba imposibles, pero de legionarios, de hombres y sus ansias, de sus pasiones y sus temores, ¡no sabes nada!
Apolodoro de Damasco lo había escuchado con la boca cerrada y los ojos muy abiertos, sin parpadear. Era como si hablara por primera vez con aquel oficial. Quizá, sólo quizá, aquel legatus llevaba razón. No quería reconocerlo. El puente, no obstante, tenía que terminarse.
—De acuerdo —admitió Apolodoro al fin—. Yo diré lo que hay que hacer y tú organizarás a tus hombres.
Tercio Juliano dio por buena esa respuesta. No era demasiado cordial, pero no había entrado en aquella tienda en busca de un amigo sino en busca de una solución para aquella obra interminable.
—¿Qué piensas hacer con los cadáveres que hay enterrados bajo el sillar del pilar decimoctavo? —preguntó entonces el arquitecto.
Tercio Juliano meditó un instante.
—Sacarlos nos retrasaría varios días —dijo el militar.
—En efecto —confirmó el arquitecto.
—¿Molestan sus cuerpos para la estructura del pilar?
El arquitecto ladeó algo la cabeza mientras pensaba.
—No —dijo—; sus cuerpos han quedado completamente aplastados. Era una roca tallada de más de diez mil libras de peso. Desde mi punto de vista se puede construir encima sin problemas, pero ¿no desmoralizará eso a tus hombres?
Tercio Juliano sorprendió a Apolodoro con su respuesta.
—No si les prometo vino al finalizar cada uno de los tres pilares que quedan. —Y saludó militarmente, dio media vuelta y salió de la tienda del arquitecto. Ahora tenía que poner al corriente a Cincinato y partir de inmediato a Vinimacium. Había que prepararlo todo para recibir al emperador y averiguar qué pasaba con aquellos renegados. Sí, la frontera estaba revuelta. Podía oler una nueva guerra como un lobo huele la comida a millas de distancia.