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LA TORMENTA

Drobeta, Moesia Superior

Febrero de 105 d. C.

La tormenta arreciaba. La lluvia caía con fuerza sobre los legionarios que operaban la grúa del pilar decimoctavo del río. La imponente superestructura del puente en construcción se levantaba desafiante sobre el Danubio, pero aún estaba sin acabar. Se podía ir desde tierra, andando por la parte terminada del puente, desde la orilla de Moesia Superior hasta cubrir dos tercios de la anchura del río, pues las cimbras de madera que unían los diecisiete primeros pilares ya estaban concluidas. Faltaban dos pilares: el decimoctavo, en el que estaban trabajando, y el decimonoveno, del que sólo se había preparado la ataguía donde los legionarios hacían funcionar un gran tornillo de Arquímedes sin descanso.

—¡Por Marte! ¡Esto es absurdo! —dijo un optio que comandaba la unidad del tornillo de Arquímedes—. ¡Llueve demasiado! ¡Hay que detener los trabajos!

Pero Cincinato, al mando de la obra de la ataguía del pilar decimonoveno, negó con la cabeza.

—¡Mis órdenes son seguir trabajando, llueva, truene o granice! ¡Seguid, por Hércules! —insistió el oficial superior calado hasta los huesos y maldiciendo en voz baja a la familia de aquel arquitecto loco. Cualquier hombre con sentido común habría detenido las obras durante la tormenta, pero aquel arquitecto era diferente a todos. El caso es que llovía con tal intensidad que el agua que extraía el tornillo gigante de achique volvía a ser rellenada con la lluvia incesante. Lo lógico habría sido, sin duda, parar y retomar las tareas después de la tormenta.

—¡Quédate al mando, pero no detengas los trabajos! —dijo Cincinato al optio y luego se dirigió a los remeros de la balsa para que lo acercaran hasta el pilar decimoséptimo, donde había una escalera con la que acceder a la parte construida del puente. Los legionarios empezaron a bogar. Cincinato, al pasar junto al pilar decimoctavo, pudo ver las dificultades con las que operaba la grúa. La lluvia lo había empapado todo y era tan densa que apenas se veía, pero aun así adivinó la silueta del arquitecto dando órdenes.

—¡Más alto! ¡Más alto!

Cincinato miró hacia arriba. Una enorme piedra volaba por encima de ellos en dirección a la base del pilar dieciocho, pero justo cuando estaba encima de su destino las cuerdas que la sostenían se desataron, pues con la lluvia no se habían atado como correspondía, y el gigantesco sillar de roca cayó a plomo sobre los hombres que aún trabajaban distribuyendo argamasa en la base del pilar.

—¡Aaggghh!

Los gritos de los que acababan de morir atravesaron el ánimo de Cincinato. Aquel arquitecto estaba completamente fuera de control. Cincinato no se detuvo para averiguar cuántos habían caído esta vez bajo las piedras del puente, sino que en cuanto alcanzó el suelo de madera en el pilar decimoséptimo, echó a andar a toda velocidad, caminando por encima del río allí donde ya había sido vencido, en dirección al praetorium.

Cuando Tercio Juliano vio entrar al tribuno Cincinato empapado hasta los huesos y con el semblante agrio no necesitó de muchas explicaciones.

—¿Otro accidente? —preguntó el legatus.

—Sí… —respondió Cincinato aún recuperando el aliento.

—¿Cuántos muertos?

—No lo sé aún… He venido porque hay que convencer al arquitecto de que detenga las obras hasta que termine la tormenta. Trabajar así es inútil. Sólo perdemos tiempo y hombres y es terrible para la moral de los legionarios…

Tercio Juliano levantó la mano para que Cincinato no siguiera. No hacía falta que le dijera todo lo que tenía sentido común y lo que no lo tenía. Él ya lo sabía y lo había hablado una y mil veces con el arquitecto, pero Apolodoro no parecía querer entrar en razón. Decía siempre que el plazo acordado con el emperador para terminar la obra era en verano y apenas quedaban unos meses de margen. En cualquier caso, Cincinato llevaba razón y había que detener de una vez por todas aquella locura hasta que el tiempo mejorase.

—¿Dónde está?

—Supervisando los trabajos en el pilar decimoctavo —respondió Cincinato—. Allí ha sido el nuevo accidente.

—Vamos allá entonces.

Y ambos hombres salieron al exterior. La tormenta los recibió con viento y lluvia incontenibles. El agua caía con una fuerza descarnada. Tercio era hombre curtido ya en aquellas tierras del norte y se detuvo para dar una orden a uno de los oficiales que los acompañaban.

—Traed escudos para todos.

Los oficiales asintieron. Les pareció sensato.

Al poco tiempo, Tercio Juliano y Cincinato caminaban por el puente. Desde el primer pilar hasta el decimoséptimo había unos ochocientos pasos, quizá más, que se superaban andando por encima de las embravecidas aguas del inmenso Danubio. Lo conseguido por el arquitecto era impresionante, pero Tercio sabía que eso no lo capacitaba para acometer el final de la obra con aquel desenfreno, más propio de un loco que de un hombre inteligente, como sin duda debía de ser para haber diseñado una obra de tal magnitud, que se extendía perfectamente sobre aquel río que a todos pareció siempre, durante siglos, insuperable.

Tercio Juliano y Cincinato subieron a una balsa para cruzar el espacio entre el pilar decimoséptimo y el decimoctavo. El agua del río había crecido enormemente con las últimas tormentas y la corriente también. Los legionarios acababan de lanzar cuerdas entre el pilar decimoséptimo y el decimoctavo para enganchar las balsas de transporte a los mismos y así evitar que los materiales fueran arrastrados por la corriente del río. La fuerza de los remeros ya no era suficiente para controlar las balsas.

—¡Todo ha empeorado desde que fui a buscarlo, mi legatus! —gritó Cincinato para hacerse oír por encima del fragor de la tormenta. De pronto estallaron truenos en la lejanía.

—¡Y lo peor está por venir! —dijo Tercio Juliano.

El legatus, Cincinato, dos oficiales más y un cargamento con una docena de escudos militares de la legión fueron cargados en la balsa y arrastrados desde el pilar decimoctavo hasta que alcanzaron la posición de la gran grúa que había perdido el sillar y causado así el terrible accidente. Al poco, vieron la figura enjuta de un hombre dando gritos a los operarios de aquel ingenio mecánico.

—¡Sois unos inútiles! ¡Por Zeus! ¡Todos unos inútiles! ¡No acabaremos nunca! ¡Nunca!

—¡Ya es suficiente! ¡Por todos los dioses, ya es suficiente! —aulló Tercio Juliano. El arquitecto se giró entonces hacia el legatus que se atrevía a contradecirlo cuando estaba recriminando a los legionarios por lo que entendía él que era manifiesta torpeza; pero Tercio Juliano no se calló y siguió hablando—: ¡Las obras quedan detenidas! ¡Todos fuera de aquí hasta nueva orden!

Pero Apolodoro de Damasco se revolvió como una fiera herida acorralada.

—¡No puedes dar esa orden! ¡Sólo yo tengo el mando sobre las obras! —Y se dirigió hacia los legionarios de la grúa—. ¡Manteneos en vuestras posiciones! ¡Que no se mueva nadie!

Pero los legionarios veían al legatus por detrás del arquitecto haciendo gestos con las manos para que se marcharan, y no dudaron en a quién debían obedecer. En unos instantes no sólo la grúa, sino todo el pilar decimoctavo quedó sin legionarios. Apolodoro maldijo al legatus, pero éste no parecía ni interesado ni intimidado por las amenazas del arquitecto, sino concentrado en averiguar cuántos habían fallecido.

—¡Dicen que tres legionarios! ¡Buenos legionarios, legatus! —dijo Cincinato entre gritos una vez más bajo aquella lluvia interminable—. ¡No hay heridos! ¡La piedra cayó directamente sobre ellos!

—¡En las guerras también hay muertos y no os escandalizáis por ello! —vociferó entonces el arquitecto—. ¡Y esto es una guerra! ¡Una gran batalla contra el Danubio!

Tercio Juliano no pudo contenerse más y se volvió, cogió al arquitecto por los hombros y lo zarandeó con fuerza mientras le gritaba.

—¡Maldito seas tú y tu puente de locura! ¡Incluso las legiones se detienen cuando en una batalla cae una tormenta como ésta! ¡Yo mismo vi al emperador Trajano ordenar detener una batalla en Tapae cuando empezó a llover torrencialmente! ¿Me entiendes?

Y lanzó al arquitecto contra el suelo de la balsa, aunque hubiera preferido arrojarlo al río. El viento pasaba entre ellos con la fuerza de los titanes. Fue entonces cuando empezaron a caer las piedras, enormes, como grandes uvas pétreas.

—¡Traed los escudos! —ordenó Tercio Juliano y rápidamente los oficiales que lo acompañaban distribuyeron los escudos, de forma que tanto el legatus Tercio Juliano y Cincinato como el resto de ellos pudieron protegerse de aquella granizada y sus terribles efectos. Apolodoro de Damasco, tendido en el suelo, se protegía la cabeza con las manos.

—¡Traed a ese insensato bajo los escudos! —ordenó el legatus. Personalmente no le habría importado que alguna de aquellas piedras de mayor tamaño descalabrara a aquel loco, pero eso lo obligaría a tener que dar complicadas explicaciones al emperador y ésa era una situación delicada por la que no quería pasar si no era absolutamente necesario.

—Ésta no es una guerra como las demás… —dijo Apolodoro entre lágrimas de dolor por las piedras que habían impactado contra su cuerpo—; en las guerras entre hombres, en las batallas campales como las que mencionabas, las tormentas detienen la lucha de los unos y los otros, pero éste es un combate desigual. —Y miró directamente a los ojos a Tercio Juliano, como si intentara convencerlo—. ¿Acaso ves tú que el Danubio se tome un solo día de descanso? No. Este maldito río fluye y fluye constantemente. No da un día de tregua. ¿Cuánto durará la tormenta o las tormentas sucesivas de este final del invierno o de la nueva primavera? Cada día perdido de trabajo el río gana y el plazo del emperador termina. No tendremos las obras concluidas a tiempo y no seré yo quien tenga que dar explicaciones sobre el retraso, sino tú.

El granizo chocaba contra los escudos que los oficiales sostenían a duras penas sobre las cabezas de todos, pues el viento empujaba con fuerza y amenazaba con arrancarles aquellas armas defensivas que los protegían del hielo que desparramaba el cielo sobre sus cabezas.

—¡Hablaremos en mi tienda! ¡Ahora nos vamos todos de aquí, y cállate o te arrojaré al río, que es lo que más deseo hacer desde hace meses! —exclamó Tercio Juliano.

Apolodoro de Damasco, fuera por cansancio o porque creyó que aquel legatus era capaz de cualquier desatino, guardó silencio y se dejó conducir de regreso hacia la parte del puente ya construida.