EL BANQUETE
Cámara del emperador, Domus Flavia, Roma
Diciembre de 102 d. C.
Trajano estaba en su cámara personal en el interior de la Domus Flavia cuando Aulo le anunció aquella visita, que no por esperada resultaba menos incómoda.
—Que pase —dijo el emperador.
Las puertas se abrieron y Salinator, el viejo rex sacrorum de Roma, entró y dio tres pasos hasta quedar frente al César.
—Siento molestar al emperador con esta intromisión en su palacio, pero el asunto que me trae es de vital importancia para Roma, augusto —dijo el rex sacrorum.
—Vienes a decirme que hablarás en contra de la vestal Menenia cuando deliberemos en el Colegio de Pontífices las próximas kalendae de enero —manifestó Trajano con aplomo, directo al grano, convencido de que la mejor estrategia para enfrentarse a quien viene a chantajear es mostrar que uno conoce perfectamente sus intenciones.
Curiosamente el rex sacrorum no se puso en absoluto nervioso. Ni siquiera parecía intimidado por la seguridad del emperador. Incluso hizo algo que extrañó a Trajano: Salinator sonrió.
—No, augusto; con el debido respeto, vengo a informar al emperador de que será el propio César quien hablará en contra de la vestal ante los pontífices de Roma.
Trajano guardó silencio unos instantes.
—¿Y eso por qué? —preguntó al fin.
Ahora fue el rex sacrorum quien se tomó unos instantes antes de explicarse.
—Porque yo sé el gran secreto de la vestal y estoy seguro de que el César preferirá que ese secreto no se sepa nunca.
—¿Y cuál es ese terrible secreto que debo temer que se haga público? —preguntó Trajano manteniendo la serenidad, mientras ponderaba hasta qué punto podía permitirse ordenar la ejecución de aquel petulante impertinente.
—Yo sé que la vestal Menenia es hija de… Domiciano —dijo el rex sacrorum. Volvió a callar un momento para intentar, infructuosamente, examinar el rostro pétreo del César, pero Trajano estaba tan quieto, sin apenas respirar, que no movió ni una facción de su semblante; aquella inmovilidad podría ser la forma en la que mostraba su sorpresa, pensó el rex sacrorum, que se sintió seguro del terreno que pisaba y siguió hablando con voz tan suave en su forma como amenazadora en su contenido—. Y el emperador no querrá que los enemigos que tiene en Roma, aquellos que añoran a Domiciano, que aún los hay, hombres como el desterrado Prisco y otros de su calaña que tanto se enriquecieron en aquella época, muchos de los cuales aún están agazapados en el Senado, sepan que hay una descendiente suya viva y que es vestal. Por eso, porque el César no querrá que yo desvele el origen oculto de Menenia ante todo el Colegio de Pontífices en las kalendae de enero, la condenará a muerte. Ante todos. De forma inapelable. Sin admitir discusión alguna.
—A ella y a Celer, imagino, pues una cosa va con la otra —respondió Trajano con una rapidez que sí pilló por sorpresa a su interlocutor.
—A ella y a Celer, a los dos, claro —confirmó el veterano sacerdote—. Celer no es importante para mí, pero, como muy bien ha expresado antes el emperador, una cosa va con la otra.
—Pero la muerte de Celer sí es importante para otros, tal y como ha quedado patente en el juicio; otros que, sin duda, han hablado contigo —interpuso el César.
—Cuando los fines coinciden, augusto, a veces uno hace amistades indeseables. Siempre he despreciado las carreras de cuadrigas y otros entretenimientos de la plebe, pero esta vez los intereses de la corporación de los azules coinciden con lo mejor para Roma, que no es otra cosa que eliminar a cualquier descendiente de Domiciano.
Trajano asintió. Aquello tenía sentido. Trataba con alguien que razonaba, perverso en su estrategia y objetivos, pero inteligente. Siempre es mejor un enemigo inteligente que un loco; éste es siempre imprevisible. Decébalo, en el norte, se le antojaba más próximo a la locura cuanto más desesperado estaba; este sacerdote, por el contrario, parecía mucho más frío y calculador. El rex sacrorum quería ver muerta a Menenia y los acusadores de la vestal querían ver muerto a Celer; en consecuencia, habían unido sus fuerzas. Sí, era deleznable, pero tenía sentido. En todo esto la verdad carecía de importancia. Pero ¿qué fuerza movía a Salinator contra la vestal Menenia?
—¿Por qué odias a esa muchacha? —preguntó entonces Trajano.
El sacerdote asintió, como agradecido de que por fin alguien le hiciera esa pregunta y de por fin poder dar su respuesta, nada más y nada menos que al emperador.
—Porque es hija de un maldito. Aunque Domiciano me nombrara rex sacrorum, yo sufrí en mi familia el terror de ese miserable, como tantos otros; ordenó la muerte de mi hijo, acusándolo de participar en una de las conjuras contra él. Yo ahora quiero que muera su hija, y lo conseguiré o toda Roma sabrá que ese miserable tiene descendencia. Pero no sólo me mueve la rabia, sino el saber que una vestal descendiente de Domiciano es un sacrilegio en sí mismo: como lleva la venenosa sangre de ese lunático en su ser, si no ha cometido crimen incesti aún lo cometerá más tarde o más temprano. Está maldita, como todo lo que viene de aquella bestia.
Trajano reconsideró su apreciación anterior sobre el carácter de Salinator: quizá estaba ante un fanático, y con los fanáticos no se puede negociar… además de que la muerte de un hijo deja el ansia irrefrenable de la venganza. Pero había que intentarlo: la vida de la joven vestal aún seguía en juego.
—También es hija de Domicia Longina, que quedó exenta de la damnatio memoriae —argumentó el emperador, que había concluido mentalmente en que ejecutar a Salinator lo indispondría con parte del Senado. Y aunque se lo pudiera permitir, sería una forma de dar alas a quienes aún lo veían como un hispano sentado en el trono imperial, un error inaceptable aún para bastantes familias patricias romanas.
—La antigua emperatriz de Roma no lleva sangre de Domiciano en su sangre. Esa vestal sí, y ni la sangre de Augusto traspasada por Domicia Longina a su hija puede ser suficiente para lavar la sangre corrupta de Domiciano. Esa vestal debe morir.
—Veo que crees que conoces todos los secretos.
—Los conozco, Pontifex Maximus.
—Sólo en parte —lo corrigió el César. En ese instante, Trajano consideró revelar al exaltado rex sacrorum que el padre de Menenia quizá no fuera… pero no; ni él mismo lo sabía. Eso sólo lo sabía una persona y ésta había decidido guardar silencio. No, ése no era un buen camino para hacer cambiar de opinión a Salinator. Tenía otras herramientas—. Insisto en que lo que crees que sabes puede no ser cierto. Puede que no conozcas toda la realidad sobre la vestal.
—Sé lo suficiente para mis objetivos. He venido a avisar al César para que éste vea que no voy contra él y que está a tiempo de resolver esto sin daño para su persona o su gobierno.
—Aunque eso conlleve una injusticia.
—Esa joven está maldita… Pontifex Maximus.
—Te equivocas conmigo, sacerdote —le replicó el emperador—. A mí no me gusta gobernar sobre injusticias, ni crecer en poder sobre mentiras; eso es más propio de senadores corruptos, pero… —al leer en los ojos inyectados en odio de su interlocutor la imposibilidad absoluta de poder hacerlo entrar en razón, añadió—: en todo caso, nos veremos en el Colegio de Pontífices en unos días; hasta entonces déjame pensar.
—Hasta entonces, augusto. Estoy seguro de que el Pontifex Maximus, en su sabiduría, sabrá decidir lo correcto.
El rex sacrorum salió entonces de la cámara imperial. Trajano pensó que el nombre propio de aquel sacerdote era apropiado: Salinator, el que produce sal. Y sal, en efecto, era lo que el rex sacrorum acababa de echar en la herida abierta de aquel juicio.
Trajano dejó pasar un tiempo prudencial, se levantó también y salió de sus aposentos para dirigirse, protegido siempre por el tribuno Aulo y un nutrido grupo de pretorianos, al gran comedor del palacio. Había decidido subrayar pública y privadamente la gran victoria que había conseguido contra Decébalo, y así había ordenado celebrar numerosas carreras de cuadrigas en el Circo Máximo, de esas que tanto despreciaba Salinator, y una larga serie de combates de gladiadores y otros espectáculos de fieras en el anfiteatro Flavio. Con estos eventos satisfacía el reconocimiento público a su triunfo; además, en privado, había organizado una serie de banquetes en el palacio imperial en los que, si bien había cierta contención en el gasto, el emperador intentaba mostrar a todos que había motivos sobrados para una larga retahíla de celebraciones tras derrotar a los dacios, las cuales no pensaba interrumpir por causa de aquel juicio, fueran las que fuesen sus cada vez más numerosas ramificaciones políticas.
Sala de banquetes de la Domus Flavia
Trajano llegó a la gran sala destinada a comedor principal del palacio y se detuvo justo en el umbral. Quería tomarse un tiempo antes de entrar y ver quién estaba ya allí. Pudo ver en seguida a Plotina, reclinada en el triclinium a la derecha del suyo, que aún permanecía vacío. Junto a ella estaba Vibia Sabina y al lado de su joven sobrina nieta estaba el esposo de ésta, Adriano, comiendo uvas y bebiendo vino de una copa de bronce. También vio a Rupilia Faustina y a Matidia menor, sus otras dos sobrinas nietas para las que pronto habría que buscar esposos, una decisión que, a la luz de sus fracasos recientes con la selección de parejas para Vibia o Longino, el emperador había decidido retrasar. Marciana, su hermana, y Matidia, su sobrina, estaban acomodadas a su izquierda. En los triclinia laterales podía ver a gran parte de sus hombres de mayor confianza, senadores y legati de sus legiones; en ocasiones ambas cosas al tiempo. Allí se encontraban Lucio Licinio Sura, Celso, Palma, Nigrino y su cada vez más favorito amigo tras Longino: Lucio Quieto, jefe de la caballería romana. Finalmente, en una esquina, mirando con algo más que interés a una muy joven esclava, estaba el viejo Dión Coceyo. A Trajano le agradó ver que el viejo filósofo parecía ser también hombre de carne y hueso ante la piel tersa y suave, los ojos aceitunados y los pechos prietos que se adivinaban bajo la túnica de aquella esclava. Aquella muchacha no despertaba los apetitos carnales de Trajano, pero el César reconocía que la selección de Dión Coceyo denotaba buen gusto. Éste estaba trabajando en un interesante volumen que recogía las costumbres de los pueblos del norte del Danubio en base a sus observaciones durante la reciente campaña militar. Quizá regalarle al filósofo esa esclava fuera una forma de motivarlo para acabar aquel volumen pronto. Era un texto que le interesaba leer.
Trajano, al fin, entró y todos lo saludaron con palabras de alegría y celebración.
—¡Aquí está el César que ha devuelto las victorias a Roma! —exclamó Sura, levantándose y proponiendo un brindis por él—. ¡Alzo mi copa por un emperador victorioso, un César como el divino Augusto! ¡Un César bendecido por el mismísimo Júpiter!
Y todos, sin excepción, hombres y mujeres, alzaron copas de bronce y plata y bebieron vino con profusión. Trajano sonrió agradecido. Todos parecían satisfechos. El emperador fue saludando uno a uno a los senadores de su confianza. Y todos se levantaban y agradecían al César la invitación personal para estar allí aquella velada.
Entraron músicos y bailarinas que se situaron en el centro, justo cuando el emperador llegó a su triclinium y se acomodó junto a su esposa. Plotina lo saludó inclinando levemente la cabeza y con una sonrisa. La emperatriz se percató de que la música era lo suficientemente estridente como para mitigar sus palabras y que éstas no serían oídas más allá del triclinium del propio César, así que se acercó a él y le habló con su acostumbrado tono sereno y seguro.
—Has demostrado que eres un emperador fuerte en las fronteras del Imperio; ahora sólo queda que lo demuestres aquí en Roma, donde tus enemigos aún piensan que eres débil.
—¿A qué te refieres? —preguntó Trajano que, aunque intuía por dónde iba su esposa, deseaba ver de qué forma lo formulaba ella exactamente.
—A esa vestal y ese interminable juicio que has tenido en suspenso durante meses.
—Había una guerra que atender —respondió Trajano.
—Eso es cierto, lo que no entiendo —insistió Plotina— es por qué has retrasado la deliberación del Colegio de Pontífices hasta el día de la kalendae de enero, de aquí a dos semanas. Es como si nunca quisieras decidir qué hacer con esa vestal. Eso es lo que piensan tus enemigos.
—¿Y quiénes son mis enemigos?
—Los que añoran a Domiciano, los que se enriquecieron bajo su poder y los que temen que quieras acometer nuevas campañas militares que agranden en exceso las fronteras del Imperio.
—Un Imperio nunca es demasiado grande —respondió Trajano—. Lo que ocurre es que a veces tiene a emperadores demasiado pequeños.
—Puedes decirlo como quieras, pero los que piensan que eres débil con las vestales creen que eso es malo para Roma.
Trajano suspiró. Dejó la fruta que había cogido: el apetito se le estaba yendo por momentos. Plotina tenía últimamente el extraño don de quitarle las ganas de comer.
—Si quieres decir algo, es mejor que lo digas rápido, pues la música parece llegar a su fin —dijo Trajano.
Plotina miró un momento a las bailarinas que, en efecto, estaban llegando a un éxtasis en su danza. Volvió a mirar al emperador.
—Deberías condenar a muerte a la vestal. Eso te fortalecería a los ojos de todos, pues mostrarías que eres tan fuerte en las fronteras del Imperio como implacable con los que aquí en Roma no cumplen con sus obligaciones, como hiciste hace un tiempo con los senadores corruptos.
—No me ha quedado claro que la vestal Menenia sea culpable a la luz de lo visto y oído en el juicio; más bien al contrario —arguyó Trajano.
—Ante la duda es mejor ser implacable —sentenció Plotina.
Justo en ese instante la música terminó y la emperatriz, como la mayoría de los presentes, aplaudió y sonrió como el más feliz de los comensales en aquel banquete.
Trajano volvió a coger algo de fruta, no porque le hubiera vuelto el apetito sino más bien por hacer algo con las manos. Era increíble el creciente número de personas que quería ver muerta a la vestal Menenia. Cada vez resultaba más atractivo dejarse llevar por la corriente y ordenar la ejecución de aquella vestal; sin embargo, sus entrañas se rebelaban y se sentía completamente incapaz de cometer una injusticia como aquélla a sabiendas y, además, quebrantar el juramento que lo ataba a Menenia.
Mientras Trajano pensaba, la comida iba desfilando por delante de todos los comensales en magníficas bandejas con cordero, venado, cabra, palomas, jabalí y pollo guisados en suculentas salsas; a éstas siguieron fuentes con higos, dátiles, aceitunas, almendras, trufas y foie-gras. Había también sopa de pescado y más bandejas con vieiras, bogavantes, cangrejos, pulpo, almejas, atún y sepia, todo sazonado con garum. Luego, por fin, empezó la comida selecta de verdad: sesos de avestruz, loros hervidos, albóndigas de delfín, patas de camello, trompa de elefante guisada y un exquisito puré de larvas de diferentes insectos. El postre, después de semejante banquete, era más bien sencillo, con algo más de fruta y galletas mojadas en vino.
Entró entonces Pylades, el gran pantomimo de Roma en aquellos días, y situó su hermoso cuerpo en medio de todos los asistentes al banquete. La exuberancia de sus músculos no había pasado desapercibida para el propio Trajano. De hecho había quien afirmaba que el emperador había vuelto a permitir las actuaciones de mimos, mimas, pantomimos y bailarinas para así poder disfrutar ante todos de la visión espectacular de las danzas y representaciones de Pylades. A nadie le sorprendió aquello. Ya en el pasado otros emperadores gozaron de los placeres íntimos con otros mimos famosos.
Pylades se situó en el centro del recuadro que conformaban los triclinia de todos los comensales. Su actuación empezó con movimientos lentos, donde avanzaba encorvado, como si le pesaran las piernas. Para que quedara claro a quién estaba representando, un asistente le trajo una larga guadaña que cogió con la mano derecha y que usó a modo de bastón en su lento avance por el improvisado escenario. Todos comprendieron que se trataba de Saturno, el dios del tiempo, el padre de Júpiter, quien gobernara el mundo antes de la gran rebelión de su hijo. El asistente volvió a acercarse y le dio un velo oscuro que Pylades se puso con rapidez cubriendo su rostro. El velo representaba lo indeterminado que es el tiempo, la incertidumbre sobre lo que pueden durar las cosas que amamos o detestamos. Pylades siguió con aquellos pasos cortos y parsimoniosos, como para que todos los comensales tuvieran la capacidad de concentrarse en su recreación y recordar cómo Saturno gobernaba el mundo por su terrible pacto con su hermano mayor Titán. Este último le había dejado ser el dios supremo a cambio de que luego el trono lo heredaran no los hijos de Saturno, sino los del propio Titán. Para ello, Saturno debía devorar, uno a uno, a todos y cada uno de sus propios vástagos. De pronto, Pylades se quitó el velo con la mano izquierda y se convulsionó, arrojando la guadaña hacia el emperador con un impulso calculado que hizo que ésta cayera a los pies del triclinium imperial con un sonoro golpe metálico. Éste alertó y puso en guardia a Aulo y a otros pretorianos que estaban próximos al César, pero Trajano levantó su mano derecha para que nadie interrumpiera la actuación de Pylades. El pantomimo seguía en medio de su convulsa danza, abriendo los brazos como si cogiera enormes sacos que se llevaba a la boca y hacía como si devorara: uno, dos, tres… Ceres, Juno y Vesta acababan de ser engullidos por las fauces de Saturno, pero en eso apareció una pantomima que se aproximó por la espalda a Pylades. La muchacha se puso de cuclillas fingiendo que daba a luz nuevos seres. Se trataba de Ops, la esposa de Saturno, alumbrando a Júpiter, Neptuno y Plutón. La muchacha se alzó con los brazos como si sostuviera unos niños y se alejó de la escena con ellos. Para cuando Saturno se giró Ops había desaparecido. Pylades cogió de nuevo su guadaña inclinándose ante el emperador, se cubrió con un velo y abandonó la escena también unos instantes.
Los asistentes aprovecharon para comentar la representación, su significado y las habilidades del bailarín y la bailarina. Trajano asintió a un comentario de su esposa sobre la escena que acababa de ver. El emperador sabía que Plotina buscaba otros temas de conversación para congraciarse con él en un intento por diluir su insistencia sobre lo necesario de condenar a la vestal. Pylades regresó a escena. Esta vez el pantomimo caminaba majestuosamente con un cetro en una mano y con un orbe rematado en una victoria en la otra. Era Júpiter, el hijo de Saturno. Un segundo pantomimo, mucho menos exuberante y apuesto que Pylades, apareció tras él con los atributos de Saturno, la guadaña y el velo oscuro, y se tumbó en el suelo, haciendo como si durmiera. Pylades-Júpiter, uno de los hijos salvados por Ops de las fauces de Saturno, dejó un cuenco junto al bailarín que representaba a su padre dormido, e hizo como si vertiera alguna sustancia adicional en aquel recipiente. Luego se condujo con una danza suave a la par que poderosa a una esquina de la escena. El pantomimo que hacía de Saturno se despertó, vio el cuenco y bebió de él. Al principio no pasó nada, pero, de pronto, el bailarín se retorció de dolor. Acababa de ingerir el vomitivo mágico que Metis había preparado para que Júpiter se lo diera a su padre y el terrible líquido estaba haciendo su efecto. El bailarín fingió arcadas incontrolables y Pylades, que había dejado los atributos de Júpiter en la esquina donde lo había observado todo, tomó una diadema y una pequeña escultura de un pavo real que le proporcionó el asistente de los bailarines, se agachó al pasar junto al mimo que hacía de Saturno y emergió glorioso, exhibiendo la diadema sobre su cabeza y la figura del pavo real en su mano derecha. Juno había sido vomitada por Saturno y salvada. La actuación se repitió. Pylades dejó los atributos de Juno a los pies del César y retornó tras el pantomimo que hacía de Saturno convulsionado por el vomitivo, éste volvió a fingir una enorme arcada y regurgitó a un Pylades que emergió de detrás de él con unas flores en una mano y unas uvas en la otra; flores y frutas, símbolos de la diosa Ceres. Otra diosa salvada de la brutalidad de Saturno. Pylades dejó de nuevo los símbolos de la nueva diosa rescatada del estómago de su padre ante el emperador y volvió a su posición tras el supuesto Saturno. Éste se convulsionó una vez más y de sus entrañas emergió, por tercera vez, el hermoso cuerpo de Pylades, que, como en las ocasiones anteriores, fue capaz de moverlo simulando los delicados movimientos de una mujer, de una diosa. A todos les sorprendía la enorme capacidad de Pylades para mostrarse tremendamente viril un instante y enormemente femenino al momento siguiente. Anduvo ahora hacia el emperador representando la última diosa salvada de las entrañas de Saturno por Júpiter. Se había vestido rápidamente con una túnica blanca, mientras todos habían estado mirando las convulsiones del supuesto Saturno, y se había cubierto con un velo blanco también. Pylades, finalmente, había cogido una pequeña lucerna encendida y danzaba lenta y grácilmente con los ojos concentrados en la llama, que no debía extinguirse pese a los movimientos de su baile. Todos reconocieron de inmediato la personificación que el bailarín hacía de la diosa Vesta. Pylades, como la gran diosa de las vestales, terminó su última danza, arrodillado, tendido ante el emperador de Roma. Júpiter había salvado a Vesta. Se hizo un gran silencio. Plotina miró con desdén aquella escena final. Su esposo Trajano se había esforzado en identificar su gobierno con el dios Júpiter y a la emperatriz no le gustó el descaro con el que Pylades, al que intuía como amante de su esposo, había dado su propio parecer sobre la mejor forma de resolver aquel juicio contra la vestal.
Trajano sonrió. A él, por el contrario, le había admirado la capacidad de Pylades de, como siempre, decir tanto sin pronunciar palabra alguna. El emperador sonrió para fastidiar un poco a su esposa; sin embargo, en su fuero interno estaba incómodo con aquella puesta en escena. No era momento para pantomimas sobre la diosa Vesta.
Pylades se levantó despacio entre los aplausos potentes de todos, menos del propio Trajano y su esposa. Siguió entonces un breve silencio que, de pronto, fue interrumpido por un sonoro y extraño clamor que venía desde fuera del palacio imperial. Era como si toda la ciudad se hubiera convertido en una gigantesca algarabía de ruidos donde se escuchaban metales chocando y trompetas y todo tipo de instrumentos sonando al mismo tiempo.
—El eclipse ha debido de comenzar —dijo el emperador.
Se levantó para salir al atrio contiguo, el que estaba en el centro de la Domus Flavia, junto al hipódromo, y poder mirar el cielo y confirmar si el acontecimiento anunciado por Plinio en su intervención final en el juicio estaba teniendo lugar o no. Todos siguieron a Trajano, abandonando sus cómodos triclinia, unos de vacío y otros con copas de vino en la mano o galletas o ambas cosas, y salieron junto con el César al atrio contiguo y miraron al cielo estrellado que se alzaba sobre la noche de Roma.
—Allí está, en efecto —dijo Dión Coceyo mientras señalaba una luna de color rojo sangre en lo alto.
—¿Y realmente vale de algo todo ese ruido que hace la plebe con sus cacerolas y sus trompetas? —preguntó Vibia Sabina llevándose las manos a los oídos—. Lo encuentro horrible.
—Es la tradición —comentó Trajano, pero sin añadir más miró al filósofo griego que, como la persona más instruida de todos los presentes, sabría aportar la mejor de las explicaciones a todo lo que allí estaba pasando aquella noche. Dión Coceyo interpretó acertadamente la mirada del emperador y habló en voz alta, para que todos pudieran escucharlo: desde las sobrinas nietas del César, que parecían las más interesadas, hasta los senadores y los legati militares.
—Desde hace siglos existe la creencia aquí en Roma y en otras muchas partes del mundo de que cuando la luna se vuelve roja es porque hay magos y hechiceras que utilizan encantamientos secretos y pociones de hierbas misteriosas con los que intentan hacerla caer o apoderarse de ella. El propio Plinio el Viejo, tío del senador y abogado Plinio que hemos visto todos en el juicio a la vestal Menenia, indica en su Naturalis Historia que durat tamen tradita persuasio in magna parte vulgi veneficiis et herbis id cogi eamque unam feminarum scientiam praevalere [una creencia tradicional persiste entre la mayoría de la plebe con respecto a que éstos, los eclipses, acontecen por causa de pociones y hierbas, y que esta ciencia en concreto tiene más preeminencia entre las mujeres].[19] Y cita hasta las antiguas Medea o Circe como mujeres capaces de realizar estos encantamientos de la luna. Y desde tiempos inmemoriales el pueblo ha creído que causando gran estruendo con todo tipo de ruidos, haciendo chocar metales de toda condición (como cacerolas, sartenes y cubiertos) y haciendo sonar trompetas y otros instrumentos, estos encantamientos van perdiendo fuerza, de modo que la luna permanece en su sitio sin caer en manos de estos magos y hechiceras. Así lo recoge Estacio… —Dudó Dión Coceyo antes de citar unos versos del poeta de cámara del fallecido y maldito Domiciano, pero Trajano asintió sin dejar de mirar hacia la luna, como si supiera que ese breve silencio era porque el filósofo pedía permiso para citar a alguien que quizá pudiera ser mal visto; ante el asentimiento del emperador, Dión Coceyo continuó—: Sí, como comentaba, el propio Estacio nos dice que ante un eclipse aquí en Roma o procul auxiliantia gentes aera crepant frustraque timent [lejos, las naciones que proporcionan ayuda hacen sonar el bronce y están llenas de un temor inútil].[20] Estacio usa bronce para referirse a las cacerolas y otros utensilios de metal que emplean los atemorizados pueblos del mundo ante el fenómeno del eclipse.
—¿Por eso dice Ovidio aquellas líneas cuando habla de una bruja que pronuncia un encantamiento para palidecer la luna y el sol? —preguntó Adriano—. ¿Cómo eran…? Sí, ya recuerdo:
Te quoque, luna, traho, quamvis Temesaea labores
aera tuos minuant, currus quoque carmine nostro
pallet avi pallet nostris Aurora venenis.
[Y a ti también, luna, te arrastro yo, sin importar cuánto el bronce de los temesaeos pueda reducir tus trabajos y la carroza de mi abuelo, también, por nuestros encantamientos palidece junto con el sol.][21]
—Correcto —confirmó Dión Coceyo—. Es muy apropiado, sí.
Trajano no dijo nada. Sabía que a su sobrino le gustaba la poesía. Eso no le parecía mal. Le preocupaban otras cosas que también atraían a su sobrino, como el poder, y le preocupaba asimismo la permanente tristeza de Vibia, que sólo se diluía en jornadas familiares en las que Adriano parecía comportarse con más amabilidad con su esposa.
—¿Y por qué Estacio decía que ese temor a los eclipses es inútil? —volvió a preguntar Vibia, tan inquisitiva como siempre, al filósofo griego.
—Porque también desde hace años, desde los tiempos de Hipparcus, sabemos que estos fenómenos se producen con una regularidad tal que se puede calcular cuándo acontecerá el próximo, al menos con los eclipses de luna. Con los de sol es más difícil y no tenemos aún tablas exactas, por mucho que diga Plinio el Viejo en su Naturalis Historia.
—Entonces… —continuó Vibia Sabina—, ¿el abogado de la vestal sabía que hoy habría un eclipse?
—Sin duda —confirmó Dión Coceyo—; siendo de luna, sí. El abogado y senador Plinio dispondrá en su casa, con toda seguridad, de los originales de la Naturalis Historia de su tío. Es el propio Plinio el Viejo quien reduce todas estas costumbres de hacer ruidos ensordecedores las noches de eclipse a meras supersticiones cuando dice aut in lunae veneficia arguente mortalitate et ob id crepitu dissono auxiliante [y se preocupan por la muerte de la propia luna en manos de una perversa poción y por ello vienen en su ayuda con un tumulto estridente].[22] O Tácito, el senador, ha escrito recientemente… ¿cómo era? —el filósofo cerró un momento los ojos hasta que pudo recordar las palabras—… sí, Tácito dice que el pueblo en un eclipse busca retornar la luna ensangrentada a su forma y luminosidad normal aeris sono, tubarum corcumque concenty strepere [al golpear el bronce y al hacer sonar cuernos y trompetas].[23]
—Pero si se puede predecir el eclipse, lo que dijo el abogado de la vestal no tiene mayor valor —arguyó Vibia Sabina mirando a su tío abuelo. El César, que a su vez la estaba observando, sonrió.
—No tiene valor ante los pontífices, sin duda, pero el pueblo sigue creyendo en esto y los pontífices sirven al pueblo en sus ritos, de modo que les resultará difícil abstraerse del hecho de que muchos en Roma ahora puedan pensar que la luna se ensangrienta en cuanto la muerte se acerca a la vestal Menenia. Así, quizá muchos sacerdotes concluyan que sea mejor salvarla de esa ejecución, porque la plebe pensará que los dioses nos están diciendo que su condena sería injusta.
—Pero cuantos más días pasen desde el eclipse hasta la deliberación del Colegio de Pontífices —dijo entonces Plotina en voz baja al oído de su esposo—, más olvidado estará todo este asunto del eclipse, ¿no es así?
—Así es —respondió Trajano, y al ver la cara de felicidad de su esposa, comprendió que ella parecía estar convencida de que ése era el motivo por el que él había retrasado la deliberación final del Colegio de Pontífices. Trajano decidió no decir más. Mejor que eso fuera lo que su esposa creyera. Plotina tampoco pidió más explicaciones.
—¡Ha sido una larga fiesta! —exclamó entonces Trajano en voz alta y fuerte—. ¡Podéis seguir divirtiéndoos sin mí, pero yo voy a retirarme!
Abandonó el gran peristilo central de la Domus Flavia para retornar al salón de banquetes, siempre seguido de la guardia pretoriana, pero no se detuvo allí, sino que continuó andando hasta cruzar por entre todos los triclinia y adentrarse en las cámaras privadas de los miembros de la familia imperial.
Plotina no lo acompañó. La emperatriz sabía que su esposo tenía ganas de estar con Pylades. Eso no la preocupaba. De hecho, con las últimas palabras de su marido sobre el eclipse se había quedado más tranquila. Plotina sintió en ese instante el aliento del sobrino segundo del emperador justo detrás de ella.
—Trajano ha retrasado la deliberación intencionadamente —dijo la emperatriz volviéndose hacia Adriano—, y éste es un retraso que nos conviene. Quizá el emperador haya concluido al fin que le conviene la muerte de la vestal. Eso sería el fin de nuestros problemas.
—Sin duda —confirmó Adriano, y se alejó para que nadie sospechara al verlos mucho tiempo juntos. Eso ya había ocurrido una vez y era un asunto pendiente de resolución.
Fuera del palacio imperial, en el otro extremo de Roma
Atrio de la domus de Plinio
Como el resto de los ciudadanos de Roma, Plinio y Menenio observaban el cielo con la luna enrojecida en lo alto.
—Ahí está —decía Menenio una y otra vez—. Ahí está. Tal y como tú habías predicho en el juicio. ¡Por Cástor y Pólux! ¡Plinio, eres un genio!
—No es tan difícil. Con las tablas de Hipparcus y los datos de mi tío… —comentó Plinio quitándose importancia.
Pero su amigo no estaba dispuesto a reducir en lo más mínimo sus aseveraciones.
—Cecilia está de acuerdo conmigo, ¿verdad, esposa mía?
La mujer de Menenio asintió feliz.
—Esto, sin duda, tendrá que ayudar a nuestra hija, ¿verdad? —inquirió ella.
—Con esa intención lo anuncié —confirmó Plinio—. Aunque los pontífices saben que el fenómeno puede predecirse no podrán ignorar la superstición de la plebe. Sin embargo… —El abogado se contuvo y no terminó su frase.
—¿Sin embargo? —preguntó Menenio—. Habla, amigo mío, si algo te preocupa con respecto a mi hija te ruego que nos lo digas.
Plinio lamentó haber formulado sus dudas en voz alta. No quería ahondar en la preocupación que sufrían Menenio y Cecilia, pero ahora el mal ya estaba hecho. Mejor sería explicarse. Bajó la mirada y dejó de observar el cielo. Cogió una copa que le traía Pompeya, su mujer.
—Sin embargo, Menenio, lo ideal habría sido que el emperador hubiera aprovechado el indudable efecto de este fenómeno en el pueblo para celebrar la deliberación del Colegio de Pontífices mañana mismo, cuando el miedo de la plebe aún estaría fresco en el ambiente, palpable para todos los sacerdotes; pero, en lugar de eso, Trajano ha pospuesto la deliberación dos semanas. ¿Por qué? Eso es lo que no entiendo y lo que me confunde. El emperador ha estado actuando constantemente a lo largo de todo el juicio con gran imparcialidad, pero siempre con pequeños gestos que han favorecido a vuestra hija: promovió que os defendiera yo —miró un poco al suelo como quien se avergüenza de lo que va a decir a continuación—, supuestamente un buen abogado…
—Un gran abogado —lo interrumpió Menenio, pero rápidamente movió su mano derecha como invitándolo a que continuara explicándose.
—Bien, bueno, un supuesto buen abogado —siguió Plinio—. Luego el César evitó que se manipulara el tiempo en el juicio controlando al ajustador de clepsidras, impidió que la acusación me interrumpiera constantemente, permitió la declaración de la Vestal Máxima… todos ellos gestos que nos han favorecido. Sin embargo, la distancia entre la deliberación del Colegio de Pontífices y el eclipse que estamos observando hoy no nos ayuda, porque en Roma todo pasa rápido y la memoria del pueblo es tremendamente endeble. En quince días puede haber una gran carrera de cuadrigas, un combate memorable en el anfiteatro Flavio o un ataque en la frontera con Partia y todos pueden olvidarse del eclipse o empezar a relacionarlo con decenas de otros acontecimientos. Eso es lo que no entiendo, amigo mío: ¿por qué si el César parece haber estado constantemente bien predispuesto a defender a Menenia no aprovecha ahora esta última herramienta que le hemos proporcionado para que pueda defender bien a tu hija frente a todos los pontífices de Roma? ¿Por qué este retraso? Hay cosas en este caso que escapan a mi comprensión y eso me perturba.
En el silencio que siguió a la explicación de Plinio, el ruido de las cacerolas y los cuernos y trompetas de los que paseaban por las calles nocturnas de Roma se hizo aún más ensordecedor.
—¿Crees que el emperador habrá cambiado de opinión al final… con respecto a la inocencia de Menenia? —preguntó el padre, muy temeroso de la respuesta que su amigo pudiera proporcionar.
Plinio negó con la cabeza.
—No. Tengo la intuición de que el emperador está sometido a grandes presiones en contra de tu hija; quizá sea por eso por lo que ha retrasado la deliberación. —El senador y abogado volvió a mirar hacia la luna—. Quizá sólo la diosa Selene[24] lo sepa. Estoy seguro de que Marco Ulpio Trajano no ha retrasado la deliberación sin motivo, pero éste está más allá de nuestra comprensión. Mucho me temo que el César ve o intuye otros enemigos más allá de los acusadores que hemos visto en el proceso. Creo, Menenio, que el desenlace del juicio a tu hija se desarrolla ya en un nivel en el que ni tú ni yo podemos intervenir. —Miró a Menenio—. Hemos de confiar en el emperador. Algo le ata a tu hija, no sé qué es, pero estoy seguro de que la va a defender.
Cámara del emperador
Pylades estaba desnudo, sentado al borde del lecho. El emperador yacía boca arriba.
—Has sido muy osado en tu actuación esta noche —dijo Trajano—. No repitas una cosa así o dejaré de favorecerte. ¿Está claro?
—Sólo he representado lo que sé que el emperador siente.
—No vuelvas a dar forma a mis pensamientos ni en público ni en privado. Sólo hablo de mis asuntos personales con un amigo y ése no eres tú —replicó Trajano con autoridad—. Un amigo que dejé en la Dacia.
Pylades asintió, se levantó y se vistió. En cuanto Trajano comprobó que llevaba la ropa puesta ordenó que se abrieran las puertas de bronce de la habitación. El pantomimo salió de inmediato. Sabía que el emperador estaba molesto y no era momento ni ahora ni quizá nunca de hablar de aquella desafortunada representación.
Las puertas no se cerraron tras la salida del bailarín, sino que Aulo entró y se situó junto al lecho del César. Trajano llevaba una túnica. Se sentó al borde de la cama en el mismo sitio donde había estado Pylades. Los pensamientos del emperador habían viajado durante unos momentos hacia el norte. Seguía recibiendo cartas e informes de Longino desde Sarmizegetusa. Decébalo parecía, al menos por el momento, cumplir razonablemente lo pactado. ¿Sería así ya para siempre?
Pero Aulo estaba allí, esperando.
—¿Has averiguado lo que te pedí? —preguntó Trajano.
—Sí, César: en las kalendae pasadas tampoco acudió —respondió el tribuno pretoriano.
—¿Tampoco? —se preguntó el emperador con la frente arrugada, intentando concentrarse en los asuntos de Roma—. Hemos de saber más. Has de averiguar si sigue viva. Su muerte me conviene. No voy a provocarla, pero si ha acontecido he de saberlo, ¿entiendes?
—Sí, augusto.
Aulo saludó, dio media vuelta y salió de la cámara imperial.
—Sí, su muerte me conviene —repitió Trajano en voz alta en la soledad de su cámara.