LA DEFENSA
Edificio de la Regia. Tribunal del Colegio de Pontífices, Roma
Diciembre de 102 d. C.
11 años después de que Menenia fuera seleccionada como vestal
—¡Muerte! ¡Muerte para esa vil sacrílega! —repitió Pompeyo Colega una y otra vez señalando con su índice derecho a la joven Menenia, que, incapaz de contenerse por más tiempo, rompió a llorar desconsoladamente y ocultó su faz entre las manos mientras se acurrucaba en su asiento como una pequeña fiera aterrada.
La sacerdotisa se hundió entonces en recuerdos que había ahogado en su memoria durante mucho tiempo pero que ahora regresaron como si hubieran resucitado; las palabras que el emperador Domiciano dijera en su oído en un pasado casi olvidado volvieron a resonar con fuerza en su cabeza: «Vendré a por ti, pequeña, y si eres hija de quien me dicen, puedes estar segura de que más tarde o más temprano, incluso si te crees ya fuera de mi alcance, regresaré a por ti, aunque tenga que hacerlo desde el mismísimo reino de los muertos…» Domiciano la separó de aquellos a quienes amaba y respetaba como padres, de Cecilia y Menenio; Domiciano luego ordenó ejecutar a la Vestal Máxima Cornelia; Domiciano, por fin, fue asesinado, y Menenia pensó durante todos aquellos años desde la muerte del tirano que ella, en efecto, estaba ya fuera del alcance de aquella amenaza, incluso había enterrado sus palabras sobre quiénes podían ser o no sus padres verdaderos. Pero ahora… la peor de sus pesadillas, arropada por los ecos de aquella carcajada de Domiciano, había resucitado y la sentencia de muerte para ella estaba en boca de todos. Celer, que prometiera ayudarla siempre, era arrastrado con ella en aquella caída mortal. Una voz, no obstante, como una esperanza pequeña pero que se abrió paso con la fuerza de un león, irrumpió en su joven cabeza abrumada por el miedo.
—El tiempo de la acusación ha terminado —dijo el emperador Marco Ulpio Trajano sin dejar tiempo para que los murmullos se tornaran de nuevo en debates abiertos sobre lo necesario que era aplacar la ira de los dioses lo antes posible. El César miró entonces hacia Plinio—. La defensa de la vestal Menenia tiene la palabra. Dispone de seis clepsidras, el mismo tiempo que la acusación.
El propio Plinio se vio sorprendido por aquella intervención tan veloz del emperador, pero sabía que debía aprovechar la celeridad que el César había empleado. Cuanto antes se borraran de la mente de todos los presentes las últimas palabras de Pompeyo Colega, mejor para la causa de Menenia. Así que todo fue muy rápido: Plinio se levantó y se situó frente al tribunal aun antes de que Pompeyo Colega hubiera podido retornar a su asiento, mientras que un muy sorprendido Scaurus, habituado a disponer de un descanso entre acusación y defensa para recargar con tranquilidad las clepsidras, se afanaba en rellenar bien de agua la primera de las seis que debía preparar, para empezar a medir el tiempo del nuevo abogado.
—Veamos, Pontifex Maximus, flamines, sacerdotes, vestales y senadores. La acusación ha presentado tres testimonios fundamentales en contra de la vestal Menenia. Pruebas, ninguna. Sólo palabras. —Plinio empezó con contundencia; los murmullos no tardaron en aparecer; ya imaginaba él que la suya no iba a ser una intervención sin interrupciones ni altercados, pero no había otro camino—. Sólo palabras para pedir la muerte, ni más ni menos, que de una sagrada vestal. Pero ya que nuestro querido y honorable Pompeyo Colega no ha dispuesto de tiempo suficiente para resumir como a él le habría gustado los testimonios que, según la acusación, certifican el supuesto crimen incesti (como verá el tribunal no voy a rehuir el término en momento alguno, pues grave es la acusación). Pero divago… —Plinio trastabilló en su discurso, pero es que acababa de ver a Atellus abriéndose camino a empujones por entre los patricios y plebeyos que habían conseguido un espacio en el atestado patio de la Regia. Detuvo su discurso. Miró a Atellus, miró entonces al emperador y tomó una decisión—. César, hay un hombre ahí —señaló hacia Atellus, que no podía llegar hasta donde estaba Menenio y el asiento libre de Plinio porque se lo impedía la guardia pretoriana—, que seguramente tiene información importante para la defensa en este juicio. Si pudiera acceder a él y hablarle un momento…
El emperador levantó las cejas. No parecía que Plinio tuviera las cosas muy controladas, pero Trajano ocultó su preocupación con habilidad y escondió su temor en una respuesta distante pero que daba libertad de acción al abogado de Menenia.
—Es el tiempo de la defensa y el abogado puede disponer de él como quiera, pero el tiempo corre, senador.
—Gracias, César —respondió Plinio.
Rápidamente, mientras todo el mundo comenzaba a hablar en cuchicheos y Pompeyo Colega sonreía con la tranquilidad que le daba ver cómo el abogado opuesto ni siquiera tenía todo preparado, se aproximó a su asiento para parlamentar con Atellus, quien, por fin, gracias a un gesto de la mano derecha del emperador, había podido acercarse al haberse retirado la guardia pretoriana para dejarle pasar.
—Tengo información, senador —dijo Atellus en voz baja—. Siento el retraso.
—Deja las excusas —respondió Plinio también en voz baja; los murmullos que ya eran conversaciones en voz alta los ayudaban a que su propio diálogo quedara fuera de los oídos del resto; ni siquiera el senador Menenio podía escucharlos—. No tenemos tiempo para excusas, Atellus; dime todo lo que sepas y dímelo rápido.
Atellus asintió y refirió con velocidad datos sobre encuentros en la noche, dinero y aurigas. En su relato no había nada sobre vestales. Nada. Fue en ese momento cuando Plinio lo vio todo claro. La rapidez de la acusación en el momento inicial. Celeridad. Celer. Lo pensó en su momento pero luego se distrajo y cayó, como todos, en la trampa. Sin embargo, ahora todas las piezas del extraño mosaico de aquel juicio encajaban perfectamente. Todas excepto el hecho de que el emperador estuviera interesado en la defensa de la vestal; pero eso, para su línea de defensa, como el propio Trajano había dicho, no era relevante. Ya no. La información de Atellus seguía sin aclarar quién era la vestal, nada sobre su misterioso nacimiento, pero no había tiempo para eso y como Atellus le había hecho ver que todo se podía considerar desde otro punto de vista, ahora, por el momento, quién era Menenia en realidad podía esperar; ése era otro misterio destinado a ser desentrañado quizá por otros y no por él. No había tiempo para eso, no, sino para la nueva visión sobre los acontecimientos, y allí debía llevar al tribunal, con él… Tenían que seguirlo… Pero ¿cómo? Con palabras, algo de superstición y una nueva mirada sobre los sucesos que se juzgaban. Podía hacerse. Debía hacerse.
—Bien… me has servido bien, Atellus —respondió Plinio. Acto seguido retornó al centro del patio y, una vez de nuevo ante el tribunal, carraspeó fuertemente, inspiró aire con profundidad y retomó su discurso quebrado—. Como decía antes, Pontifex Maximus, resto de los miembros de este sagrado tribunal y senadores aquí presentes, resumiré los testimonios de la acusación para compensar a Pompeyo Colega por la falta de tiempo. —Miró al abogado de la acusación, quien lo observó extrañado porque había detectado un cambio en el tono de voz de Plinio: allí donde antes había confusión e inseguridad, Pompeyo parecía percibir ahora certeza e iluminación; el senador de la acusación frunció el ceño. ¿Qué había referido a Plinio aquel hombre que acababa de irrumpir en el juicio? Pero Plinio seguía hablando—. La acusación sostiene primero que la vestal Menenia salía por las noches sola para reunirse con su… amante, y esto lo basa en el testimonio del senador Cacio Frontón y sus libertos; en segundo lugar, la acusación mantiene que otro senador, en este caso el ex cónsul Salvio Liberal, vio personalmente a la vestal Menenia por la noche en compañía del auriga Celer en medio de una calle, hablando juntos y riendo al abrigo de la oscuridad, tocándose y besándose; en tercer lugar, el auriga de los azules Acúleo afirma que Celer se vanagloriaba de haberse acostado con la vestal y que incluso los vio juntos en las cuadras de Roma. Éstos son, si recuerdo bien, los argumentos de la acusación. ¿Resumo de forma adecuada? —preguntó Plinio mirando a Pompeyo Colega; éste se levantó un instante.
—La defensa ha resumido bien la acusación —respondió Pompeyo Colega—. Imagino que a falta de defensa alguna, el abogado Plinio ha decidido ocupar el tiempo que tiene concedido en repetir los cargos que pesan sobre su cliente.
Se volvió a sentar entre las risas que su breve réplica generó entre los que lo rodeaban, que no eran otros que Salvio Liberal, Cacio Frontón y otros senadores y patricios amigos y afectos siempre a su forma de ver las cosas. Plinio, como si aquellas carcajadas no penetraran en sus oídos, sonrió un instante.
—Bien —dijo, y continuó sin dejar de sonreír—. Llamo a la Vestal Máxima Tullia.
Murmuraciones en la sala. Una mujer nunca podía declarar en un juicio en Roma, salvo, por supuesto, que fuera una vestal. En cualquier caso era algo muy infrecuente, y más aún teniendo en cuenta que la propia Tullia, al pertenecer al Colegio de Pontífices, formaba parte del tribunal. La Vestal Máxima se levantó y, dubitativa, miró hacia el Pontifex Maximus. Trajano asintió. Tullia descendió de la grada en la que estaba sentado el tribunal y se situó junto a Plinio. El abogado esperó a que todos callaran. De reojo observó cómo Scaurus ponía en funcionamiento la segunda clepsidra. El tiempo volaba. Entre las interrupciones, Atellus, las carcajadas…
—Tullia, Vestal Máxima —inició así Plinio su interrogatorio a aquella mujer seria que lo miraba entre sorprendida y curiosa—, como la vestal que cuida del resto de las sacerdotisas de Vesta, entre tus funciones está la de velar por que ninguna de las otras vestales salga sola, sin protección y vigilancia del Atrium Vestae, ¿no es esto cierto?
—Así es, sin duda, senador.
—Bien. Por favor, ¿puede la Vestal Máxima indicar a los aquí presentes si ha realizado bien sus funciones con relación a la vestal Menenia?
—Sí, por supuesto. La vestal Menenia nunca ha salido sola del Atrium Vestae.
—¿Nunca? —insistió Plinio.
—Jamás, senador. Eso es sencillamente imposible.
—¿Por qué?
—Velo porque esto nunca ocurra. Por las noches las puertas del Atrium Vestae se cierran. Sus pesadas hojas hacen un enorme ruido al abrirse y despertarían a cualquiera si se abrieran en medio de la noche. Además, siempre compruebo que todas las sacerdotisas estén descansando en sus habitaciones varias veces a lo largo de la noche, y la vestal Menenia siempre ha estado en el Atrium Vestae por las noches. De día sólo sale adecuadamente escoltada por líctores y, si es necesario, por pretorianos también.
—Entonces, lo que refiere el honorable senador Cacio Frontón que vieron sus libertos cuando vigilaban el Atrium Vestae simplemente no puede ser cierto.
—No, por Vesta, no puede ser cierto —concluyó la Vestal Máxima.
—¡Por todos los dioses! —interrumpió Pompeyo Colega levantándose—. ¡El abogado de la defensa opone el testimonio de una mujer contra el testimonio de un senador de Roma! ¡Esto es inadmisible!
Trajano estaba a punto de intervenir, pero Plinio se adelantó. Era como si esperara aquellas palabras de Pompeyo.
—No, amigo mío —replicó Plinio con rapidez—, la defensa opone el testimonio de la Vestal Máxima contra el testimonio de unos libertos. El senador Cacio Frontón nunca vio nada. El senador Cacio Frontón ordenó a unos libertos que vigilaran por la noche el Atrium Vestae y esos libertos son los que aseguran haber visto a la vestal acusada aquí salir sola. Es contra el testimonio de esos libertos que la defensa opone el testimonio sagrado de la Vestal Máxima de Roma.
A Pompeyo Colega le temblaban los labios. No sabía bien qué decir.
—Pero el senador Salvio Liberal… —acertó al fin a señalar— sí que afirma haber visto a solas a la vestal Menenia con el auriga Celer. Y Salvio Liberal es senador, antiguo cónsul y gobernador.
—Cierto. Y es hombre honorable, tan honorable como el abogado de la acusación y los que lo rodean —concedió Plinio con una sonrisa enigmática—. El de Salvio Liberal es otro testimonio que será rebatido en su momento, pero hago constar que contra las invectivas de un grupo de libertos la defensa ha presentado el testimonio de la Vestal Máxima de Roma.
A Pompeyo aún le temblaban los labios, pero se sentó a la espera de cómo atajaba Plinio las palabras de Salvio Liberal.
—La Vestal Máxima Tullia puede regresar a su asiento —dijo Plinio inclinándose ante aquella mujer que, recta, firme, serena, retornaba a su asiento entre los miembros del tribunal del Colegio de Pontífices. Estaba satisfecho. Los flamines y los sacerdotes callaban y eso era bueno. Tullia, a fin de cuentas, era uno de los suyos, de aquel tribunal, y era evidente que las palabras de la Vestal Máxima pesaban más para aquellos sacerdotes si tenían que confrontarlas a las de unos libertos. Pero quedaba el testimonio de Salvio Liberal, que había afirmado ver a Menenia con claridad—. Ahora necesitaría que viniera aquí cualquiera de los esclavos que suelen acompañar al senador Salvio Liberal cuando éste se desplaza por Roma de día o de noche. Siempre y cuando el senador Salvio Liberal, anterior gobernador de Macedonia y cónsul bajo el gobierno de Domiciano —Plinio se recreó a la hora de pronunciar el nombre del emperador maldito, sobre el que pesaba una terrible damnatio memoriae—, no tenga inconveniente. —El abogado, que se había desplazado del centro del patio hasta situarse cerca de Pompeyo y sus testigos, se detuvo justo frente al senador Salvio.
Liberal miró a Pompeyo y éste asintió. Plinio contaba con ello. De otra forma parecería a los ojos del tribunal que Salvio tenía algo que ocultar.
—No tengo inconveniente alguno —dijo el antiguo cónsul, y se giró hacia uno de sus esclavos. Al instante, uno de los servidores de Salvio Liberal estaba en el centro del patio y, a su alrededor, caminando despacio, Plinio.
—¿Cuál es tu nombre, esclavo? —preguntó el abogado.
—Asellio, senador.
—Bien, Asellio, dime, dinos a todo el tribunal, ¿sueles acompañar a tu amo cuando éste se mueve por Roma?
—Sí, senador.
—Bien. Y dinos, Asellio, cuando el senador Salvio Liberal se desplaza por la noche imagino que llevaréis numerosas antorchas para iluminar bien el camino de vuestro amo, ¿no es así?
Plinio sabía por Atellus que realmente Salvio se desplazaba con sólo una antorcha, pues el antiguo ex cónsul era un tacaño sin solución y prefería ir medio a tientas por Roma que gastar dinero en antorchas que, había que reconocerlo, eran caras. El esclavo miró a su amo, pero el senador Salvio Liberal se limitaba a fruncir el ceño y Asellio no sabía bien qué decir. Asustado como estaba en aquella situación, declarando de forma inesperada ante el tribunal del Colegio de Pontífices de Roma, optó por lo único que le pareció sensato: decir la verdad. Plinio contaba con esa confusión y con ese miedo.
—No, no es así. El amo siempre insiste en que sólo usemos una antorcha para no malgastarlas. Son muy caras, senador.
—Son caras, en efecto —admitió Plinio sonriendo al tiempo que Menenio y algunos de sus familiares y amigos hacían lo propio.
—Quizá el abogado de la defensa —intervino entonces Pompeyo Colega— desea oponer el testimonio de un esclavo al testimonio del senador Salvio Liberal, cuando antes ha dado a entender que los testimonios de unos libertos no valen nada ante una vestal. Imagino que, siguiendo el mismo razonamiento de la defensa, el testimonio de un esclavo no debe valer mucho frente al de un senador.
Se hizo el silencio. Salvio Liberal le dio una palmada de aprecio en el hombro a Pompeyo cuando éste volvió a sentarse.
Plinio los miraba atento. Era interesante ver cómo Pompeyo ya no insistía tanto en que Salvio Liberal fue cónsul una vez que él había precisado que lo fue bajo Domiciano. No le gustaba a la acusación que se los identificara con Domiciano. Pero la interpelación de Pompeyo estaba aún sin respuesta.
—Me gustaría concretar que yo he opuesto el testimonio de la Vestal Máxima, no de cualquier vestal, contra el de unos libertos. Y sí, es cierto que quizá oponer el testimonio de un esclavo a las palabras de un antiguo cónsul de Domiciano no sea justo.
—¡Por todos los dioses! —Se levantó exaltado, una vez más, Pompeyo Colega—. ¡Pesa una damnatio memoriae sobre Domiciano! ¡No creo que sea buena idea mencionar su nombre a cada momento en el sagrado suelo de la Regia!
Plinio, mientras la gente murmuraba, observaba cómo varios flamines y sacerdotes asentían, en particular el rex sacrorum que, curiosamente, ostentaba aquel cargo vitalicio nombrado por Domiciano. El abogado decidió dejar al anterior emperador en paz, por el momento.
—Sea, dejemos el pasado atrás y retornemos a la noche en la que el senador Salvio Liberal dice haber visto a la vestal Menenia y al auriga Celer juntos en una calle de Roma próxima al Foro. Pero para poder proseguir con mi defensa, preciso ahora que sea el propio Salvio Liberal quien vuelva a declarar en este tribunal.
El aludido miró de inmediato a Pompeyo y éste miró entonces al emperador. Trajano no parecía dispuesto a oponerse y Pompeyo no encontró cómo o en base a qué rechazar la petición de la defensa. Era derecho del abogado preguntar, si lo deseaba, a cualquier testigo de la acusación. Por otro lado, que Salvio volviera a repetir su declaración, incluso si era bajo el interrogatorio de Plinio, no podía hacerles daño. Más bien al contrario. Destrozados los testigos libertos por el testimonio de la Vestal Máxima, era importante que Salvio volviera a poner las cosas en su sitio. Pompeyo miró de nuevo a Salvio Liberal y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Salvio se levantó entonces con parsimonia y con la misma parsimonia se situó en el centro del patio frente al tribunal ante el que había declarado hacía sólo un par de horas.
—Gracias, senador —empezó el abogado con tono conciliador—. El antiguo cónsul… —pero aquí Plinio se contuvo observando de reojo cómo Pompeyo estaba dispuesto a saltar si volvía mencionar a Domiciano, y evitó añadir más sobre ese tema para proseguir con su discurso—; el antiguo cónsul y gobernador mantiene que aquella noche vio con nitidez a la vestal Menenia hablando a solas con un hombre, el auriga Celer. ¿Es esto correcto?
—No, no es correcto —interpuso con desdén Salvio Liberal.
—¿Ah, no? —preguntó Plinio fingiendo sorpresa—. Entonces, senador, ¿qué es lo correcto?
—Lo correcto es lo que yo declaré anteriormente: que vi a la vestal Menenia con un hombre que me pareció el auriga Celer. Es cierto que íbamos con una sola antorcha, no veo qué se gana con malgastar el dinero, pero la luz era suficiente para iluminar a la vestal Menenia. Admito, no obstante, que no estoy seguro de quién era su acompañante en ese momento, aunque imagino que por todo lo referido por el resto de las declaraciones se trataría del auriga Celer —concluyó Salvio Liberal con una faz plena de satisfacción por corregir a aquel maldito de Plinio delante de todo el tribunal del Colegio de Pontífices.
Pero Plinio no parecía nervioso.
—Es verdad, eso es lo que el senador Salvio Liberal ha dicho anteriormente. Incluso recuerdo que está tan seguro de haber reconocido a la vestal porque, según su relato, hasta pudo ver con claridad el broche con el que esta mujer se abrochaba la palla. —Y Plinio acompañó sus palabras haciendo el mismo gesto que Salvio Liberal había hecho en su primera declaración: llevándose la mano izquierda al hombro derecho para resaltar el punto donde las mujeres de Roma se ajustaban el broche, la fíbula, cuando llevaban una palla para cubrirse—. ¿Fue aquí, en el hombro derecho?
Pompeyo Colega se dio cuenta en ese instante de la trampa que les tendía Plinio, pero ya era tarde. Antes no se había percatado de aquel error infantil, pero ahora, aunque se levantaba, llegaba tarde, muy tarde… Salvio Liberal estaba respondiendo y no se daba cuenta de su torpeza.
—En efecto, vi el broche.
—Aquí, en el hombro derecho, el hombro donde todas las mujeres de Roma se ajustan la palla —insistió Plinio manteniendo su mano izquierda sobre el hombro en cuestión.
—Sí, eso he dicho —replicó Liberal algo confuso ya con aquella insistencia.
Arrugó la frente; Salvio, como Pompeyo, empezaba a comprender su error… pero Plinio se había girado, le daba la espalda y encaraba a los miembros del tribunal.
—Es curioso —insistió Plinio mirando a los flamines y sacerdotes—, curioso en grado sumo, que nuestro honorable senador Salvio Liberal haya visto un broche en el hombro derecho de una vestal, cuando todos sabemos que las vestales son las únicas mujeres que se ajustan el broche de la palla en el hombro izquierdo.
Se movió muy lentamente, como expresando el enorme espacio que separa un hombro de otro, hasta llevar la mano a su hombro izquierdo; al tiempo, con la otra mano señaló a la vestal Menenia, que lucía su inmaculada palla blanca ajustada con un broche sobre el hombro izquierdo.
Pocas veces había visto Plinio unos rostros más serios que los de aquellos flamines y sacerdotes: a nadie le gusta que lo engañen y menos a quienes forman parte de un tribunal sagrado.
—Quizá me confundí de hombro, pero eso no prueba nada… —interpeló Salvio Liberal con cierta desesperación al haber cometido una equivocación tan grande como absurda. Nadie había caído en ello antes, pero magnificado el error por el maldito Plinio parecía que todo lo que había declarado quedaba en nada.
—Sí, el honorable Salvio Liberal quizá se confundió de hombro —admitió Plinio con un tono condescendiente que aún irritó más al senador aludido—, o quizá se confundió de mujer. —Se calló un instante, se estaba gustando, para añadir unas palabras más antes de despedir al testigo—: Al anterior testimonio de Salvio Liberal contra la vestal Menenia opongo este nuevo testimonio del propio Salvio Liberal, que afirma que vio a una mujer aquella noche ajustándose la palla con un broche en el hombro en el que no se lo ajustan las vestales; es decir, en este nuevo testimonio parece que no vio a ninguna vestal aquella noche. Contra libertos, la Vestal Máxima; contra un cónsul, el mismo cónsul. Un cónsul que se contradice.
Y Plinio se retiró del centro del patio dejando a un confundido ex cónsul en el centro sin saber bien si debía seguir allí o retirarse. Scaurus, por su lado, preparaba la tercera clepsidra. Plinio pidió un poco de agua a uno de sus propios esclavos. Pudo sentir la agradecida mirada de Menenio mientras bebía un jarro entero con avidez. Siempre tenía una sed enorme en los juicios. Menenio estaba contento, pero aún no habían acabado. Quedaba el testimonio de Acúleo por refutar y Pompeyo Colega no tardó en recordarlo a todos en cuanto el confundido Salvio Liberal retornó al fin a su asiento.
—¿Y qué ocurre con el testimonio del auriga Acúleo, que ha asegurado ver a la vestal desnuda, sin broches confusos en hombro alguno, yaciendo con el auriga Celer? —La voz de Pompeyo resonó clara y fuerte.
Plinio devolvió el jarro de agua al esclavo, se giró con rapidez y encaró a Pompeyo Colega como si se hubiera transformado en legionario a punto de entrar en combate.
—Pasa que miente —dijo Plinio al tiempo que avanzaba con paso firme hacia el acusador de todo aquel proceso—. Pasa que todo este juicio es una gran mentira. —Los dos abogados quedaron frente a frente durante unos instantes; nadie dijo nada. Plinio se volvió a girar y proyectó su discurso hacia el tribunal de flamines y sacerdotes que lo escuchaban más atentos que nunca—. Ocurre, gran tribunal del Colegio de Pontífices, que hoy no juzgamos a la vestal Menenia. No, no lo estamos haciendo. Eso es lo que la acusación y los testimonios de la acusación quieren que parezca. Todos ellos —y los señaló con el dedo, pero sin dejar de mirar hacia el tribunal—, todos ellos, todos estos hombres honorables quieren que pensemos constantemente en la vestal Menenia y en su posible, que en absoluto probado, crimen incesti. Todos ellos han recurrido a una de las más terribles acusaciones que se pueden hacer en Roma contra alguien con un único fin que no es el de juzgar a una vestal, no, en absoluto. Sí, casi me engañaron estos hombres honorables; de hecho lo admito: me tuvieron confundido durante semanas, meses. —Se volvió hacia Colega y el resto de los acusadores—. Lo hicieron muy bien: si se formulaba una acusación tan grave como ésta, como la de crimen incesti, la enormidad del juicio lo empequeñecería todo a su alrededor. Así todos pensaríamos sólo en la vestal Menenia, en ese posible horrible crimen y en su tremendo castigo. Todo lo demás, incluidos los otros implicados, pasarían casi desapercibidos, incluso si pueden terminar muertos también. Hasta yo mismo caí en esta tela de araña y miré constantemente en la dirección en que no debía, pero hubo quien me forzó a dejar de mirar en esa dirección. —Plinio miró un casi imperceptible instante al emperador, pero con tanta discreción, como si simplemente paseara su vista por el conjunto del tribunal, que sólo el propio Trajano se percató de ello—. Sí, hubo quien me obligó a que considerara otras opciones, y eso me hizo ponderar otros motivos para este juicio más allá de la propia vestal. Y es que todo este juicio es una gran y magnífica trampa; reconozco el mérito de componer semejante artificio, pero desprecio sus fines y, por encima de cualquier otra cosa, desprecio que para conseguir esos fines se esté dispuesto a mancillar lo más sagrado de Roma: el honor de una vestal. Porque, y vuelvo al principio, todos piensan, todos pensamos aquí que juzgamos a Menenia, pero no, ciudadanos de Roma, aquí lo que se está juzgando es otra cosa. Todo este juicio está pensado para condenar a otra persona. —Se contuvo un instante; quería escuchar en el silencio de aquel gran patio la respiración nerviosa de Pompeyo y Salvio y Cacio a su espalda—. Todo este juicio ha tenido lugar porque la acusación está interesada no tanto en la sentencia de muerte de la vestal Menenia, sino en la sentencia de muerte que, si se hubiera probado el crimen incesti, recaería inevitablemente también sobre el auriga Celer, el auriga de los rojos, el victorioso auriga de los rojos que una y otra vez durante los últimos meses no ha hecho más que derrotar sistemática e implacablemente a todos los aurigas de los azules. Resulta que los senadores, los honorables senadores Pompeyo Colega, Salvio Liberal y Cacio Frontón se han erigido en los principales patronos de la corporación de los azules —al fin, la información que había conseguido Atellus en los peores tugurios de la Subura resultaba útil—, y los tres senadores no hacen más que perder dinero y más dinero en unas apuestas que siempre ganan los rojos liderados por el auriga Celer, al que esperan ver hoy sentenciado a muerte. ¡Si para ello han de matar a una vestal inocente, eso no les importa! ¡Si los dioses nos castigan luego, eso tampoco les importa! ¡Hay en este mundo quienes por salvar su dinero no reparan en el daño o los sacrilegios que puedan cometer! ¡Y se llaman a sí mismos «honorables»! ¡Sí, hay sacrílegos en la Regia hoy, pero no están sentados entre los acusados de este juicio sino entre aquellos que se hacen llamar… honorables! —No pronunció sino que escupió con asco aquella última palabra, como si jamás fuera a pronunciarla de nuevo en toda su vida.
—¡Por Júpiter! —estalló Pompeyo Colega—. ¡Estamos en el juicio contra una vestal y el abogado de la acusada se revuelve contra unos senadores de Roma! ¡Esto es intolerable! ¡Una barbarie…!
—¡El senador Pompeyo Colega se callará, se sentará en su asiento y escuchará sin más interrupciones! —exclamó el emperador Marco Ulpio Trajano en pie desde su gran cathedra. Pompeyo se calló y se sentó. El César añadió algo más—: El abogado de la defensa se mantuvo en silencio durante la larga intervención de la acusación; todos hemos observado cómo, por el contrario, el abogado de la vestal Menenia ha sido interrumpido en numerosas ocasiones, pero la paciencia del César ha llegado a su límite. El senador Plinio está en su tiempo, son sus clepsidras y puede hablar y decir lo que estime relevante para defender a la vestal. El tribunal del Colegio de Pontífices deliberará con posterioridad y dirimirá, con la clarividencia que le otorga su experiencia, quién dice la verdad y quién miente. —El silencio fue total; el emperador suspiró al final de su discurso—. El abogado puede continuar. No habrá más interrupciones. La cuarta clepsidra ha empezado a correr.
Plinio asintió. El César estaba muy interesado en la buena defensa de la vestal Menenia. El abogado frunció el ceño: hasta que Atellus no le había pasado toda aquella información que acababa de esgrimir no había entendido por qué aquellos senadores estaban tan interesados en promover aquel juicio, pero seguía sin entender qué movía al César a defender con tanto ahínco a la vestal Menenia. El parecido físico seguía sin estar claro, pero tampoco podía descartarse una relación familiar entre el emperador y la vestal. Ésa era una duda que lo reconcomía constantemente, pero ahora no debía pensar en ello. Trajano lo miraba. Esperaba que siguiera con la defensa.
—He tardado en darme cuenta —continuó al fin Plinio—, pero ya he entendido por qué esos tres senadores tenían tanto interés en este juicio. Al principio, como muchos de los presentes, imagino, pensaba que Salvio Liberal había visto algo, a una mujer que se parecía a la vestal Menenia en compañía peligrosa en medio de la noche y que todo eso había motivado la acusación; pero ahora que sé que Pompeyo Colega, Salvio Liberal y Cacio Frontón llevan meses perdiendo dinero en las carreras de cuadrigas del Circo Máximo por culpa del auriga Celer he comprendido perfectamente que lo que estos patronos de la corporación de los azules eran incapaces de ganar en la pista del Circo querían ganarlo ahora fuera de ella, si bien mediante uno de los más terribles subterfugios, sin que parezca importarles si para conseguir su malévolo fin se llevan por delante la vida de una vestal inocente y ejemplar como es la vestal Menenia, hija del intachable senador Menenio. La Vestal Máxima Tullia nos ha confirmado a todos que Menenia nunca ha salido sola del Atrium Vestae; contra esta aseveración de alguien que es miembro del sagrado tribunal del Colegio de Pontífices tenemos sólo unos libertos que se inventan cosas que no ocurren y un testigo, un senador, que, por pensar lo mejor de él, confunde lo que ve por la noche; tenemos asimismo el testimonio de otro senador, Cacio Frontón, que se limita a certificar lo que han dicho esos libertos, pero que él mismo no ha visto nada, como nada ha visto el propio senador Pompeyo Colega, quien se limita a exhibir testimonios confusos, cuando no falsos, contra una vestal inocente. Sólo hay un hombre que ha asegurado haber visto de veras al auriga Celer yaciendo con la vestal Menenia, y ese hombre no es otro que el auriga de los azules, Acúleo, que ha sido derrotado varias veces en el Circo Máximo en magníficas carreras en las que Celer se sobrepuso a todas las dificultades imaginables. Yo mismo asistí a una de esas carreras, como la mayoría de vosotros, estoy seguro. Y pregunto yo: ¿qué validez, qué credibilidad puede tener el testimonio de uno de los mayores enemigos personales de uno de los acusados en este juicio? ¿Está el auriga Acúleo siendo sincero o se ha dejado llevar por las murmuraciones falsas contra la vestal Menenia y el auriga Celer? ¿Ha visto Acúleo en este juicio su oportunidad para vengarse por las carreras perdidas, que a su vez le habrán supuesto una enorme pérdida de dinero para él y para todos los patronos de la corporación de los azules? —Plinio hizo una breve pausa; estaba en el centro del patio de la Regia y puso los brazos en jarra—. Sí, creíamos todos que estábamos en un juicio contra una vestal, y así es, pero un juicio miserable promovido por las disputas no resueltas entre aurigas del Circo Máximo. —Hizo otra breve pausa; suspiró—. ¿Dónde estamos? ¿A qué estamos llegando cuando las carreras de cuadrigas son más importantes que la inocencia de una vestal? ¿Hacia dónde quieren llevar algunos insensatos a Roma con estas acusaciones falsas? —Volvió a suspirar. Los sacerdotes lo miraban con seriedad. Plinio sentía que había conseguido dar un vuelco a las opiniones de muchos sobre la culpabilidad de Menenia, pero no estaba seguro del todo; en particular, el rex sacrorum había hecho algún gesto de desaprobación a su discurso. No podía arriesgarse. Tenía que utilizar todo, absolutamente todo lo que tenía—. La última vez que se condenó a vírgenes vestales a muerte, y digo bien lo de vírgenes porque nunca se probó que hubieran dejado de serlo, fue bajo el gobierno del maldito Domiciano; ¿es ése el ejemplo que queremos seguir? Yo creía que Roma caminaba hacia otro destino, yo creía que Roma iba a mejorar toda vez que el tirano ya ha fallecido y su recuerdo está sometido a una humillante damnatio memoriae. Y sin embargo, parece que hay aquí, entre nosotros, algunos que quieren recuperar aquellos tiempos; hay, parece, aquí, entre nosotros, quienes quieren que los tiempos del terror, de las acusaciones falsas y de las ejecuciones injustas retornen a Roma. —Plinio vio cómo Pompeyo quería intervenir, pero la mirada casi asesina del emperador Trajano clavada sobre él se lo impedía—. ¡Por todos los dioses! ¡Roma camina de nuevo hacia su destrucción! ¿Cómo deben de sentirse los dioses cuando ven que se persigue de forma infame a una de las más sagradas sacerdotisas de la ciudad? La última vez que se ejecutaron vestales perdimos dos legiones, aniquiladas por completo, al norte del Danubio. ¿Cuántas legiones más volverán a permitir los dioses que destruya el enemigo que, no lo olvidemos, sigue acechando en nuestras fronteras, en el norte, en Germania, en la Dacia, en Oriente, si volvemos a repetir el mismo sacrilegio de ejecutar a una vestal inocente? Sólo la robusta mano del emperador y su sabia estrategia en el campo de batalla han mantenido a los bárbaros alejados de Roma con una magnífica victoria reciente sobre nuestros enemigos, pero si somos sacrílegos los dioses abandonarán a nuestro César. ¿Y entonces qué? Yo digo —y levantó su mano derecha estirando todo el brazo, señalando con el dedo índice el cielo—, os digo que esta noche los dioses nos enviarán una señal que hará que todos reflexionemos sobre la atrocidad que estamos a punto de cometer si condenamos a muerte a una sacerdotisa de Vesta, completamente inocente de lo que se la acusa y cuyo único delito es haber sido amiga en la niñez de alguien que ha resultado ser un gran auriga de nuestro tiempo. Una amistad entre niños no es un delito contra los dioses y éstos nos lo harán ver esta noche, estoy seguro de ello, con una luna ensangrentada sobre nuestras cabezas. Será un aviso. Luego, si persistimos en perseguir a una vestal inocente, se desatará su ira.
Plinio mantuvo el brazo en alto con el índice señalando el cielo durante unos instantes hasta que, luego, poco a poco, fue bajándolo muy lentamente. Su discurso había terminado. Ni siquiera había utilizado las seis clepsidras. Se retiró, caminando, paso a paso, hasta llegar junto al senador Menenio, y se sentó.
—El juicio ha terminado —dijo Trajano—. Es tarde. —Se volvió hacia los flamines, sacerdotes y vestales—. El tribunal descansará el resto de la jornada y en quince días, en las kalendae de enero, se reunirá bajo mi presidencia para deliberar.
Pompeyo Colega no tuvo opción a réplica.
Marco Ulpio Trajano se levantó entonces y, rodeado por la guardia pretoriana, empezó a atravesar el patio de la Regia. Se detuvo un instante junto al ajustador de clepsidras.
—Has hecho bien tu trabajo —dijo el César.
Scaurus se inclinó ante el emperador mientras éste, sin hacer aprecio de sus reverencias, que intuía fruto del miedo y no de la lealtad, reemprendió la marcha para salir de la Regia.
Plinio se levantó al pasar el emperador, pero observó que Trajano iba con prisa. El César quizá tenía más preocupaciones aquel día más allá de aquel juicio.
Y así era. Trajano había recibido una carta desde Sarmizegetusa de su amigo Longino donde le comentaba algunas cosas que le habían inquietado: Decébalo estaba reconstruyendo los muros de varias fortalezas de Orastie. Trajano deseaba regresar al palacio imperial, leer de nuevo la carta y enviar una rápida respuesta con instrucciones.
—Muchísimas gracias, no tengo palabras. —El senador Menenio se dirigió a Plinio. Éste se volvió.
—Sólo he expuesto la verdad —respondió el abogado con serenidad.
—No, no has hecho eso. Has hecho que la verdad brille por encima de todas las mentiras de esos miserables… —Pero calló al ver que Plinio miraba por encima de su hombro con la faz muy seria. Menenio se volvió y vio cómo Pompeyo Colega se acercaba rodeado por varios de sus seguidores. Se hizo a un lado.
—El truco del eclipse no salvará a los acusados —le espetó Pompeyo a Plinio con el más absoluto de los desprecios.
—Yo no estaría tan seguro —repuso el abogado.
—Todos sabemos que los eclipses, y más los de la luna, pueden predecirse —insistió Pompeyo—, ¿o crees que eres el único que ha leído la Naturalis Historia de tu tío o los escritos de Hipparcus?
—No, por supuesto que no, pero la mayoría de la plebe no sabe ni leer ni escribir, y cuando esta noche la luna se vuelva roja recordarán mis palabras en el juicio; tendrán miedo, como siempre que la luna se oculta o cambia de color, y lo atribuirán a vuestras mentiras. Los sacerdotes y los flamines no podrán tomar su decisión sin tener en mente lo que la plebe piense sobre vuestras mentiras. —Plinio se acercó entonces a Pompeyo y le habló a la cara, en voz baja, a menos de un palmo de distancia—. Amigo mío, hasta el peor de los abogados sabe que no se debe entrar en un juicio sin saber si va a haber un eclipse o no, pero estabas tan seguro de que vuestras mentiras serían suficiente para derrotarme que ni siquiera has hecho tu trabajo.
No dijo más. Miró a Menenio, éste asintió y ambos, el abogado defensor y el padre de la acusada, echaron a andar dejando atrás a tres senadores rabiosos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Salvio Liberal.
—No podemos hacer más que esperar —respondió Pompeyo Colega abatido. Plinio lo había destrozado en público, delante del mismísimo emperador, una vez más. Lo hizo en el juicio contra Mario Prisco y lo había vuelto a hacer.
—Nos queda la deliberación del Colegio de Pontífices —dijo entonces Cacio Frontón con frialdad—. Nos queda Salinator, el rex sacrorum. No lo deis todo por perdido. Plinio se equivoca si cree que ya ha ganado. El rex sacrorum lleva años en el puesto y es muy respetado por todos los sacerdotes.
—Más que respetado, temido, diría yo —precisó Salvio Liberal.
—Mejor aún —concluyó Pompeyo Colega—. Es cierto: el rex sacrorum sigue ahí desde hace años y todos los demás lo temen. La cuestión es si Trajano lo teme también.
—Seguro que temerá a Salinator, como todos —añadió Cacio Frontón—. El rex sacrorum conoce secretos de todo el mundo y también conocerá algo que intimide al César; si no, ¿por qué Trajano no lo ha reemplazado en todo este tiempo?
—El emperador ha intentado pactar con todos —explicó Pompeyo Colega—. Con el Senado llegó a un acuerdo nada más suceder a Nerva y el sacerdocio del rex sacrorum es vitalicio. Trajano tendría que haber quebrantado una vieja ley para reemplazarlo, así que ha preferido esperar a que el tiempo termine con el rex sacrorum. Lo último que imaginaba el César era que el rex sacrorum pudiera suponerle un problema en un juicio por crimen incesti, pero todo lo improbable ha ocurrido. Trajano juega a agradar a todos, haciendo equilibrios entre unos poderes y otros. Bien, ahora esos equilibrios no le valdrán de nada.
—Con los antiguos jefes del pretorio, Casperio y Norbano, no fue muy diplomático —opuso Salvio Liberal.
—Es cierto, los ejecutó sin contemplaciones, pero con ellos no tenía alternativa. Fue su único golpe de mano violento. Desde entonces Trajano se ha mostrado dialogante con todos. No, no se atreverá a matar al rex sacrorum ni a deponerlo en este momento. Sería un sacrilegio tan terrible como el del crimen incesti. El emperador está atrapado: tiene que afrontar una deliberación en el Colegio de Pontífices con Salinator en su contra y, como decía Cacio, quién sabe si el viejo rex no sabrá algo sobre Trajano o sobre esa vestal con lo que pueda atemorizar al mismísimo César. Aún es posible que pronto volvamos a ganar dinero en el Circo Máximo.
Inventa iam pridem ratio est praenuntians horas —non modo
dies ac noctes— solis lunaeque defectuum.[Hace tiempo que se han encontrado los medios para
calcular de antemano, no sólo el día o la noche, sino incluso
hasta la hora en que va a tener lugar un eclipse de
sol o de luna.]
PLINIO EL VIEJO, Naturalis Historia, 25, 5, 10