UN POEMA DACIO
Sarmizegetusa Regia
Diciembre de 102 d. C.
—Ha venido alguien, legatus —dijo uno de los legionarios de la guarnición romana de Sarmizegetusa Regia.
Longino, que estaba paseando por aquel atrio lleno de plantas por expresa petición suya, miró al soldado.
—¿Quién? ¿Qué tipo de hombre es?
Le extrañaba que los dacios enviaran a alguien. La relación entre el legatus y Decébalo y sus pileati era más bien distante, por decirlo de una manera suave.
—No es un hombre, legatus; se trata de una mujer.
Aquello sí que llamó la atención de Longino.
—¿Una mujer?
—Sí, legatus. Dice llamarse Dochia y ser la hermana del rey de la Dacia.
Longino abrió bien los ojos.
—Que pase.
El legionario dio media vuelta y fue en busca de la visitante. El oficial romano al mando de las tropas imperiales de Sarmizegetusa dudó en dónde situarse para recibir a aquella mujer. ¿Era mejor estar en pie o sentarse? ¿Qué era más oportuno teniendo en cuenta que él era el representante del emperador en aquel reino? ¿Cómo agradar a aquella mujer? ¿Debía complacerla o mantenerse frío? Trajano no había sido preciso en cómo debía conducirse en Sarmizegetusa. Confiaba en su criterio. Longino se sabía nervioso y aquello le hizo sentirse incómodo y débil al tiempo. Apenas había vuelto a ver a aquella hermosa princesa desde que la entregara a los pretorianos del César, quienes, por fin, la devolvieron a Decébalo cuando se acordó la paz entre la Dacia y Roma. Y entonces ya sólo la había observado desde la distancia, sin que ella misma se percatara de que él la miraba medio escondido, desde lejos. Y ahora Dochia, a quien Longino tanto había ansiado ver, venía a verlo. Él había imaginado muchas excusas para poder ir de visita al palacio real, pero sólo valían para ver al rey Decébalo, no a su hermana. Ahora, de pronto, ya no necesitaba excusas: ella era la que había venido. ¿Podría ser que aún lo recordara y le estuviera agradecida por su actuación en Fetele Albe, cuando él evitó que la atacaran y mataran en aquel santuario sagrado para los dacios?
Dochia entró seguida por un par de legionarios que, al ver que la mujer se inclinaba levemente ante su superior, saludaron militarmente, dieron media vuelta y dejaron a solas a Longino con aquella princesa dacia.
No, Longino no había vuelto a verla desde que fue liberada justo antes de la rendición de Decébalo, y la impresión que había quedado de ella en su retina, la de la más hermosa mujer que hubiera visto nunca, se vio corroborada. La mirada azul, intensa, sin miedo de aquella mujer; sus brazos blancos, descubiertos por una túnica sin mangas; unas manos de dedos finos, una libre, la derecha, y la otra con un papiro delicadamente aprisionado entre aquellos dedos que a Longino le habría encantado poder tomar entre los suyos en ese mismo instante; una figura delgada que se adivinaba bajo el cinto que ajustaba el vestido; el pelo rubio que caía liso, brillante, en una larga melena sin recogido alguno, tan diferente al peinado romano pero tan sugerente… No, no se sentía incómodo de pensar todo aquello pese a estar casado con Julia. Su matrimonio, como el del emperador, como el de tantos otros, había sido por conveniencia, un pacto. Ya lo había hablado con el propio Trajano: Julia era una buena esposa, pero algo distante; discreta, pero no hermosa y exuberante, como Dochia. Y además, Julia estaba lejos, en Roma. No había querido desplazarse hasta los confines del Imperio. Tampoco la culpaba por ello… tampoco él había insistido…. La princesa dacia habló e interrumpió las ideas del legatus.
—Te saludo, Cneo Pompeyo Longino —dijo la mujer en latín. El legatus romano sólo había olvidado que la voz de Dochia era tan dulce como decidida. No era extraño que muchos de sus hombres pensaran que la hermana del rey dacio era lo más parecido a una hechicera que hubieran visto nunca.
—Y yo saludo a la princesa Dochia, hermana del rey Decébalo de la Dacia.
Había unos asientos en una de las esquinas del atrio y hacia ellos se dirigió Longino para, con un gesto de la mano derecha, invitar a la hermosa visitante a ocupar uno de ellos. Dochia asintió y, despacio, mirando con aprecio la gran cantidad de plantas de aquel patio, se sentó.
—No recordaba yo este edificio con tantas plantas —dijo ella en aquel latín algo forzado pero notablemente correcto que permitía que ambos se comunicaran. Longino había empezado a aprender algunas palabras dacias, pero aún no se sentía capaz de hablar la lengua; ni siquiera estaba seguro de cómo se pronunciaban la mayoría de ellas. Había pensado en recurrir a algún esclavo. Si iba a estar destinado en aquel lugar del mundo durante bastante tiempo había concluido que sería más útil al emperador de Roma si era capaz de entender la lengua de aquellos a quienes tenía que vigilar.
—He hecho algunos cambios —empezó a explicarse Longino sentándose frente a su invitada—. Hice unas obras para instalar un sistema de calefacción en las habitaciones interiores y aquí ordené que se trajeran plantas. Me gusta estar rodeado de vida.
—Yo pensaba que los legionarios romanos y sus oficiales preferían rodearse de muerte.
Longino la miró en silencio. La muchacha le mantuvo la mirada. ¿Le estaba desafiando con aquellas palabras?
—Los romanos también apreciamos la vida y todo aquello que es hermoso.
—¿Por eso destruís tantas cosas bellas en vuestras conquistas?
—Procuramos no destruir si antes se puede llegar a un acuerdo.
—Un acuerdo que implique siempre la sumisión a Roma.
—No —la corrigió Longino—, nos basta con un acuerdo que conlleve paz y fronteras seguras.
En ese momento entraron varios esclavos que tenían orden de asistir al legatus cuando éste se entrevistaba con alguien. Hasta la fecha esas entrevistas sólo habían incluido oficiales romanos de la guarnición de Sarmizegetusa o algún emisario del rey Decébalo. No sabían bien qué traer a una princesa dacia.
—¿Puedo ofrecerte algo de beber o de comer? —preguntó Longino.
—Agua —respondió ella.
—Y vino para mí —añadió Longino a los esclavos, que se desvanecieron rápidamente en busca de todo lo necesario para satisfacer a su amo.
—Supongo que mis palabras te habrán incomodado, Cneo Pompeyo Longino —dijo ella—, pero soy la hermana del rey de la Dacia y no estoy acostumbrada a reprimir ni mis opiniones ni mis ideas.
—No me has ofendido. Me has sorprendido. Entiendo que una princesa esté acostumbrada a decir lo que piensa, aunque no sabía que una mujer dacia podía disfrutar de semejante libertad.
—Los romanos no sabéis prácticamente nada de nosotros.
—Sabemos que los guerreros dacios combaten con bravura; eso, princesa, puedo asegurar que lo sabemos bien.
Llegaron los esclavos con unas mesitas y jarras con agua y vino. Sirvieron dos copas y las ofrecieron a sus destinatarios. Longino bebió un buen trago después de pedir un poco de agua para mezclar. Dochia se limitó a dejar la copa, con suma delicadeza, en la mesita que habían dispuesto a su derecha.
—Hay mucho que aprender de la Dacia más allá de nuestra forma valiente de combatir —dijo la mujer.
—Estoy seguro de ello. De hecho he intentado aprender algo de vuestra lengua, pero me confieso un aprendiz y muy torpe y más aún en comparación con el dominio que la princesa Dochia demuestra de la lengua latina.
—Todo se puede aprender si se quiere. La cuestión es si realmente se tiene ese deseo.
—Realmente lo estoy intentando. La Dacia lleva muchos años siendo un poderoso reino al norte del Danubio. Nada resiste el paso del tiempo si no es sobre una base sólida de tradiciones y costumbres que se pasan de una generación a otra y son respetadas por los más jóvenes, que de nuevo las ponen en marcha. Estoy convencido de que la Dacia debe de tener tradiciones fuertes que la han mantenido donde está durante tanto tiempo.
Dochia lo miraba con lo que Longino interpretó como auténtico interés.
—Si en efecto ésa es tu forma de pensar, entonces quizá haya acertado al traerte esto —dijo la muchacha. Estiró el brazo izquierdo para ofrecer el papiro que sostenía en la mano desde que había entrado allí. Longino lo cogió con cuidado, también con la mano izquierda. Las yemas de los dedos de ambos se rozaron por un instante. A él aquel suave contacto le supuso un placer aún más intenso de lo que había imaginado. La muchacha fingió no reparar en ello y usó la estrategia de centrar la atención en otra cosa. Dochia se percató, como ya había hecho en el pasado, de que el legatus romano movía con suma torpeza su brazo derecho, que parecía plegado de forma impropia al costado de su cuerpo.
—Es una vieja herida —dijo Longino. Rápidamente preguntó sobre el papiro para eludir el tema de su brazo—. ¿Qué contiene este rollo?
—Si el legatus lo abre quizá pueda entender algo.
Longino lo desenrolló con la mano izquierda como pudo, no con mucha destreza, pero ayudándose de la mesita sobre la que lo extendía consiguió desplegarlo para leerlo. Estaba en lengua dacia. Por la forma en que estaban dispuestas las frases, con amplios márgenes a un lado y otro, parecía que se trataba de un poema.
—No estoy seguro de que pueda entender mucho —dijo Longino, pero Dochia permaneció callada. Era evidente que quería que se esforzara. Él se aplicó a la tarea con empeño—. El título, Mos, creo que significa «anciano»; luego el poeta, porque imagino que se trata de un poema —el legatus levantó un instante la mirada buscando confirmación y la princesa asintió—; el poeta emplea las palabras copac y prunc, que según he aprendido significan «árbol» y «niño» respectivamente, pero se me hace muy difícil entender nada más… Bueno, pururea, aquí, hacia el final, parece que se refiera a «siempre», eso creo recordar, pero no estoy seguro. Lo siento, soy incapaz de llegar más allá.
Cuando Longino volvió a mirar a la princesa disfrutó de la satisfacción que obtiene un hombre cuando se da cuenta de que ha impresionado positivamente a una hermosa mujer; un placer especial difícil de igualar a ninguna otra sensación.
—Es mucho más de lo que esperaba —admitió Dochia con un tono más cautivador y menos distante que el que había empleado hasta el momento—. He venido hasta aquí por dos motivos: primero para expresar mi agradecimiento por la ayuda que el legatus Longino me proporcionó en la guerra evitando mi muerte (los dacios no somos desagradecidos), y en segundo lugar porque quería averiguar a quién había dejado el emperador de Roma en Sarmizegetusa. Me alegra ver que hay romanos diferentes a lo que yo pensaba. —Como si de pronto sintiera vergüenza de haber dicho algo de más, sonrojándose ligeramente volvió sus ojos hacia el papiro—. Se trata de un poema, sí, cuyo título es «Atardecer» que es lo que, en efecto, significa amura; el resto de las palabras a las que se ha referido el legatus también están bien, aunque nosotros usamos copil para «niño»; prunc en realidad se refiere a un niño muy pequeño. Pero está bien para quien dice no saber mucho de nuestra lengua.
—Yo estoy dispuesto a aprender más —decía Longino mientras pensaba en si se atrevía o no a sugerir—. Quizá con el profesor adecuado podría mejorar…
Dochia sonrió.
—Ordenaré que uno de los poetas de palacio te instruya, si así lo deseas.
No era eso exactamente lo que Longino deseaba, pero mejorar el conocimiento del dacio era un buen camino para seguir impresionando a Dochia… y una buena idea para servir a Roma. No sabía bien por qué las ideas habían venido en ese orden y no al revés.
—Estaría muy agradecido, sin duda, si eso es posible —confirmó Longino.
—Lo será —dijo ella. De nuevo volvió a mirarlo desafiante, no de forma agresiva, sino con esos ojos del amigo, en este caso la amiga, que se divierte poniéndote un acertijo—. ¿Y sabe el legatus de quién es este poema?
Longino volvió a mirar el texto. No tenía ni la más mínima idea.
—No conozco a ningún poeta dacio, siento tener que admitirlo, pero imagino que a partir de ahora me familiarizaré más con ellos.
—No es dacio quien ha escrito este poema —respondió ella con una amplia sonrisa de victoria.
Longino no sufría en absoluto: si ser torpe en adivinar el autor del poema le proporcionaba sonrisas tan dulces y hermosas, aquél era un juego en el que desde luego convenía perder.
—¿Y quién es el autor? —preguntó Longino.
—Es un poeta romano que estoy segura que sí conoce el legatus.
Longino frunció el ceño, confuso, sorprendido, curioso. Aquella princesa no sólo era hermosa, sino que se podía tener con ella una conversación inteligente, aguda e interesante.
—No conozco a ningún poeta romano que escriba en lengua dacia. Sé de algunos que escriben en griego, pero en dacio no ha escrito ningún romano jamás.
—Sí lo conoces —insistió Dochia, divertida como no lo había estado hacía tiempo—. Porque supongo que Cneo Pompeyo Longino conoce al poeta Ovidio, ¿no es así?
—¿Ovidio? —repitió el legatus aún más confundido que antes. Él no era un gran lector de poesía, pero todo el mundo conocía a Ovidio, el gran poeta del divino Augusto, el autor de Metamorphoses o Tristia con el que el propio Augusto tuvo una profunda desavenencia, cuyo origen nunca quedó claro, que lo condujo al destierro—. El poeta Ovidio —continuó Longino poniendo voz al resto de sus pensamientos— estuvo exiliado de Roma, eso es cierto y creo recordar que el exilio fue en Tomis, al norte de Moesia Inferior, justo en la frontera con… la Dacia.
—Así es —confirmó Dochia—. Ovidio, un poeta romano que se tomó la molestia de aprender nuestra lengua. Bueno, la variante getodacia, pero perfectamente comprensible para nosotros aquí. Y no sólo aprendió la lengua, sino que hasta hizo poemas en ella. Eso me hizo pensar que no todos los romanos nos desprecian. Quería saber si el legatus Longino era como Ovidio.
—¿Y qué ha concluido la joven princesa de la Dacia?
Ella volvió a sonreír.
—He concluido que Longino no debe de ser un gran poeta, pero sí parece ser un poco como Ovidio en lo referente a querer aprender sobre la Dacia. Y eso me satisface.
—Ha sido entonces éste un feliz encuentro —concluyó Longino.
—En efecto —respondió ella levantándose—, y ya muy largo. Debo regresar al palacio real, pero espero que el legatus acceda a visitarnos en alguna ocasión próxima.
Longino se levantó y la acompañó hacia la puerta.
—Estaré encantado de hacerlo. Estoy seguro de que pronto encontraré alguna excusa.
Ella no dijo más. Se limitó a sonreír, darse la vuelta y dejarlo solo entre las plantas de aquel atrio.
Nec tristis in ipsis Naso Tomis.
[Y Nasón, aunque en Tomis, habría depuesto su tristeza.]
Referencia del poeta Estacio, en Silvae, 1, 2: 254-255,
al destierro de Ovidio
(nombre completo Publio Ovidio Nasón) en la ciudad
de Tomis, junto a la Dacia
Nec te mirari, si sint vitiosa, decebit
carmina quae faciam paene poeta Getes.
Ah! pudet! et Getico scripsi sermone libellum
structaque sunt nostris barbara verba modis:
et placui — gratare mihi! — coepique poetae
inter inhumanos nomen habere Getas.
Materiam quaeris? Laudes: de Caesare dixi.
[No deberías sorprenderte si ves que mi poesía es defectuosa,
pues soy ahora un poeta getodacio; ah, me avergüenza.
Incluso he compuesto un poema en lengua getodacia
sometiendo las palabras bárbaras a nuestra medida:
y creo que he tenido cierto éxito y he conseguido
el nombre de poeta entre los bárbaros getodacios.
¿Me preguntas por el tema? Lo alabarías, pues cantaba a César.]
Epistulae Ex ponto, IV, XIII, donde Ovidio reconoce haberse
convertido en casi un poeta en lengua geto-dacia. Estos poemas
de Ovidio en lengua getodacia están perdidos.
Nunca se han encontrado.