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EL AJUSTADOR DE CLEPSIDRAS

Patio de la Regia, Roma

Diciembre de 102 d. C.

Una gota de agua resbalaba sobre el suelo volcánico de la Regia.

Scaurus se arrastraba por la piedra en busca de más agua. Lo llamaban así porque era cojo; eso quería decir su nombre Scaurus. A él no le importaba. Y menos aquella mañana, en que iba a ganar mucho dinero. Buscaba por dónde perdía agua la clepsidra. En aquel juicio, él era el encargado de medir el tiempo con aquel reloj de agua, más preciso que los de arena, pero había detectado varias gotas en el suelo y eso podía significar o bien una pérdida o bien que había derramado algo de agua al llenar el aparato. Lo primero era grave, lo segundo no tanto. No debía derramarse nada en aquel suelo sagrado, pero era sólo agua. Lo importante era confirmar que el dispositivo mecánico funcionaba correctamente. Para poder manipular la clepsidra en un sentido o en otro primero convenía tenerla correctamente ajustada. Ése era su trabajo: ajustador de clepsidras para medir el tiempo de los turnos de los acusadores y de los abogados defensores en un juicio. Si Scaurus hubiera tenido capacidad de visión microscópica habría visualizado la imagen del emperador del mundo reflejada en la superficie convexa de aquella gota de agua que examinaba, pero no tenía esa capacidad; sin embargo, sintió que se hacía el silencio a su alrededor, intuyó la presencia imperial y se levantó de inmediato.

Marco Ulpio Trajano, emperador de Roma, que acababa de celebrar un gran desfile por su victoria sobre Decébalo y de recibir el título de Dacicus por el Senado, paseó su vista por todo el patio vallado de la Regia. Allí estaban todos. Aquel edificio era la sede del Colegio de Pontífices, pero era tan numeroso el público congregado que se había optado porque el juicio tuviera lugar en el patio. Y sí, allí estaban todos: el senador Pompeyo Colega, el primero que había señalado a la vestal Menenia como culpable de crimen incesti; los senadores Salvio Liberal y Cacio Frontón, que habían apoyado aquella terrible acusación; Plinio, el abogado defensor, junto con el senador Menenio, padre de la acusada, un hombre anciano y aterrado; y detrás de ellos se veía a los acusados: Celer, moviendo la cabeza de un lado a otro —para Trajano era evidente que aquel auriga se sentía acorralado y fuera de lugar sin caballos ni cuadrigas ni la larga pista del Circo Máximo por delante— y a unos pasos, sentada con la compostura de una estatua de Venus y la mirada serena, la mismísima Menenia, la vestal acusada, el origen de todo aquel juicio. Trajano avanzó despacio, como correspondía a un momento tan solemne.

Al fondo podía ver a todos los miembros del sagrado Colegio de Pontífices: desde la Vestal Máxima junto con el resto de las vestales, hasta Salinator, el rex sacrorum. Éste era un veterano patricio que había sido nombrado en tiempos de Domiciano al que Trajano había decidido no destituir, ya que la costumbre dictaba que aquél era un cargo vitalicio siempre y cuando no falleciera la esposa del rex, en cuyo caso debía éste dejar el puesto; pero la esposa de Salinator, como el propio rex sacrorum, gozaba, parecía ser, de esa eterna salud repleta de pequeños achaques pero nunca nada grave. El emperador sabía que el viejo Salinator ya había apoyado las ejecuciones de las vestales en época de Domiciano; lo mismo que algunos de los dieciséis pontífices que estaban por debajo del rex, cuya función era velar por el sagrado cumplimiento de la religión romana. Por fin, también se habían reunido allí los quince flamines, los quince sacerdotes de las quince deidades más importantes de Roma; esto es, los tres flamines mayores: el flamen dialis o sacerdote de Júpiter, el flamen Martialis o sacerdote de Marte, y el flamen Quirinalis o sacerdote de Quirino; y, por supuesto, los doce flamines menores, aquellos dedicados a la adoración de dioses legendarios de la antigua Roma como Carmenta, Ceres, Falacer, Flora, Furrina, Palatua, Pomona, Portunus, Volcanus y Volturna, entre otros; todos con el apex o gorra blanca como muestra de su pertenencia a esos sagrados sacerdocios. En definitiva, allí estaban, entre pontífices y flamines, los veintiún sacerdotes que, junto con las otras vestales y el rex sacrorum, bajo la supervisión del Pontifex Maximus, el emperador, debían decidir sobre la culpabilidad o inocencia de Menenia y Celer y, en consecuencia, emitir la sentencia que correspondiera, de vida o muerte.

El emperador levantó un momento la vista por encima de la valla del patio de la Regia y pudo ver la enorme multitud que se había congregado en el Foro para seguir aquel evento, un juicio que había atraído a senadores y plebeyos, a hombres y mujeres, a ciudadanos y esclavos por igual, a las atestadas, tumultuosas y estrechas calles que confluían en el corazón de la ciudad. Marco Ulpio Trajano se detuvo en el centro del patio y lo mismo hizo la guardia pretoriana que lo escoltaba. El emperador se entretuvo un instante contemplando el suelo de toba volcánica con el que estaba recubierta la superficie del patio de la Regia. Abrió un poco el puño de la mano derecha, donde guardaba una moneda de oro en la que se podía leer DACIA VICTA [Dacia vencida]. Lo cerró de nuevo. Había conseguido una gran victoria en la Dacia y se sentía fuerte, capaz de debatir contra todos, incluso contra aquel maldito rex sacrorum, el último despojo que Domiciano dejara como recuerdo vivo de su paso por Roma; fuerte para luchar contra todas las mentiras que cercaban a la joven vestal Menenia. Sí, como emperador se sentía poderoso, pero como Pontifex Maximus aquél era su primer gran juicio en el Colegio de Pontífices. O Plinio se empleaba a fondo o quizá su retórica, las palabras de un emperador aún novato, no serían suficientes para persuadir al resto de los pontífices. Todo estaba aún en juego. Se debía a una promesa a su padre y no pensaba fallarle, aunque en ese instante aún no veía cómo podría cumplirla. Trajano no era supersticioso pero se aferraba con fuerza a aquella moneda oculta en su mano derecha, como si de un amuleto sagrado se tratara. DACIA VICTA. Vencida. ¿Vencida de verdad? Se acordó de Longino. Su amigo más fiel vigilaba en el norte. Longino nunca le fallaría. Ahora él, como Pontifex Maximus, tenía que olvidarse del norte y ocupar su lugar central en aquel grave juicio.

Trajano inspiró profundamente. Se hizo un silencio tan espeso que Tiberio Claudio Liviano, el jefe de la guardia pretoriana, tuvo la sensación de que si desenvainaba su spatha podría cortar el aire que respiraban. El emperador giró ligeramente la cabeza hacia la derecha. Allí vio al ajustador de clepsidras. Era un hombre mayor, arrugado por el propio tiempo que él mismo medía con supuesta precisión. ¿Precisión? El emperador dio un par de pasos hacia el ajustador.

—Te he visto trabajar en la basílica Julia, ¿puede ser? —preguntó en busca de confirmación. En aquel silencio que había acompañado la entrada de Trajano todo el mundo presente en el patio de la Regia podía escuchar aquella conversación.

El ajustador asintió despacio a la vez que respondía:

—Sí, César, así es. Ajusto las clepsidras que miden el tiempo de los acusadores y de los abogados defensores en la basílica Julia.

El emperador sacó levemente la lengua y se pasó la punta por el labio superior. Sabía que todos les escuchaban. También sabía que muchos aún dudaban de él como gobernante y que aquel juicio era demasiado intenso, demasiado delicado, con demasiados intereses. Ni él mismo era consciente de cuántas ramificaciones de poder se daban cita allí aquella mañana, pero las podía intuir; al menos en parte.

—Por Cástor y Pólux, es un trabajo importante el tuyo, ajustador —añadió Trajano.

—Sí, César —respondió el hombre, orgulloso de que el mismísimo emperador reconociera la relevancia de su labor y estaba a punto de sonreír cuando el César volvió a hablar, ya sin mirarlo, reemprendiendo su marcha, como si lo que dijera fuera algo casi sin importancia.

—Quiero que sepas, ajustador, que el tiempo aquí, en el Colegio de Pontífices, es sagrado, y como tal es igual para todos.

No dijo más. El ajustador borró la incipiente sonrisa de sus labios y tragó una saliva que se le atragantó en la garganta. A punto estuvo de toser, pero pudo contenerse. Había recibido muchos sobornos para que incrementara el tiempo de unos y otros, de acusadores y del propio defensor. Los que acusaban habían pagado mucho más, pero tras la sutil advertencia del César, el ajustador sabía que no le quedaba más opción que devolver todo el dinero de aquellos sobornos. Mal negocio ajustar las clepsidras en aquel juicio a la vestal. Mal negocio.

Menenio, que como todo el mundo había escuchado la conversación entre el emperador y el ajustador de clepsidras, se acercó a Plinio por detrás.

—Eso que ha dicho el César es bueno, ¿verdad?

—No estoy seguro —dijo Plinio en voz baja—. Parece que el César quiere un juicio justo.

Menenio no cabía en sí de gozo. Seguro como estaba de la inocencia de su hija, de la que él sentía como su propia hija, en su cabeza sólo existía la posibilidad de que su querida Menenia fuera absuelta si el juicio era justo.

—Un juicio justo es lo que necesitamos —insistió el viejo senador con júbilo controlado para no llamar la atención de los que lo rodeaban, pero Plinio se volvió hacia él con la faz muy seria.

—No lo sé —volvió a decir el abogado—. En veinte años ejerciendo la abogacía en Roma nunca he estado en un juicio justo. Es cierto que lo frecuente es que se absuelva al inocente y se condene al culpable, pero más por las argucias de unos abogados u otros que por la justicia misma. —Y Plinio dejó de mirar al confundido Menenio para volver sus ojos hacia el emperador, que se sentaba en una gran cathedra dispuesta para él en el centro del patio de la Regia. Plinio añadió una conclusión que intranquilizó aún más al pobre Menenio—: Un juicio justo. Esto es nuevo para mí; completamente nuevo.