DOS AMIGOS
Campamento romano en los montes Orastie
Octubre de 102 d. C.
—Decébalo ha decidido aceptar la propuesta de paz última que planteé —dijo Trajano.
Longino lo escuchaba atento. El emperador lo había llamado e intuía que iba a ordenarle algo. El César sólo se andaba con rodeos cuando le costaba formular una petición.
—Es una buena paz para Roma: Decébalo ha ido entregando muchas armas, catapultas y otras máquinas; nos ha devuelto los estandartes de las legiones V y XXI y ha prometido entregar también a todos los renegados romanos que se pasaron a su bando durante la guerra. El tratado además lo obliga a no aceptar ni a uno más de esos traidores. Tampoco tendremos que pagar ya cantidad alguna para que deje de atacar las fronteras de Moesia Superior e Inferior. Eso, junto con el oro que nos ha de entregar, nos permite pagar lo prometido al rey Sesagus de los roxolanos sin coste para el Estado. Decébalo, además, tiene que demoler gran parte de sus fortificaciones y olvidarse de rearmarse en modo alguno. El Bánato, desde Tapae hasta el río, pasa a depender directamente de Moesia Superior, donde dejaré a Tercio Juliano al mando. La legión IV Flavia Firma se establecerá en una nueva ciudad que he dado en llamar Sarmizegetusa Ulpia Traiana, mientras que en Berzovis dejaré la legión XIII Gemina. Así controlamos ahora parte de la Dacia sur. Todo esto, junto con supervisar las nuevas fortificaciones, ha retrasado mi regreso a Roma, pero ya es hora de ir allí y celebrar el triunfo que se han ganado las tropas. Que nos hemos ganado todos. Esta paz es un buen pacto.
Longino lo miraba con interés. El silencio era peculiar.
—¿Pero? —preguntó el amigo del emperador.
Trajano sonrió.
—¿Cómo sabes que hay un pero? —inquirió el César.
Longino miró hacia una sella que había junto a la mesa del praetorium. Trajano asintió y Longino se sentó para, más relajado, seguir hablando.
—Nos conocemos desde hace mucho tiempo y creo que he aprendido a interpretar las miradas y los silencios del emperador de Roma.
Trajano afirmó con la cabeza antes de responder.
—Sí, sin duda. Y los interpretas bien. Hay un problema, en efecto: no me fío de Decébalo. Ése es el asunto. Ya engañó a Douras, el rey dacio anterior, y atacó el Imperio sin el consentimiento del propio Douras; así me lo han confirmado varios oficiales dacios. Luego Decébalo engañó a Domiciano y ahora, estoy seguro, quiere engañarme a mí. No creo en el arrepentimiento de quien ha mentido en muchas ocasiones. Las personas cambian, pero no tanto. Decébalo está maquinando una venganza, pero no sé exactamente en qué forma ni cuándo va a dar el golpe sorpresa que está planeando. Me ocuparé de que se refuercen todas las posiciones de frontera.
El César volvió a callar. Se sirvió un poco de vino y escanció una segunda copa para Longino. Este último se levantó y tomó la copa en su mano para volver a preguntar al tiempo que se sentaba de nuevo.
—Quieres que yo averigüe qué está planeando Decébalo, ¿no es así?
Trajano no llegó a asentir, sino que ladeó la cabeza hacia la derecha.
—No exactamente. Por Júpiter, no creo que sea algo tan fácil, pero entre las condiciones de la paz he estipulado que los dacios tienen que aceptar una guarnición romana permanente en Sarmizegetusa. Quien esté al mando de esas tropas estará en el corazón de la Dacia y será la persona encargada de vigilar el cumplimiento de todas las condiciones del acuerdo de paz por parte de Decébalo.
—¿Y quieres que esa persona sea yo? —preguntó Longino.
Trajano se lo pensó un instante antes de responder.
—Me gustaría, sí, pero no quiero ordenártelo. Puede ser peligroso.
—Si el César me quiere en Sarmizegetusa vigilando a Decébalo, ésa y no otra debe ser mi misión. —Y al ver que el emperador parecía inquieto, Longino decidió hacer una broma—. Además, con este brazo tullido no valgo demasiado para el combate. Serviré mejor al César y a Roma como… espía.
Trajano volvió a sonreír. Longino nunca había hecho el más mínimo reproche por aquel brazo quebrado. Nunca una queja, un mal gesto, una mala mirada. Ése era Longino.
—Pero puede ser arriesgado —insistió el emperador—. Debes estar vigilante e informarme de todo. Mejor en mensajes cifrados.
—¿Cifrado militar?
Trajano meditó un momento antes de responder.
—No. El otro cifrado.
—De acuerdo —confirmó Longino—. Estaré atento. No te defraudaré.
—Sé que no lo harás. Nunca lo has hecho. —Trajano se levantó y, según su costumbre, puso su mano sobre el hombro del brazo herido de Longino—. Eres mi amigo. Sé que sólo me quieres como amigo y está bien. De hecho está muy bien. —Retiró la mano y se sirvió otra copa de vino; echó un trago; dejó la copa sobre la mesa y volvió a sentarse encarando al veterano legatus—. Longino, eres mi único amigo.
—Eso no es cierto —refutó el aludido—. El César tiene muchos amigos: Lucio Quieto, Celso, Palma, Licinio Sura, Plinio, Dión Coceyo, Nigrino… la lista es interminable.
Trajano asintió, pero no del todo; de nuevo ladeaba la cabeza hacia la derecha.
—Esos que mencionas, Longino, son hombres leales, valiosos y leales, pero no son amigos. Y la lista no es interminable: es más bien corta. De hecho creo que has mencionado a todos aquéllos de los que me fío en Roma. Quizá haya alguno más, no muchos, pero como amigo sólo te tengo a ti. —Se hizo un silencio algo incómodo para los dos, hasta que Trajano retomó la conversación—. Creo que Decébalo intentará comprar a quien se quede al mando de la guarnición de Sarmizegetusa. Siempre se le ha dado bien corromper a oficiales romanos, así que estoy seguro de que lo intentará contigo. —Como Longino iba a decir algo, Trajano levantó la mano para que se mantuviera callado y lo escuchara hasta el final—. No hace falta que me digas nada. Ya te he dicho que te considero mi único amigo. Sé que tu lealtad es inviolable, que eres incorruptible, por eso eres el único al que le puedo encomendar esta misión. No obstante, hay otra cosa que me preocupa.
Longino lo miraba fijamente, pero el emperador, en un gesto poco habitual en él, le rehuía la mirada y no hablaba.
—Si el César cree que es mejor no comentar aún ese otro asunto que le preocupa, quizá más adelante, en otro momento…
—No —respondió Trajano de forma tajante—. He de hablarlo con alguien.
—Entonces yo escucho al César.
Trajano asintió. Era como si buscara fuerzas.
—Plotina se acuesta con alguien. —Y como intuía que su interlocutor iba a plantear una posible duda al respecto, el emperador se mostró categórico—: Estoy seguro.
Tras otro breve silencio, Longino planteó la pregunta lógica.
—¿Sabes con quién?
—No. Es alguien de palacio o del Senado, pero no sé quién. Y no me preocupa tanto que se acueste con alguien como que ese alguien sea adecuado; puedo entender que quiera estar con otra persona, pero temo una mala influencia… Plotina está cambiando. —Pero aquí ya Trajano decidió no proseguir sobre este asunto y continuó con otra confesión—. Y Vibia Sabina está triste. El matrimonio con Adriano no fue una buena idea, de eso estoy seguro pero ahora ya es tarde; podría deshacerlo, pero sería muy complicado y supondría un enfrentamiento tremendo con mi sobrino. No necesito más frentes. Tengo pendiente aún resolver el juicio a la vestal Menenia…
Volvió a callar. Longino miró al emperador con algo de lástima. Vibia Sabina era su sobrina nieta favorita y Menenia una vestal por la que el César siempre había mostrado una predilección especial.
—La vida es complicada —dijo Longino.
Trajano miraba al suelo.
—Desde que soy emperador —respondió sin levantar la mirada— tengo mucho más poder y he ganado una guerra, pero soy infinitamente más infeliz.
Longino guardó silencio hasta que encontró un tema alternativo.
—¿Recuerdas que organizaste mi boda con Julia Afrodisia? —dijo el legatus.
—Por supuesto.
—Tampoco ha funcionado demasiado bien.
—¿Te ha sido infiel? —inquirió Trajano—. Puedes repudiarla. Sabes que cuentas con mi apoyo. Te encontraré otra esposa que esté a la altura… a la altura de mi mejor amigo…
El emperador se encontró con la negativa en el gesto que hacía Longino con la cabeza.
—No, no, no es nada de eso. La muchacha es muy joven. Y una buena esposa, imagino. Pero no puede evitar verme como un viejo… un viejo tullido.
—¡Si eso es todo lo que ve es indigna de ti! —exclamó Trajano airado.
—Es joven. Sólo es eso. Y soy mucho mayor que ella y estoy tullido. No la culpo. Pero tampoco somos demasiado felices juntos. Seguramente estar separado, al menos un tiempo, mientras esté destinado en Sarmizegetusa, nos sentará bien a los dos.
Trajano agachó la cabeza.
—Como buscador de esposas adecuadas soy un desastre —dijo.
—Un desastre —confirmó Longino.
Se echaron a reír un buen rato. A los dos les hizo bien compartir aquella carcajada.
Un pretoriano, Aulo, entró en la tienda. Se situó en el centro y esperó a que el emperador se dirigiera a él. Marco Ulpio Trajano preguntó con autoridad:
—¿Qué ocurre?
—Todo está preparado para partir hacia el sur, augusto.
—Bien —respondió Trajano levantando levemente la mano derecha.
Aulo dio media vuelta y dejó al emperador y a Longino solos en el praetorium. Pasó un rato antes de que nadie dijera nada. Longino apuró su copa de vino. Se levantó y se sirvió otra. Volvió a sentarse en la sella.
—Quieto me ha dicho que has ordenado construir un puente sobre el Danubio —comentó el legatus—; un puente permanente.
—Así es —respondió Trajano levantando la mirada como si regresara del muy lejano reino de sus pensamientos—. El puente más largo del mundo. Nunca se ha hecho nada igual.
—Será una obra impresionante. Brindo por ese puente.
Trajano lo imitó y se sirvió de nuevo una copa para beber también junto con su amigo.
—Podrá hacerse, ¿verdad? —inquirió Longino.
—El arquitecto, Apolodoro de Damasco, dice que sí, aunque no hace más que escribirme cartas reclamando más hombres y más recursos. Supongo que los necesita. Ahora que hemos firmado la paz con Decébalo podré proporcionarle esos hombres.
—Estás cambiando el mundo —dijo entonces Longino.
—¿Tú crees? ¿Por un puente?
—No es un puente sin más en un sitio cualquiera. El César ha ordenado construir un puente entre dos mundos, la Dacia y el Imperio romano. Algo está cambiando.
Trajano miró a Longino con agradecimiento. Pocas personas podían hacerle sentir bien últimamente y aquel viejo amigo era una de ellas. ¿Hacía bien dejándole en Sarmizegetusa?
—Ábrete paso con tus hombres y sal de Sarmizegetusa a toda prisa si crees que Decébalo nos va a traicionar. Por Júpiter, prométeme que si intuyes una rebelión eso será lo que harás —le dijo Trajano una y otra vez antes de marcharse—. Basta con que llegues al Bánato. Ya sabes que allí tienes dos legiones a tu disposición si es necesario.
—No lo dudes, si Decébalo trama algo sabré actuar y anticiparme a sus planes —respondió Longino. Los dos salieron juntos de la tienda del praetorium. Trajano lo abrazó, en público, delante de todos, y montó sobre el caballo que le tenía preparado la caballería de singulares de la guardia pretoriana. Aunque luego marcharía a pie, el emperador había decidido atravesar el valle de los montes de Orastie a caballo para imponer más respeto si cabía a los dacios derrotados.
Tras el emperador quedaban en Sarmizegetusa los cuatrocientos ochenta hombres de la cohorte bajo el mando directo de Longino. El legatus desfiló despacio ante ellos, examinando las loricas segmentata de cada uno de los legionarios, relucientes todas ellas, brillando bajo el sol de Dacia, un reino sometido a Roma por la fuerza y la inteligencia de Trajano. Sólo había una cosa que Longino no había confesado al emperador y era que a él no le importaba quedarse en Sarmizegetusa. No sólo porque su matrimonio con Julia no fuera una unión feliz o porque a él le gustara servir al César, su amigo, sino porque, de esa forma, quedándose en la capital de la Dacia, podría estar próximo a… Dochia.