FETELE ALBE
Santuario sagrado dacio junto a Sarmizegetusa Regia
Principios de marzo de 102 d. C.
—Mi señora, hay que huir como sea —rogaba Zia, una esclava completamente aterrada, pero la princesa Dochia negó con la cabeza.
—Puedes escapar tú, Zia, y las demás, si queréis. No pediré que os retengan, pero no pienso abandonar el lugar sagrado de Fetele Albe. Si los romanos han de matarme, éste es el sitio perfecto.
Y Dochia se deshizo de las manos de su esclava, que tiraba de ella para intentar buscar un lugar por donde huir. Zia llevaba años con su señora. Dochia era su ama, pero siempre se había mostrado buena y generosa con ella y ahora le costaba abandonarla. Vio cómo las demás esclavas se alejaban mientras Dochia caminaba en dirección opuesta, dirigiéndose hacia el camino empedrado que conducía a la dava, el lugar sagrado de Fetele Albe. Zia rompió a llorar, pero siguió a su ama. Pasara lo que pasase compartiría su destino.
Caminaban rodeadas por una docena de guerreros dacios. La escolta personal de la hermana del rey. Los romanos habían conseguido acceder a la última de las terrazas fortificadas de aquel santuario próximo a Sarmizegetusa. Se oían gritos por todas partes y espadas chocando, y aullidos de dolor. Dochia, erguida, dando pasos firmes, llegó al corazón del santuario: allí se alzaba un círculo sagrado de grandes piedras.
—Los romanos no serán geras [misericordiosos] y nos matarán —repetía Zia una otra vez, pero sabía que su ama no la escuchaba. Se oyeron más gritos. Un regimiento de legionarios avanzaba ya por el camino sagrado. Los guerreros dacios de la escolta se volvieron para cortarles el paso. Dochia, sin mirar hacia atrás, continuó andando hasta situarse en el centro exacto de aquel enclave. Las piedras, enormes, enhiestas, mirando al sol bajo el que tanta sangre se estaba vertiendo aquella jornada, parecían vigilantes, impasibles ante el destino de los dacios… ¿o no? Zia siguió a su ama hasta la mitad del círculo, pero no se atrevió a llegar hasta al centro. Era un lugar demasiado sagrado para una esclava como ella, incluso si su ama la llamaba con aquel nombre, Zia, de quien fuera una antigua princesa dacia. La muchacha se acurrucó entonces bajo una de las grandes piedras y sollozaba sin parar. Miró hacia atrás. Los romanos habían matado a todos los guerreros dacios. Estos últimos habían luchado con valor y varios romanos se arrastraban heridos o permanecían tumbados con las entrañas abiertas, desangrándose. Pero los doce dacios yacían muertos en el camino, pese a su bravura, y eran pisoteados por los legionarios supervivientes, que avanzaban decididos y enrabietados, en busca de más sangre, hacia el centro mismo de la dava, el círculo mágico de piedras ancestrales. Habían visto a aquella mujer hermosa entre las grandes piedras y aquél era un trofeo muy apetecible con el que saciarse y vengarse. En ese momento Dochia, hermana del rey Decébalo, alzó sus brazos hacia el cielo e imploró al dios supremo.
—¡Zalmoxis, dios de los dacios, todopoderoso e invencible, protege a tus siervos de los enemigos que se atreven a verter sangre no consagrada en tu recinto más íntimo! ¡Zalmoxis, protégenos de Roma!
Tiberio Claudio Máximo tenía sangre dacia y sangre suya por todos los recovecos de su armadura y de su piel, por antebrazos y piernas y rostro. Condecorado por Trajano por su aviso desde la torre de Adamklissi, había recibido su mayor premio: ser enviado al frente de Orastie como avanzadilla del ejército imperial. Había luchado ya en Blidaru y Costesti y en ese momento estaba a punto de conseguir rendir el santuario de Fetele Albe junto a Sarmizegetusa. Pero Máximo no tenía ahora tiempo de repasar sus magníficos servicios al Imperio, sino que, agotado por el combate, ensangrentado y respirando con dificultad, estaba junto a una enorme piedra erecta en lo que era un extraño agrupamiento de más piedras en un círculo misterioso. En el centro mismo del círculo se veía a una mujer joven y hermosa, vestida de blanco, como si fuera una sacerdotisa de Vesta, alzando los brazos al cielo y hablando en su extraña lengua. Tiberio Claudio Máximo acababa de matar a dos dacios más en el camino de losas que conducía hasta allí. La fortaleza de Fetele Albe estaba bajo el control de las legiones. No sabía bien qué hacer ante aquella mujer que oraba a sus dioses. Intuía lo que los hombres bajo su mando anhelaban hacer y no los culpaba por ello, pero la figura de aquella mujer, allí, en aquel punto sagrado de los dacios, parecía un espectro, hermoso y terrible.
—Está haciendo magia —dijo uno de los legionarios que lo acompañaban—. Deberíamos matarla antes de que nos haga algo.
—Estamos en su Templo —dijo otro—. Aquí será poderosa. Es mejor salir afuera y esperar.
Máximo vio cómo el miedo se apoderaba de sus hombres. Él mismo no tenía claro que fuera tan sencillo acercarse al centro de aquel círculo de piedras y matar a aquella sacerdotisa o lo que fuera. Quizá si o quizá no. Estaba cansado de luchar y de matar. Le pareció un riesgo innecesario adentrarse más en aquel lugar sagrado de los dacios.
—Rodead el círculo, pero que nadie entre —ordenó a sus hombres—. Y que nadie arroje flechas o lanzas en este lugar. Esperaremos a que llegue el legatus. Él decidirá qué debe hacerse.
Longino intentaba avanzar sin pisar más muertos. Había corrido muchísima sangre aquella jornada. Pese a la guerra y los legionarios caídos y todo el horror de aquel día, no podía evitar admirarse por las fortificaciones dacias, sus imponentes muros, y, por ejemplo, en ese momento, por aquel magnífico camino enlosado que no tenía nada que envidiar a la mejor de las calzadas romanas. Los dacios resistían con la fiereza de los bárbaros pero eran capaces de construcciones impresionantes, de levantar grandes ciudades, palacios y, por lo que le decían, enigmáticos recintos sagrados.
—Allí —le dijo aquel duplicarius que había acudido en su busca.
Longino observó que, tal y como le había informado aquel oficial condecorado por el propio emperador en Adamklissi, al final de aquella magnífica calzada se levantaba un extraño santuario compuesto por enormes piedras dispuestas de modo que conformaban un círculo perfecto. En el centro de aquel espacio sagrado había una mujer en pie, con los ojos cerrados y la cabeza levantada como si rogase al cielo. De vez en cuando aquella sacerdotisa, así la había llamado el duplicarius, levantaba los brazos como si se dirigiera a algún ser superior a quien implorara ayuda o fuerza o que un rayo partiera en dos a todos y cada uno de los romanos que la tenían rodeada. Los legionarios de alrededor daban todo tipo de sugerencias.
—Está rezando, sin duda —confirmó al fin Longino—. ¿Tus hombres rodean el círculo, Máximo?
—Sí, legatus.
—Bien, pero que no hagan nada —ordenó Longino—. ¡Por Júpiter, que nadie entre! ¿Está claro?
—Sí, legatus.
Longino echó a andar despacio. Aquel lugar imponía respeto. Sólo el tamaño de las piedras de los muros resultaba abrumador. El alto oficial romano miraba al suelo. ¿Habría trampas? No parecía, pero aun así se mostró cauto en su avance. De pronto el movimiento de algo a su derecha lo sobresaltó y desenfundó con rapidez la espada. Había otra mujer acurrucada al pie de una de aquellas piedras. La mujer lo miró horrorizada. Estaba presa del pánico. No paraba de gimotear. Por su ropa y su actitud, Longino concluyó que debía de tratarse de una esclava, quizá una sirvienta de aquella sacerdotisa que seguía en pie, en el centro de aquel círculo de piedra, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. El legatus envainó la espada. La mujer que estaba llorando dijo algo que no entendió. Parecía un agradecimiento. No importaba. Longino estaba interesado en la sacerdotisa. Era alta, delgada y rubia. No había visto a una mujer más hermosa en toda su vida. Y había visto muchas, más allá de su joven esposa Julia. Aunque todas siempre se mofaban de su brazo tullido o lo despreciaban por el mismo, como había hecho la propia Julia en más de una ocasión. Sólo las prostitutas bien pagadas hacían como que no veían aquella herida, aquel miembro torpe y de movimientos feos, bruscos…
Longino estaba apenas a unos diez pasos de la sacerdotisa. La mujer bajó los brazos tranquila y se volvió para mirarlo. Había dejado de rezar.
—Puedes matarme, pero no me arrodillaré ante un romano —dijo la sacerdotisa en latín. Longino se quedó estupefacto. Lo último que esperaba era que aquella mujer conociera el idioma de Roma.
—No es mi intención matarte —respondió Longino mirándola absorbido por aquella belleza tan singular, sobre todo por aquellos ojos azules como el cielo del sur.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
—Mi nombre es Cneo Pompeyo Longino, legatus de Roma al servicio del emperador Marco Ulpio Trajano.
Dochia lo miró con sus ojos azules profundos, que inundaron el espíritu de Longino de sensaciones que él nunca había tenido.
—Habéis matado a millares de ciudadanos de mi pueblo, ¿por qué no vas a matarme a mí?
Pero Longino respondió a aquella pregunta con otra pregunta.
—¿Quién eres tú?
Dochia asintió. Él había dado su nombre. Era justo lo que le pedía aquel romano.
—Mi nombre es Dochia y soy la hermana de Decébalo, rey de la Dacia.
Longino digirió aquellas palabras. Ante él estaba la hermana del enemigo de Roma, la hermana del hombre que había desafiado a Trajano y que dirigía las tropas dacias, sármatas, bastarnas y, hasta hace muy poco, roxolanas. En cualquier caso, el hombre más poderoso al norte del Danubio.
—¿Vas a matarme ahora? —preguntó entonces Dochia—. Seguramente serás bien recompensado por tu emperador.
Longino suspiró. No podía dejar de mirar aquellos ojos azules, inmensos como el mar.
—No tengo por costumbre matar mujeres indefensas ni el emperador de Roma recompensa por ello. No somos así.
—Sí que lo sois. Lo he visto con mis ojos —replicó ella.
Longino pensó en los asedios de Tapae, Blidaru, Costesti y otras fortalezas dacias. Los legionarios se habían tomado venganza no sólo con los guerreros derrotados sino también a veces con las mujeres y los niños indefensos. La guerra trastorna a los hombres. Los vuelve animales.
—Yo procuro que mis hombres no sean así —se corrigió ante aquella mujer dacia—, pero la guerra es algo horrible donde ocurren cosas horribles. Y nosotros no dimos inicio a esta guerra.
—Sois vosotros los que habéis cruzado el Danubio con vuestros ejércitos —insistió ella desafiante.
—Porque los dacios habían cruzado el río antes hacia el sur y habían atacado a hombres y mujeres y niños indefensos en Panonia y Moesia.
—Roma había incumplido su parte del tratado de paz firmado por vuestro emperador anterior.
—Era un acuerdo injusto, firmado por un emperador que ya no gobierna. Y, en todo caso, ¿no pagar lo acordado justifica los asesinatos y los crímenes y los saqueos de los dacios al sur del Danubio?
Dochia calló.
—Sígueme. No puedo dejarte aquí —le dijo Longino aprovechando que la mujer, por fin, no replicaba.
—Éste es mi sitio, el centro de la dava.
—Aquí no puedo garantizar tu vida. La hermana del rey Decébalo debe seguirme a un lugar seguro… por favor. —Longino observó que la hermosa mujer empezaba a mirarlo de otra forma; instintivamente el legatus ocultó su brazo tullido poniéndose de perfil, con el hombro sano hacia la mujer—. Comunicaré al emperador quién eres y el César decidirá qué debe hacerse contigo, pero estoy seguro de que en ningún caso ordenará tu muerte. Esta guerra aún no ha terminado. Todavía puede morir mucha más gente, o no.
—¿Vais a usarme de rehén?
—El emperador decidirá qué es lo correcto, pero si usarte de rehén sirviera para frenar esta matanza no creo que eso fuera algo tan terrible. No creo que tú estés a favor de que esto siga.
Dochia miró un instante al suelo. Suspiró. Miró entonces, una vez más, a Longino con aquellos ojos azules.
—De acuerdo. —Y empezó a andar. Longino asintió, dio la vuelta y caminó de regreso hacia sus hombres. Cuando llegaron a la altura de la mujer que lloraba, Dochia volvió a hablar—. Es mi esclava.
—Puede acompañarte. Nadie le hará daño.
Dochia dijo entonces algunas palabras en su lengua y Zia, sin dejar de llorar, se levantó y, medio encogida, empezó a caminar, aún aterrada, detrás de la silueta erguida de su ama.