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EL ÚLTIMO AMANECER

Torre de vigilancia junto al Danubio en la provincia de Moesia Inferior

Enero de 102 d. C.

Quedaban cuatro. Y todos estaban convencidos de que aquél sería su último amanecer.

La situación en la torre de vigilancia había empeorado notablemente desde el ataque dacio a Adamklissi. Las torres más próximas a ellos, al este y al oeste, habían sido, al fin, incendiadas, como gran parte de las granjas y villas de la región. Todo lo que divisaban desde lo alto de su estratégica construcción eran columnas de humo y numerosos grupos de jinetes dacios, roxolanos y sármatas. Era como si todo vestigio de Roma hubiera desaparecido a su alrededor. Estaban más solos que nunca. Una unidad de guerreros dacios los había atacado hacía dos noches. Habían sobrevivido porque Tiberio Claudio Máximo, el oficial al mando, había tenido el buen criterio de retirar la mayor parte de la paja del exterior y llevarla al interior de la torre para que no pudieran usarla para incendiar la empalizada que rodeaba la torre. Aun así, tener toda aquella paja seca en el interior no dejaba de ser una temeridad, pues cualquier flecha enemiga encendida podría generar el desastre final. Sin embargo, los dacios no parecían disponer de muchos arqueros o, si los tenían, se habían ido con la vanguardia de su ejército en dirección oeste y sur.

—¿Podremos resistir, duplicarius? —preguntó el legionario más joven a Tiberio Claudio Máximo.

—Tenemos agua y víveres para varios días más —respondió el oficial con cierta serenidad en un intento por infundir algo de sosiego a aquel inexperto munifex aterrorizado—. Lo que de ningún modo debemos hacer es abandonar la torre como hicieron el resto.

Los cuatro legionarios que faltaban habían decidido desertar y huir una noche, aprovechando que era el turno de guardia en el que el duplicarius descansaba. Al amanecer siguiente los descubrieron muertos, empalados en varias lanzas enemigas frente a la empalizada del campamento. Debían de haberlos matado más lejos, pues nadie oyó grito alguno, pero los dacios los habían traído de vuelta a la puerta de la pequeña fortificación para destrozar la débil moral de los que aún resistían en el interior. Y la estratagema funcionaba. Ahora descansaban en turnos de dos. Mientras una pareja de legionarios vigilaba, los otros dos intentaban dormir, pero nadie pasaba de un tímido duermevela.

Estaban agotados, exhaustos. Sólo Tiberio Claudio Máximo mantenía cierta sensación de autocontrol. «Cuando peor están las cosas la única solución es la disciplina, las órdenes y pensar que los superiores saben lo que hacen.» Eso le habían dicho a Máximo una y otra vez en las largas sesiones de adiestramiento, pero ahora, en medio de una guerra como aquélla, en una posición perdida, pues las tropas enemigas se habían adentrado decenas, quizá centenares de millas en territorio romano, no parecía que aquel consejo sirviera de mucho: ellos habían sido disciplinados, habían comunicado el ataque a Adamklissi con las señales de fuego, como era su obligación, y se habían mantenido firmes en su torre, pero desde entonces sólo habían recibido ataques intermitentes del enemigo y vivían en una lenta espera cuyo final no podía ser otro que la muerte. Y seguramente una muerte horrible. Tiberio Claudio Máximo llevaba días considerando seriamente la opción del suicidio. Lo único que lo había contenido de momento era el hecho de que aún tenía a tres hombres bajo su mando.

Duplicarius —dijo uno de los legionarios que bajaba de lo alto de la torre.

—¿Qué ocurre? —preguntó el oficial intentando apartar de su cabeza la tormenta de negros pensamientos que lo abrumaban desde hacía horas.

—El duplicarius tiene que ver esto. Es… el fin.

El legionario estaba llorando.

Ascendieron por el interior hasta llegar a lo más alto de la torre.

—Allí. —Señaló el legionario mientras sorbía mocos y se limpiaba los que no aspiraba por la nariz con el dorso de una mano—. Es el ejército dacio en pleno. Vienen hacia acá.

Máximo miró hacia el oeste: era cierto, los dacios y los sármatas y los roxolanos. La mayor parte, si no todos, de los bárbaros que habían cruzado la frontera regresaban de nuevo a Adamklissi. El legionario joven seguía lloriqueando y Máximo podía intuir cómo el miedo iba impregnando también los corazones de los otros dos hombres.

—Un legionario no llora. Nunca —dijo Máximo mientras pensaba en cómo sugerir a aquellos hombres que lo mejor sería quitarse la vida o, quizá, intentar huir hacia el norte. Pero no había nada con que cruzar el río. Y estaban aquellos dacios que los cercaban desde hacía días acampados frente a la empalizada. La huida era provocar una muerte en combate o una lenta agonía de miedo; eso si sobrevivían a aquella lucha, que terminaría, una vez atrapados por el enemigo, en una muerte terriblemente dolorosa y además humillante. Los dacios no dudarían en torturarlos lentamente. No: lo más razonable, lo más honorable era el suicidio y, sin embargo…, ¿por qué regresaban los dacios?

Fue entonces cuando los vio.

—Es el emperador, ¿lo veis? —dijo Máximo intentando mantener el mismo tono sereno de siempre mientras señalaba más al oeste, justo por detrás del ejército bárbaro—. Y viene con varias legiones.

Los ojos de Máximo se pusieron brillantes y una pequeña lágrima, antes de que pudiera evitarlo, se deslizó por su mejilla. Rápidamente la borró de su faz con los dedos de la mano. Nadie se dio cuenta. Todos miraban hacia el oeste. Roma regresaba a aquella región remota del mundo. ¿Cómo había llegado allí el emperador tan pronto y con tantas tropas? No lo entendía, pero tal y como le habían instruido, él debía cumplir las órdenes y confiar en la gran maquinaria de las legiones romanas. Eso había hecho.

Los dacios que estaban acantonados junto a la fortificación montaron sobre sus caballos y se alejaron en dirección al ejército de sus líderes. Ante la llegada del emperador de Roma pensarían, con buen tino, que lo mejor sería estar junto a sus jefes. De pronto aquella torre ya no era importante. Máximo sonrió.

—Parece que ahora los que tienen miedo son otros. —Y, rápidamente se tornó severo y aulló a sus hombres órdenes con decisión—. ¡Empezad a limpiar, por Marte! ¡Esto parece una pocilga! ¿O queréis que las legiones del César piensen que vivimos como cerdos?