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LETRAS DE FUEGO

Torre de vigilancia junto al Danubio, en la provincia de Moesia Inferior

Principios del invierno de 101 d. C.

Tiberio Máximo Claudio, duplicarius de la caballería romana, había recibido un nuevo destino. Después de haber escoltado a un extraño arquitecto por las orillas del Danubio, ahora lo habían enviado a una de las torres de vigilancia en la zona norte de Moesia Inferior. El legatus Tercio Juliano insistió en que el propio emperador Trajano había exigido que hubiera oficiales competentes al mando de cada una de las torres del Danubio, incluso si eso implicaba dejar en retaguardia unas decenas de buenos duplicarii, decurones u optiones. Por algún motivo que ninguno acertaba a entender, Trajano consideraba aquellas torres de suma importancia. Es decir, que en cierta forma el destino en aquel puesto vigilancia era un reconocimiento a la valía de un legionario, pero Máximo, como les pasaba a otros oficiales que no eran enviados al frente en la Dacia, interpretaba que aquello no era un buen premio, pues estar allí le impedía intervenir en batallas donde con valor pudiera acometer acciones que le valieran ascensos. Tiberio Claudio Máximo no sabía lo mucho que se equivocaba.

Desde lo alto de la torre vislumbró a un par de jinetes que se acercaban galopando a toda velocidad. El duplicarius descendió rápidamente. Olía el peligro y la muerte cuando se aproximaban.

Los jinetes llegaron hasta las puertas de la empalizada de aquella torre de vigilancia cubiertos de polvo y sangre. Eran dos y no desmontaron, sino que se dejaron caer. No podían más. Uno era un duplicarius, como el propio Máximo, y el otro no llevaba casco y tenía tan manchado el uniforme que no era fácil saber si se trataba de un oficial. Aquélla era una de las torres más importantes de la región, próxima a la orilla del Danubio, y en lugar de un optio al mando, que era lo habitual, contaba con el veterano Tiberio Máximo Claudio en su lugar.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Máximo a los jinetes que, tumbados sobre el suelo, boca arriba, intentaban recuperar el aliento.

—Son… millares… —consiguió decir el duplicarius herido. El otro jinete, de pronto, dejó de respirar.

—Éste ha muerto —dijo uno de los legionarios de la torre que había salido junto al oficial al mando de la fortificación.

—¿Dacios? —preguntó nervioso Tiberio Claudio Máximo, acuciado por esa terrible sensación de urgencia ante un desastre. Presentía que el oficial de caballería que aún seguía con vida podía fallecer también en cualquier momento.

—Sí… millares… —empezó el herido—, y sármatas… también roxolanos y otros… No es una incursión más… es un ataque general… a gran escala… una invasión… —Y escupió algo de sangre. Luego gimió de dolor.

—Lo han atravesado con una lanza de parte a parte —dijo otro de los legionarios de la torre—. Es increíble que haya llegado vivo hasta aquí.

Máximo asintió. Un oficial desconocido de caballería audaz y fuerte y capaz que había tenido mala suerte. Sería una lástima que su valor no sirviera para nada.

—¿Dónde? —preguntó entonces Máximo, y como el duplicarius malherido parecía que no podía hablar más, que las fuerzas lo abandonaban definitivamente, el oficial de la torre lo sacudió; necesitaban saber dónde—. ¡Por Marte, duplicarius, si quieres que tu valor valga para algo dinos dónde! ¿Dónde han atacado? ¿Dónde? ¿En Troesmas? ¿Tomis? ¿Durostorum? ¿Novae?

El jinete agonizante volvió a mover los labios. Un borbotón de sangre salió por la boca: un reguero espeso que fluía por una barbilla sucia y mal afeitada. Tuvo una arcada. Se estaba ahogando en su propia sangre. Lo incorporaron. Todo aquel hombre era tos y bilis. La existencia misma se le escapaba a cada instante, pero aun así acertó a mascullar una palabra, una sola palabra, pero precisa y clara.

—Adamklissi. —Y murió.

—Adamklissi —repitió el Tiberio Claudio Máximo y miró a los legionarios que lo rodeaban—. Ha dicho Adamklissi, ¿verdad? ¿Lo habéis oído todos bien?

—Adamklissi, Adamklissi —repitieron varios legionarios para reafirmar a su superior en lo que había creído escuchar. Todos entendían que un error en la identificación del lugar donde habían atacado los dacios podía ser terrible, pero lo habían escuchado con claridad. El problema era cómo informar.

Máximo dejó el cuerpo sin vida del duplicarius en el suelo. Se levantó con rapidez y miró a su alrededor. Adamklissi estaba cerca, unas decenas de millas hacia el sur. Los enemigos podían llegar en cualquier momento. Lo más probable era que arrasaran la torre esa misma noche y con la torre morirían todos. Tragó saliva. Podía leer el miedo en la faz de los legionarios que lo rodeaban. No había nada que hacer. Él, como algunos de aquellos infelices, habría querido luchar contra los dacios pero en las filas del ejército imperial, rodeados de miles, de decenas de miles de sus compañeros. Así era como se conseguían victorias, como se ascendía y, sobre todo, como se sobrevivía en las legiones de Roma. Pero allí estaban solos. Aquel puesto de guardia en la frontera del Danubio se acababa de convertir en una ratonera, en una trampa mortal. A no ser que desertaran y se lanzaran a una huida hacia… ¿dónde? Desde luego no hacia el norte, donde sólo encontrarían más enemigos. ¿Hacia el sur? Estaban las tropas de invasión. ¿Hacia el oeste, río arriba? Muy arriesgado y muy difícil de explicar por qué habían abandonado la torre contraviniendo las órdenes de permanecer en ella y vigilar día y noche y comunicar lo que pasaba en la frontera. ¿Y hacia el este, río abajo? Quedarían aislados, con roxolanos al norte y dacios al sur. No, sólo les quedaba una posibilidad: cumplir con su cometido de informar, atrincherarse en la torre e intentar resistir cuando los atacaran con la absurda esperanza de que el emperador enviara tropas hasta allí con rapidez suficiente como para poder asistirlos. Pero el César estaba en el interior de la Dacia, a centenares de millas de allí. La distancia era inmensa y estaban en pleno invierno. La mayoría de los pasos de montaña estarían bloqueados o impracticables. Incluso si el emperador decidía dirigirse hacia allí, hacia ese lugar remoto del Imperio, tardaría semanas, quizá meses en llegar. Los dacios habían atacado donde menos lo esperaban. Eran inteligentes aquellos malditos bárbaros.

—¿Qué hacemos? —preguntó al fin uno de los legionarios.

—Llevad a los jinetes muertos al interior de la torre. Los enterraremos cuando podamos. Ahora lo primordial es la paja y las señales. Hemos de informar de lo que está pasando. El emperador ha de saber de este ataque lo antes posible. Coged también toda la paja que podáis y llevadla al interior de la empalizada. La tendremos de reserva. El resto mojadla para que no puedan usarla contra nosotros para incendiar la empalizada como han hecho con otras torres. Luego bajad al río y traed más agua. Nos hará falta si tenemos un incendio. ¡Rápido! ¡Rápido! —Y luego, en voz más baja, añadió—: Yo me encargaré de las señales.

Máximo entró en el recinto fortificado, cruzó el pequeño patio que había alrededor de la torre y se dirigió al interior de la misma. Ascendió rápidamente por la escalera hasta alcanzar la galería del segundo piso y examinó desde allí el horizonte. Al norte se veía el río, inmenso, desplegando su llanura de agua que fluía eternamente hacia el mar. No había enemigos en esa dirección, por el momento. Ni tampoco se veía nada extraño ni al este ni al oeste, pero cuando miró al sur vislumbró varias columnas de humo. Los dacios estaban incendiándolo todo: granjas, pequeñas poblaciones dispersas en esa región, cultivos. ¿Seguirían hacia el sur o girarían de regreso al norte y entonces los atacarían? Debían de haber cruzado el río en barcazas grandes más al este. Quizá por el delta. Allí las torres estaban más dispersas y era más difícil controlar lo que pasaba. El oficial miró hacia oriente en busca de la torre que allí se levantaba, pero en el atardecer apenas era visible y no emitía señales de ningún tipo. Quizá ellos fueran los únicos hasta donde había llegado algún superviviente de aquella invasión enemiga. Miró entonces hacia el oeste. Aunque con dificultad, pudo localizar la torre de vigilancia de ese extremo. Tampoco hacía señales. Ellos, por el momento, eran los únicos que tenían constancia de lo que estaba ocurriendo. Quizá las otras torres habían visto las columnas de humo del sur, pero sin información precisa no sabrían bien qué decir o qué comunicar. Y lo peor era enviar mensajes confusos. Pero él sí disponía de esa información. En ese momento salió a la galería de observación uno de los legionarios.

—¿Lo hacemos con humo o con fuego? —preguntó.

Máximo miró hacia el cielo del atardecer. Apenas quedaba luz.

—Lo haremos con fuego —respondió el oficial—. Traed una de las antorchas grandes.

Además, con las antorchas había menos confusiones. El oficial seguía con su mirada fija en el horizonte en dirección al oeste. Al poco regresó uno de los legionarios con una gigantesca antorcha, pues siempre mantenían una encendida aquellos días tensos, cuyo mango medía más de seis pies de largo. Máximo cogió la antorcha con ambas manos y se situó en el centro de aquella galería de la segunda planta de la torre. Se quedó quieto un tiempo. La noche ya había caído, así que la llama debería ser visible desde varias millas de distancia. Bajó entonces la antorcha, dio un par de pasos hacia su izquierda y entonces la levantó con claridad, una vez, para volver a bajarla de inmediato. Era la A. Después, sin moverse de ese lugar, levantó de nuevo la llama una, dos, tres y cuatro veces. Era la D. Esperó un instante, una breve pausa, y alzó la antorcha una vez más. La segunda A. Se desplazó entonces al centro de aquel balcón de lo alto de la torre y allí levantó la antorcha cuatro veces seguidas. La M. Se quedó allí. Hizo una pausa. Levantó entonces la llama dos veces. La K. Otra pausa. Levantó la llama tres veces más. La L. Otra breve pausa. Esgrimió la antorcha en alto una vez más. La I. Se desplazó entonces a la derecha un par de pasos y allí levantó la antorcha dos veces seguidas. La primera S. Luego otras dos veces seguidas para la segunda S. Por fin, volvió al centro y levantó la llama una vez más. La I final. A-D-A-M-K-L-I-S-S-I. No necesitaba decir más. El protocolo era que si se trataba de un ataque a gran escala sólo había que informar del lugar.

—No sé si nos han visto —dijo uno de los legionarios.

—Lo repetiré varias veces —respondió Máximo—. Tantas como haga falta, por Marte. Hasta que nos vean.

Y el duplicarius se aplicó con paciencia a la operación. En cuanto repitió las señales por tercera vez todos pudieron ver cómo una gran antorcha se encendía en la torre del oeste, situada a varias millas de distancia.

—¡Lo tienen! —exclamó Máximo algo aliviado—. Lo tienen. Mandarán el mensaje a la otra torre en un momento. Acaba de anochecer y no hay niebla. El mensaje llegará a Vinimacium con el alba. Desde allí, o quizá desde algún punto anterior, pueden enviar mensajeros a caballo al emperador.

—¿Y cuánto tardarán los refuerzos, duplicarius? —preguntó con evidente nerviosismo uno de los legionarios.

—No lo sé, muchacho. Eso no lo sé. —Y no añadió más. Para él era evidente que sería imposible que el emperador pudiera llegar hasta allí antes de que pasaran varias semanas y más en aquel invierno, con muchos caminos impracticables por la lluvia y los pasos de las montañas cerrados por la nieve. Aquellos malditos dacios sabían bien a qué jugaban. Todos en la torre eran hombres muertos. Máximo apretó los labios mientras miraba hacia el sur. Ahora las llamas de las columnas de humo que habían visto al atardecer, al sur, en Adamklissi, eran muy visibles. El anuncio de que la guerra que creían tan lejana ya estaba allí. Pero estaban solos.

Los romanos usan un sistema, según mi opinión francamente admirable, para comunicarse todo tipo de sucesos por medio de señales de fuego. Dividen el lugar desde el que hacen señales en tres espacios: uno central, otro a la derecha y otro a la izquierda; a continuación dividen las letras del alfabeto de forma que de la alfa a la theta tienen lugar en el espacio derecho, de la iota a la pi en el espacio central y de la rho a la omega en el lado izquierdo. Así, si quieren transmitir la letra alpha, levantan la antorcha una vez en el lado derecho, dos veces para la beta, tres para la gamma, etc. Si quieren transmitir la iota, levantan la antorcha una vez en el centro, etc.

SEXTO JULIO AFRICANO, en su obra Κέστος, siglo II

o III d. C., en los Papiros de Oxirrinco, volumen III.

El original está en griego y por eso Sexto Julio usa nombres

de letras griegas y no latinas en su explicación.