HACIA DROBETA
En la ruta de regreso a Vinimacium desde el interior de la Dacia
2 de junio de 101 d. C., hora secunda
La fuerte lluvia les había obligado a detenerse. De pronto el cielo, que había estado despejado desde el amanecer, se había nublado por completo. Era casi imposible avanzar, así que el decurión al mando de la escolta del arquitecto Apolodoro ordenó levantar las tiendas rápidamente y pasar allí mismo el resto del día hasta que la lluvia amainara.
Apolodoro pensó que si esa lluvia se desplazaba hacia el norte sería un gran estorbo para el ejército imperial, aunque ésa no era su mayor preocupación: iba de camino a Vinimacium para luego dirigirse a Drobeta, el lugar que había seleccionado para levantar el gran puente que quería el César, un puente irrealizable en las condiciones y tiempos que marcaba el emperador.
Apolodoro estaba en su tienda de campaña. Podía ver la silueta, en el exterior, de algún pobre legionario que hacía guardia bajo la lluvia de Dacia. Fijó entonces sus ojos en los planos del puente que debía construir en Drobeta. Suspiró. Hacerlo en menos de diez años. Eso había pedido el emperador y eso era imposible. ¡Por Cástor y Pólux! ¡Si ni siquiera tendría los hombres necesarios! Dos cohortes. ¿Qué iba a hacer con aquellos pocos legionarios? Sus ojos seguían clavados en aquel plano: cuarenta pilares. Había reducido a cuarenta el número de pilares de piedra a levantar para salvar el curso del río en aquel punto, separándolos todo lo posible uno de otro y forzando al máximo sus cálculos sobre la resistencia de los arcos de piedra, pero aun así eran demasiados. ¿Y si eliminaba más? Sacudió la cabeza. Toda la estructura se vendría abajo. No, no se podían separar más los pilares o las dovelas de piedra no serían capaces de sostener el peso. Demasiado peso. Demasiada piedra.
Arrojó el plano al suelo y se levantó furioso.
En menos tiempo. Eso pedía el emperador. Eso era fácil de decir. ¡Pero el Danubio no se haría menos ancho porque el emperador redujera el tiempo asignado a la construcción del puente! Apolodoro se levantó, cogió el mapa de nuevo y lo puso otra vez sobre la mesa. Miró hacia aquella larga línea que marcaba el curso del río: allí seguía el Danubio, inmenso y majestuoso, desafiante, nunca conquistado por nadie. La perfecta frontera sobre la que un César quería un puente permanente. Sólo se podía cruzar en barco. No era vadeable. Cuarenta pilares. Demasiado peso. La piedra y las dovelas y su peso. Ahí estaba la clave de todo. De pronto, Apolodoro lo vio claro. Cogió otro papiro grande y empezó a dibujar sobre él un nuevo boceto. Menos pilares exigían menos peso. Ésa era la solución. Podía hacerse. Empezó a hacer nuevos cálculos: los pasos de distancia a cubrir sobre el río y la distancia entre cada pilar, esto es, la luz máxima, la distancia máxima a la que podría levantar un pilar de otro sin que la estructura se derrumbara. Estaba totalmente concentrado. La lluvia arreciaba en el exterior. Una guerra se libraba unas millas al norte. Roma, al sur, vivía de espaldas a todos ellos, en su mundo de gloria particular y perenne mientras los hombres se mataban en los confines de sus dominios. Pero para Apolodoro sólo había un río, un puente y unos cálculos.
Resopló al cabo de un largo rato.
—Diecinueve pilares —dijo—. Se puede hacer con diecinueve. En la mitad de tiempo.