EL VALLE MALDITO
Valle de Tapae
2 de junio de 101 d. C., hora prima
En el centro del valle, al norte
Vanguardia del ejército dacio
Los estandartes de la legión V Alaudae y la XXI Rapax volvían a resplandecer bajo la luz del sol. Sólo que esta vez no los portaba ningún signifer romano, sino que los esgrimían varios jinetes catafractos de la guardia personal del rey Decébalo.
—¡Levantadlos! —exclamó el rey Decébalo—. ¡Quiero que los vean bien! ¡Quiero que vean de lo que son capaces los dacios! ¡Quiero que los romanos vean los estandartes de las legiones que enviaron en el pasado contra nosotros, y que ahora nosotros exhibimos aquí conmigo, apresados y rendidos! ¡Levantadlos bien, por Zalmoxis!
Diegis y Vezinas cabalgaban junto al rey. Tras ellos más de 20.000 infantes de la Dacia avanzaban orgullosos y decididos. Y estaban además los roxolanos, bastarnas y sármatas apostados en las montañas. Ya habían derrotado a los romanos en aquel valle y volverían a hacerlo. Decébalo se dirigió a sus dos pileati de más confianza, a los que encomendaba el mando de sus tropas en las grandes campañas, aunque en esta ocasión especial bajo su supervisión directa. Sabía que el propio emperador dirigía las nuevas legiones que se habían atrevido a cruzar el Danubio y quería que sus hombres vieran que él no le tenía miedo y que, por tanto, ellos tampoco debían temer a estas nuevas tropas de Roma ni a su nuevo emperador.
—¡A vuestras posiciones y esperad mi señal! —les dijo el rey, y tanto Diegis como Vezinas azuzaron sus caballos, el primero para situarse en vanguardia del ejército en el centro del valle y el segundo cabalgando hacia los montes Banatului en un extremo del valle, a la izquierda del gran ejército dacio.
Centro del valle
Vanguardia romana
Las legiones I, II, III y VII entraron en el valle de Tapae a buen paso, pero el miedo iba reflejado en el rostro de cada uno de los legionarios que componían el ejército imperial de Roma. El emperador había ordenado que las cuatro legiones avanzaran en columna por el valle, con un fuerte contingente de tropas auxiliares al frente, seguidas por la caballería norteafricana de Lucio Quieto en los extremos de la formación. Pero, a diferencia de Cornelio Fusco, que años atrás entró en el valle sin proteger los flancos, Trajano ordenó que varias cohortes mixtas, con caballería e infantería, protegieran el flanco derecho del ejército mientras que tropas de la infantería auxiliar reforzadas con algunas turmae de caballería hicieran lo mismo con el flanco izquierdo. Lucio Licinio Sura estaba al mando de las cohortes mixtas del ala derecha del ejército romano, y Nigrino y Adriano al mando del flanco izquierdo. El emperador cabalgaba junto con Longino, seguido muy de cerca por el jefe del pretorio Liviano y su caballería de singulares, que actuaba de guardia personal del emperador.
Justo en el momento en que el ejército romano alcanzó el centro mismo de aquella llanura rodeada de montañas, Marco Ulpio Trajano levantó la mano derecha. En apenas unos instantes, repetida su orden por centenares de oficiales y buccinatores de las diferentes unidades de aquella gran concentración de tropas, el ejército de Roma se detuvo. Trajano se dirigió entonces a Longino.
—Que se desplieguen los auxiliares, la caballería de Quieto y las legiones en vanguardia.
—Sí, César. —Longino golpeó con los talones el vientre de su caballo para acudir adonde estaba el jefe de la caballería y transmitir las órdenes personalmente a Quieto y los diferentes legati.
Trajano, entretanto, se volvió hacia Liviano.
—Dile a Sura que tome posiciones al pie de esas montañas —y señaló hacia los montes Banatului—, y envía a uno de tus tribunos a Nigrino y Adriano, para que también se sitúen en la falda de las otras montañas. —El emperador señaló al otro lado del valle, indicando los bosques de los montes Semenic—. Lo haremos todo según lo planeado.
Liviano se llevó el puño al pecho y, como Longino, partió a cumplir con aquella orden ipso facto.
Marco Ulpio Trajano se quedó así, por un momento, a solas. Miró hacia el frente. El ejército dacio se desplegaba ante ellos con todo su poder. Quizá 25.000 guerreros. Era difícil decirlo. Pero lo peor era que ésas no constituían todas las tropas del enemigo. De eso estaba seguro. El emperador se protegió los ojos con la palma de la mano derecha para poder examinar bien el horizonte al final del valle.
—Ahí estás —dijo al vislumbrar un jinete rodeado por un nutrido grupo de catafractos en la vanguardia dacia. Era el rey Decébalo. No se escondía. Como él mismo, como el emperador de Roma, el rey de la Dacia quería dejarse ver por sus hombres. Trajano asintió. Estaba ante un enemigo valiente, de eso no tenía duda, y que, por fin, se había decidido a plantarles batalla. Todo podía pasar, especialmente si Tercio Juliano no llegaba a lo largo de esa jornada con el segundo ejército de campaña. Esas tres legiones podían desequilibrar el combate que iba a tener lugar.
No, Trajano no estaba seguro de cómo se iba a desarrollar aquel día; inspiró profundamente. Sin embargo, curiosamente, se sentía mil veces mejor allí, en medio de aquel peligroso valle, frente al temible ejército dacio, instantes antes del inicio de una enorme batalla, que en medio de las comodidades y lujos del palacio imperial de Roma, pues Roma iba acompañada inseparablemente de las intrigas, juicios, enemigos ocultos y sombras que acechan en cada esquina. Allí, en el corazón de la Dacia, Trajano se sentía mejor. El juicio a la vestal Menenia, la cara de tristeza de Vibia Sabina, la falta de dinero del aerarium… todo eso parecía, visto desde allí, otro mundo, otra vida. Menenia. El emperador miró un momento al suelo. Lo que le ataba a ella era… un compromiso ineludible. Él cumpliría su parte. Incluso si eso conllevaba tener que enfrentarse al maldito rex sacrorum del Colegio de Pontífices y a varios senadores; la clave estaba en que Plinio le diera suficientes argumentos para contrarrestar a los enemigos de la vestal. Plinio lo haría bien. Trajano no sabía cómo, pero aquel senador y abogado encontraría la forma. Ya lo había visto en otros juicios en el Senado. Plinio era el mejor usando la palabra. Eso le dio fuerzas al emperador. Eso y sentirse en paz consigo mismo por su determinación de cumplir con las obligaciones del pasado. No había nada como entrar en combate con la conciencia tranquila.
Retaguardia del ejército romano
Dión Coceyo lo observaba todo desde lo alto de un carro de suministros. El emperador lo había invitado a venir con él al norte, a la campaña contra los dacios. Dión no lo dudó y aceptó. Aunque pudiera ser peligroso, sentía una curiosidad infinita por ver al César en su auténtico mundo y, además, eso le permitiría estudiar otros pueblos diferentes a Roma. El filósofo ya había estado en contacto con getodacios en el pasado, durante su destierro en la época de Domiciano, y aquél era un pueblo al que admiraba por su valor.
El carro lo conducía un legionario.
—Parece que el emperador está preocupado por cubrir los flancos de nuestro ejército —dijo Dión Coceyo.
—Eso parece, sí —confirmó el conductor del carro lacónicamente. Hablaba como si aquella guerra no fuera con él. El filósofo decidió no decir nada más. Había sentido el miedo disfrazado de indiferencia en aquel legionario, un veterano de la campaña de Fusco, según le habían dicho. El filósofo se concentró en observar.
Vanguardia del ejército dacio
Diegis se situó al frente de la infantería dacia. Podía ver cómo los romanos desplegaban unas tropas auxiliares de avanzadilla, por delante de las legiones. Había caballería enemiga en los extremos. Seguramente intentarían desbordarlos por las alas, pero el valle no dejaba margen para la maniobra y pronto, en cuanto los catafractos sármatas, la caballería dacia, los roxolanos y bastarnas y los arqueros atacaran los flancos del ejército romano, la caballería enemiga tendría más preocupación por defender que por atacar. No, Diegis no estaba preocupado por el ejército que tenían enfrente, sino por el hecho de que no sabían nada del segundo ejército romano del que habían hablado algunos ojeadores hacía unos días. ¿Dónde estaban esas tropas? Ésa podía ser una fuerza militar que desequilibrara la balanza en aquella contienda. El rey parecía persuadido de que aquel segundo ejército romano estaba aún demasiado lejos para asistir al emperador en Tapae. Diegis miró entonces hacia atrás. Decébalo levantaba su brazo derecho y lo mantenía en alto durante un tiempo. Diegis no dejó en ningún momento de mirar a su rey. Vio cómo Decébalo movía afirmativamente la cabeza y, entonces, dejó caer el brazo de golpe.
Diegis hinchó los pulmones.
—¡Dǎrîma, dǎrîma, dǎrîma! [Destruid, destruid, destruid] —aulló el pileatus—. ¡Por Zalmoxis, por nuestro rey, por la Dacia!
Un clamor brutal, ensordecedor, inundó el valle de Tapae. El ejército dacio se lanzaba al ataque.
Centro del ejército romano
Los alaridos del enemigo hicieron que Trajano levantara la mirada y abandonara sus pensamientos sobre Roma, Menenia y las finanzas del Estado. La hora había llegado. Levantó su brazo derecho y buscó con la mirada a Longino y a los demás legati. Marco Ulpio Trajano bajó el brazo con decisión.
Vanguardia del ejército romano
Longino observó cómo los dacios se lanzaban al ataque. El clamor que creaban con sus gritos era descomunal y muy intimidatorio. Y funcionaba. Daba auténtico miedo. Terror. Como todo aquel maldito valle. Longino no había olvidado que muchos legionarios seguían teniendo pavor a combatir en aquel lugar, a luchar en aquella batalla. Miró al frente y vio a Decébalo rodeado de su guardia y reconoció los temidos balaur en forma de dragón y de lobo, las insignias de las tropas dacias de combate, pero también vio los estandartes de las legiones V y XXI aniquiladas por los dacios y los sármatas en anteriores batallas. Trajano no podría identificar los estandartes, pues estaba más retrasado. Les estaban provocando. El legatus se volvió para mirar al emperador. Le vio levantar el brazo y bajarlo para dar la señal de responder al ataque de los dacios. Longino asintió y repitió la orden, reproduciendo aquel gesto. Las legiones empezaron a actuar como una poderosa máquina: las tropas auxiliares de primera línea, un nutrido conglomerado de tracios, ilirios y britanos se adelantaron para responder al ataque de la infantería dacia. Avanzaban con sus espadas aún enfundadas, mientras que con una mano esgrimían una jabalina y en la otra portaban un escudo ovalado. Iban protegidos por lorica hamata, una cota de malla pesada, los más afortunados, mientras los que no se podían permitir una coraza de ese precio se habían puesto las protecciones de cuero más habituales entre los auxiliares. Las cohortes, justo por detrás, se distribuyeron en triplex acies, con las cohortes segunda, cuarta y séptima de cada una por delante, al estar éstas compuestas de los legionarios más jóvenes e inexpertos. Como siempre, Roma se reservaba sus mejores hombres para luego.
Longino se dirigió a un optio que estaba a su lado.
—¡Tu escudo! ¡Dámelo, optio!
El oficial, algo confundido, se acercó a Longino y le entregó el escudo rectangular y cóncavo. Longino lo cogió con algo de torpeza con su brazo derecho tullido, esgrimió su spatha con la mano izquierda y empezó a golpear el escudo con la espada, rítmicamente, sin parar. Los oficiales que estaban a su alrededor lo imitaron y el gesto fue extendiéndose por las cuatro legiones desplegadas justo por detrás de la línea de auxiliares que seguía corriendo al encuentro de la primera línea enemiga. Al poco, el ensordecedor griterío de los dacios quedó envuelto en el clamor gigantesco de miles de legionarios que golpeaban los gladios contra sus escudos. El valle de Tapae vibraba, la tierra se estremecía, el tiempo se detuvo. Roma entraba en combate.