EL ARCO Y LA FLECHA
Un poblado sármata al norte del Danubio
Mayo de 101 d. C.
—Es muy pequeña —dijo Marcio, pero como si sus palabras no se oyeran, Alana siguió intentando que Tamura cogiera bien el arco, uno de pequeñas dimensiones que ella misma había hecho con madera de aliso, la más resistente de la región—. Sólo tiene un año y unos meses —insistió Marcio—. Se hará daño.
—Es sármata —respondió Alana—. No se hará daño.
Marcio negó con la cabeza. Su mujer era la más testaruda de todo el poblado, quizá la más cabezota al norte del Danubio. Tamura cogía el arco y lo golpeaba contra el suelo.
—No —decía Alana una y otra vez, pero sin enfadarse, con una paciencia que sorprendía al veterano gladiador. Vio entonces cómo la madre cogía del arco una de las pequeñas flechas que también había elaborado de forma especial para aquella arma y cómo tensaba la cuerda y ponía el arco en posición. Disparó hacia unos árboles que estaban en la distancia. La flecha recorrió más de treinta pasos hasta clavarse en un tronco. El arco funcionaba perfectamente. Si de algo sabía Alana era de armas, lo que Marcio no tenía tan claro es que supiera cómo criar niños y menos aún niñas. Aunque lo cierto es que allí todos los pequeños eran adiestrados en la lucha desde una edad muy temprana, Alana quería que Tamura fuera la primera en saber luchar. Marcio pensó que aún podía ser peor: podría haberse empeñado en empezar con el cuchillo.
Así pasaban los días entre los sármatas. Una vez al mes salían dirigidos por Akkás para combatir contra los puestos fronterizos del Imperio romano a lo largo del río. Tras una semana regresaban al poblado. Marcio seguía preocupado porque intuía que todas aquellas acciones no quedarían sin respuesta por parte de Roma. Tarde o temprano los romanos cruzarían el río. Era cierto que había visto a muchos dacios, y roxolanos, y bastarnas y otras tribus que se les unían en aquellos ataques, y que si todos aquellos guerreros se juntaban bajo el mando de los dacios era muy posible que las legiones de Roma lo pasaran muy mal.
—¡Ay! —dijo Marcio levantándose de un respingo. Una pequeña flecha se había clavado en las pieles de su pantorrilla. Gracias a las protecciones apenas había penetrado en la carne, pero sí lo suficiente para producirle una herida dolorosa. Marcio miró a Alana y Tamura. Las dos reían.
—Decías que la niña no podía —dijo Alana—, pues ha sido ella. Yo sólo la he ayudado a que apuntara más abajo, si no te la clava en la cabeza.
—Estás loca —dijo Marcio mientras se quitaba las pieles y tiraba de la flecha—. ¡Maldita sea!
La herida era sólo superficial, pero dolía.
—Vámonos, Tamura —dijo Alana—, que tu padre se ha enfadado. Los gladiadores, ¿sabes? —le seguía diciendo a la niña—, son más débiles que las guerreras sármatas. Ya lo aprenderás, lo que pasa es que son guapos…
Marcio las vio alejarse: una joven sármata con una niña de la mano que, a su vez, llevaba cogidos entre sus diminutos dedos un pequeño arco y una flecha.