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EL VIAJE DE IGNACIO

Roma, finales de enero de 69 d.C.

Se moría. Eso le habían dicho, que Juan estaba muriendo.

Ignacio miraba desde lo alto de aquel carro que le había proporcionado un rico comerciante de Antioquía convertido al cristianismo recientemente.

—Tengo negocios en Éfeso; estos carros van allí y será un honor hacerte el servicio de llevarte hasta esa ciudad si eso es lo que deseas —le había comentado el comerciante.

—Un gran servicio me haces —admitió Ignacio.

Llevaban dos jornadas de lento viaje por la provincia de Cilicia y aún les quedaba atravesar toda Licia antes de poder llegar a la provincia romana de Asia. La calzada se adentraba hacia las montañas y, en ocasiones, deambulaba próxima al mar. Aquél iba a ser un viaje largo y él era ya un viejo de más de setenta años. No obstante, aún se sentía fuerte, pues, como en el caso de Juan, el Señor había querido otorgarles larga vida, sin duda para que hicieran bien su labor de diseminar la palabra de Jesús por todo el mundo. Pero incluso si vivían mucho tiempo seguían siendo simples mortales y Juan, su amado Juan, su mentor y maestro, se moría en Éfeso. La carta anunciando lo frágil de su salud había llegado hacía unos días e Ignacio tuvo claro que era su obligación estar junto a su maestro en sus últimos días.

Ignacio sonrió. No siempre fue todo tan bien entre ellos, entre Juan y él. En particular, su primer encuentro distó mucho de ser fraterno y, sin embargo, para Ignacio aquél fue el mejor día de toda su vida, un día por el que merecía la pena haber existido. Cerró los ojos. La brisa del mar acariciaba su barba y refrescaba el tórrido ambiente de una primavera casi veraniega. Si se concentraba aún podía recordarlo todo: aquel profeta enigmático junto a la fuente del pueblo, rodeado por un grupo de hombres que lo escuchaban atentos; su padre, como otros padres, lo había llevado allí, a él y a varios de sus amigos, niños todos ellos, para que el profeta misterioso les impusiese las manos y los bendijera.

—Acércate —le dijo su padre en voz baja. E Ignacio, ingenuo, obedeció. El profeta lo miró a los ojos y como fuera que no encontró reproche en aquella mirada, él siguió avanzando, pero entonces se cruzó Juan, alto, fuerte y recio, y se interpuso.

—Dejad al maestro, no os acerquéis, no lo molestéis —dijo Juan y otros de sus compañeros.

Pero el profeta se levantó y con voz serena, sin necesidad de gritar, les ordenó que se apartaran.

—Dejad que se acerquen a mí —dijo. Y se hicieron a un lado.

Ignacio, con los ojos cerrados, aún podía recordarlo. El profeta los recibió junto a la fuente y, uno a uno, puso sus manos sobre la cabeza de cada niño. Le llegó su turno.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el hombre misterioso que él pensaba entonces que sólo era un profeta.

—Ignacio —respondió con la diminuta voz infantil que tenía en aquel tiempo lejano de su memoria.

Y Jesús puso sus manos sobre su cabeza e Ignacio sintió una paz como nunca más volvería a sentir en su vida, un sosiego al que se aferraba siempre que la vida cruel e injusta e incomprensible para ellos, simples hombres, lo rodeaba de dolor y padecimientos. Sólo el recuerdo de esa paz recibida aquel remoto día de su infancia le daba fuerzas eternas para seguir adelante.

Luego, con el paso de los años, su vida y la de Juan se cruzaron en varias ocasiones hasta trabar una profunda amistad.

Ignacio abrió los ojos.

Ya no estaba allí Jesús ni sus manos ni su paz, sólo el mundo de los hombres henchido de dolor. Y Juan estaba a punto de dejarlos, como habían hecho ya todos y cada uno de los discípulos de Cristo. Cada vez eran menos los que habían visto a Jesús predicando. Ignacio estaba preocupado, profundamente agobiado por un pensamiento que lo turbaba y que apenas lo dejaba dormir: ¿Qué pasaría cuando todos los que vieron alguna vez a Jesús hubieran desaparecido? ¿Qué sería entonces del resto de la humanidad? Tenía que hacerse algo para evitar que todo quedara en el olvido. Y rápido. El fin del mundo estaba cerca y muy pocos estaban preparados. Muy pocos. Quizá Juan tuviera alguna respuesta ante aquella terrible pregunta. En el fondo, hacía aquel viaje en busca de su maestro Juan como siempre había hecho en el pasado, en busca de respuestas.

Tunc oblati sunt ei parvuli, ut manus eis imponeret, et oraret. Discipuli autem increpabant eos. Jesus vero ait eis: Sinite parvulos, et nolite eos prohibire ad me venire: talium est enim regnum caelorum.

Entonces le fueron presentados unos niños, para que pusiese las manos sobre ellos y orase; pero los discípulos los reprendieron. Y Jesús dijo: «Dejad a los niños venir a mí y no les impidáis hacerlo, porque de ellos es el reino de los cielos.»

Evangelio de san Mateo, 19, 13-14