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UN MENSAJERO DEL NORTE

Vinimacium, Moesia Superior

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

Tercio Juliano aún no había terminado de digerir la entrevista con aquel enviado de Roma que disponía de un salvoconducto imperial, cuando un centurión entró de nuevo en el praetorium.

—¿Y ahora qué? ¡Por Marte! —preguntó el legatus de Moesia Superior con rabia.

—Hay alguien más… —empezó el centurión, pero muy dubitativo, calló. Tercio Juliano le hizo un gesto con la mano para que se explicara y no se quedara allí, de pie frente a él como un pasmarote; el centurión prosiguió entonces—: se trata de un oficial dacio, legatus. Ha venido con un grupo de guerreros y se ha entregado a una turma que patrullaba en el Danubio.

—¿Qué quieres decir, centurión, con eso de que se ha entregado? —inquirió Tercio Juliano. De los dacios esperaba muchas cosas, casi todas malas, y desde luego nunca una rendición de ninguno de ellos.

—Ha requerido hablar con el gobernador de la provincia. Le hemos dicho que el gobernador en Moesia Superior es el legatus. Íbamos a encarcelarlo, pero se ha identificado como embajador del rey Decébalo.

Tercio Juliano se levantó y se sirvió un vaso de vino sin rebajar. Lo bebió de pie de un trago.

—Traedlo —dijo, y se volvió hacia su cathedra mientras el centurión abandonaba el praetorium.

Apenas tardaron unos instantes en traer, convenientemente desarmado, a aquel oficial dacio. Seis legionarios se quedaron en la sala del praetorium por si aquel extranjero intentaba de alguna forma acercarse al legatus.

—Tu nombre —dijo Tercio Juliano, a quien le gustaba siempre saber con quién hablaba.

—Mi nombre es Diegis —respondió el dacio en latín—. Soy pileatus de la Dacia y vengo como embajador del rey Decébalo, señor del norte del Danubio.

Tercio Juliano inspiró aire lentamente. Se volvió a levantar sin decir nada. Se sirvió un nuevo vaso de vino. Decían que el emperador también bebía mucho. Eso, y él podía entenderlo perfectamente. Si el César tenía jornadas como las de aquel día, que seguramente las tendría, era normal que bebiera. El legatus se acercó caminando a Diegis y se detuvo frente a él.

—¿Qué quieres?

—Mi rey me envía para parlamentar con vuestro emperador. Has de dejarme pasar.

—Ya —respondió Tercio Juliano—. Esta mañana parece que hay mucha gente que quiere decirme qué debo hacer.

Diegis lo miró confundido, pero se mantuvo en silencio.

Y el silencio se prolongó mientras el legatus tomaba asiento una vez más. El veterano oficial romano miraba a Diegis sin poder contener cierta admiración: aquel maldito se jugaba la vida, seguía disciplinadamente las órdenes de su rey, se adentraba en territorio enemigo y solicitaba una entrevista, ni más ni menos que con el mismísimo emperador. Él mismo, Juliano, nunca había visto al emperador y mucho menos había tenido la oportunidad de hablar con él.

—Tengo un mensaje importante para vuestro César —insistió Diegis con un tono más conciliador al darse cuenta de que había herido el orgullo de aquel romano—. No hablo bien vuestra lengua. Si he dicho algo inconveniente pido disculpas.

Tercio Juliano asintió.

—Te daré una escolta que al tiempo vigilará que no escapes. Tus hombres se quedarán aquí. Viajarás solo como mis jinetes. El emperador decidirá qué debe hacerse contigo.

Diegis no tuvo tiempo de responder. De inmediato lo rodearon los legionarios y lo condujeron, casi a empujones, fuera del praetorium. A ninguno de ellos le gustaba aquel dacio impertinente.

Tercio Juliano volvió a quedarse a solas. Miraba la mesa. Enviados con salvoconducto imperial hacia el norte. Mensajeros dacios hacia el sur. Él no creía en las negociaciones. Pronto empezarían los mensajes cifrados. Luego la sangre. Y él y sus hombres de la VII estarían en primera línea de combate.