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PALABRAS ESCONDIDAS, PALABRAS OLVIDADAS

Biblioteca del Porticus Octaviae, Roma

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

Cayo Suetonio Tranquilo cerró la puerta y la ventana de aquella habitación del Porticus Octaviae. Luego miró bien a su alrededor para asegurarse de que no hubiera ningún otro lado por donde se pudiera observar lo que pasaba allí dentro. La estancia estaba iluminada por una lámpara de aceite. Era poca luz pero suficiente para leer. Suetonio era partidario de usar los mínimos apliques de luz para reducir el riesgo de incendio, que allí resultaría una auténtica catástrofe.

Se acercó a la mesa y tiró de la tapa del cofre hacia arriba. Éste crujió por el óxido del tiempo. Estaba medio vacío, pero al fondo se podía ver con claridad una docena de rollos de papiro. Se conservaban razonablemente bien gracias al metal, pues éste había dejado fuera la humedad que había deteriorado tantos otros rollos custodiados en los viejos armaria de la biblioteca y, sobre todo, había protegido aquella docena de misteriosos papiros de la violencia de los incendios.

Suetonio introdujo las manos en el cofre y extrajo, uno a uno, con sumo cuidado, todos aquellos rollos y los dispuso sobre la parte de la mesa que quedaba libre. Luego cerró el cofre ya vacío, que emitió un nuevo crujido por el metal desgastado y recién forzado por los asistentes del bibliotecario, y lo depositó, con gran esfuerzo, en el suelo con un rotundo clang final. Alguien llamó entonces a la puerta, preocupado.

—¡Estoy bien, por todos los dioses! ¡Al trabajo! —respondió Suetonio. Nadie volvió a molestarlo.

Se sentó en un solium y desplegó con cuidado el primero de los rollos.

Era una serie de poemas. Título: Carmina et prolusiones. No eran muy buenos. No eran malos, pero Suetonio no entendía que merecieran un tratamiento tan especial. Cogió un segundo rollo. De astris liber se llamaba; un volumen sobre los astros, una especie de estudio sobre el calendario. Era curioso, pero nada más. Luego había un rollo encabezado por las palabras dicta collectanea que era una colección precisamente de dichos o frases de particular fuerza por su contenido y su forma, algunas de ellas en griego. Interesantes, sí, pero Suetonio seguía algo perplejo por aquella miscelánea mezcla de escritos que alguien había considerado que debían preservarse con tanto cuidado y, al mismo tiempo, ocultarse. Otro poema llamado Iter. ¿Camino? Un título extraño. Suetonio leyó varias líneas. Se encogió de hombros. Tenía fuerza, pero tampoco desvelaba nada especial. Más rollos: Laudes Herculis, un poema de alabanza a Hércules, y una pieza de teatro, una tragedia, una reescritura de otra obra llamada Oedipus. Suetonio leyó algunos párrafos. No estaba mal tampoco, pero el original de Sófocles o la versión más moderna de Séneca parecían mejores. Había también otro rollo titulado De analogia sobre técnica oratoria y un texto más denominado Anticatonis. Una auténtica diatriba contra Catón… el joven. El gran enemigo de Julio César. Todo aquello parecía una broma pesada, hasta que Suetonio se dio cuenta de que los siguientes rollos contenían una larga serie de cartas: unas agrupadas bajo el epígrafe de Epistulae ad Ciceronem, otras con el nombre de Epistulae ad familiares. Las misivas venían firmadas. Todas y cada una de ellas concluían con la misma firma, el mismo praenomen, nomen y cognomen. Y no sólo eso, sino que había algunos rollos más. Cayo Suetonio Tranquilo dejó de leer. Su contenido era militar, sobre la defensa del Imperio, de sus fronteras, sobre estrategia, legiones y movimientos de tropas. Ahí el procurator bibliothecae augusti empezó a comprender la magnitud de lo que acababa de encontrar. Aquel cofre contenía los planes de un… dios.