LA CUARTA VUELTA
Circo Máximo, Roma
24 de marzo de 101 d. C., hora sexta
En la pista del Circo Máximo
El carro de Celer volaba sobre la arena del Circo Máximo. Se estaba acercando a una de las cuadrigas de los azules. Tenía claro que aquel auriga no sería tan fácil de adelantar como los carros de los blancos: formaba parte de los azules, la misma corporación que Acúleo, que iba en primer lugar. Cuando eso ocurría el resto de las cuadrigas del equipo protegían esa posición vencedora como fuera. Celer miró hacia atrás. Los aurigas blancos lo seguían, pero sus caballos Niger, Tigris, Raptore y Orynx habían abierto una buena brecha. No había peligro por atrás. Tenía que concentrarse en adelantar al azul que tenía ya a poca distancia. Al último blanco lo había adelantado en una recta y por el interior. No sería tan fácil ahora.
Giro rápido. El azul va por dentro y le cierra. Celer frena sus caballos inclinando hacia atrás todo su cuerpo para que así las riendas que lleva atadas a la cintura y el pecho hagan que los caballos reduzcan su galope. Giro completado. El azul sale disparado hacia la recta. Celer lo imita animando a sus caballos. Éstos responden bien y se acercan a la spina dispuestos a repetir el adelantamiento en la recta que habían hecho con los blancos, pero en cuanto el azul ve que se acercan no duda en maniobrar brutalmente para bloquearles el paso. Celer salva la situación volviendo a refrenar los caballos y echando hacia atrás su cuerpo, pero comprende que será imposible adelantar por el interior. Hay que girar a la derecha.
—Dextrorum, dextrorum! [¡A la derecha, a la derecha!] —aúlla, y Niger se aleja de la spina. El caballo ya sabe que ha de rodear al carro que los precede por el exterior—. ¡Rápido, rápido! —vocifera Celer a pleno pulmón. Están ya a la misma altura, galopando salvajemente los caballos de los dos carros, pero Celer sabe que debe completar la maniobra antes de llegar al nuevo giro o, al correr por el exterior, todo habrá quedado en nada, pues el azul ganará distancia al recortar en el giro por el interior. Latigazos en la cara. Casi pierde un ojo. Celer sangra por la mejilla. El auriga de los azules ha respondido con el látigo. Todo vale. No pasa nada. Es normal. La corporación de los azules ha gastado mucho dinero en sobornar a varios jueces. Es lógico que sus aurigas luchen con todo. Celer no pierde concentración y sus caballos tampoco. Están justo por delante.
—Ad laevam! —grita Celer y Niger cierra el paso a la cuadriga de los azules que acaban de sobrepasar. Muchos aurigas usaban las palabras sinistrorum y dextrorum para indicar a los caballos hacia qué lado debían girar, pero Celer hace tiempo que descubrió que eran demasiado parecidas para los oídos de un caballo y más en el fragor de la carrera, por eso él usa la alternativa de ad laevam para ordenar el viraje raudo a la izquierda, y Niger nunca falla. Celer escucha las maldiciones del auriga de los azules que acaba de sobrepasar. No le importa. Nada de eso importa. Quiere ganar, quiere ganar a esos malditos miserables, aunque no quede tiempo. Ha caído otro delfín. Está cuarto, pero va a dar inicio la quinta vuelta y aún tiene por delante a Acúleo, a un auriga de los verdes y a otro más de los azules.
Situación de carrera
No hay tiempo, no lo hay, pero Celer nunca se da por vencido. Nunca. Va a ganar esa carrera como sea. Nadie sabe lo que puede pasar aún. Puede haber un accidente y Acúleo y el resto pueden desaparecer en medio de una gigantesca polvareda. Entretanto sólo les queda seguir corriendo al límite. En ese momento no existe nada más en su mente, ni en la de Niger, Tigris, Raptore y Orynx. Los cinco son uno y galopan empujados por el ansia irrefrenable de la victoria.
En el palco imperial del Circo Máximo
Marco Ulpio Trajano asintió admirado. El auriga de los rojos ya estaba cuarto. Sorprendente. En ese momento, el emperador vio que el jefe del pretorio, Suburano, se acercaba con el semblante muy serio. No podía haber estallado aún una guerra. No, estaba convencido de que Decébalo esperaría un tiempo. El rey dacio, como él mismo, necesitaba tiempo para reunir sus fuerzas. Quizá habría sido más astuto haber seguido pagando a aquel maldito rey y atacar por sorpresa, pero a Trajano no le parecía noble ese proceder. Además, necesitaba provocar a Decébalo para que éste ordenara ataques en la frontera y tener así la justificación ante el Senado para una nueva guerra. Y no pagar era también la oportunidad que tenía el rey de la Dacia de optar por mantener el statu quo: si no atacaba y Roma no tenía que desembolsar más oro a los dacios se podría mantener la paz. Si, por el contrario, Decébalo lanzaba a sus hombres y a los sármatas y roxolanos, entre otros, contra las fronteras, entonces tendría un casus belli con el que presentarse ante el Senado y se declararía la guerra oficialmente. Las cosas se harían de cara. Paz o guerra. Suburano ya estaba junto a él. Mientras, la carrera continuaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó el César. Suburano no respondió sino que miró hacia la pista. El público aún estaba saltando en sus asientos ante la última maniobra genial y brillante de Celer.
Trajano empezó a intuir el porqué de la preocupación de Suburano, pero fue el propio jefe del pretorio quien especificó lo que estaba ocurriendo.
—La acusación es formal, augusto —dijo Suburano. Trajano se percató de que su esposa estaba escuchando atentamente.
—¿Formal? —preguntó el emperador.
—Sí, César —concretó el jefe del pretorio—. El senador Pompeyo Colega ha acusado formalmente a la vestal Menenia de cometer crimen incesti con el auriga de los rojos, Celer. —Suburano lo seguía con la mirada por la pista del Circo Máximo mientras hablaba—. Pompeyo Colega ha presentado la acusación ante el Colegio de Pontífices y asegura tener varios testigos que declararán contra la vestal.