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UN GLADIADOR ENTRE LOS SÁRMATAS

Dacia, al norte del Danubio

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

Marcio vio cómo la niña andaba hacia él. La pequeña Tamura apenas tenía un año, pero había heredado el espíritu de su madre, Alana, una guerrera sármata con la que Marcio se había casado al poco de cruzar el Danubio y establecerse entre los guerreros de su pueblo. La suya era una historia singular: Marcio provenía del sur, de la mismísima Roma; allí fue gladiador, uno de los mejores. Cuando recordaba aquella parte de su vida le parecía que estaba rememorando la historia de otro hombre. Allí, en la frontera con la Dacia, todo era diferente. Los sármatas eran fuertes y siempre dispuestos a luchar para proteger a los suyos y sus tierras, pero también eran justos. Al principio tuvo miedo de que no lo aceptaran, pero Alana, la guerrera sármata con la que escapó del colegio de gladiadores, siempre estuvo segura de que eso no pasaría.

—Eres un gladiador de Roma. Luchas mejor que nadie. Si hay algo que se valora en mi pueblo es saber combatir. Todo irá bien —le había dicho ella cuando llegaron allí. Y así había sido. Los sármatas dudaron un poco, al principio, y se rieron cuando Alana les habló en su lengua y dijo cosas sobre él mientras lo señalaba. Marcio pudo leer en los ojos de aquellos sármatas la incredulidad, pero todo se solucionó con rapidez.

—Quieren que luches contra uno de ellos —le dijo Alana al oído en el rudimentario latín que la muchacha había aprendido cuando estuvo presa en Roma en aquel colegio de gladiadores, el Ludus Magnus, donde conoció a Marcio—. Lucha, pero no lo mates —concluyó ella antes de separarse de él. Alana no contemplaba la posibilidad de que Marcio pudiera ser derrotado ni siquiera por uno de sus compatriotas sármatas. Aquello le dio confianza al gladiador. Lo hizo sentirse aún más fuerte. Con Alana todo le parecía posible.

Marcio vio cómo uno de los sármatas más corpulentos se acercaba a él exhibiendo una pesada espada y protegido por una cota de malla. Él, por su parte, sólo esgrimía una espada. Había abandonado todas sus protecciones, grebas y manicae durante el largo viaje desde Roma hasta el Danubio, para poder desplazarse más ligero. El guerrero sármata no esperó ni un instante y lanzó un ataque con varios golpes secos y duros de su espada que Marcio detuvo con habilidad con su propia arma o esquivó con rapidez. Alana lo observaba todo algo tensa. Sabía que Marcio se defendería bien, pero recordó que había sido herido en su combate contra los pretorianos en las afueras de Roma, cuando se abrieron camino combatiendo en las puertas de aquella maldita gigantesca ciudad del sur, y no había vuelto a luchar desde entonces. De eso hacía meses y Marcio parecía recuperado pero… Las dudas de Alana, no obstante, se disiparon con rapidez.

Marcio contraatacó con fuerza. Giró sobre sí mismo y en un momento golpeó con su espada el costado del guerrero sármata que, aunque mejor protegido, se movía mucho más lentamente al tener que desplazarse con aquella pesada cota de malla. El sármata resopló y se dobló. Marcio, para evitar herirle, le arreó entonces un tremendo puntapié con la suela de su sandalia en la cara descubierta de aquel guerrero acorazado. Se escuchó el bufido de dolor del sármata mientras caía al suelo soltando la espada. Marcio se situó encima de su oponente abatido y puso la punta de su arma en el cuello de aquel sármata que, tumbado boca arriba en el suelo, sangraba profusamente por la nariz. El veterano gladiador miró entonces a Alana y ésta, a su vez, a un viejo del poblado, que pronunció algunas palabras.

—Déjalo libre, Marcio —dijo Alana—. Es suficiente.

Marcio respiraba entrecortadamente. No estaba en forma y eso le dio rabia. Tendría que entrenarse, pero tras escuchar a Alana, se hizo a un lado. El sármata se levantó llevándose las manos a la nariz herida y balbuciendo algo que debía de ser algún tipo de maldición sármata, pero se alejó sin ni siquiera mirarlo. Alana se acercó a Marcio, lo cogió de la mano y lo condujo frente al viejo jefe del poblado. Éste abrió la boca y se echó a reír. Todos se le unieron con carcajadas potentes. Marcio, que no entendía bien lo que estaba pasando, esbozó un amago de torpe sonrisa.

Todo eso eran recuerdos de hacía un año. Desde entonces no hubo más problemas. Marcio fue aprendiendo algunas palabras de la lengua de los sármatas. Algunas ya las había aprendido en el viaje desde Roma.

—Si vas a vivir con nosotros tendrás que aprender a hablar como nosotros —le había dicho ella.

Alana había llegado embarazada del largo viaje desde Roma. Marcio no sabía exactamente cuándo se había quedado encinta, pero al poco de estar entre los suyos, la muchacha dio a luz. Esta vez no fue como en el colegio de gladiadores, donde Alana perdió un niño por un aborto a causa de un golpe en un entrenamiento de combate. Allí Alana no tuvo que luchar mientras estaba embarazada. Y nació una niña.

—La llamaremos Tamura —dijo ella—, como mi hermana que murió en el Danubio, luchando contra los romanos que me atraparon.

—Tamura —confirmó Marcio. Le pareció un nombre bonito. En general todo le parecía bien: estar con Alana, el nacimiento de Tamura, la vida allí, trabajar el campo (una tarea tan agotadora como luchar), cazar, la comida y el respeto con que todos lo miraban. Todo estaba bien.

Hasta que empezaron los combates en la frontera.

Marcio aprendió pronto que los sármatas eran aliados de los dacios y que éstos se consideraban en guerra permanente con Roma. El emperador Domiciano había aceptado pagar dinero al rey Decébalo de la Dacia a cambio de que éste no atacara las poblaciones romanas al sur del Danubio, en Moesia y Panonia, pero parecía ser que los pagos no se estaban realizando desde que Domiciano fuera asesinado en Roma, de modo que el rey dacio había dado orden de que los sármatas y los roxolanos de la frontera cruzaran el Danubio de vez en cuando para atacar las posiciones avanzadas de los romanos y atemorizarlos. Marcio no tenía miedo a combatir de nuevo. Nunca lo tuvo. No por él. De hecho se distinguió rápidamente entre los sármatas como uno de sus mejores guerreros y todos empezaron a apreciarlo aún más, incluso aquel guerrero al que le rompió la nariz; Akkás se llamaba, y era un líder entre ellos y también valiente. No, Marcio no tenía miedo a luchar, pero intuía que estaba empezando algo grande que podría llevarse por delante aquel pequeño remanso de paz que había encontrado en su vida junto a Alana.

Eso pensaba Marcio mientras miraba a la pequeña Tamura caminando hacia él. La niña trastabilló. Marcio estuvo rápido y la cogió en brazos en seguida. Alana sonreía al ver a aquel enorme gladiador romano abrazando algo tan pequeño y tan frágil como Tamura con aquel cuidado infinito. Marcio miró a Alana y le pasó la niña.

—Deberíamos irnos más al norte —dijo el gladiador a la muchacha mientras ésta abrazaba a la niña, que no dejaba de reír.

—¿Por qué? —preguntó Alana.

—Presiento que va a estallar una guerra —dijo Marcio.

Alana no pareció preocupada.

—Mi pueblo siempre está luchando. Eso nos hace fuertes.

Marcio suspiró. Era difícil persuadir a Alana de nada y tampoco tenía nada con que discutir aquel argumento más allá de una intuición extraña. Presentía que quizá aquella nueva guerra no fuera como las demás. Había un nuevo emperador en Roma, un hispano. Eso contaban. Todo estaba cambiando en el mundo y ellos se encontraban en medio de todo. Alana puso a Tamura de nuevo en el suelo y la ayudó a andar cogiéndola por sus pequeñas manos.