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UN COFRE MISTERIOSO

Biblioteca del Porticus Octaviae, Roma

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

Cayo Suetonio Tranquilo se encontraba sentado en la sala del archivo de la gran biblioteca del Porticus Octaviae en el Campo de Marte. Incluso allí, bien lejos del Circo Máximo, llegaba el estruendoso clamor del público que seguía las carreras de cuadrigas. Toda Roma estaba allí, excepto los soldados de las cohortes urbanae y de la guardia pretoriana que patrullaban las calles desiertas de la ciudad para evitar los saqueos y unos pocos estudiantes de retórica y oratoria que se encontraban allí, en la gran biblioteca del Campo de Marte o en alguna otra de las bibliotecas de Roma.

Suetonio estaba revisando todo el archivo. Sabía que debía su puesto de procurator bibliothecae augusti, más que nada, a una recomendación de su amigo y protector Plinio. El senador había sugerido su nombre al nuevo emperador hispano y éste lo había nombrado de inmediato intendente supremo de todas las bibliotecas de Roma, con una misión muy clara.

—Las bibliotecas se encuentran en un estado lamentable —le había dicho el emperador en la entrevista que estaba grabada en la mente de Suetonio—. Desde Vespasiano nadie se ha preocupado realmente por recuperarlas. Ni Tito ni Nerva tuvieron tiempo y Domiciano tenía otras prioridades. Esto es algo que debemos corregir. Quiero que revises todos los archivos y los reordenes para asegurarte de qué es lo que realmente tenemos en nuestras bibliotecas y qué se ha perdido.

—Sí, augusto —fue su tímida respuesta. A Suetonio le habría gustado no sentirse tan abrumado ante la presencia del emperador y haberle agradecido en persona su confianza, pero se quedó mudo. Él, Cayo Suetonio Tranquilo, que tantas veces había hablado en las basílicas de Roma en innumerables juicios, en muchos casos junto al propio Plinio, se quedó sin palabras. Pronunció aquel lacónico «sí, augusto» y se retiró sin decir más. Era cierto que Plinio era mucho mejor orador que él y además senador, pero Suetonio provenía de una buena familia de caballeros y tampoco era torpe con el lenguaje. Incluso estaba trabajando sobre un texto que narraría la vida de los Césares, pero en el que aún sólo había escrito sobre Augusto. De Vita Caesarum pensaba llamarlo, si es que alguna vez lo terminaba. En cualquier caso, ya nada podía hacerse respecto a su pobre imagen en aquella audiencia imperial. Sabía que el emperador había quedado algo defraudado por su poca capacidad para departir con él, pero Suetonio había decidido que, a falta de palabras, hablaría al emperador con obras: pensaba realizar la más concienzuda y detallada catalogación de todos los fondos de las bibliotecas de Roma que se hubiera hecho nunca, así como establecer qué obras de rehabilitación se necesitaban en cada una de ellas. Y es que lo que había dicho el emperador Trajano era cierto: desde Dionisio de Alejandría, el procurator bibliothecae augusti de Vespasiano, no había habido ningún otro encargado de mantener y recuperar las bibliotecas de Roma que, además, se habían visto en muchos casos muy deterioradas por los incendios de la época de Nerón y luego de la guerra civil. Para complicarlo todo aún más, se habían efectuado numerosos traslados de rollos de papiro de las bibliotecas más dañadas a otras en mejor estado, en particular al Porticus Octaviae, pero en aquel proceso se saturó la capacidad de la biblioteca del Campo de Marte y nadie había tenido tiempo de revisar todo lo que había allí.

Suetonio había decidido ser sistemático en su revisión de los fondos y decidió ir biblioteca a biblioteca empezando por las del Palatino, primero la más antigua, la creada por el divino Augusto junto al Templo de Apolo, y luego las que construyó Tiberio en la misma colina. De ahí pasó al Foro, para recatalogar los fondos de la biblioteca del Templo de la Paz de Vespasiano, y por fin a la gran biblioteca del Porticus Octaviae en el Campo de Marte, donde se encontraba ahora. Se habían perdido muchos textos, pero estaba teniendo la satisfacción de comprobar que muchos de los rollos que había dado por perdidos estaban reapareciendo entre las montañas de cestos con papiros acumulados en varias esquinas del atestado Porticus Octaviae. Suetonio ya había llegado a dos conclusiones claras que presentaría en su informe al emperador Trajano: había que rehabilitar todas las bibliotecas, pintar muros y sobre todo sustituir muchos armaria corrompidos por la humedad de los edificios bibliotecarios, y hacía falta una nueva biblioteca donde poder archivar sin problemas de espacio los rollos que yacían amontonados por todas partes en el Porticus Octaviae. Ésas, de momento, eran sus principales conclusiones sobre mantenimiento. Ahora quedaba revisar bien los catálogos y ver qué carencias en cuanto a contenido o autores había en las bibliotecas de Roma. Faltaban muchos textos griegos importantes, pero eso era algo que podría subsanarse recurriendo a trasladar originales o a hacer copias de las bibliotecas de Alejandría o Pérgamo. Otra cosa era la pérdida de textos de autores latinos, aunque quizá investigando en algunas de las bibliotecas privadas de los grandes senadores y patricios se pudiera recuperar también bastante material. Muchos estarían contentos de satisfacer así un deseo del emperador.

—Hemos encontrado algo —le dijo un asistente a Suetonio interrumpiendo el curso de sus reflexiones. El procurator bibliothecae se levantó de su sella.

—¿De qué se trata?

—Debajo de un montón de cestos hemos encontrado un cofre.

—¿Un cofre? —preguntó Suetonio repitiendo las palabras de su ayudante con cierta sorpresa. Aquello era peculiar. Lo normal era que los rollos estuvieran en sus armaria o en los cestos que había repartidos por el suelo. El procurator y el asistente habían llegado a la parte más profunda de la sala de textos romanos. Literalmente habían tenido que ir desenterrando decenas de cestos hasta poder llegar allí y, justo al fondo, se intuía la tapa convexa de la parte superior de un cofre de no más de dos pies de ancho por un pie de alto quizá, emergiendo de entre los cestos que rodeaban aquel extraño hallazgo.

—Sacadlo de ahí —dijo Suetonio. Tres asistentes se afanaron en apartar el resto de los cestos y acumularlos en otro sitio hasta que pudieron coger el cofre entre dos, con cierto esfuerzo, pues resultaba muy pesado aunque no era de gran tamaño. Suetonio echó a andar y los ayudantes lo siguieron con el cofre a su despacho personal, en una pequeña habitación contigua a la sala de textos romanos.

—Colocadlo sobre la mesa y dejadme solo.

Suetonio examinó el exterior del cofre mientras los asistentes salían de la estancia: no contenía inscripción alguna, era de madera con remaches de bronce en las esquinas y en la cerradura, pero sin duda en el interior debía de contener más metal, y estaba cerrado. Alguien había querido preservar el contenido de aquel cofre, eso era evidente, pero ¿por qué? ¿Y qué hacía en el Porticus Octaviae? Cayo Suetonio Tranquilo salió de la sala y se dirigió a uno de los asistentes.

—Traedme un escoplo y un martillo.

Al poco tiempo dos de los ayudantes regresaron con lo pedido y se pusieron a trabajar sobre el cofre para forzarlo siguiendo las instrucciones de Suetonio. No fue una tarea fácil. Estaba bien diseñado y tuvieron que golpear con gran fuerza a la vez que hacían palanca, pero al fin, con un gran crujido, el cofre cedió, la cerradura se partió y la tapa se despegó ligeramente de la parte inferior de aquella gran caja que guardaba algo que alguien se había preocupado de que no se descubriera en mucho tiempo.

—Salid —dijo el procurator.