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LA SALIDA

Circo Máximo, Roma

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

En el palco imperial

Lucio Licinio Sura, el editor de aquellos juegos, llegó al pulvinar, el gran palco imperial, y Trajano lo saludó alzando un poco su mano derecha; Sura respondió inclinando la cabeza levemente. El emperador se volvió entonces hacia su esposa.

—Sura me ha recomendado a Claudio Liviano como sustituto de Suburano al mando de la guardia pretoriana —dijo respondiendo así a la pregunta de Plotina.

La emperatriz asintió.

—Hasta ahora Sura siempre te ha aconsejado bien —dijo.

—Sí —continuó el emperador—. No sé mucho de Liviano, sólo que sus oficiales hablan bien de él, un buen veterano, y sí, pienso seguir la recomendación de Sura. Además no tengo otras alternativas razonables: Longino, que sería mi primera opción, está tullido y los pretorianos no lo respetarían, no importa lo valiente y leal que sea; Nigrino es demasiado joven y Lucio Quieto es africano. Roma aún está digiriendo que tiene un emperador hispano. Situar a un africano al mando del pretorio parecería una provocación para muchos de los que aún dudan de mí. No —y aquí habló entre dientes, como si pensara en voz alta, aunque su mujer pudo oír bien sus enigmáticas palabras—; no, es demasiado pronto aún para Lucio Quieto. Necesitamos algo más de tiempo.

Plotina iba a preguntar entonces a su esposo qué quería decir exactamente con aquellas palabras, pero en ese momento se hizo un extraño silencio en gran parte de las gradas que los rodeaban y todos se giraron instintivamente para ver qué pasaba: Tullia, la Vestal Máxima, acababa de entrar en el palco particular de las sacerdotisas de Vesta acompañada por el resto de las vestales, entre las que se encontraba Menenia, la joven de la que todos murmuraban en Roma como posible culpable de crimen incesti por, quizá, haber entregado su virginidad al famoso auriga de los rojos. Aquel silencio no era un buen presagio.

En el palco de las vestales

—No te preocupes —le dijo Tullia a la joven Menenia, pero la vestal a la que miles de ojos observaban acusadoramente apenas se atrevía a alzar la mirada del suelo—. Mira hacia arriba, por Cástor y Pólux —insistió Tullia sin dejar de sonreír y mirar a su alrededor—. No puedes parecer culpable, eso nunca —masculló entre dientes.

Menenia levantó la vista y paseó, no sin gran esfuerzo, sus ojos por las gradas infinitas donde se acomodaban senadores, mercaderes, caballeros, patricios, esclavos, mujeres de toda condición, libertos y todo el público que las rodeaba hasta que, al fin, sus pupilas se detuvieron en una mirada particularmente penetrante: Trajano, el emperador y Pontifex Maximus, a todos los efectos su padre desde un punto de vista legal desde que ingresara en el sagrado Templo de Vesta,[2] la observaba muy atentamente. Menenia tragó saliva y volvió a bajar la mirada. La Vestal Máxima ya no insistió más. La gente volvía a retomar sus conversaciones. Por un momento Tullia pensó que quizá Menenia había tenido razón y hubiera sido mejor para ella, para todas ellas, para Roma, que la joven de la que todos dudaban no hubiera acudido al Circo aquella mañana. Sin embargo, no haberlo hecho habría sido como aceptar tácitamente que la acusación lanzada contra ella era cierta.

En el palco imperial

—Tienes que hacer algo con este asunto —le dijo al oído la emperatriz a su esposo. Trajano no la miró al responder. Seguía examinando de forma penetrante las facciones de aquella vestal que tantos problemas estaba creando.

—De momento sólo hay murmuraciones —dijo el César—. Y un emperador, un Pontifex Maximus, no puede gobernar haciendo caso a lo que unos murmuran de otros. Eso era lo que hacía Domiciano.

La emperatriz calló. Comprendió que era difícil seguir insistiendo en ese asunto… por el momento. Cambió de tema.

—Y ese Tiberio Claudio Liviano que te ha recomendado Sura ¿es de la familia Claudia? —preguntó la emperatriz.

—No, creo que no. Tomó el nombre de la gens Claudia porque su familia fue favorecida por ellos en el pasado. Eso me ha dicho Sura.

Plotina no dijo nada. Realmente no estaba tan interesada en Claudio Liviano como en lo que había pasado en el palco de las vestales, pero asintió fingiendo interés por la respuesta de su esposo.

De pronto las trompetas que anunciaban el inicio de la carrera sonaron, y todos, público, vestales y palco imperial volvieron sus miradas hacia los carceres. Allí, en el interior de cada compartimento, mientras los aurigatores y los armentarii cogían por las riendas y hasta por las cinchas de colores de los caballos, a las bestias que relinchaban nerviosas, los aurigas subieron a los carros. Todo estaba dispuesto.

Posición de salida

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En el exterior los procuratores dromi corrían a toda velocidad para alejarse de la pista y tomar refugio bajo una tribuna, donde observarían el desarrollo de la carrera junto con los medici y un nutrido grupo de asistentes y esclavos preparados para retirar a cadáveres y heridos y los despojos de los carros accidentados con rapidez. Sólo disponían del tiempo que los carros empleaban en dar una vuelta a la spina central. Eso suponía unos mil pasos. La pista debía quedar limpia de obstáculos que entorpecieran el paso de las cuadrigas. No siempre daba tiempo a retirar todos los restos de accidentes y éstos solían ser el germen de otro nuevo choque. Todo eran peligros en el Circo Máximo. Por eso resultaba tan emocionante para el pueblo, para los senadores y, muy en especial, para los corredores de apuestas.

En el palco imperial

Los buccinatores dejan de hacer sonar sus trompetas. Trajano mira a Sura, el editor y financiador de los juegos, que ya ha tomado posiciones en el palco, junto al emperador. Lucio Licino Sura se levanta entonces de su asiento exhibiendo un pañuelo blanco que ondea al viento de la mañana. Todos lo miran. Sura mira a Trajano y éste asiente. Lucio Licinio Sura, veterano senador hispano, deja caer el pañuelo.

En la arena del Circo Máximo

Los jueces dan la señal y las puertas de los carceres, los cajones donde están los caballos y las cuadrigas, se abren de golpe. Todos los carros salen disparados tirados por unos animales que inician un galope centelleante desde el primer instante de la carrera. Hay que conseguir entrar en la recta entre la spina y el lado opuesto al palco imperial. Acúleo parte con ventaja porque sólo ha de trazar una perfecta línea recta y si sale con rapidez evitará que nadie se le cruce por delante.

—¡Adelante Tuscus, Passerinus, Pomperanus, Victor! ¡Por Hércules, adelante! —aúlla Acúleo a sus caballos, y la cuadriga de los azules toma desde el principio la primera posición.

Por su parte Celer, saliendo desde el carcer XII, en un extremo de los cajones de salida, lo tiene mucho más difícil. Ha salido muy rápido, haciendo honor a su nombre, y ha conseguido situar su cuadriga por delante de las dos de su corporación, que también estaban en ese extremo pues, como el sorteo estaba amañado, los otros dos rojos habían obtenido los carceres X y XI junto al XII de Celer, mientras que los otros dos azules habían conseguido los carceres II y III, buenas posiciones junto al IV de Acúleo. En Roma, y más en el Circo, daba igual que una trampa fuera evidente. Si se amañaba algo se amañaba por completo. Si eras bueno te sobrepondrías a todo eso y si no te gustaban las artimañas que se gastaban allí, lo mejor es que dejaras de correr.

Celer había adelantado a sus compañeros de equipo y también a uno de los verdes justo antes de llegar a la spina, pero un auriga de los blancos cruzó su carro delante de él y fue imposible avanzar más mientras se estrechaba el camino para poder entrar en la recta. Las cosas se complicaban. Otro carro de los blancos se cruzó frente a otro de los verdes y el choque fue inevitable. Celer gritó a Niger.

Ad laevam, ad laevam! [¡Izquierda, izquierda!] —Hacía tiempo que Celer había descubierto que un buen auriga se ahorra las imprecaciones a los dioses. En una carrera todo el tiempo es precioso, cada palabra, cada orden lanzada a los caballos debe ser certera y lo más breve posible. Niger, siguiendo las instrucciones de su amo, giró a la izquierda y Celer evitó el choque frontal con los carros accidentados, aunque oyó el grito agónico de uno de los aurigas que su propio carro atropelló. Sintió cómo su cuadriga se levantaba al pasar por encima del cuerpo de aquel infeliz. Podría haber sido él, podía haber sido él. Pero no era el momento de pensar en eso. Agitó las riendas. En la medida de lo posible prefería no usar el látigo.

—¡Adelante, adelante!

Había salvado el primer obstáculo grave y emergió de entre una inmensa nube de polvo para seguir la estela del resto de los carros que ya se aproximaban a la entrada de la recta.

En las gradas

En las gradas, la gente bramaba de placer por el gran espectáculo.

En el palco de las vestales

En el palco de las vestales, Menenia no pudo evitarlo y se levantó nerviosa. Había visto el accidente y la enorme polvareda que se había formado en ese lugar y Celer no salía, no salía… hasta que su carro apareció dirigido por él con fuerza. Allí estaba, como siempre, asiendo las riendas poderosamente y gritando a sus caballos. Menenia se sentó. Su pasión secreta la traicionaba. No habían hecho nada malo. Ni siquiera se habían tocado una sola vez desde que era vestal, pero se amaban, se amaban y no podía luchar contra sus sentimientos. Celer seguía vivo. La sacerdotisa bajó los ojos. Era mejor no mirar.

La Vestal Máxima había presenciado la reacción de Menenia pero no había dicho nada. Miró alrededor. Gracias a Vesta todo el mundo estaba absorto en la carrera y nadie parecía haberse dado cuenta de nada hasta que, de pronto, la mirada de Tullia se cruzó con los ojos serios de Trajano, el emperador de Roma, el Pontifex Maximus, que no dejaba de observar el palco de las vestales. Algo malo iba a pasar aquella mañana; lo presentía. El emperador debía de sentirse enormemente presionado por aquellos rumores y los gestos incontrolados de Menenia cada vez que aquel auriga de los rojos estuviera en peligro no ayudarían. No, definitivamente no había sido buena idea forzar a Menenia a acudir a aquella maldita carrera.

En la arena del Circo Máximo

En la pista, Acúleo se aproximaba a la posición del juez de la alba linea y éste examinaba atento la situación de la carrera: Acúleo iba en cabeza, lo seguía otra cuadriga de los azules y luego una de los verdes que se había adelantado a la tercera de los azules. Más atrás el resto, excepto los dos carros accidentados. Celer, el gran enemigo de Acúleo, pese a su salida casi perfecta, iba el séptimo y con mucho terreno perdido por culpa del choque de los carros de los verdes y los blancos.

El juez de la alba linea lo miraba todo atentamente. Sonrió. Era una situación de carrera perfecta para los azules, los que más dinero le habían pagado aquella mañana. La cuerda blanca permanecía en alto. De un rápido estirón la bajó y la alba linea desapareció dejando el camino franco para Acúleo y el resto de los carros. Todo marchaba bien. El juez, como el juez del sorteo, estaba feliz: aquella mañana iban a ganar mucho dinero.

Situación en carrera

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En el palco imperial

En el palco imperial la emperatriz volvió a dirigirse a su esposo.

—Te veo algo preocupado.

Trajano dejó de mirar a las vestales.

—Es por Vibia. La veo triste desde que se casó con Adriano el año pasado —respondió el César—. No debimos forzarla. Sólo tenía trece años. Era una niña. Es una niña.

Plotina sabía que aquél era un dardo envenenado que le lanzaba su esposo, pues ella había insistido mucho en aquella boda.

—Es una edad normal para un matrimonio —dijo ella, pero era poca defensa. Se quedó meditando.

Trajano volvió sus ojos hacia la carrera. Uno de los azules parecía tenerla bien dominada. Celer, ese de quien todos murmuraban por su supuesta relación con la vestal Menenia y de quien se suponía que era tan buen amigo, estaba muy lejos de la cabeza, aunque era cierto que había salido desde la peor posición; en cualquier caso, tenía la carrera completamente perdida. Mejor así. Cuanto más desapercibido pasara aquel auriga mejor para él, para Menenia, para todos.

—Adriano será un buen marido —comentó Plotina volviendo al tema de Vibia, inclinándose hacia adelante para ver mejor cómo pasaban los carros por delante del palco imperial mientras seguía hablando—. Es de la familia. Puedes controlarlo y además así tendrás a Vibia cerca de ti, de nosotros, al tiempo que hacemos más fuerte nuestra familia con esa alianza, afianzando los vínculos entre las diferentes ramas de los Ulpios. Yo creo que fue una buena idea. —Pero como Plotina intuía cierto recelo en su marido decidió dejar el tema; además tenía otros objetivos para aquella mañana.

—Sí —respondió Trajano con el ceño fruncido—; eso es cierto: tenemos a Vibia cerca y podemos vigilar.

Plotina no se quedó tranquila con aquella respuesta pero no dijo nada más.

En la arena del Circo Máximo

En la pista, en el extremo occidental, a sólo unas decenas de pasos de los carceres, un grupo de esclavos se afanaba por retirar a los aurigas heridos, uno mortalmente al haber sido arrollado involuntariamente por la cuadriga de Celer y el otro con una pierna y un brazo rotos. También intentaban retirar los restos de las cuadrigas, pero, afortunadamente para todos, el accidente había sido lejos de la spina y los restos no molestarían a las cuadrigas en su segundo giro cuando vinieran de regreso para acabar su primera vuelta.