UNA MISIÓN IMPOSIBLE
Roma
Febrero de 101 d. C.
Apolodoro de Damasco, el arquitecto imperial, esperaba aquel atardecer en el silencio de un Aula Regia vacía la llegada del César, pero el hombre que entró al fin por el fondo de la gran sala del trono de Roma no era el emperador, sino un liberto, seguramente algún funcionario al servicio de los archivos imperiales o quizá un consejero del consilium de Trajano. Era difícil saberlo.
—Sígueme —dijo aquel hombre, y el arquitecto empezó a caminar justo detrás de aquella sombra sigilosa. Cruzaron los grandes peristilos de la Domus Flavia hasta llegar a las cámaras de la familia imperial. Allí, frente a una puerta de bronce custodiada por media docena de pretorianos, su guía se detuvo. No dijo nada ni se volvió para despedirse. No era necesario. La puerta de bronce se abrió y los pretorianos se hicieron a un lado. Apolodoro vislumbró la figura del César en pie, apoyado sobre una gran mesa con mapas. El arquitecto entró y los pretorianos cerraron la puerta. Apolodoro se quedó junto a la entrada sin saber bien qué hacer. Acercarse sin ser invitado podía ser indecoroso y lo último que uno quería hacer en Roma era indisponerse con el emperador.
—Acércate, Apolodoro —dijo Trajano al fin con voz serena. El arquitecto dio unos pasos adelante hasta situarse al otro lado de la mesa. El mapa que había desplegado y sobre el que se apoyaban las manos del emperador era del norte del Imperio. Se podían ver las provincias del Rin, Germania Inferior, Germania Superior y luego el Noricum y Raetia para continuar con las provincias limítrofes con el Danubio: Panonia Superior e Inferior y Moesia Superior e Inferior.
—Necesito un puente —dijo Trajano, que no era hombre de perder el tiempo a la hora de hablar.
—¿Un puente…? —repitió el arquitecto de modo dubitativo; Julio César hizo construir un puente sobre el Rin, un puente de madera, con troncos, que luego desmanteló a las pocas semanas; Apolodoro estaba convencido de que Julio César lo había construido más que otra cosa para demostrar a los bárbaros del norte que si Roma quería, Roma podía construir un puente y atacarlos. Quizá el nuevo emperador estuviera pensando en repetir aquello—. ¿El César desea un puente sobre el Rin?
—No —respondió Trajano tajante—. No. Lo que necesito es un puente sobre el Danubio.
—Sobre el Danubio —volvió a repetir Apolodoro mientras desplazaba la mirada hacia el otro extremo del mapa. El Danubio era más largo, más caudaloso, más ancho. Nunca se había construido un puente sobre el Danubio. De hecho no se consideraba posible. Aunque quizá…—. Quizá se podría construir un puente con barcazas.
El emperador negó con la cabeza.
—Para eso no necesito un arquitecto. Para eso me basta con mis zapadores. No. Necesito un puente sólido, fuerte y permanente sobre el Danubio. Eso es lo que necesito. Eso es lo que quiero. ¿Puedes construirlo? Me dijeron que si quería algo que pareciera imposible, algo que nunca se haya hecho antes porque se cree que no puede hacerse, el único hombre en Roma capaz de conseguir imposibles eres tú. ¡Por Hércules, cuentan que tú mismo le dijiste a Domiciano que podías hacer imposibles! ¿Es eso cierto o acaso me informaron mal?
Apolodoro imaginaba a Rabirius, el viejo arquitecto de Domiciano, o a cualquiera de sus compañeros, henchidos de envidia por su gran éxito de hacía unos años con la ampliación del anfiteatro Flavio, promoviendo aquel rumor de que él se jactaba de poder construir cualquier cosa. Ahora sentía como en secreto, sin tan siquiera mover ni una comisura de los labios, sus enemigos sonreían ante el espectáculo de aquella arrolladora victoria, pues una cosa era ampliar un edificio como el anfiteatro Flavio y otra muy diferente intentar construir un puente imposible. Mientras, el César seguía mirándolo. Sólo había dos caminos: humillarse y negar todos aquellos rumores y perder así el favor del nuevo emperador de Roma o… Apolodoro dio un paso al frente, alzó el rostro y, mirando a Trajano a los ojos, respondió con firmeza.
—Si el César quiere construir algo imposible, yo soy su hombre.
Trajano sonrió.
—Bien —dijo—. Partirás hoy mismo. Te proporcionaré un salvoconducto que te abrirá el camino hasta los campamentos de Moesia Superior. Es allí donde necesito el puente. —Apolodoro lo escuchaba con la boca abierta, sin apenas respirar; el emperador seguía con sus instrucciones—. Quiero que vayas allí y que encuentres el emplazamiento idóneo para ese puente, y quiero tener en poco tiempo un informe tuyo sobre el lugar que has seleccionado y los recursos que necesitas para construirlo. Tendrás hombres y todo el material que precises, Apolodoro, pero quiero un puente sobre el Danubio, ¿me entiendes?
—Sí, César.
—Bien… —Trajano dejó de mirarlo y volvió a fijar sus ojos en el plano—. Eso es todo.
Apolodoro se inclinó ante el César y se encaminó hacia la puerta de bronce.
—¡Abrid! —dijo Trajano con voz potente sin dejar de mirar el mapa. La puerta de bronce se abrió y Apolodoro se deslizó entre los pretorianos. El funcionario que lo había guiado hasta allí volvió a conducirlo a través de los grandes peristilos del palacio imperial. Se cruzaron con un hombre anciano que, pese a su edad, caminaba muy recto. Vestía con enorme sencillez, con apenas una túnica blanca sin marca ni ribete ni decoración alguna. Si Apolodoro hubiera estado más sosegado se habría dado cuenta inmediatamente de que aquel anciano no encajaba en palacio, pero el arquitecto estaba demasiado atribulado con sus propios pensamientos. No fue hasta llegar a la escalera de salida de la Domus Flavia que Apolodoro de Damasco se permitió inspirar con fuerza para intentar relajarse un poco. No lo consiguió.
—Es ese anciano, César —dijo uno de los pretorianos que custodiaban la puerta de la cámara imperial. Trajano supo en seguida a quién se refería. Los soldados no se habituaban a la presencia de aquel viejo griego en palacio. Sin duda les parecía una excentricidad, una manía suya, pero se la toleraban porque sabían que el emperador era un militar recio como ellos. ¿De qué hablaba con ese viejo? Seguramente eso es lo que se preguntarían los pretorianos una y otra vez. A Trajano le divertía que todavía ni siquiera se hubieran esforzado en aprenderse su nombre.
—¿Te refieres a Dión Coceyo de Prusa? —preguntó Trajano más que nada por poner en evidencia un poco a aquel pretoriano para que de una vez retuviera en su mente aquel nombre.
—Sí, César —respondió el soldado bajando la mirada al suelo. Trajano comprendió que el pretoriano había captado su error y lo estaba asimilando para no repetirlo de nuevo—. Dión Coceyo de Prusa, César —repitió a modo de penitencia ante su superior.
Trajano asintió.
—Que pase… y que traigan lucernas. Apenas hay luz aquí.
El pretoriano se retiró y al momento apareció el anciano de la túnica blanca. Dión Coceyo era todo un personaje en Roma. Se trataba de un viejo filósofo griego que estaba en la capital del Imperio desde tiempos de Vespasiano. Ya entonces se había hecho famoso por su impresionante oratoria. Pero tanta elocuencia dejó de resultar agradable cuando el emperador Domiciano accedió al poder. De hecho, Dión se atrevió a criticar a Domiciano en público de forma directa. Fue desterrado de inmediato, pero no sólo de Roma, sino de Italia y de Bitinia, su tierra natal, también. Sus posesiones fueron requisadas y se quedó sin nada. Pero Dión no se vino abajo, sino que se tomó aquello como una prueba: abandonó lo poco que le quedaba y, vestido como un mendigo, empezó a ir de ciudad en ciudad predicando la necesidad de recuperar una vida austera —en su caso rayando la pobreza absoluta— como el mejor modo de encontrar el sosiego de espíritu necesario para vivir en paz con uno mismo, a la par que promovía la realización de buenas acciones de los unos con los otros allí por donde pasaba. Visitó en aquellos años de destierro Tracia, Misia, Escitia y otras muchas tierras y ciudades. Y por lo general era bien recibido por su honestidad, su humildad y la sabiduría de sus palabras y consejos. A Roma llegaron durante años comentarios e historias sobre la peregrinación de Dión por los confines del Imperio, decían que incluso más allá de sus fronteras. Podías estar de acuerdo o no con Dión, pero nadie dudaba de que aquel anciano había viajado mucho, había visto mucho y sabía mucho. Tras el asesinato de Domiciano, el emperador Nerva perdonó a Dión y le permitió regresar a Roma si lo deseaba. Éste aceptó el perdón, tomó el nombre de Coceyo en honor del emperador Marco Coceyo Nerva y regresó a la capital del Imperio. Lo que no hizo ya Dión fue retornar a su anterior vida de cierta comodidad. En su lugar decidió mantener sus costumbres extremadamente austeras, aun cuando era invitado a las casas de los más poderosos de Roma.
Y es que muchos sentían curiosidad por saber de su vida y de sus opiniones sobre todo tipo de situaciones y sucesos, hasta que el propio emperador Marco Ulpio Trajano lo invitó a acudir con frecuencia al palacio para departir con él de los más variopintos asuntos. La presencia del filósofo en el palacio imperial generó la sorpresa de muchos y la incomprensión de algunos, pero como fuera que Dión nunca pedía nada para sí mismo ni parecía influir de forma perniciosa sobre el César, todos pasaron a considerar aquella extraña relación como un capricho peculiar del nuevo emperador que, a fin de cuentas, no hacía daño a nadie. Ese Dión Coceyo, originario de la ciudad de Prusa, era el que se encontraba en ese momento frente al emperador Trajano.
—¿A qué debo el honor de tu visita? —preguntó el César sentado ya al otro lado de su mesa de mapas.
—El César es demasiado generoso al considerar mi visita como un honor y no como una molestia —comentó el anciano acercándose un poco hacia la mesa, pero siempre manteniendo una distancia prudencial. No quería dar a entender que pudiera tener interés por los planos que el César estuviera consultando en ese momento. Y como sabía que Trajano no era hombre que apreciara largos circunloquios, Dión Coceyo fue directamente al asunto que lo había traído hasta allí—. Sólo he venido a avisar al emperador.
Trajano se reclinó lentamente en el respaldo de su solium.
—¿Un aviso? —repitió inquisitivo.
—Sí, augusto; creo… he estado pensando que quizá el César no sea plenamente consciente de que ha entrado en guerra.
Trajano frunció el ceño. Pensó de inmediato en sus planes para atacar a los dacios, pero no comprendía cómo aquel anciano podía haber intuido aquello y, lo más importante, le preocupaba que si Dión Coceyo había adivinado sus intenciones quizá alguien más lo hubiera hecho, y aún era demasiado pronto para desvelarlo todo. En ese momento se volvieron a abrir las puertas de bronce y un par de esclavos entraron con varias lucernas encendidas que distribuyeron por la cámara para luego desaparecer de inmediato y dejar solos al emperador y al filósofo. Las puertas volvieron a cerrarse.
—¿En guerra contra quién? —indagó Trajano en un intento por clarificar hasta dónde había llegado aquel viejo griego en sus conjeturas.
—El César ha entrado en guerra contra el dinero —y como fuera que Dión detectó la sorpresa en el rostro del emperador, decidió ser más preciso—; el emperador ha entrado en guerra contra aquellos que habían hecho mucho dinero en tiempos de Domiciano.
—Sabes que muchas veces no te entiendo pero siempre te respeto y te admiro porque no adulas y siempre dices lo que piensas, pero necesito que aclares tus palabras —comenzó el emperador más relajado toda vez que comprobaba que el filósofo no se refería a una guerra de verdad contra los dacios o contra ningún otro pueblo de las fronteras del Imperio—. Yo sólo he atacado, mejor dicho, he ordenado —continuó Trajano— que se juzgue a aquellos que obtuvieron riquezas en época de Domiciano de forma claramente corrupta y vil. No he confiscado la riqueza de nadie que se hubiera enriquecido de forma honesta, ya sea como político o como comerciante. Sólo he actuado contra los corruptos y me sorprende que tú, precisamente tú de entre todos los hombres de Roma, puedas ver eso con malos ojos.
—Yo no he dicho que critique los juicios, augusto, ni las condenas contra los senadores y gobernadores corruptos, sólo he venido para advertir que el César debe estar atento.
Las sombras que proyectaban las luces de los candiles se repartían por toda la estancia como si la cámara imperial estuviera poblada por un ejército de guerreros oscuros.
—¿Atento a qué? —preguntó Trajano, que aún no acertaba a entender a dónde quería llegar Dión Coceyo. El anciano miró una de las sellae vacías junto a la mesa de los mapas. El emperador asintió y el viejo filósofo se sentó despacio sobre la misma dejando escapar un largo y lento suspiro.
—Me hago viejo, augusto —empezó de nuevo Dión y, al instante, fijó su mirada en la figura del emperador—. Tan valiente y tan noble, César, sin duda, pero tan ingenuo en ocasiones… a veces me pregunto cómo ha podido el emperador sobrevivir a Domiciano con esa simpleza.
Trajano lo miraba atento. En su faz no se reflejaba incomodidad alguna por la familiaridad con la que el anciano filósofo se dirigía a él. De hecho a Trajano le gustaba. Sólo su esposa o Longino y, en ocasiones, Lucio Quieto le hablaban de esa forma. El resto siempre se deslizaba con demasiada facilidad hacia la adulación. Dión Coceyo era un alivio en medio de tanto artificio.
—No soy tan ingenuo, Dión. Intuyo por dónde vas. Crees que me he labrado nuevos enemigos por causa de los últimos juicios contra los corruptos, ¿no es así?
El filósofo sonrió satisfecho al ver que, en efecto, el emperador no era tan ingenuo después de todo, pero decidió insistir en la importancia de estar atentos a lo que pudiera pasar.
—El dinero, augusto, no se deja atacar sin devolver el golpe. Siempre vuelve y lo hace con fuerza. El César es un gran militar. Sé que puede enfrentarse a los dacios y a los germanos o a los partos y conseguir victorias. Ahí el César no necesita consejos, más allá de ser prudente, pero ahora el emperador ha abierto un frente aquí, en Roma: al llegar al poder, hace tres años, Trajano pactó con el Senado, pero ahora el César ha abierto una brecha por donde sus enemigos atacarán. No critico ninguna de las actuaciones del César, seguramente esos juicios y sus condenas eran necesarios, pero el emperador debe comprender que cada acción tiene su reacción.
—Por eso la mayoría de los condenados han sido desterrados, alejados de Roma y esparcidos por el Imperio. No los he matado porque el rencor de sus familiares alimentaría traiciones y venganzas.
—Sin duda, esa contención por parte del César muestra inteligencia y sabiduría. No es correcto decir que el César es ingenuo, no lo es, es evidente, ahí no he estado ajustado en mi forma de expresarme, pero el emperador no debe infravalorar nunca el tremendo poder del dinero, especialmente de quien lo ha tenido y lo ha perdido. El César exigió que todos estos condenados devolvieran al Estado grandes cantidades de dinero.
—Era lo justo —sentenció Trajano con rapidez.
—Lo justo —repitió el filósofo—, sí, pero lo justo no agrada nunca a los que se acostumbraron a la injusticia, y más aún cuando ésta era provechosa para ellos.
Las llamas de las lucernas lamían el aire con la constancia lenta de quien consume el tiempo sin prisa. En el exterior se oyó a los pretorianos hablando. Trajano sabía que era la hora del relevo de la guardia.
—¿Piensas en alguien concreto? —preguntó al fin el emperador.
Dión Coceyo negó despacio con la cabeza.
—No, no soy quién para dar un nombre, pero, sin duda alguna, quien haya perdido más dinero será quien más odie al César.
Y calló.
Las sombras vibraron al abrirse las puertas de bronce. Un centurión habló desde el umbral.
—Sólo quería informar al César de que la guardia ha sido relevada según lo acordado.
Trajano asintió y el centurión cerró de nuevo las puertas de bronce. El emperador había dado orden de ser informado siempre que hubiera un relevo en la guardia. Aquel palacio… a veces sentía que maquinaban alguna conjura, pero no sabía quién o quiénes. Y ahora aquel filósofo con su advertencia. Trajano recordó entonces otro aviso que recibió hacía ya tiempo: «Estas paredes, César, estas paredes están malditas», le dijo Domicia Longina, la mujer del emperador Domiciano, refiriéndose al palacio imperial. Ésta era una mujer enigmática, diferente, extraña, pero como hija del general fallecido Corbulón, debía protegerla para honrar la promesa que su padre hiciera al gran legatus Corbulón, el padre de Domicia, el día de su muerte: proteger siempre a aquella familia. Él juró lo mismo a su propio padre y lo seguiría cumpliendo. «Este palacio está maldito», dijo la antigua emperatriz. ¿Estaba en lo cierto?
Dión Coceyo se levantó.
—No he querido importunar al César —dijo el filósofo. Trajano asintió una vez más mientras recordaba también que eso mismo añadió Domicia cuando le advirtió sobre aquel palacio imperial: «No he querido molestar al César.» El filósofo se inclinó y dio media vuelta.
—¡Abrid! —dijo Trajano con fuerza, y las pesadas hojas de bronce volvieron a separarse para engullir la figura de aquel enjuto filósofo antes de volver a cerrarse con rapidez.
Marco Ulpio Trajano se quedó de nuevo solo en la cámara imperial. Intentaba acordarse de quién era el gobernador o senador que hubiera sido condenado a devolver más dinero en los últimos juicios, pero no pudo recordarlo. Concluyó que lo mejor sería preguntar luego a alguno de sus consejeros, pero en cuanto sus ojos volvieron a mirar los mapas que tenía delante, aquel último pensamiento se diluyó entre sus planes sobre cómo acometer una campaña al norte del Danubio contra los dacios. Nuevas calzadas, el abastecimiento de las legiones, la construcción de un puente… su preocupación por los preparativos necesarios lo absorbió por completo y nunca preguntó a sus consejeros quién había sido condenado a devolver más dinero. Simplemente, se le olvidó.
«Τί μὲν λέγεις, οὐκ οἶδα, φιλῶ δέ σε ὡς ἐμαυτόν.»
«No entiendo lo que me dices, pero te amo como a mí mismo», le dijo Trajano a Dión Coceyo en un intento por hacer ver a todos que aun cuando no entendía siempre al filósofo lo respetaba y lo admiraba.
Frase recogida por Filóstrato en Vitae sophistarum I,
488, 31 del Thesaurus Linguae Graecae