UNA PETICIÓN DESESPERADA
Roma
Febrero de 101 d. C.
—¡Sólo tú puedes salvarla! ¡Sólo el gran Plinio puede conseguirlo! —dijo aquel hombre entre sollozos, postrado ante el poderoso senador de Roma, abrazándole las rodillas en señal de máxima sumisión mientras seguía repitiendo aquellas palabras como una letanía de sufrimiento eterno—. ¡Sólo Plinio puede salvar a mi hija! ¡Sólo Plinio!
El viejo Menenio vio cómo Plinio se agachaba y lo cogía por los brazos para levantarlo.
—No es necesario que te postres de esta forma para que entienda tu dolor —dijo Plinio mientras acompañaba a su amigo junto a un solium en el que lo invitó a sentarse, a la vez que él hacía lo mismo en una sella que estaba al lado.
En el atrio de la enorme domus de Plinio en Roma, protegidos por aquel gran peristilo porticado, sólo se oía el arrullo de la fuente del centro. Éste, uno de los senadores más poderosos del Imperio, había podido adquirir aquella residencia tras una exitosa carrera como abogado primero y como senador después, siempre ascendiendo en los diferentes cargos públicos del cursus honorum. Era de los pocos supervivientes a los años de locura de Domiciano y ahora parecía bien posicionado con el nuevo emperador Trajano. Menenio, sin embargo, pertenecía a una ancestral familia patricia que poco a poco había perdido fuerza, poder e influencia en Roma, hasta el punto de que ahora su pater familias se veía obligado a humillarse ante un semejante, ante otro senador, para conseguir salvar a una hija sobre la que se cernía la más temible de las sombras.
—Sólo tú puedes salvarla —volvió a insistir Menenio—. Estás en buenas relaciones con el nuevo emperador. Trajano te escuchará. Sé que si tú la defiendes al menos la muchacha tendrá una oportunidad.
—Por todos los dioses, Menenio, tranquilízate —respondió Plinio—. Según lo que me has contado ni siquiera hay una acusación formal, y el delito es muy grave. Muy pocos se atreverían a formularla. Una acusación falsa contra una vestal, si se prueba que han mentido, puede suponer la muerte. En ocho años nadie ha osado acusar a una sacerdotisa de Vesta.
—Cierto —concedió Menenio, aunque en seguida añadió unas palabras que resonaron terribles en el patio de aquella domus—; pero en aquel último caso, el de hace ocho años, la vestal acusada fue condenada y enterrada viva.
Silencio. El agua de la fuente seguía manando. El ruido del líquido al caer sobre el mármol les recordaba que el tiempo no se detenía, aunque en aquel instante Menenio lo hubiera dado todo por poder pararlo.
—En todo caso —insistió Plinio quebrando aquella extraña pausa— sigue sin haber acusación formal. Sólo rumores…
—Tú sabes cómo funciona esto —lo interrumpió Menenio—. Tú lo sabes mejor que nadie. Todos lo hemos visto otras muchas veces: primero son los rumores, luego las delaciones.
—Trajano ha promulgado una ley contra las mismas.
—Sí, contra las delaciones anónimas, pero estoy seguro de que reunirán testigos comprados. Mentirán, Plinio, mentirán y mi hija será enterrada viva.
Plinio estiró las piernas. Estaba claro que era imposible tranquilizar a su amigo. Se levantó y paseó por el atrio. Suspiró. Regresó junto a Menenio y, de pie, empezó a resumir lo que su amigo le había contado.
—Por Júpiter, veamos: tu hija Menenia fue escogida por el emperador Domiciano, ya fallecido, para reemplazar a una de las vestales que él mismo condenó a muerte por un supuesto crimen incesti, porque se dijo que se había entregado a otros hombres rompiendo su voto sagrado de castidad. La selección de Menenia fue hace unos cuantos años… nueve has dicho, creo. ¿Correcto? —Menenio asintió y Plinio prosiguió con su relato—. Entonces tu hija tenía apenas nueve años también, la misma cifra. Fue conducida hasta la Casa de las Vestales y allí se la examinó de acuerdo a las costumbres sagradas de las sacerdotisas de Vesta, y fue aceptada. El problema radica en que tu hija tenía amistad, una amistad infantil e inocente, con un niño de nombre Celer, el hijo de un liberto de tu propia casa con el que jugó durante su infancia hasta que fue conducida a la Casa de las Vestales. Era una amistad sincera entre niños y ambos siguieron viéndose ocasionalmente, siempre bajo la atenta mirada de las vestales, en actos públicos. Hasta ahí todo bien. Continúo resumiendo: este niño, Celer, tenía un don, un don especial con los animales y en particular con los caballos, de tal forma que tú mismo, para ayudarle a que tuviera un medio de vida, influiste para que fuera admitido en una de las cuatro grandes corporaciones de cuadrigas de la ciudad, la de los rojos. El muchacho empezó como aurigator, como un ayudante de los aurigas, pero muy pronto, con unos trece años, empezó a correr hasta convertirse en uno de los más importantes aurigas de Roma. Ha conseguido decenas de victorias. La relación entre Celer y tu hija, ya una joven sacerdotisa vestal, se ha mantenido mediante cartas y en algunos encuentros siempre en público, siempre controlados, pero ha surgido un rumor, un rumor terrible que sientes que pronto puede transformarse en la peor de las acusaciones contra una vestal. Estás convencido de que hay personas, no sabemos quiénes, que han extendido el rumor de que tu hija Menenia ha roto su voto de castidad yaciendo con este auriga en secreto. Crees que pronto se formulará una acusación formal de crimen incesti y que, en consecuencia, tu hija será juzgada. Estás convencido de que habrá testigos comprados dispuestos a mentir ante el mismísimo emperador, ante el Pontifex Maximus, y declarar que tal horrendo crimen ha sido en efecto perpetrado por tu hija, pero no puedes decirme de dónde ha surgido el rumor ni quién puede estar dispuesto a arriesgar tanto comprando a estos testigos.
—Así es —confirmó Menenio.
Plinio volvió a sentarse junto a su amigo. Durante un largo rato no dijeron nada ninguno de los dos. En el fondo, Plinio compartía la tétrica visión que Menenio tenía sobre todo aquel asunto. Sí, los rumores solían terminar en acusaciones formales ante un tribunal. Era una de las herencias del principado de Domiciano. Trajano se había esforzado por reducir las causas basadas en delaciones anónimas sin base ni pruebas, pero con dinero se seguían comprando testimonios y seguía habiendo condenas injustas. Era difícil revertir en apenas dos o tres años la perniciosa tendencia que se había instalado en Roma durante los largos, lentos y penosos quince años del gobierno de Domiciano. Torcer a los hombres siempre es más fácil que enderezarlos. Plinio miraba al suelo. Menenio había sido siempre un amigo leal y hombre honesto. Había tenido que sufrir que su hija fuera designada por Domiciano como nueva vestal. Aquello no había sido sino una maniobra más del emperador para controlar a un hombre honrado. El miedo a que le pasara cualquier cosa a su hija, una vestal que como todas las sacerdotisas de Vesta dependía directamente del Pontifex Maximus y emperador del mundo, había hecho de Menenio el senador dócil y sumiso que Domiciano buscaba en la última época de su tiranía. Asesinado éste, Menenio había sido uno de los hombres más felices durante un breve intervalo de tiempo, pero ahora, de pronto, sin saber muy bien de dónde, surgía este rumor de una relación prohibida entre su hija y aquel amigo de la infancia que ahora era un gran auriga.
—Si hay acusación formal, Menenio, yo defenderé a tu hija —dijo al fin Plinio rompiendo el largo silencio en el que le habían sumido sus reflexiones.
—Gracias, por todos los dioses, gracias.
Menenio estaba a punto de levantarse del solium para volver a arrodillarse ante el que ahora sería el abogado defensor de su hija, pero Plinio se lo impidió asiéndole con un brazo. Menenio desistió y no volvió a humillarse. Hablaron entonces de otras cosas para relajar un poco aquel tenso encuentro. De asuntos intrascendentales para Menenio pero que ayudaban a distraer su mente de la preocupación por la seguridad de su hija: las obras de remodelación y ampliación del Circo Máximo que había ordenado Trajano, los problemas en el suministro de agua a la ciudad o el juicio en el Senado a Prisco, uno de los senadores más corruptos de la época de Domiciano a quien Trajano había condenado a devolver una enorme cantidad de dinero y luego había enviado al destierro. Plinio, al final de aquella conversación, añadió una pregunta que había aprendido a hacer antes de aceptar la defensa de alguien, pues sabía que no había nada peor que no saberlo todo de sus defendidos.
—Dime, Menenio, ¿hay algo especial, algún secreto por pequeño que sea, que deba saber sobre tu hija Menenia? Sería terrible que los acusadores averiguaran algo de tu hija que su defensor no conociera. ¿Hay algo secreto?
El viejo senador Menenio no respondió de inmediato. Miró al suelo un instante, como si repasara velozmente la vida de su hija.
—No —respondió al fin.
Plinio lo observó atento y asintió muy despacio.
—Que los dioses te prodiguen bondades —le dijo Plinio a su amigo mientras lo acompañaba a la puerta. Menenio se inclinó al despedirse. Iba a marcharse ya, pero se detuvo un instante.
—Es inocente, mi hija es inocente —dijo Menenio en un arrebato, en un intento por afianzar aún más el compromiso de su amigo en la defensa de su hija.
—Estoy seguro de ello —respondió Plinio en el tono más tranquilizador que pudo. Menenio sonrió levemente en señal de agradecimiento y se perdió, escoltado por cuatro esclavos, entre la multitud que atestaba las calles de Roma, una muchedumbre que se dirigía al Circo Máximo. Aquella misma mañana había carreras y toda Roma acudía a presenciarlas. Plinio frunció el ceño. ¿Correría Celer, el auriga protagonista junto con Menenia de aquellos malditos rumores, próximamente? Tenía que ver de nuevo una de esas carreras. Hacía tiempo que no se acercaba al Circo Máximo, pero si quería defender bien a aquella vestal, a la hija de su amigo, sentía que tenía que volver a ver las carreras del Circo y prestar mucha atención a todo lo que ocurriera allí. Los esclavos cerraron la puerta y Plinio regresó al interior de su domus. Una vez en el atrio de su casa se sentó en su solium. «Inocente», pensó. Seguro que lo era. Siendo hija de Menenio, aquella muchacha sería igual de recta y virtuosa que su padre y su madre. De eso no tenía duda. Pero también, seguramente, fueron inocentes las cuatro vestales condenadas a muerte durante la época de Domiciano. Plinio suspiró profundamente. Le preocupaba que en un juicio en Roma lo menos importante de todo fuera la inocencia o la culpabilidad de la acusada, pero, por encima de todo, le incomodaba que Menenio le hubiera mentido. Plinio sabía cuando alguien mentía. Ése era su don. Y Menenio no había respondido la verdad cuando le había preguntado sobre si existía algún secreto en la vida de su hija Menenia. Y los secretos no eran buenos en un juicio. ¿Por qué habría querido ocultarle algo cuando la vida de su hija estaba en juego?
Plinio se mantuvo sentado en el centro del atrio.
—Rumores y secretos —dijo en un murmullo casi inaudible—. Será difícil ganar este juicio.