Estaba tumbada de espaldas, escuchando el tamborileo constante de sus dedos metálicos contra el suelo de resina blanca de su celda. De todos los pensamientos que podrían mantener su mente ocupada, un solo momento parecía varado en su memoria, estancado en una repetición infinita.
Día de mercado, el bochorno, el olor de los panecillos dulces de Chang Sacha impregnando la plaza de la ciudad. Antes de que nada de todo aquello hubiera sucedido: antes de que Peony hubiera caído enferma, antes de que Levana hubiera llegado a la Tierra, antes de que Kai le hubiera pedido que la acompañara al baile. Ella solo era una mecánica y él el príncipe a cuyos encantos fingía ser inmune. Kai estaba allí, justo enfrente, mientras ella se tambaleaba sobre un solo pie e intentaba dominar su pulso acelerado. Cinder apenas podía sostenerle la mirada. Él se inclinó hacia delante y la obligó a mirarlo. Y sonrió.
Eso.
Ese momento. Esa sonrisa.
Una y otra y otra vez más.
Cinder suspiró y varió el ritmo del tamborileo de los dedos.
Por la red proliferaban vídeos del baile, de los que había visto exactamente 4,2 segundos a través de su conexión —ella, con su sucio vestido de gala, cayendo por la escalera—, antes de apagarla. En la secuencia parecía una loca. Estaba convencida de que no habría humano que no se alegrase de deshacerse de ella cuando la reina Levana exigiera su entrega y se la llevara de vuelta a Luna. Para «juzgarla».
Oyó los pasos del guardia, amortiguados, al otro lado de la puerta de la celda. Todo era blanco, incluido el mono de algodón, de un blanco oxigenado intenso, que le habían proporcionado después de obligarla a entregar el maltrecho vestido de Peony y el pedacito de guante de seda que había sobrevivido al calor y las rozaduras. Tampoco se habían molestado en apagar las potentes luces, por lo que estaba aturdida y exhausta. Empezaba a pensar si no acabaría siendo un alivio que la reina fuera a buscarla con tal de poder dormir al menos unos minutos.
Y solo llevaba allí catorce horas, treinta y tres minutos y dieciséis segundos. Diecisiete. Dieciocho.
Cinder se sobresaltó cuando la puerta produjo un ruido sordo y metálico. Entrecerró los ojos, dirigiéndolos hacia la ventanilla que se había abierto en lo alto de la plancha metálica, y vio la sombra de la cabeza de un hombre. La nuca. Los guardias ni siquiera la miraron.
—Tienes visita.
Se enderezó, apoyándose en los codos.
—¿El emperador?
El guardia soltó un resoplido burlón.
—Sí, el mismo.
La sombra desapareció de la rejilla.
—¿Sería tan amable de abrir la puerta, por favor? —dijo una voz conocida con un acento familiar—. Debo hablar con ella en privado.
Cinder se levantó con cierta dificultad, sosteniéndose sobre su único pie, y descansó el cuerpo contra la pared, suave como el cristal.
—Es una celda de máxima seguridad —replicó el guardia—. No puedo dejarle entrar. Tendrá que hablar con ella a través de la rejilla.
—No sea ridículo. ¿Le parezco una amenaza para la seguridad?
Cinder se acercó renqueando hasta la ventanilla y se puso de puntillas. Era el doctor Erland, con una bolsa de lino blanco. Todavía llevaba la bata de laboratorio, las diminutas gafas plateadas sobre la nariz y la gorra de lana en la cabeza. Aunque el hombre tenía que levantar la barbilla para poder mirar al guardia a la cara, su actitud dejaba bien claro que no pensaba dejarse intimidar.
—Soy el director del equipo de investigación de la letumosis de la casa real —insistió el doctor Erland— y esta joven es mi sujeto de estudio más importante. Necesito extraerle muestras de sangre antes de que abandone el planeta.
Sacó una jeringuilla de la bolsa y la blandió ante el guardia, quien retrocedió sorprendido y asustado antes de cruzar los brazos sobre el pecho.
—Obedezco órdenes, señor. Tendrá que obtener una autorización oficial del emperador para poder entrar.
El doctor Erland pareció desinflarse y volvió a meter la jeringuilla en la bolsa.
—De acuerdo. Si es una cuestión de protocolo, lo entiendo. —Sin embargo, en vez de dar media vuelta, se estiró los puños de las mangas antes de dedicarle una nueva sonrisa al guardia, aunque con un aire ligeramente siniestro—. Tenga, ¿lo ve? —dijo. Cinder sintió que un pequeño escalofrío le recorría la columna vertebral al oír aquella voz. El doctor continuó hablando con un tono que convertía sus palabras en un arrullo—. He obtenido la autorización pertinente del emperador. —Dirigió ambas manos hacia la puerta de la celda, con decisión—. Ya puede abrirla.
Cinder parpadeó, tratando de despejar la mente. Era como si el doctor Erland quisiera que lo arrestaran; sin embargo, en ese momento el guardia se volvió hacia ella con expresión aturdida y pasó su chip de identidad por el escáner. La puerta se abrió.
Cinder retrocedió tambaleante y recuperó el equilibrio apoyándose en la pared.
—Muchísimas gracias —dijo el doctor, que entró en la celda sin darle la espalda al guardia—. Si no es mucha molestia, le agradecería que nos concediera un poco de intimidad. No tardaré ni un minuto.
El guardia cerró la puerta sin rechistar. Sus pasos se perdieron al final del pasillo.
El doctor Erland se dio la vuelta y se quedó sin habla al posar sus vivos ojos azules en ella. Momentáneamente boquiabierto, apartó la mirada y cerró los ojos con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, parecía haberse recuperado ligeramente de la sorpresa.
—Si alguna vez hubo alguna duda, ahora ya no existe. No le vendría mal empezar a practicar a controlar su don.
Cinder se tocó la cara con la mano.
—No estoy haciendo nada.
El doctor se aclaró la garganta, incómodo.
—No se preocupe, ya le cogerá el tranquillo. —El hombre miró a su alredor—. Menudo lío en el que se ha metido, ¿no cree?
Cinder señaló la puerta con un dedo.
—Tiene que enseñarme ese truco.
—Será un honor, señorita Linh. En realidad, es muy sencillo, solo tiene que concentrarse, conseguir atraer hacia usted los pensamientos del sujeto en cuestión y exponer con claridad qué es lo que desea. Todo ello mentalmente, por descontado.
Cinder frunció el ceño. No parecía tener nada de sencillo.
El doctor le restó importancia con un gesto.
—No se preocupe, ya verá cómo le saldrá de manera natural cuando lo necesite, pero ahora no hay tiempo para darle clases particulares. Debo darme prisa si no quiero levantar las sospechas de nadie.
—Las mías ya las ha levantado.
El doctor Erland pasó por alto el comentario y repasó a Cinder con la mirada: el mono blanco, demasiado grande y amplio para su esbelto cuerpo, la mano metálica abollada y rayada por culpa de la caída, los cables de múltiples colores colgando por la vuelta del pantalón…
—Ha perdido el pie.
—Sí, ya me he dado cuenta. ¿Cómo está Kai?
—¿Cómo? ¿No va a preguntar primero por mí?
—Usted parece estar bien —contestó Cinder—. En realidad, mejor que de costumbre. —Era cierto, la luz que proyectaban los fluorescentes de la celda le restaba diez años como mínimo. Aunque lo más probable era que todavía persistieran los efectos de haber usado el don lunar con el guardia—. ¿Cómo está él?
—Confuso, creo. —El doctor se encogió de hombros—. Estoy convencido de que estaba un poco enamorado de usted y descubrir que era, en fin… Supongo que es difícil de asimilar.
Con gesto frustrado, Cinder se pasó una mano por el pelo, enredado después de catorce horas de mesárselo nerviosamente entre los dedos.
—Levana le obligó a elegir: o se casaba con ella o me entregaba. Si se negaba a una u otra cosa, dijo que le declararía la guerra basándose en no sé qué ley acerca de dar refugio a lunares.
—Por lo que parece, el emperador ha tomado la decisión correcta. Será un buen gobernante.
—Esa no es la cuestión. La decisión de Kai no contentará a Levana para siempre.
—Por supuesto que no. Y aunque Kai hubiera aceptado el matrimonio, ella tampoco habría permitido que usted viviera demasiado tiempo. Necesita verla muerta, mucho más de lo que usted se imagina. Por eso nos conviene hacer creer a Levana que Kai ha hecho todo lo posible para tenerla encerrada y que está dispuesto a entregársela cuando decida partir hacia Luna, lo cual supongo que sucederá de un momento a otro. De lo contrario, este asunto podría tener consecuencias terribles para él… y para la Comunidad.
Cinder entornó la mirada.
—Pues yo diría que Kai está haciendo todo lo posible por tenerme encerrada.
—Así es. —El doctor Erland empezó a darles vueltas a los pulgares—. Eso complica las cosas, ¿no cree?
—¿Qué quiere…?
—¿Por qué no nos sentamos? Debe de ser muy incómodo mantener el equilibrio sobre un solo pie. —El doctor Erland se sentó en el único camastro de la celda. Cinder se dejó resbalar por la pared frente a él—. ¿Cómo tiene la mano?
—Bien. —La joven flexionó los dedos metálicos—. La articulación del meñique está rota, pero podría ser peor. Ah, y… —Se señaló la sien— ningún agujero en la cabeza. No puedo quejarme.
—Sí, ya he oído que la reina intentó atacarla. La salvó su programación, ¿no es cierto?
Cinder se encogió de hombros.
—Creo que sí. Recibí un mensaje diciendo que estaba sufriendo una manipulación bioeléctrica justo antes de que… Nunca había recibido ese mensaje, ni siquiera con su hechizo.
—Fue la primera vez que un lunar le obligó hacer algo en vez de limitarse a hacérselo creer o sentir. Y parece que su programación respondió tal como se esperaba. Un nuevo e impresionante acierto de su cirujano, o puede que todo el mérito sea del dispositivo de Linh Garan. En cualquier caso, a Levana debió de cogerle completamente desprevenida. Aunque sospecho que los fuegos artificiales con que usted nos regaló no deben de haberle granjeado el afecto de demasiados terrestres.
—No sabía cómo controlarlo. No sabía qué estaba ocurriendo. —Recogió las rodillas contra el pecho—. Seguramente lo mejor es que esté aquí dentro. Ahí fuera no tengo adónde ir, y menos después de esto. —Señaló un lugar inexistente al otro lado de las paredes blancas—. Por lo menos así Levana acabará con mi desgracia de una vez por todas.
—¿Así lo cree, señorita Linh? Qué lástima. Esperaba que hubiera heredado más coraje de nuestro pueblo.
—Lo siento. Por lo visto lo perdí cuando se me cayó el pie en medio de una emisión en directo.
El doctor arrugó la nariz.
—Se preocupa demasiado por esas tonterías.
—¿Tonterías?
El doctor Erland sonrió con suficiencia.
—He bajado hasta aquí por una razón muy importante, ¿sabe?, y no tenemos todo el día.
—De acuerdo. —Cinder gruñó mientras se arremangaba y le tendía el brazo—. Sáqueme toda la sangre que quiera. No voy a necesitarla.
El doctor Erland le dio unas palmaditas en el codo.
—En realidad, eso no era más que una excusa. No he venido a llevarme muestras de sangre. Ya encontraré lunares en África si necesito hacer pruebas.
Cinder dejó caer el brazo en el regazo.
—¿En África?
—Sí, me voy a África.
—¿Cuándo?
—De aquí a unos tres minutos. Hay mucho trabajo por hacer y sería difícil llevarlo a cabo en una celda, así que he decidido ir al lugar donde se documentaron los primeros casos de letumosis, a un pequeño pueblecito al este del desierto del Sáhara. —Dibujó una espiral en el aire, como si señalara un mapa invisible—. Espero encontrar huéspedes portadores de la enfermedad y convencerlos para que colaboren en la investigación.
Cinder de desenrolló la manga.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí?
—Para invitarla a visitarme. Cuando le venga bien, por descontado.
Cinder lo miró con el ceño fruncido.
—Hombre, gracias, doctor. Miraré la agenda, a ver cuándo podría pasarme por allí.
—Espero que lo haga, señorita Linh. Tenga, le he traído un regalo. En realidad, dos. —El doctor Erland rebuscó en el interior de la bolsa y extrajo una mano y un pie metálicos, deslumbrantes bajo la cruda luz de los fluorescentes. Cinder enarcó las cejas, visiblemente sorprendida—. Es lo último de lo último. Completamente equipados. Titanio al cien por cien. ¡Y mire! —Como un niño con un juguete nuevo, toqueteó los dedos de la mano metálica, bajo los que se ocultaban una linterna, un estilete, un lanzador de proyectiles, un destornillador y un conector universal—. Más útil imposible. Los dardos tranquilizantes se guardan aquí. —Abrió el compartimento de la palma de la mano, que almacenaba una decena de dardos diminutos—. Una vez que sincronice sus conexiones, debería ser capaz de armarla solo con pensarlo.
—Es… fascinante. Así, cuando tenga la cabeza en el tajo, al menos podré llevarme por delante a varios curiosos conmigo.
—¡Exacto! —El doctor Erland ahogó una risita. Cinder frunció el ceño, irritada, pero el hombre estaba demasiado absorto en la prótesis para darse cuenta—. Los he hecho fabricar especialmente para usted. He utilizado el escáner que teníamos de su cuerpo para asegurarme de que no nos equivocábamos de talla. Si hubiera dispuesto de más tiempo, los habríamos cubierto con un injerto de piel, pero supongo no se puede tener todo.
Cinder aceptó los repuestos cuando el hombre se los tendió y examinó el trabajo con nerviosismo.
—Que no los vea el guardia o me meteré en un buen lío —le advirtió el hombre.
—Gracias. No sabe la ilusión que me hace llevarlos los dos últimos días de mi vida.
Con una sonrisa maliciosa, el doctor Erland miró a su alrededor antes de dirigirse a ella.
—Es curioso, ¿verdad? Tantos avances, tanta tecnología y a nadie se le ha ocurrido diseñar un sistema de seguridad a prueba de ciborgs lunares. Supongo que debemos dar gracias de que no haya muchos como usted dando vueltas por ahí o tendríamos fama de expertos en fugas.
—¿Qué? ¿Está usted loco? —dijo Cinder, bajando la voz hasta convertirla en un susurro ronco—. ¿Está animándome a fugarme?
—Para serle franco, últimamente se me va un poco la cabeza. —El doctor Erland se rascó la arrugada mejilla—. ¿Qué se le va a hacer? Toda esa bioelectricidad mano sobre mano, sin nada que hacer… —Suspiró exageradamente—. Pero no, señorita Linh, no estoy animándola a fugarse, estoy diciendo que debe fugarse y que debe hacerlo pronto. Sus probabilidades de supervivencia serán prácticamente nulas cuando Levana venga a por usted.
Cinder apoyó la espalda contra la pared, con un incipiente dolor de cabeza.
—Mire, le agradezco que se preocupe por mí, de verdad. Pero es que, aunque consiguiera descubrir el modo de salir de aquí, ¿sabe lo furiosa que se pondría Levana? Usted mismo ha dicho que habrá consecuencias terribles si no obtiene lo que quiere. Yo no valgo una guerra.
Un brillo atolondrado animó los ojillos del hombre tras los cristales de las gafas. El doctor Erland pareció rejuvenecer por un instante.
—En realidad, sí la vale.
Cinder ladeó la cabeza y lo miró con recelo. Tal vez estuviera loco de veras.
—Intenté decírselo la semana pasada cuando vino a mi despacho, pero tuvo que salir corriendo para ir a ver a su hermana… Ah, por cierto, mis condolencias.
Cinder se mordió el interior de la mejilla.
—En fin, verá, pedí que secuenciaran su ADN y este no solo me informó de que usted era lunar y de que no era una caparazón, sino también de parte de su herencia. De su línea de parentesco por consanguinidad.
Cinder sintió que el pulso se le aceleraba.
—¿De mi familia?
—Sí.
—¿Y? ¿Tengo familia? ¿Mis padres están…? —Vaciló. La mirada del doctor Erland se había entristecido ante la repentina animación de la joven—. ¿Están muertos?
El hombre se quitó la gorra.
—Lo siento, Cinder. Tendría que haber enfocado este asunto de otra manera. Sí, su madre está muerta. No sé quién es su padre o si sigue vivo. Su madre era, digamos que… conocida por su promiscuidad.
Cinder sintió que sus esperanzas se marchitaban.
—Ah.
—Y tiene una tía.
—¿Una tía?
El doctor Erland estrujó la gorra entre las manos.
—Sí. La reina Levana. —Cinder parpadeó—. Mi querida niña, sois la princesa Selene.