Capítulo treinta y seis

—¿Negociar? —dijo Kai—. ¿Por su vida?

—Bienvenido al mundo real de la política.

Levana le dio un sorbo a su copa de vino. A pesar del carmín, no dejó ninguna marca en el cristal.

—No es ni el momento ni el lugar más indicado para discutir esta cuestión —contestó Kai, con una irritación mal disimulada.

—¿Eso creéis? Pues yo diría que es una cuestión que concierne a todos los que estamos en este salón. Al fin y al cabo, deseáis la paz. Deseáis mantener a salvo a vuestro pueblo. Metas admirables, ambas. —Deslizó su mirada hacia Cinder—. También deseáis salvarle la vida a esta desdichada criatura. Que así sea.

La visión de Cinder parpadeó al volver la vista hacia Kai. El corazón le latía con fuerza.

—¿Y vos? —preguntó el joven.

—Yo deseo ser emperadora.

Cinder intentó zafarse del guardia.

—Kai, no. No puedes hacerlo.

Kai se volvió hacia ella. En sus ojos se adivinaba la lucha que se debatía en su interior.

—Eso no cambiará nada —insistió Cinder—, y lo sabes.

—Hazla callar —ordenó Levana.

El guardia le tapó la boca con una mano y la atrajo hacia su pecho con fuerza, pero no pudo impedir que siguiera suplicando con la mirada. «No lo hagas. No valgo la pena, lo sabes.»

Kai se acercó al ventanal con pasos largos y lentos y se detuvo unos instantes delante de él, con la mirada perdida en la tormenta torrencial y los hombros temblorosos. Tras unos breves instantes, se volvió y paseó la mirada por el salón. Por aquel océano de color, seda y tafetán, de oro y perlas. Por los rostros asustados y confundidos que lo rodeaban.

El baile anual. Ciento veintiséis años de paz mundial.

Dejó escapar un suspiro entrecortado e irguió el cuerpo.

—Creía que había dejado clara cuál era mi postura. Hace apenas unas horas, le dije a mi pueblo que haría cualquier cosa para protegerlo. Lo que hiciera falta. —Abrió las manos y dirigió las palmas hacia la reina, suplicante—. No tengo ningún reparo en admitir que poseéis más poder que todos los pueblos terrestres juntos y no albergo ningún deseo de medir nuestras fuerzas. También reconozco mi absoluta ignorancia hacia vuestras costumbres y las de vuestro pueblo y que no puedo censuraros por el modo en que lo habéis gobernado. Estoy convencido de que siempre habéis hecho lo que creíais más conveniente para ellos. —Se reencontró con la mirada de Cinder y se puso recto—. Sin embargo, no es el modo en que deseo que se gobierne la Comunidad. Queremos la paz, pero no a costa de la libertad. No puedo… No me casaré con vos.

De pronto fue como si toda la estancia contuviera la respiración, pese a que al mismo tiempo los cuchicheos recorrían el salón en veloces susurros. La sensación de alivio que invadió a Cinder desapareció en cuanto cruzó una mirada con Kai, quien no podía parecer más desdichado.

—Lo siento —musitó el joven.

Cinder deseó poder decirle que no pasaba nada. Que lo entendía. Era la decisión que estaba deseando que tomara desde el principio y nada cambiaría eso.

Ella no valía una guerra.

Levana tenía los labios fruncidos y, salvo por el lento retroceso de las orejas y la casi imperceptible tensión de la mandíbula, en su rostro no se movía un solo músculo. El escáner de retina de Cinder parpadeaba como un poseso en el límite de su campo de visión, vomitando números y cifras, pero lo ignoró como lo haría con un mosquito molesto.

—¿Es vuestra última palabra?

—Sí —confirmó Kai—. La joven, la fugitiva permanecerá en prisión hasta vuestra partida. —Levantó la barbilla, como si se resignara ante la decisión que él mismo había tomado—. No es mi intención ofenderos, Su Majestad. Deseo de todo corazón que podamos seguir manteniendo nuestras conversaciones en busca de una alianza aceptable para ambos.

—No podemos —contestó Levana. La copa que tenía en la mano se hizo añicos y el suelo quedó bañado por una cascada de esquirlas de cristal. Cinder dio un respingo y se oyeron varios gritos entre los presentes al tiempo que todos retrocedían, pero el guardia lunar permaneció inmutable—. Expuse mis requerimientos ante vuestro padre con la misma claridad y del mismo modo con que los he expuesto ante vos, y sois un necio al ignorarlos. —Arrojó el fino pie de la copa contra la columna. El vino goteaba de la punta de sus dedos—. ¿Insistís en rechazar mis peticiones?

—Su Majestad…

—Contestad.

El escáner de retina de Cinder se iluminó, como si de repente alguien hubiera dirigido un foco hacia la reina. Se le cortó la respiración. Le flaquearon las rodillas y se desplomó sobre el guardia, quien volvió a levantarla con brusquedad.

Cinder cerró los ojos con fuerza, convencida de que eran imaginaciones suyas, y volvió a abrirlos. El entramado de líneas se ordenó. Líneas que determinaban los ángulos exactos del rostro de Levana. Coordenadas que mostraban la colocación de los ojos, la longitud de la nariz, la anchura de la frente. Un dibujo perfecto se superponía sobre la mujer perfecta… y no coincidían.

Cinder todavía miraba atónita a la reina, intentando comprender el significado de las líneas y los ángulos que su escáner le mostraba, cuando se dio cuenta de que la discusión había terminado. La reacción de la joven había sido tan brusca que todo el mundo había vuelto la atención hacia ella.

—Por todas las estrellas —musitó. Su escáner era capaz de atravesar el espejismo, no le afectaba el hechizo lunar, sabía dónde se encontraban los límites reales del rostro de la reina, las imperfecciones, las inconsistencias—. Es un verdadero espejismo. No sois hermosa.

La reina palideció. El mundo parecía haberse detenido alrededor del entramado de líneas que cruzaban la visión de Cinder, de los puntitos y las mediciones que desvelaban el mayor secreto de la reina. Seguía viendo el hechizo de Levana, los pómulos altos y los labios carnosos, pero el efecto quedaba oculto tras la realidad que le mostraba la imagen superpuesta. Cuanto más tiempo pasaba mirándola, más datos recogía su visor, con los que iba rellenando de manera gradual la verdadera fisonomía de Levana.

Estaba tan absorta en la lenta revelación que no reparó en los largos dedos de la reina, crispados junto a sus caderas. No fue hasta que una corriente eléctrica pareció prender el aire cuando Cinder desvió su atención de los garabatos que se dibujaban frente a ella.

La reina flexionó los dedos. El guardia retrocedió y soltó las muñecas de Cinder.

La joven plantó los pies en el suelo para no perder el equilibrio y darse de bruces al tiempo que una de sus manos, como si tuviera vida propia, retrocedía y desenfundaba el arma del guardia.

Se puso tensa al sentir el peso del arma en la mano de acero de manera tan repentina e inesperada.

Su dedo se deslizó sobre el gatillo como si fuera una extensión de sí misma, como si estuviera acostumbrada a llevar un arma, a pesar de ser la primera vez que empuñaba una.

El corazón le golpeaba el pecho.

Cinder levantó el arma y se llevó el cañón a la sien. Un grito estremecedor escapó de su garganta. Un pelo se le quedó pegado en los labios resecos. Miró a la izquierda de reojo, aunque no alcanzó a ver ni el arma ni la mano traidora que la sujetaba. Miró a la reina, a la gente, a Kai.

Salvo por el firme brazo, que sostenía el arma dispuesta a matarla, Cinder temblaba de pies a cabeza.

—¡No! ¡Dejadla en paz! —Kai corrió hacia ella y la asió por el codo para intentar alejarle el brazo, pero Cinder estaba rígida, como si estuviera hecha de piedra—. ¡Soltadla!

—Ka… Kai —balbució Cinder, invadida por el terror.

Le ordenó a la mano que tirara el arma, le ordenó al dedo que se apartara del gatillo, pero todo fue inútil. Cerró los ojos, con fuerza. Sentía la cabeza a punto de estallar. AUMENTO DE LOS NIVELES DE ADRENALINA. CORTISONA. GLUCOSA. AUMENTO DEL RITMO CARDÍACO. AUMENTO DE LA PRESIÓN ARTERIAL. ALERTA, ALERTA…

Notó un breve y ligero temblor en el dedo antes de que volviera a solidificarse.

Imaginó el estruendo del disparo. Imaginó la sangre. Imaginó su cerebro apagándose, sin sentir nada. DETECTADA MANIPULACIÓN BIOELÉCTRICA. INICIANDO EL PROCEDIMIENTO DE RESISTENCIA EN TRES, DOS…

Su dedo empezó a presionar el gatillo lenta, muy lentamente.

Un fuego abrasador le recorrió la columna vertebral y se propagó por nervios y cables, deslizándose hasta sus partes metálicas.

Con un alarido, apartó el arma de la sien y dirigió el cañón hacia el techo, con el brazo estirado. Dejó de resistirse. Accionó el gatillo. Una lámpara de araña se hizo añicos sobre su cabeza en una explosión de cristales y chispas.

Los invitados gritaron y se precipitaron hacia las salidas.

Cinder cayó de rodillas, doblada sobre sí misma, acunando el arma contra el estómago. El dolor la desgarraba por dentro, la cegaba. En su cabeza estallaron fuegos artificiales. Era como si su cuerpo estuviera intentando desembarazarse de todos sus componentes metálicos, como si explosiones, chispas y humo le rasgaran la piel.

Al oír la voz de Kai por encima del caos generalizado comprendió que el dolor empezaba a remitir. Cinder ardía al tacto, como si alguien la hubiera arrojado a un horno, pero el dolor y el calor se habían trasladado al exterior, a la piel y a la punta de los dedos, y ya no la devoraban por dentro. Abrió los ojos. Unos puntitos blancos salpicaban su visión. En su retina parpadeaban las alarmas rojas. Los diagnósticos estaban ejecutándose al filo de su campo visual. Tenía una temperatura corporal demasiado alta, la tensión demasiado alta, las pulsaciones demasiado altas. Una sustancia extraña, que su sistema no reconocía y no podía eliminar, había invadido su torrente sanguíneo. Algo iba mal, aullaba su programación. «Estás mala. Estás enferma. Estás muriéndote.»

Sin embargo, no tenía la sensación de estar muriéndose.

Tenía tanto calor que le sorprendía que el delicado vestido no entrara en combustión. El sudor crepitaba en su frente. Se sentía diferente. Fuerte. Poderosa.

En llamas.

Temblorosa, afianzó los talones en el suelo y se miró las manos. El guante de la izquierda había empezado a derretirse y formaba pegajosos grumos de piel sedosa sobre la mano metálica, al rojo vivo. Veía la electricidad chisporroteando sobre la superficie acerada, aunque no habría sido capaz de determinar si la detectaba su visión humana o la biónica. O puede que ni humana ni biónica.

Sino lunar.

Irguió la cabeza. Una bruma fría y gris lo cubría todo, como si el mundo se hubiera detenido a su alrededor. Su cuerpo empezaba a enfriarse. La piel palidecía, el metal se apagaba. De manera inconsciente, trató de taparse la mano metálica, como una boba, por si Kai no había reparado en ella, al verse cegado por el resplandor.

En ese momento, algo llamó la atención de la reina. La ira de Levana pareció encogerse cuando sus miradas se encontraron. La soberana lunar ahogó un grito y retrocedió un paso. Por espacio de un segundo, incluso pareció asustada.

—Es imposible —murmuró.

Cinder reunió hasta el último nanobyte de fuerza que le quedaba para ponerse en pie y apuntó a la reina con el arma. Apretó el gatillo.

El guardia pelirrojo apareció de pronto y la bala lo alcanzó en el hombro.

Levana ni siquiera se inmutó.

El cerebro de Cinder por fin consiguió recuperar el control total de su cuerpo cuando la sangre empezó a manar de la armadura del guardia.

Cinder tiró el arma y echó a correr. Consciente de que sería imposible atravesar la marabunta enloquecida que trataba de abandonar el salón, se dirigió como un rayo hacia la salida más cercana: las imponentes puertas que conducían a los jardines. El guardia, la reina, su séquito, todos quedaron atrás mientras los cristales crujían bajo sus botines robados.

El eco cavernoso del patio de piedra. Las piernas salpicadas de agua al pisar un charco. La limpia y fresca fragancia de una lluvia que se había convertido en llovizna.

La escalera se extendía a sus pies. Doce escalones, un jardín zen, una muralla imponente, una portalada, la ciudad: una vía de escape.

En el quinto peldaño, oyó cómo se partían los tornillos. Los cables se rompieron, como tendones tensados hasta el límite. Sintió el corte de energía al final de la pantorrilla, lo que envió una cegadora señal de alarma a su cerebro.

Se desplomó con un alarido, intentando amortiguar la caída con la mano izquierda. El dolor le traspasó el hombro y viajó hasta la columna vertebral. El metal fue repicando contra la piedra al rodar por los escalones hasta que se detuvo al pie de la escalera, donde se iniciaba el camino de grava.

Se quedó tendida en el suelo, de lado. Varios agujeros habían aparecido en el guante del brazo con el que había pretendido detener la caída. La sangre manchaba la bella seda de color crema a la altura del codo.

Le costaba respirar. De pronto, la cabeza le pesaba demasiado y la apoyó pesadamente en el suelo. Pequeños guijarros de grava se le clavaron en el cuero cabelludo. Dirigió al cielo una mirada extenuada, de soslayo. La tormenta había amainado y había dejado atrás una bruma espesa que se aferraba al cabello y a las pestañas de Cinder y le refrescaba la piel. La luna llena intentaba abrirse paso entre los nubarrones, perforando lentamente el cielo nublado, como si pretendiera engullir el firmamento.

Algo hizo que volviera el ojo hacia el salón de baile. El guardia que le había sujetado las manos a la espalda apareció en lo alto de la escalera y se detuvo en seco. Kai lo alcanzó un instante después, aunque tuvo que agarrarse a la balaustrada para conseguir pararse a tiempo.

Kai parecía no dar crédito a lo que veían sus ojos: el brillo acerado de unos dedos, el chisporroteo de unos cables al final de una maltrecha pierna metálica. Boquiabierto, por un momento dio la impresión de estar mareado.

Nuevos pasos apresurados en lo alto de la escalera anunciaron la llegada del hombre y la mujer ataviados con los uniformes taumatúrgicos y del guardia al que había disparado, a quien no parecía preocuparle la herida, de la que no dejaba de manar sangre. Detrás aparecieron el consejero de Kai y, finalmente, la propia reina Levana. El hechizo había recuperado plena fuerza, pero ni toda su belleza conseguía disimular la ira que crispaba su rostro. La reina se recogió la falda centelleante con ambas manos e hizo el decidido ademán de bajar los escalones, pero la taumaturga la detuvo con un gesto pausado y señaló la muralla del palacio.

Cinder siguió la dirección de la mano.

Había una cámara de seguridad dirigida hacia ellos. Hacia ella. Una cámara que lo veía todo.

Las fuerzas abandonaron definitivamente a Cinder, débil y exhausta.

Kai bajó la escalera despacio, como si se acercara a hurtadillas a un animal herido. Se agachó y recogió el pie metálico y oxidado, desprovisto del botín de terciopelo. Apretó los dientes mientras lo examinaba, recordándolo tal vez del día que se habían conocido en el mercado. No la miró.

Levana torció el gesto.

—Es repugnante —dijo, desde la entrada a los jardines, a salvo de las cámaras. Su voz sonaba estridente y anormalmente forzada en comparación con su acostumbrada cadencia—. Lo mejor que puede ocurrirle es morir.

—Al final resulta que no era una caparazón —comentó Sybil Mira—. ¿Cómo lo ha ocultado?

—Eso no importa —contestó Levana con desprecio—. Pronto habrá muerto. ¿Jacin?

El guardia rubio descendió un escalón en dirección a la joven, volviendo a empuñar el arma de la que Cinder se había deshecho.

—Esperad.

Kai bajó apresuradamente los peldaños hasta el pie de la escalera y se situó delante de Cinder. Al principio se estremeció, como si le costara mirarla a la cara, y la joven no supo cómo interpretar la mezcla de emociones —incredulidad, confusión, pesar— que cruzaron el rostro de Kai. Con la respiración agitada, por dos veces intentó Kai que le salieran las palabras antes de conseguirlo, unas palabras que jamás abandonarían a Cinder, pronunciadas con voz apagada.

—¿Todo ha sido mentira?

El dolor le atravesó el pecho y la dejó sin aire.

—Kai…

—¿Todo han sido imaginaciones mías? ¿Una treta lunar?

A Cinder se le revolvió el estómago.

—No. —La joven sacudió la cabeza con vehemencia. ¿Cómo podía explicarle que hasta ese momento no tenía el don? ¿Que no podría haberlo utilizado con él?—. Yo nunca te mentiría… —No pudo terminar la frase. Le había mentido. Todo lo que él sabía de ella era mentira—. Lo siento mucho —acabó diciendo, sin demasiada convicción.

Kai desvió la mirada hacia el resplandeciente jardín, donde encontró un lugar en que concentrar su sensación de derrota.

—Me cuesta más mirarte a ti que a ella.

A Cinder se le encogió el corazón, convencida de que dejaría de latirle en cualquier momento. Se llevó la mano a la mejilla y sintió la seda húmeda contra la piel.

Apretando los dientes, Kai se volvió hacia la reina. Cinder levantó la vista hacia la espalda de la casaca morada, con las plácidas tórtolas bordadas en el cuello. El joven todavía llevaba en una mano el pie metálico.

—Será arrestada —anunció Kai, sin apenas fuerza con que respaldar las palabras—. Permanecerá en prisión hasta que se decida qué hacer con ella. Pero si la matáis esta noche, os juró que jamás firmaré una alianza con Luna.

La mirada feroz de la reina se ensombreció. Aunque Levana accediera, tarde o temprano Cinder acabaría siendo repatriada a Luna y, en cuanto la reina la tuviera en su poder, firmaría su sentencia de muerte.

Kai solo trataba de conseguirle algo más de tiempo. Aunque seguramente no sería demasiado.

Lo que la joven no lograba comprender era la razón.

Cinder vio cómo la reina intentaba contenerse, consciente de que podía matarlos a ambos en un abrir y cerrar de ojos.

—Será mi prisionera —finalmente accedió Levana—. Será repatriada a Luna y juzgada según nuestras leyes.

Traducción: sería ejecutada.

—De acuerdo —convino Kai—. A cambio, os comprometeréis a no declarar la guerra ni a mi país ni a mi planeta.

Levana irguió la barbilla y lo miró con desprecio.

—Muy bien. No le declararé la guerra a la Tierra por esta violación de los acuerdos, pero, en vuestro lugar, yo me andaría con mucho cuidado, joven emperador. Esta noche habéis puesto a prueba mi paciencia.

Kai inspiró hondo, la saludó con una breve inclinación de cabeza y a continuación se apartó a un lado para dejar paso a los guardias, que ya bajaban los escalones. Los lunares levantaron el maltrecho cuerpo de la joven del camino de grava. Cinder intentó mantenerse en pie, mirando a Kai con ojos suplicantes, deseando disponer de tan solo un momento para decirle cuánto lo sentía. De un breve instante para explicarse.

Sin embargo, Kai no le devolvió la mirada cuando pasaron junto a él, llevándosela a rastras. Tenía los ojos clavados en el sucio pie metálico que sujetaba con ambas manos, y las puntas de los dedos blancas de tanto estrujarlo.