Capítulo treinta y cinco

Cinder alzó la vista hacia el hombre. La conexión con la base de datos de la red la informó de que se trataba de Konn Torin, consejero real.

—¿La hora? —dijo Cinder, volviéndose hacia Kai—. ¿La hora de qué?

Kai la atravesó con una mirada en la que se mezclaban la culpa y el miedo. Cinder sintió un nuevo nudo en el estómago.

La hora de sentenciar el destino de la Comunidad Oriental.

—No —musitó Cinder entre dientes—. Kai, no puedes…

—Su Majestad —insistió Konn Torin, obstinándose en ignorar a Cinder—, os he concedido la libertad que necesitabais, pero es hora de acabar con esto. Estáis poniéndoos en evidencia.

Kai bajó la vista y acabó cerrando los ojos. Se frotó la frente.

—Solo un momento. Necesito un momento para pensar.

—No tenemos un momento. Ya lo hemos discutido miles de veces y…

—Disponemos de nueva información —lo interrumpió Kai con aspereza.

Konn Torin miró a Cinder con desconfianza y su semblante se ensombreció. La joven se estremeció ante la patente desaprobación que delataba el ceño del consejero; aunque, por una vez, aquel odio no iba dirigido a ella por ser ciborg, sino por ser una chica normal y corriente, indigna de la atención del emperador.

Por una vez, estaba de acuerdo.

Sin embargo, si en el rostro de Cinder podía leerse dicha coincidencia, el consejero decidió pasarlo por alto.

—Su Majestad, con el debido respeto, ya no podéis permitiros el lujo de ser un adolescente enamoradizo, ahora os debéis a vuestro pueblo.

Kai bajó la mano y se volvió hacia su consejero, mirando al infinito.

—Lo sé —contestó—. Haré lo que sea mejor para ellos.

Cinder se recogió el vestido con ambas manos, sintiendo renacer la esperanza en su interior. Kai había entendido el mensaje que había querido transmitirle. Había comprendido el error que cometería si accedía a casarse con Levana. Cinder había logrado su objetivo.

Pero cuando se volvió hacia ella, todas sus esperanzas se desvanecieron al ver la impotencia grabada en las profundas arrugas que le surcaban la frente.

—Gracias por avisarme, Cinder. Al menos sé qué me espera.

Cinder sacudió la cabeza.

—Kai. No puedes…

—No tengo elección. Tiene un ejército que podría destruirnos. Posee un antídoto que necesitamos… No me queda más remedio que arriesgarme.

Cinder retrocedió tambaleante, como si sus palabras le hubieran propinado la bofetada de la que momentos antes la había protegido. Iba a casarse con la reina Levana.

La reina Levana sería emperadora.

—Lo siento, Cinder.

Parecía tan derrotado como ella se sentía, y aunque el cuerpo de Cinder, repentinamente pesado, se negaba a responder, Kai consiguió reunir la fuerza suficiente para dar media vuelta, con la barbilla alzada, y encaminarse hacia la plataforma que había al final del salón de baile, donde anunciaría su decisión ante los asistentes.

Cinder se devanó los sesos tratando de dar con algo que lo hiciera cambiar de opinión. Pero ¿qué más podía hacer?

Kai sabía que Levana les declararía la guerra de todos modos. Sabía que Levana intentaría deshacerse de él después de la boda. Seguramente conocía muchas otras atrocidades cometidas por Levana que Cinder ignoraba y, aun así, pensaba continuar adelante. Por la razón que fuera, Kai seguía aferrado a la ingenua convicción de que aquella unión podía resultar provechosa, a pesar de los inconvenientes. No pondría trabas.

La única otra persona que podía detener aquella alianza matrimonial era la propia reina.

A Cinder se le encogió el corazón.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se precipitó detrás de Kai, lo cogió por el codo y lo hizo girar en redondo hacia ella.

Sin pensárselo dos veces, Cinder le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

Kai se quedó de piedra, tan tenso que era como abrazar a un androide, pero sus labios eran cálidos y suaves, y aunque Cinder solo pretendía darle un beso fugaz, se descubrió incapaz de separarse de él. Un cálido hormigueo le recorrió el cuerpo, inesperado y perturbador, aunque no desagradable, que electrificó todos sus cables. Sin embargo, esta vez no la anularon. Esta vez no la amenazaron con prenderle fuego desde el interior.

La desesperación había desaparecido. Por un brevísimo instante, olvidó la verdadera intención de su precipitada acción y se descubrió besándolo única y exclusivamente porque quería besarlo. Quería que supiera que quería besarlo.

No comprendió cuánto deseaba que Kai la correspondiera hasta que se hizo evidente que él no tenía intención de hacerlo.

Cinder se apartó con brusquedad, sin levantar las manos de los hombros, incapaz de controlar la energía en estado puro que recorría su interior y la hacía estremecer.

Kai la miró boquiabierto, y aunque en cualquier otra situación Cinder habría retrocedido de inmediato y se habría deshecho en disculpas, esta vez reprimió su primer impulso.

—Es posible que… —balbució a modo de prueba antes de alzar la voz lo suficiente para que todos pudieran oírla—. ¡Es posible que la reina no acepte tu propuesta cuando sepa que estás enamorado de mí!

El desconcierto de Kai aumentaba por momentos.

—¿Qué…?

A su lado, el consejero se quedó sin habla y una sucesión de gritos ahogados acompañados del susurro de las sedas inundó el salón. Cinder cayó en la cuenta de que la música había vuelto a interrumpirse. Los músicos se habían puesto en pie e intentaban enterarse de lo que ocurría.

Una risita cantarina se abrió camino a través de la incómoda situación, y aunque tenía una nota dulce e infantil, Cinder sintió que un escalofrío le recorría la espalda al oírla.

La joven apartó las manos del cuello de Kai y se volvió lentamente. Los invitados también se volvieron hacia el sonido, girando al unísono como títeres movidos por hilos.

La reina Levana.

Estaba apoyada contra una de las columnas que flanqueaban la puerta que daba a los jardines, con una copa de vino dorado en una mano y tapándose los sonrientes labios rojos con la otra. Era la perfección personificada. Su pose solo podría haber sido más estudiada de haber estado esculpida en la misma piedra de la columna. Iba ataviada con un deslumbrante vestido de color azul real salpicado de lo que probablemente eran diamantes, aunque parecían estrellas en un firmamento estival infinito.

La luz naranja parpadeó en el campo de visión de Cinder. El hechizo de la reina, la eterna mentira.

Junto a la puerta había apostado un guardia lunar, un hombre de pelo rojo intenso peinado de punta, como la llama de una vela. Otras dos personas, un hombre y una mujer, envueltos en las casacas características de los taumaturgos reales, esperaban igualmente a un lado, aguardando las órdenes de su señora. Todos ellos poseían una belleza arrebatadora y, a diferencia de la reina, su atractivo no parecía ser un espejismo. Cinder se preguntó si sería un requisito para servir en la corte lunar o si resultaba que ella era la única lunar en toda la galaxia que no había nacido con unos ojos hechiceros y una piel envidiable.

—Qué encantadoramente ingenua —dijo la reina, acompañando el comentario con una risa forzada—. No debes de conocer a mi pueblo. En Luna, creemos que la monogamia no es más que un sentimentalismo arcaico. ¿Qué más me da que mi futuro esposo esté enamorado de otra… —hizo una pausa, repasando de arriba abajo el vestido de Cinder— mujer?

El terror le hizo un nudo en la garganta al sentir los ojos de la reina clavados en ella. Levana sabía que era lunar. Lo veía en su cara.

—¿Qué ha de importarme si —prosiguió la reina con una voz arrulladora que se afiló al final de la frase—, por lo que parece, mi prometido se ha enamorado de una caparazón insignificante? ¿Me equivoco?

Los taumaturgos asintieron, dándole la razón, sin apartar la vista de Cinder.

—Desde luego huele a uno de ellos —dijo la mujer.

Cinder arrugó la nariz. Según el doctor Erland, no era una verdadera caparazón, por lo que se preguntó si la mujer no se habría inventado aquel insulto para burlarse de ella. Aunque también era posible que oliera a la gasolina del coche.

En ese instante, su conexión de red reconoció quién era y Cinder olvidó la ofensa. La diplomática que llevaba semanas en Nueva Pekín y cuya imagen no había dejado de aparecer en las noticias, aunque nunca le había prestado demasiada atención.

Sybil Mira, primera taumaturga de la reina lunar.

«Mi señora Sybil», había dicho la joven durante la comunicación a través del chip D-COM. Aquella era la mujer que la había obligado a fabricar el equipo de espionaje, la que había colocado el chip en Nainsi.

Cinder intentó relajarse, sorprendida de que su panel de control no se hubiera cortocircuitado con toda la adrenalina que corría por sus venas. Qué no hubiera dado por un arma, incluso un mísero destornillador con que protegerse, cualquier cosa que no fuera aquel pie inútil y unos finos guantes de seda.

Kai dejó atrás a Cinder y se dirigió hacia la reina Levana con paso decidido.

—Su Majestad, os pido mis más sinceras disculpas por este pequeño incidente —dijo. Cinder tuvo que ajustar la interfaz auditiva para poder oírlo—. Pero no es necesario montar una escena delante de mis invitados.

Los ojos de la reina, negros como el carbón, lanzaron un destello bajo la cálida luz del salón de baile.

—Por lo que parece, sois perfectamente capaz de hacer una escena sin mi ayuda. —La sonrisa se convirtió en un pícaro mohín—. Vaya, parece que vuestras veleidades me afectan más de lo que suponía. Creía que esta noche iba a ser yo vuestra invitada especial. —Una vez más, su mirada acarició el rostro de Cinder—. No la encontraréis más bella que a mí, ¿verdad? —dijo, extendiendo un dedo y pasando suavemente la uña por la barbilla de Kai, quien se apartó con brusquedad—. Cariño, ¿te has sonrojado?

Kai apartó la mano de Levana de un manotazo, pero antes de que pudiera responderle, la reina se volvió hacia Cinder con evidente aversión.

—¿Cómo te llamas, niña?

Cinder tragó saliva con dificultad, apenas capaz de pronunciar su nombre.

—Cinder.

—Cinder —repitió Levana, con una risa condescendiente—. Muy apropiado. Cenizas. Mugre. Suciedad.

—Ya basta —intervino Kai antes de que la reina pasara junto a él despreocupadamente, con el centelleante vestido acariciándole las caderas cimbreantes.

Levana alzó su copa de vino como si fuera a felicitar al emperador por una magnífica velada.

—Dime, Cinder, ¿a qué jovencita terrestre le robaste el nombre?

Cinder se llevó la mano a la muñeca y la cerró sobre el guante de seda y la piel bajo la que se ocultaba su chip de identidad. Todavía tenía la zona un tanto dolorida por la pequeña incisión que se había practicado antes. Sintió que se le cerraba el estómago.

La reina resopló con aire burlón.

—Vosotros, los caparazones —dijo en voz alta para que todos pudieran oírla—, os creéis muy listos. Así que le has robado un chip a un muerto terrestre arrancándoselo de la muñeca, has conseguido infiltrarte en el sistema y crees que pasas por humana, que puedes vivir aquí sin repercusiones. Sois unos necios.

Cinder apretó los dientes. Sintió el impulso de explicarse, de decirles a todos que no recordaba haber sido otra cosa que terrestre, y ciborg. Sin embargo, ¿quién iba a escucharla? La reina desde luego no. Y Kai… Kai no hacía más que mirar a una y a otra, tratando de encajar las piezas del puzle para encontrar un sentido a las palabras de Levana.

La reina se volvió hacia el emperador.

—No solo dais acogida a lunares, sino que además retozáis con ellos. Me habéis decepcionado profundamente, Su Majestad. —Chascó la lengua—. El hecho de que esta joven viva dentro de vuestras fronteras demuestra que habéis violado el Acuerdo Interplanetario. La flagrante transgresión de dicho estatuto es algo muy serio, emperador Kaito; tanto, que podría llevar a una declaración de guerra. Exijo que esta traidora sea detenida y extraditada de inmediato a Luna. ¿Jacin?

Un segundo guardia lunar, igual de agraciado que sus compañeros, con una melena larga y rubia y unos ojos de un azul intenso, se abrió paso entre los presentes y, sin previo aviso, asió a Cinder por las muñecas y se las unió a la espalda.

La joven ahogó un grito y volvió la vista, desesperada, hacia el corro cada vez más nutrido de invitados, entre los que empezaron a oírse voces alarmadas.

—¡Basta!

Kai corrió a su lado y la tomó por el codo.

Intentó atraerla hacia sí y Cinder se tambaleó, pero el guardia no la soltó. El lunar tiró de ella a su vez y el brazo de Cinder, resbaladizo a causa de los guantes de seda, se escurrió entre los dedos de Kai. La joven acabó pegada al fornido pecho del guardia con la leve sensación de que le zumbaban los oídos, como si tuviera el pelo cargado de electricidad estática.

Magia, comprendió al fin. El zumbido lo producía la bioelectricidad que generaba aquel cuerpo. ¿También lo oirían los demás si estuvieran tan cerca del guardia como ella o era una nueva señal de que empezaba a recuperar su don?

—¡Soltadla! —ordenó Kai, dirigiéndose a la reina—. Esto es absurdo. No es una fugitiva… Si ni siquiera es lunar. ¡Solo es una mecánica!

Levana enarcó una ceja de delicadas líneas. Sus ojos esquivaron a Kai y se clavaron en Cinder, a quien dedicó una mirada gélida y cruel, no exenta de belleza.

Cinder sintió que un calor cada vez más intenso se propagaba por su columna vertebral y temió volver a sufrir un colapso. Aparecería el dolor, ella se desplomaría y quedaría fuera de combate.

—Y bien, Cinder —dijo la reina Levana, removiendo el vino blanco—, parece ser que has estado ocultando secretos a la corte. ¿Tienes algo que decir al respecto?

Kai se volvió hacia ella, y aunque era incapaz de mirarlo a la cara, Cinder percibió su desesperación. Con la mandíbula dolorida por la tensión, la joven concentró todo su odio en la reina.

Se alegró de no poder verter lágrimas que delataran su humillación. Se alegró de la falta de rubor en sus mejillas que delatara su rabia. Se alegró de que su odioso cuerpo biónico al menos sirviera para algo, aferrándose con uñas y dientes a su dignidad mancillada. Alzó la vista hacia la reina.

El visor retinal montó en pánico y empezó a mostrar los cada vez mayores niveles de adrenalina y el pulso disparado. Las alarmas parpadeaban ante ella, pero las ignoró con una serenidad sorprendente.

—Si no me hubieran traído a la Tierra —dijo—, sería vuestra esclava. No voy a pedir disculpas por haber escapado de vos.

Vio a Kai de soslayo, atónito, con el rostro desencajado al comprender la pura verdad: había estado cortejando a una lunar.

De pronto se oyó un chillido entre los sobrecogidos presentes, que fue acompañado de varios gritos ahogados y un golpe sordo. Adri se había desmayado.

Cinder tragó saliva e irguió la cabeza.

—No son tus disculpas lo que deseo —contestó Levana, esbozando una sonrisa taimada—, lo que quiero es asegurarme de que pagas tus ofensas de una vez para siempre y sin demora.

—Me queréis muerta.

—Pero qué lista que es. Sí, así es. Y no solo a ti, sino a todos los que son como tú. Los caparazones son una amenaza para la sociedad, un peligro para un pueblo supremo como el nuestro.

—Porque no podéis lavarnos el cerebro y hacer que os adoremos, como ocurre con los demás, ¿verdad?

Los labios de la reina se tensaron en una fina línea, endureciéndose como el yeso. Bajó la voz y un aire helado recorrió la sala. Una repentina ráfaga de lluvia hizo traquetear las ventanas a sus espaldas.

—No es solo por mi pueblo, sino también por los terrestres. Los caparazones sois una peste. —Hizo una pausa, durante la cual sus ojos recuperaron su brillo habitual, como si fuera a echarse a reír—. De manera bastante literal, por lo que parece.

—Mi reina se refiere a lo que llamáis la fiebre azul —intervino la mujer morena—, que tantos estragos ha causado entre vuestra población. Y, por descontado, en vuestra familia real. Que el emperador Rikan descanse en…

—¿Qué tiene eso que ver con todo lo demás? —preguntó Kai.

La mujer escondió las manos en las mangas acampanadas de su casaca marfileña.

—¿Acaso vuestros brillantes científicos no han llegado todavía a ninguna conclusión? Muchos lunares que no poseen el don son portadores de la letumosis. Ellos la trajeron a la Tierra y, por lo que parece, continúan propagándola con total indiferencia hacia las vidas que está arrebatando.

Cinder sacudió la cabeza.

—No —protestó. Kai se volvió hacia ella, retrocediendo un paso de manera inconsciente. Cinder volvió a negar con la cabeza, con mayor vehemencia—. Ellos no saben que son la causa. ¿Cómo iban a saberlo? Y claro que los científicos han dado con el origen, pero ¿qué pueden hacer al respecto, salvo tratar de encontrar un remedio?

La reina rió con aspereza.

—¿Utilizas la ignorancia como defensa? Qué poco original. Debes enfrentarte a la verdad y la verdad es que deberías estar muerta. Sería lo mejor para todos.

—Para que quede claro —replicó Cinder, alzando la voz—, no soy una caparazón.

La reina sonrió, escéptica.

—Ya basta —dijo Kai—. Me da igual dónde naciera. Cinder es ciudadana de la Comunidad y nadie va a arrestarla.

Levana no apartó la mirada de Cinder.

—Dar refugio a desertores es motivo de guerra, joven emperador. Lo sabéis.

La visión de Cinder se redujo cuando su retina empezó a desplegar un entramado de líneas sin sentido sobre su campo de visión. Cerró los ojos con fuerza, maldiciendo. Era el peor momento para sufrir un fallo cerebral.

—Sin embargo —añadió la reina—, tal vez podamos llegar a una especie de acuerdo.

Cinder abrió los ojos. La película que le oscurecía la visión seguía allí, pero el entramado confuso había desaparecido. Intentó concentrarse en la reina justo cuando esta esbozaba una sonrisa ladeada.

—Esta joven parece creer que la amáis y esta es vuestra oportunidad de demostrárselo. —Parpadeó con coquetería—. Así que, decidme, Su Majestad, ¿estáis dispuesto a negociar con ella?