La temperatura del salón aumentó cuando cientos de rostros se volvieron hacia Cinder.
Quizá los invitados no le habrían dedicado ni un segundo de atención y le habrían dado la espalda sin más, con indiferencia, si la invitada especial del emperador no hubiera sido una joven con el pelo empapado y los bajos del arrugado vestido plateado salpicados de barro. Todo el mundo clavó su mirada en Cinder, paralizada en lo alto de la escalera. La joven sintió los pies desparejados soldados al suelo, atrapados en un bloque de cemento.
Cinder buscó a Kai, quien la miraba de hito en hito, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Incombustible al desánimo, el joven no había perdido la esperanza de que apareciera en cualquier momento e incluso le había reservado un sitio como invitada especial. Cinder imaginaba muy bien hasta qué punto Kai estaría arrepintiéndose en esos instantes de aquella decisión.
Junto a él, el rostro de Pearl había empezado a encenderse bajo el resplandor de las lámparas de araña. Cinder miró a su hermanastra, a Adri, y por sus expresiones comprendió la mortificante humillación a la que creían estar viéndose sometidas. Se recordó que debía respirar.
Estaba perdida.
Era prácticamente seguro que Pearl le había contado a Kai que era una ciborg.
Además, la reina Levana pronto repararía en ella y adivinaría que era lunar. La arrestarían, puede que incluso la sentenciaran a muerte. No había nada que hacer.
Sin embargo, había asumido el riesgo. Había decidido ir hasta allí ella sola.
Y no iba a permitir que todo aquello fuera en vano.
Irguió la espalda. Levantó la barbilla.
Se recogió la amplia falda de seda, miró fijamente a Kai y empezó a descender los escalones, despacio.
La mirada del emperador se suavizó y dejó traslucir un brillo divertido, como si aquel aspecto tan curioso fuera justo lo que cabía esperar de una prestigiosa mecánica.
Un murmullo recorrió la sala. Cuando el tacón del botín de Cinder repicó contra el suelo de mármol con precisión calculada, la marea de vestidos comenzó a apartarse a un lado. Las mujeres cuchicheaban tapándose la boca con las manos. Los hombres alargaban el cuello tratando de enterarse de lo que se comentaba en susurros.
Incluso los sirvientes se habían detenido a mirarla, llevando aún en alto las bandejas repletas de exquisiteces envueltas en nubes aromatizadas de ajo y jengibre, que hicieron que a Cinder se le encogiera el estómago. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba. Con todos los preparativos para huir de la ciudad, apenas había tenido tiempo para comer, y si a eso se le sumaba la angustia que le provocaba la situación, no era de extrañar que se sintiera ligeramente mareada. Hizo lo que pudo por no pensar en ello, por ser fuerte, pero los nervios se apoderaban de sus tensos músculos a cada paso que daba. Los latidos de su corazón retumbaban en su cabeza.
No hubo mirada que no la repasara de arriba abajo, con burla. No hubo cabeza que no se volviera para cuchichear, dando alas a los rumores. Empezaron a pitarle los oídos, asaltados por conversaciones fragmentadas —«¿Una invitada especial? Pero ¿quién es? ¿Y qué es eso que lleva en el vestido?»—, hasta que reguló la interfaz de audio y las silenció.
Nunca en toda su vida se había alegrado tanto de no poder sonrojarse.
Kai frunció levemente los labios y, aunque conservaba cierto aire de desconcierto, no parecía molesto o indignado. Cinder tragó saliva. A medida que se acercaba a él, crecía en su interior la ardiente necesidad de envolverse en sus propios brazos, de tapar aquel vestido mugriento, arrugado y manchado de barro como pudiera, pero se resistió. No habría servido de nada. Además, en esos momentos, su aspecto debía de ser lo último que preocupaba a Kai.
En todo caso, lo más probable era que estuviera intentando calcular hasta dónde estaba hecha de metal y silicio.
Cinder mantuvo la barbilla erguida en todo momento, a pesar del escozor de los ojos, a pesar de que el pánico había disparado las alarmas y llenaba su campo de visión de advertencias.
No tenía la culpa de que él se hubiera sentido atraído por ella.
No tenía la culpa de ser una ciborg.
No pediría disculpas.
Concentró todas sus fuerzas en seguir caminando, en avanzar sin titubeos, mientras los invitados se apartaban a su paso y volvían a cerrar filas a sus espaldas.
Sin embargo, antes de llegar hasta el emperador, una figura se abrió camino entre los curiosos y le cerró el paso. Cinder se detuvo en seco, paralizada por la mirada colérica de su madrastra.
Parpadeó, confusa, hasta que la realidad se impuso con torpeza sobre el momentáneo silencio. Había olvidado que Adri y Pearl estaban allí.
Las ruborizadas mejillas de Adri, salpicadas de manchas, se traslucían a través de la base blanca de maquillaje, y su pecho subía y bajaba bajo el recatado escote del kimono debido a la respiración agitada. Las risitas desconcertadas cesaron y bombardearon a preguntas a los que se encontraban en las últimas filas, quienes a pesar de no ver qué sucedía, sentían cómo la tensión rompía contra ellos.
Adri alargó la mano en un gesto veloz y la cerró sobre la falda de Cinder para agitar la tela.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó sin apenas mover los labios, en voz baja, como si le preocupara armar más revuelo del que Cinder ya había causado.
La joven apretó los dientes, retrocedió un paso y le arrancó el vestido de la mano.
—Iko lo conservó. Peony hubiera querido que me lo quedara.
Detrás de su madre, Pearl ahogó un grito y se llevó las manos a la boca. Cinder se volvió hacia ella y descubrió que Pearl le miraba los pies con expresión horrorizada.
Cinder se estremeció, imaginando la pierna biónica a la vista de todos, hasta que Pearl señaló al suelo y gritó con voz chillona:
—¡Mis botines! ¡Esos botines son míos! ¡Se los ha puesto!
Adri entrecerró los ojos.
—Ladronzuela. ¿Cómo te atreves a venir aquí y poner en ridículo a mi familia? —Apuntó hacia la majestuosa escalera con decisión, alargando el brazo por encima del hombro de Cinder—. Te ordeno que vuelvas a casa ahora mismo, antes de que sigas avergonzándome.
—No —contestó Cinder, apretando los puños—. Tengo tanto derecho a estar aquí como tú.
—¿Qué? ¿Tú? —Adri empezó a alzar la voz—. Si no eres más que una…
Se mordió la lengua, negándose, a pesar de todo, a compartir el secreto mortificante de su hijastra y procediendo, en cambio, a abrir la palma de la mano y llevar el brazo hacia atrás.
Los invitados ahogaron un grito y Cinder se estremeció, pero Adri no llegó a abofetearla.
Kai estaba junto a la madrastra, sujetándole la muñeca con firmeza. La mujer se volvió hacia él con el rostro encendido por la ira, aunque su expresión cambió al instante.
Adri se encogió, tartamudeando.
—¡Su Majestad!
—Ya basta —dijo Kai con voz suave, aunque firme, antes de soltarle la muñeca.
Adri trató de hacer una lastimosa reverencia, bajando la cabeza hasta el pecho.
—No sabéis cuánto lo lamento, Su Majestad. Disculpad el arrebato y mis maneras… Esta joven es… Siento que haya interrumpido… Es mi pupila y no debería estar aquí…
—Por supuesto que debería —la contradijo Kai con ligereza antes de clavar sus ojos en Cinder, como si creyera que solo bastaba con su presencia para neutralizar la hostilidad de Adri—. Es una invitada personal.
Kai miró a su alrededor, oteando por encima de las cabezas de los conmocionados y sorprendidos asistentes al baile, en busca de la orquesta que había enmudecido sobre el escenario.
—¡Esta es una noche de fiesta y celebración! —dijo en voz alta—. ¡Por favor, todo el mundo a bailar!
La orquesta empezó a tocar de nuevo, insegura al principio, hasta que la música volvió a inundar el salón. Cinder no recordaba en qué momento había dejado de oírla, aunque la interfaz auditiva seguía amortiguando el ruido de fondo.
Kai se volvió hacia ella. Cinder tragó saliva y se dio cuenta de que estaba temblando, de rabia, de miedo, de nervios, de saberse atrapada en sus ojos castaños. Tenía la mente en blanco, no sabía qué hacer, si darle las gracias o volverse y seguir gritando a su madrastra; aunque Kai no le dio opción a decidirse ni por lo uno ni por lo otro.
El joven le tendió la mano, tomó la de Cinder y, antes de que esta se diera cuenta, la había arrancado del lado de su madrastra y hermanastra y la estrechaba entre sus brazos.
Estaban bailando.
Con el pulso acelerado, trató de apartar la mirada de Kai y echó un vistazo a su alrededor por encima del hombro del joven.
Eran los únicos que bailaban.
Kai también debió de percatarse de ello, ya que separó la mano de la cintura de Cinder un instante e hizo un gesto a sus estupefactos invitados.
—Por favor, estáis en vuestra casa. Disfrutad de la música —dijo con un tono que pretendía ser tanto motivador como imperativo.
Incómodos, quienes se encontraban más cerca intercambiaron una mirada con sus parejas y el salón no tardó en llenarse de faldas ahuecadas y faldones de chaqué. Cinder se aventuró a mirar fugazmente hacia el lugar donde habían abandonado a Adri y a Pearl. Ambas mantenían la compostura, muy estiradas, en medio de la multitud en constante movimiento, observando cómo Kai guiaba a Cinder con precisión de experto cada vez más lejos de ellas.
—No sabes bailar, ¿verdad? —murmuró Kai, aclarándose la garganta.
Cinder volvió a mirarlo; la cabeza seguía dándole vueltas.
—Lo mío es la mecánica.
Kai enarcó las cejas con aire burlón.
—Créeme, me he dado cuenta. ¿Eso de los guantes que te regalé son manchas de grasa?
Avergonzada, miró los dedos entrelazados y los manchurrones negros sobre la seda blanca. Sin tiempo para disculparse, sintió que la empujaba suavemente para separarla de él y que la hacía girar por debajo de su brazo. Cinder contuvo la respiración, sintiéndose ligera como una mariposa, hasta que tropezó por culpa del diminuto pie biónico y cayó en brazos de Kai.
El joven sonrió divertido y la ayudó a recuperar el equilibrio y la distancia de un brazo que debían mantener las parejas durante el baile, pero no se burló de ella.
—Así que esa es tu madrastra.
—Tutora legal.
—Eso, disculpa. Parece una verdadera joya.
Cinder ahogó una risotada y notó que empezaba a relajarse. No notaba el pie, por lo que era como intentar bailar con una bola de hierro soldada al tobillo. La pierna empezaba a dolerle de ir arrastrándolo, pero se resistió a cojear, por mucho que eso la hubiera aliviado, imaginando a la siempre perfecta Pearl con su vestido de baile y sus tacones, deseando que su cuerpo se moviera con la misma gracilidad.
Al menos parecía que empezaba a memorizar los pasos de baile y viendo que cada nuevo movimiento era ligeramente más fluido que el anterior, incluso llegó a creer que sabía lo que hacía. Aunque debía admitir que la suave presión de la mano de Kai en la cintura también ayudaba.
—Siento lo de antes —se disculpó Cinder—. Lo de mi madrastra y mi hermanastra. Y todavía piensan que soy yo quien las pone en ridículo, ¿te lo puedes creer? —dijo con voz animada para dejar claro que bromeaba, aunque se descubrió pendiente de la respuesta de su pareja de baile, preparándose para ese fatídico momento en que Kai le preguntaría si era cierto.
Si realmente era una ciborg.
Al ver apagarse la sonrisa de Kai, Cinder comprendió que el temido momento había llegado demasiado pronto y deseó no haber abierto la boca. Deseó que pudieran seguir fingiendo eternamente que nadie conocía su secreto. Que él todavía no lo sabía.
Que todavía quería que fuera su invitada especial.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Kai, bajando la voz a pesar de que los envolvían el murmullo de las risas y el repiqueteo de los tacones.
Cinder abrió la boca, pero las palabras se atoraron en la garganta. Ojalá pudiera desmentir lo que Pearl le hubiera dicho y tildarla de embustera; sin embargo, ¿qué conseguiría con ello? Más mentiras. Más traiciones. Los dedos de la mano metálica, los rígidos e implacables límites de su extremidad, se cerraron ligeramente sobre el hombro de Kai, quien ni siquiera se inmutó, esperando una respuesta.
Cinder necesitaba descansar la mente ahora que ya no había secretos entre ellos. Aunque aquello tampoco era cierto del todo. Él todavía no sabía que era lunar.
Volvió a abrir la boca, sin saber qué iba a decir exactamente, hasta que las palabras salieron por sí solas en un susurro.
—No sabía cómo.
La mirada de Kai se suavizó y se le formaron unas pequeñas arruguitas en las comisuras de los ojos.
—Lo habría entendido —aseguró.
El joven emperador se acercó a ella de manera casi imperceptible y el codo de Cinder se deslizó hasta el hombro del joven de un modo muy poco natural. Aun así, Kai no retrocedió. No se estremeció ni se puso tenso.
¿Lo sabía y no le repugnaba? A pesar de todo, ¿todavía le apetecía tocarla? ¿Era posible que, tal vez, no sabía cómo y por increíble que pareciera, incluso le gustara?
Cinder pensó que, de haber podido llorar, lo habría hecho.
Curvó tímidamente los dedos sobre el pelo de la nuca de Kai y se dio cuenta de que le temblaban, convencida de que la rechazaría en cualquier momento. Pero no lo hizo. No se apartó. No hizo ningún gesto que delatara desagrado.
Kai separó los labios, apenas un resquicio, y Cinder pensó que tal vez no era la única a quien le costaba respirar.
—Es solo que —empezó a decir, pasándose la lengua por los labios— no es algo de lo que me guste hablar. No se lo he contado a nadie. Que… que…
—¿Que no la conociera?
Las palabras de Cinder se desvanecieron. ¿«La»?
Apartó con delicadeza los dedos repentinamente rígidos del pelo de Kai y volvió a descansar la palma de la mano en el hombro.
La mirada intensa de antes se había vuelto compasiva.
—Entiendo por qué no has dicho nada, pero ahora me siento un poco egoísta. —Kai apretó la mandíbula y en su rostro se dibujó un ceño cargado de culpabilidad—. Sé que debería haberlo imaginado, después de decirme que estaba enferma, pero entre la coronación, la visita de la reina Levana y el baile… Supongo que lo olvidé. Ya sé que eso me convierte en el mayor imbécil del mundo, que tendría que haberme figurado que tu hermana había… y que por eso ignorabas mis coms. Ahora todo tiene sentido. —La atrajo hacia sí, tan cerca que Cinder hubiera podido reposar la cabeza en su hombro, aunque no lo hizo. El cuerpo de la joven había recuperado su rigidez anterior y parecía haber olvidado los pasos de baile—. En cualquier caso, me habría gustado que me lo hubieras dicho.
Cinder bajó la vista hacia el hombro de Kai, con la mirada perdida.
—Lo sé —murmuró—. Tendría que habértelo dicho.
Cinder tuvo la sensación de que sus partes artificiales se comprimían unas contra otras y la prensaban en su interior.
Kai no lo sabía.
Sin embargo, después de haber experimentado la reconfortante sensación de creerse aceptada, volver a confinarse una vez más en el secretismo le resultaba más insoportable que mentirle.
—Kai —dijo, intentando sacudirse de encima la tristeza en la que estaba a punto de hundirse. Se apartó de él a un brazo de distancia para recuperar la separación que se consideraría aceptable entre dos extraños. O entre una mecánica y el emperador. Kai perdió el paso por primera vez y parpadeó sorprendido. Cinder trató de ignorar el sentimiento de culpa, que le producía un nudo en la garganta—. He venido a decirte algo. Es importante. —Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírlos. A pesar de que se descubrió destinataria de alguna que otra mirada celosa, gracias al volumen de la música nadie estaba lo bastante cerca para alcanzar a oírlos y no vio a la reina lunar por ninguna parte—. Escúchame bien: no puedes casarte con Levana. Tanto da lo que quiera o con qué te amenace.
Kai se sonrojó al oír nombrar a la reina.
—¿A qué te refieres?
—No se conformará únicamente con la Comunidad. Se case o no se case contigo, piensa declararle la guerra a la Tierra de todas formas. Solo quiere casarse contigo y ser emperadora porque eso le allana el terreno.
Esta vez fue Kai quien echó un vistazo a su alrededor mientras trataba de adoptar una fría indiferencia que ocultara su alarma. Aun así, la preocupación se traslucía en su mirada.
—Y no solo eso. Sabe lo de Nainsi… Lo que Nainsi averiguó. Sabe que intentabas encontrar a la princesa Selene y está utilizando esa información para dar con ella por su cuenta. Ha enviado a su gente a buscarla, si es que no la han localizado ya.
Kai se volvió hacia ella, atónito.
—Y lo sabes —prosiguió Cinder, sin darle tiempo a interrumpirla—, sabes muy bien que no te perdonará que hayas intentado encontrar a la princesa. —Tragó saliva—. Kai, en cuanto se case contigo y obtenga lo que quiere… te matará.
Kai palideció.
—¿Cómo sabes todo eso?
Cinder inspiró hondo, exhausta después de haberse desprendido de toda aquella información, como si solo hubiera reservado energía suficiente para llegar hasta ese momento.
—Por el chip D-COM que encontré en el interior de Nainsi. Hay una chica, la programadora del chip… Uf. Es un poco complicado.
Cinder vaciló unos instantes al pensar que debía entregarle el chip mientras aún estuviera a tiempo. Tal vez él consiguiera obtener más información a través de la joven, el único problema era que, con las prisas por llegar al baile, había guardado el chip en el compartimento de la pantorrilla. El estómago le dio un vuelco. Sacarlo en esos momentos significaría revelar su secreto ante Kai y todos los presentes.
Tragó saliva, tratando de olvidar la creciente angustia. ¿Acaso era más importante salvaguardar su honor?
—¿Hay algún sitio al que podamos ir? —preguntó—. Lejos de la gente. Te lo contaré todo.
Kai miró a su alrededor. Mientras bailaban, habían recorrido casi todo el salón y se encontraban ante las imponentes puertas que daban a los jardines reales. Más allá de los escalones, un sauce llorón derramaba lágrimas sin descanso bajo el intenso chaparrón y un coqueto estanque parecía a punto de desbordarse. Las ráfagas de lluvia que aporreaban los cristales casi conseguían ahogar la música.
—¿Qué te parecen los jardines? —propuso Kai, aunque todavía no había dado un paso cuando una sombra se proyectó sobre ellos.
Cinder levantó la cabeza y vio el descontento en el rostro de un funcionario de la casa real que miraba a Kai con los labios tan fruncidos que empezaron a volverse blancos. El hombre ni siquiera se dignó mirarla.
—Su Majestad —dijo, con el rostro demacrado—, ha llegado la hora.