Capítulo treinta y tres

Cinder tuvo la sensación de que una hiedra venenosa se deslizaba por su piel cuando se puso el vestido de seda. Bajó la vista hacia el corpiño plateado con el ribete de delicada blonda, la amplia falda, las perlas diminutas y deseó encogerse en su interior y desaparecer. Aquel vestido no era suyo. Solo era una farsante, una impostora.

Por extraño que pudiera parecer, que estuviera arrugado como el rostro de un anciano la hizo sentir mejor.

Cogió el pie viejo del estante, aquel chisme pequeño y oxidado con el que se había despertado después de la operación, cuando no era más que una niña de once años confusa y abandonada. Había jurado que no volvería a ponérselo jamás, pero en esos momentos para ella tenía tanto valor como si fuera de cristal. Además, era lo bastante pequeño para que cupiera en los botines de Pearl.

Cinder se dejó caer en la silla y cogió el primer destornillador que encontró. Fue la reparación más rápida que había hecho nunca y el pie era más pequeño e incómodo de lo que recordaba, pero enseguida pudo volver a caminar sin ayuda de muletas.

Los guantes de seda parecían demasiado buenos, demasiado delicados, demasiado finos y le preocupaba enganchárselos en algún tornillo mal enroscado. Al menos las manchas de grasa ayudaban a que no desentonaran con el resto.

Iba hecha un desastre y lo sabía. Tendría suerte si la dejaban pasar de la puerta.

Sin embargo, cada cosa a su tiempo, ya se preocuparía de aquello cuando estuviera allí.

Viajó sola en el ascensor hasta el aparcamiento. Los botines repiqueteaban torpemente sobre el suelo de cemento mientras se dirigía como una flecha hacia el coche abandonado, tratando de no torcerse el tobillo por culpa de aquel pie demasiado pequeño y hacerse un esguince. Era como llevar algo atado de cualquier manera al final de la pierna. No había tenido tiempo de conectarlo al sistema nervioso, por lo que tenía la sensación de ir arrastrando un pisapapeles. Intentó no pensar en ello y se concentró en Kai y en el anuncio que haría aquella noche.

Por fin llegó al rincón oscuro del garaje, sudando por el esfuerzo, consciente de que aún sería peor cuando se zambullera en la humedad implacable de la ciudad. Allí estaba su coche, comprimido entre dos elegantes levitadores cromados. Las luces parpadeantes del garaje deslucían aún más la espantosa pintura naranja del vehículo. Allí no encajaba.

Y Cinder sabía qué se sentía.

El olor a moho y chatarra vieja la envolvió en cuanto ocupó el lugar del conductor. Había sustituido el relleno del asiento y lo había cubierto con una manta que alguien había tirado, al menos así no tendría que preocuparse por los excrementos de rata. Aun así, no quería ni imaginar las manchas que el chasis y el suelo del coche estarían dejando en el vestido de Peony.

Intentando apartar aquellos pensamientos de su mente, se agachó bajo la columna de dirección y buscó los cables de la batería y del motor de arranque que previamente había cortado y envuelto en cinta aislante. Sujetó el cable marrón con torpeza.

Contuvo la respiración y los juntó.

No ocurrió nada.

Una gota de sudor le rodó por la pantorrilla. Volvió a intentarlo una vez más. Y otra.

—Por favor, por favor, por favor.

Una chispa saltó entre los cables pelados y se oyó el apagado triquitraque del motor.

—¡Sí!

Pisó el acelerador a fondo. El coche rugía bajo ella, con el motor revolucionado al máximo.

Cinder lanzó un incontenible grito de alivio antes de hundir el pie en el embrague y meter una marcha, recitando las instrucciones que se había descargado la semana anterior y que desde entonces había estado estudiando: aprender a conducir.

Las maniobras para sacar el coche del garaje resultaron ser lo más difícil de todo. Una vez en la calle, las farolas solares y el pálido resplandor amarillento que se vertía por las ventanas de los apartamentos le indicaban el camino. La iluminación constante de la ciudad era un regalo caído del cielo teniendo en cuenta que los faros del coche no funcionaban. Cinder se sorprendió de lo pedregosas que eran las calles y de la cantidad de desperdicios y escombros que había desparramados sobre la calzada desde que los levitadores ya no necesitaban que el camino estuviera libre de obstáculos. Fue dando tumbos todo el viaje y aun así se sentía invadida por una sensación de poder cada vez que giraba el volante, apretaba el acelerador, cambiaba de marchas o chirriaban los neumáticos.

Una cálida brisa se colaba a través de la desaparecida ventanilla trasera y le alborotaba el pelo. Las nubes habían llegado a la ciudad y pendían amenazadoras sobre los rascacielos, envolviendo el anochecer en un manto grisáceo. En el horizonte opuesto, el cielo se mantenía despejado, iluminado con orgullo por la novena luna llena del año. Una esfera perfecta en un cielo teñido de negro. Un ojo blanco y siniestro que la seguía a todas partes. Cinder trató de ignorarlo y hundió el pie en el acelerador, apremiando al coche a que fuera más rápido, a que volara.

Y voló. No con la sutileza y la gracia de un levitador, sino con el rugido y la potencia de una bestia orgullosa. No pudo evitar sonreír al pensar que lo había reparado ella. Ella le había devuelto la vida a aquella monstruosidad. Ahora era suya y la bestia parecía saberlo.

Lo habría conseguido, se dijo cuando el palacio apareció ante ella, encumbrándose por encima de la ciudad sobre los escarpados precipicios. A aquellas horas, estaría acercándose a los límites de la ciudad. Cada vez más rápido. Viendo cómo las luces se desdibujaban a su paso. Volando hacia el horizonte sin mirar atrás.

Una gota de lluvia se estrelló contra el parabrisas rajado.

Cinder se aferró al volante cuando inició el ascenso por la tortuosa carretera que conducía a la entrada del palacio. No había levitadores con que competir; estaba claro que sería la última invitada en llegar a la fiesta.

Coronaba la colina, embriagada por la sensación de libertad, la sensación de poder… cuando empezó a diluviar. El agua empezó a inundar el coche y emborronó las luces del palacio. La lluvia aporreaba el metal y los cristales. Sin faros, el mundo desapareció al otro lado del parabrisas.

Cinder hundió el pie en el pedal del freno.

No ocurrió nada.

Presa del pánico, tiró desesperadamente del freno de mano. Una sombra se recortó contra la cortina de agua. Cinder gritó y se cubrió la cara.

El coche se estrelló contra un cerezo y Cinder se vio impulsada hacia delante con una sacudida mientras oía cómo el metal crujía a su alrededor. El motor lanzó unas pequeñas explosiones y enmudeció. El cinturón de seguridad le quemaba atravesado en el pecho.

Temblorosa, Cinder contempló atónita el torrente de agua que se precipitaba sobre el parabrisas. Hojas marrones empapadas de lluvia caían de las ramas bajo las que se había empotrado y se pegaban al cristal. La adrenalina corría por sus venas y se recordó que tenía que respirar. El panel de control le recomendó la línea de actuación que debía adoptar: una respiración lenta y acompasada. Sin embargo, cada inspiración la ahogaba tanto como el cinturón de seguridad, hasta que alargó una mano temblorosa hacia el anclaje y se lo quitó.

En ese momento descubrió que las juntas impermeabilizadoras de la ventanilla de la puerta del conductor tenían una fuga por donde se filtraba el agua, que empezó a gotear sobre su hombro.

Cinder reposó la cabeza contra el respaldo, preguntándose si le llegarían las fuerzas para caminar hasta el palacio. Aunque también podía esperar a que pasara el monzón. Aquel tipo de tormentas de verano nunca duraban demasiado y en poco rato se habría convertido en una débil llovizna.

Se subió los guantes empapados y se preguntó a qué estaba esperando. No era por orgullo. Tampoco por respetabilidad. Dadas las circunstancias, casi podría decirse que ir empapada era lo mejor que podía ocurrirle.

Respiró hondo, tiró de la manija de la puerta y le dio una patada para acabar de abrirla. Se enfrentó al aguacero y descubrió el efecto refrescante de la fría lluvia sobre la piel. Cerró de un portazo y se volvió para evaluar los daños, apartándose el pelo de la frente.

El morro del coche estaba empotrado en el tronco del árbol y el capó se arrugaba como un acordeón hasta el guardabarros del lado del acompañante. Se le cayó el alma a los pies al ver aquel desastre, tanto trabajo echado a perder en cuestión de segundos.

Sin olvidar —no se le ocurrió hasta aquel momento— que con aquello ya podía ir despidiéndose de huir de allí.

Estremeciéndose bajo el chaparrón, se obligó a apartar aquellos pensamientos de su mente. Ya habría otros coches. Ahora tenía que encontrar a Kai.

De pronto, la lluvia amainó. Levantó la vista hacia el paraguas que la resguardaba y se volvió en redondo. Uno de los encargados de la recepción de los invitados miraba el coche siniestrado con ojos como platos mientras sujetaba con fuerza el mango del paraguas.

—Ah, hola —balbuceó Cinder.

El hombre se volvió hacia ella, atónito. El pelo, el vestido. Parecía horrorizado por momentos.

Cinder le arrebató el paraguas y le dedicó una sonrisa.

—Gracias —dijo, antes de correr hacia el patio que conducía a las puertas dobles del palacio abiertas de par en par y arrojar el paraguas en la escalera.

Guardias ataviados con uniformes de color morado flanqueaban el pasillo para alejar a los invitados de los ascensores e indicarles la ubicación del salón de baile, en el ala sur, por si el tintineo de las copas y la música orquestal no lo dejaban suficientemente claro. El camino hasta la entrada del salón de baile fue largo y pesado. Cinder no sabía si los estoicos guardias le habían dirigido alguna mirada disimulada al pasar por su lado, con los pies chapoteando dentro de los botines, porque no se había atrevido a levantar la cabeza. Toda su atención se concentraba en enviar órdenes a través de su cableado hacia aquel muñón que tenía por pie.

Camina con gracia. Camina con gracia. Camina con gracia.

La música se oía cada vez más fuerte. El salón estaba decorado con decenas de estatuas de piedra: dioses y diosas de otros tiempos. Cámaras ocultas. Escáneres de identidad camuflados. En ese momento recordó que todavía llevaba el chip de identidad de Peony guardado en el compartimento de la pierna y la asaltó una ligera preocupación. Empezó a imaginarse alarmas y luces parpadeantes disparándose por todas partes al descubrirse que llevaba dos chips de identidad —lo que podría considerarse sospechoso, por no decir completamente ilegal—, pero no ocurrió nada.

Dejó el pasillo atrás y se encontró en lo alto de una majestuosa escalera que descendía hacia el salón de baile, flanqueada por una hilera de guardias y sirvientes de expresiones tan inescrutables como las de sus compañeros del vestíbulo. Cientos de farolillos de papel colgaban de los altos techos, proyectando una luz cálida y dorada. Unos ventanales que iban del suelo al techo recorrían la pared del fondo, abriéndola a los jardines. La lluvia aporreaba los cristales con tal estruendo que casi ahogaba la música.

La pista de baile había sido dispuesta en el centro de la estancia, bordeada de mesas redondas, engalanadas con exuberantes centros florales de orquídeas y esculturas de jade. Las paredes estaban revestidas de paneles de seda pintados a mano y decorados con grullas, tortugas y cañas de bambú, antiguos símbolos de la longevidad, que pretendían transmitir un solo mensaje: larga vida al emperador.

Desde su atalaya, Cinder alcanzaba a ver toda la estancia, donde bullía la animación entre sedas vibrantes y miriñaques, diamantes de imitación y plumas de avestruz. Empezó a buscar a Kai.

No fue difícil encontrarlo: estaba bailando. Los invitados se apartaban a su paso y el de su acompañante, la mujer más bella, elegante e imponente de todo el salón. La reina lunar. Al verla, Cinder no consiguió reprimir un grito ahogado, desconcertada.

El estómago le dio un vuelco y la impresión momentánea se convirtió en repugnancia. La reina sonreía con serenidad mientras bailaban un vals, deslizándose sobre los suelos de mármol, pero Kai parecía absorto en sus pensamientos.

Cinder retrocedió unos pasos antes de que la reina reparara en ella. Observó a los invitados y se convenció de que Kai no había hecho el anuncio todavía, de otro modo, la atmósfera no sería tan festiva. Kai estaba bien. Estaba a salvo. Lo único que tenía que hacer era hallar el modo de hablar con él, en privado, y explicarle los planes de la reina. Debía advertirle de que Levana estaba al tanto del propósito de encontrar a su sobrina. Luego dependería de él si decidía posponer la aceptación de las términos de la reina hasta…

Bueno, Cinder sabía que era imposible posponer los planes de Levana para siempre sin que ello la decidiera a declarar definitivamente la guerra con que había estado amenazándolos tanto tiempo.

Aunque tal vez, solo tal vez, podía ser que la princesa Selene apareciera antes de que eso sucediera.

Soltó el aire lentamente, se alejó de la majestuosa entrada al salón y se escondió detrás de la columna que tenía más cerca, tropezándose por culpa del diminuto pie. Miró a su alrededor rechinando los dientes, aunque los guardias y sirvientes parecían tan interesados en ella como una pared de cemento.

Cinder se arrimó a la columna y se retiró el pelo tratando de arreglárselo y, al menos, conseguir así simular que no se había equivocado de fiesta.

La música cesó y los invitados empezaron a aplaudir.

Echó un vistazo al salón y vio a Kai y a Levana, saludándose antes de separarse cada uno por su lado: él con una envarada inclinación de cabeza y ella con la elegancia de una geisha. Cuando la orquesta volvió a tocar, los invitados ocuparon toda la pista de baile.

Cinder siguió con la mirada la flamante cabellera rizada de la reina encaminándose hacia la escalera del otro extremo de la estancia, mientras los asistentes a la gala se apresuraban a apartarse de su camino. Buscó a Kai de nuevo y descubrió que avanzaba en dirección opuesta a la reina, directo hacia ella.

Contuvo la respiración y se separó unos centímetros de la columna tras la que se ocultaba. Era entonces o nunca. Ojalá levantara la vista y la viera. Ojalá fuera hasta ella. Se lo contaría todo y luego podría escabullirse y perderse en la noche; nadie tendría por qué saber que había estado allí.

Se arremangó la falda del vestido plateado cerrando los puños sobre la tela y clavó sus ojos en la cabeza del emperador, urgiéndolo a mirarla. «Mírame. Mírame.»

Kai se detuvo en seco con una expresión ligeramente perpleja. Cinder se sobresaltó. ¿Lo había conseguido? ¿Habría utilizado su don lunar sin darse cuenta?

Sin embargo, en ese momento vio algo dorado junto a Kai, una manga con volantes que le rozaba el brazo, y se le cortó la respiración.

Era Pearl, que acarició el codo de Kai con las puntas de los dedos y lo saludó con una reverencia y un auténtico despliegue de sonrisas radiantes y pestañeos coquetos.

Cinder volvió a pegarse a la columna, con el corazón en un puño.

Pearl empezó a hablar y Cinder observó con atención la reacción de Kai, sintiendo el pulso en las orejas. Al principio, Kai se limitó a dedicarle una sonrisa cansada, pero Cinder no tardó en ver aparecer la confusión en su rostro. La sorpresa. Un tímido ceño. Pensó en lo que estaría diciéndole Pearl: «Sí, soy la chica de esta mañana, en el mercado. No, Cinder no va a venir. No osaríamos deshonrar esta memorable ocasión permitiendo al engendro ciborg de mi hermanastra asistir. Ah, ¿no sabíais que era una ciborg?».

Cinder se estremeció, sin poder apartar los ojos de ambos. Pearl iba a contárselo todo y ella no podía hacer nada para impedirlo, salvo quedarse allí mirando a la espera de ese fatídico momento en que Kai comprendiera que había estado tonteando con una ciborg. No querría saber nada más de ella. No querría oír sus disculpas. No le quedaría más remedio que ir renqueando detrás de él para explicarle la razón de su presencia, sintiéndose como el esperpento que era.

Alguien se aclaró la garganta detrás de ella y consiguió sacarla del pozo de lamentaciones en el que había caído con un respingo, a punto de torcerse el tobillo. Uno de los sirvientes se había cansado de estar allí de pie sin hacer nada y en esos momentos la examinaba con una repulsión apenas disimulada.

—Discúlpeme —dijo, con cierta tirantez—, pero debo escanear su chip de identidad.

Cinder alejó la mano de manera instintiva y apretó la muñeca contra la barriga.

—¿Para qué?

El hombre miró de soslayo hacia la hilera de guardias, dispuesto a llamarlos para que la acompañaran fuera a la mínima de cambio.

—Para comprobar que se encuentra en la lista de invitados, naturalmente —contestó, enseñándole un pequeño escáner de mano.

Cinder pegó la espalda contra la columna, hecha un manojo de nervios.

—Pero… Yo creía que estaban invitados todos los ciudadanos de Nueva Pekín.

—Así es, efectivamente. —El hombre sonrió de oreja a oreja, casi como si se alegrara ante la perspectiva de poder revocar la invitación de la joven que tenía ante él—. No obstante, debemos asegurarnos de que recibimos a aquellos que respondieron a dicha invitación. Es una medida de seguridad.

Cinder tragó saliva y se volvió hacia la pista de baile. Pearl seguía acosando a Kai y, por si eso no fuera suficiente, vio a Adri revoloteando cerca de ellos, preparada para intervenir en la conversación en cuanto considerara que su hija decía algo que pudiera ponerla en evidencia. Pearl continuaba valiéndose de sus encantos para coquetear con el príncipe. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada y se tocaba la clavícula con recato.

Kai parecía igual de perplejo que antes.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Cinder, antes de volverse hacia el sirviente, tratando de imitar la alegre inocencia de Peony.

—Por supuesto —dijo.

Contuvo la respiración y le tendió el brazo, empezando a pensar en todo tipo de excusas y justificaciones: que la invitación debía de haberse traspapelado, que tal vez había habido una confusión al haber llegado después de su madrastra y hermanastra, o quizá…

—¡Ah! —exclamó el hombre, como si no diera crédito a lo que veía en la pequeña pantalla.

Cinder se puso tensa, sopesando las posibilidades que tenía de dejarlo fuera de combate de un golpe en la cabeza sin levantar las sospechas de los guardias.

El sirviente volvió su mirada atónita hacia el traje de Cinder, luego hacia el pelo y de nuevo a la pantalla. Era fácil adivinar la lucha interna del hombre tratando de mostrarse cortés y esbozar una sonrisa.

—Vaya, Linh-mèi, qué inesperado placer. Nos alegramos mucho de que al final haya podido asistir al baile de esta noche.

Cinder enarcó las cejas.

—Ah, ¿sí?

El hombre realizó una breve inclinación de cabeza.

—Por favor, disculpe mi torpeza. Estoy seguro de que a Su Majestad Imperial le alegrará saber que ya ha llegado. Por favor, acompáñeme por aquí para que pueda anunciarla.

Cinder parpadeó y siguió el brazo del sirviente, como en un sueño, cuando este se acercó a lo alto de la escalera.

—¿Para que pueda qué?

El hombre pulsó varias veces su portavisor antes de mirar a Cinder de reojo una vez más y repasarla con la mirada, como si le costara creer lo que estaba a punto de hacer, aunque sin perder la atenta sonrisa en ningún momento.

—Todos los invitados personales de Su Majestad Imperial son debidamente anunciados en reconocimiento a su importancia. Aunque, claro está, no suelen llegar tan… tarde.

—Espere. Invitados especiales de… Ah. ¡Ah! No, no, no es necesario que…

El clamor de las trompetas a través de los altavoces camuflados en los altos techos ahogó sus protestas. Agachó la cabeza, sobresaltada por el estruendo, atónita, mientras la fanfarria se apagaba. Una voz rimbombante resonó por todo el salón con el último trino de las trompas.

«Atención, demos la bienvenida al centésimo vigésimo sexto baile anual de la Comunidad Oriental a una invitada especial de Su Majestad Imperial: Linh Cinder de Nueva Pekín.»