Capítulo treinta y dos

Cinder esperó media hora antes de volver renqueando hasta el ascensor. El edificio había vuelto a cobrar vida. Se pegó a la pared, con las muletas escondidas detrás de ella, mientras los vecinos pasaban por su lado, danzando, ataviados con sus elegantes vestidos de fiesta. A un lado, procurando no manchar ningún vestido, creyó ser la destinataria de alguna que otra mirada cargada de lástima, pero la mayoría de los vecinos ni siquiera repararon en ella.

Cuando llegó al apartamento, cerró la puerta detrás de ella y por unos instantes disfrutó del bendito silencio que imperaba en el salón. Repasó mentalmente la lista de todo lo que pensaba llevarse mientras el texto de color verde se desplazaba sobre su campo de visión. Ya en el dormitorio, Cinder extendió la manta y la llenó con sus pertenencias: ropa manchada de aceite, herramientas que nunca habían regresado a su caja, pequeños regalitos que Iko le había ido haciendo a lo largo de los años… Como aquel «anillo de oro», que en realidad no era más que una arandela oxidada.

El chip de personalidad de Iko y el de identidad de Peony estaban a buen recaudo en el compartimento de la pantorrilla de Cinder, donde seguirían hasta que les encontrara un hogar algo más definitivo.

Cerró los ojos, abatida por un cansancio repentino. ¿Cómo era posible que con la libertad tan al alcance de la mano sintiera de pronto el imperioso deseo de tumbarse y echar una cabezada? Las largas noches empleadas en la reparación del coche le estaban pasando factura.

Se sacudió la modorra y acabó de empaquetar lo más rápido que pudo, tratando de no pensar en los riesgos que asumía. Se la consideraría una ciborg fugitiva y esta vez de verdad. Si conseguían detenerla, Adri podría enviarla a la cárcel.

Mantuvo las manos ocupadas, intentando apartar de sus pensamientos a Iko, quien debería estar a su lado. O a Peony, la única persona por quien se hubiera quedado. O al príncipe Kai.

Al emperador Kai.

No volvería a verlo nunca.

Anudó las esquinas de la manta con más fuerza de la necesaria. Pensaba demasiado. Solo tenía que irse. Cada cosa a su tiempo, ahora únicamente le quedaba subir al coche y dejar todo aquello atrás. Se echó el petate improvisado al hombro, salió renqueando al pasillo y bajó al laberinto de trasteros subterráneos. Entró cojeando en su cubículo y dejó el fardo en el suelo.

Se detuvo un momento para recuperar el aliento antes de continuar y abrir el compartimento superior de la caja de herramientas portátil para tirar dentro todo lo que había sobre la mesa. Ya habría tiempo de ordenarlo más tarde. La caja de herramientas vertical casi le llegaba hasta el pecho y no cabía en el coche, así que tendría que dejarla allí. Además, tanto peso en la parte trasera desbarataría sus cálculos sobre el consumo de gasolina.

Echó un vistazo al cubículo donde había pasado la mayor parte de los últimos cinco años. Era lo más parecido a un hogar que había tenido nunca, a pesar de la alambrera, que le daba aspecto de jaula, y de las cajas, que olían a moho.

El arrugado traje de fiesta de Peony seguía hecho un guiñapo sobre la soldadora. Al igual que la caja de herramientas, se quedaría allí.

Se acercó a las altas estanterías metálicas del otro extremo del habitáculo y empezó a rebuscar piezas que podrían servirle para el coche, o incluso para ella misma, por si tenía una avería. Fue acumulándolas en el suelo, donde acabaron formando una montaña de trastos de todo tipo. Se detuvo cuando su mano topó con algo que jamás creyó que volvería a ver.

El pequeño y maltrecho pie de una ciborg de once años.

Lo sacó del fondo del estante, donde habían tratado de ocultarlo. Iko debía de haberlo guardado, a pesar de que Cinder le había pedido que se deshiciera de él.

Puede que para Iko fuera lo más cercano a un pie de androide que tendría jamás. Cinder lo estrechó contra su pecho. Lo que había llegado a odiar aquel pie. Lo contenta que estaba de volver a verlo.

Con una sonrisita irónica, se dejó caer sobre la silla de trabajo por última vez. Se quitó los guantes y se miró la muñeca izquierda, intentando imaginar el pequeño chip bajo la superficie, lo que le trajo a Peony a la memoria. Las puntas de los dedos teñidas de azul. El escalpelo sobre su pálida piel blanca.

Cinder cerró los ojos, obligándose a alejar el recuerdo. Tenía que hacerlo.

Alargó la mano hacia una de las esquinas de la mesa, donde había un cúter con la cuchilla en remojo, metido en una lata llena de alcohol. La sacudió un poco, inspiró hondo y colocó la mano biónica sobre el tablero, con la palma hacia arriba. Recordó que había visto el chip en el holograma del doctor Erland, a menos de tres centímetros del lugar donde la piel se unía al metal. Lo difícil sería llegar hasta la cápsula sin cortar ningún cable importante por accidente.

Intentó tranquilizarse y mantener la mano quieta cuando hundió la cuchilla en la muñeca. Sintió un dolor agudo y penetrante, pero no se movió. Despacio. Despacio.

La sobresaltó un pitido. Cinder dio un respingo, retiró la cuchilla y se dio la vuelta hacia la pared de estanterías. Se le cayó el alma a los pies al ver todas las piezas y herramientas que se vería obligada a abandonar.

Un nuevo pitido. Cinder bajó la vista hacia la vieja telerred que seguía apoyada contra los estantes. Sabía que no estaba conectada a la red y, aun así, un recuadro azulado y brillante parpadeaba en una de las esquinas. Otro pitido.

Dejó el cúter sobre la mesa, abandonó la silla y se arrodilló delante de la pantalla.

En el recuadro azul se leía:

PETICIÓN DE CONEXIÓN DIRECTA DE USUARIO DESCONOCIDO.

¿ACEPTAR?

Ladeó la cabeza y vio que el chip D-COM seguía insertado en la unidad de la pantalla. La pequeña lucecita verde que tenía al lado estaba encendida. Medio oculto por la sombra que proyectaba la pantalla, parecía un chip cualquiera, pero Cinder recordó la reacción de Kai cuando le describió el material plateado y brillante del que estaba hecho. Un chip lunar.

Cogió un trapo sucio de la pila de cachivaches que pretendía llevarse y se taponó la herida, que apenas sangraba.

—Pantalla, acepta la conexión.

Los pitidos cesaron. El recuadro azul desapareció y lo sustituyó una espiral.

—¿Hola?

Cinder dio un respingo.

—Hola, hola, hola… ¿Hay alguien ahí?

Quienquiera que fuera, parecía al borde de un ataque de nervios.

—Por favor, por favor, que alguien conteste. ¿Dónde se ha metido esa maldita androide? ¿¡Hola!?

—¿Ho… la?

Cinder se inclinó sobre la pantalla.

La joven del otro lado ahogó un grito, al que siguió un breve silencio.

—¿Hola? ¿Me oyes? ¿Hay alguien…?

—Sí, te oigo. Espera, creo que es el cable de vídeo.

—Oh, menos mal —dijo la voz, mientras Cinder apartaba el trapo y lo dejaba a un lado.

Le dio la vuelta a la pantalla, la puso boca abajo sobre el suelo y abrió la tapa del panel de control.

—Pensé que el chip se habría estropeado —prosiguió la desconocida— o que lo había programado con la conexión de identidad errónea o algo por el estilo. ¿Estás en el palacio?

Cinder vio que el cable de vídeo estaba desconectado. Debía de haberse soltado cuando Adri había arrancado el portavisor de la pared. Volvió a enroscarlo en su sitio y un charco de luz azulada se derramó en el suelo.

—Ya está —dijo, dándole la vuelta a la pantalla.

Cinder dio un respingo al ver a la joven del otro lado de la conexión. Debía de ser aproximadamente de su misma edad y tenía la melena rubia más larga, ondulada, rebelde y enmarañada que hubiera podido imaginar. Llevaba recogido aquel avispero dorado que envolvía su cabeza en un nudo voluminoso que descansaba sobre uno de los hombros, desde donde un batiburrillo de trenzas greñudas caía en cascada sobre uno de los brazos de la joven antes de perderse más allá de los confines de la pantalla. La muchacha jugueteaba nerviosa con las puntas, enroscándolas y desenroscándolas en los dedos sin parar.

De no ser por aquella pelambrera, habría sido guapa. Tenía un rostro dulce en forma de corazón, unos gigantescos ojos azules y la nariz salpicada de pecas.

No sabía por qué, pero no era lo que Cinder había esperado.

La joven pareció sorprenderse tanto como ella al verla en la pantalla, con su mano biónica y su deslustrada camiseta.

—¿Quién eres? —preguntó la joven. Miró nerviosamente lo que había detrás de Cinder y comprendió que se encontraba en un cubículo poco iluminado y rodeado de alambrera—. ¿Por qué no estás en el palacio?

—No puedo —contestó Cinder, imitando a la joven y echando un vistazo a la habitación que se abría a su espalda, preguntándose si no estaría ante un hogar lunar.

Aunque aquello parecía cualquier cosa menos un hogar. En realidad, la joven estaba rodeada de paredes metálicas, máquinas, pantallas, ordenadores y más paneles de control, botones y luces que la cabina de una nave de carga.

Cinder cruzó las piernas y descansó la pantorrilla sin pie sobre el otro muslo, para estar más cómoda.

—¿Eres lunar?

La joven parpadeó rápidamente, como si la pregunta la hubiera sorprendido con la guardia baja, pero en vez de contestar, se inclinó hacia delante.

—Necesito hablar con alguien del palacio de Nueva Pekín ahora mismo.

—Entonces, ¿por qué no envías una com a la centralita del palacio?

—¡¿Cómo?! —El chillido de la joven fue tan inesperado y transmitía tanta angustia que Cinder estuvo a punto de caerse de la silla—. ¡No tengo un chip com universal, esta es la única comunicación directa que he podido conseguir con la Tierra!

—Entonces eres lunar.

La joven abrió los ojos de par en par hasta que estos casi formaron unos círculos perfectos.

—Eso no es…

—¿Quién eres? —preguntó Cinder, alzando ligeramente la voz—. ¿Trabajas para la reina? ¿Fuiste tú quien instaló el chip en la androide? Fuiste tú, ¿verdad?

La joven frunció el ceño, pero en lugar de indignarse por las preguntas de Cinder, pareció acobardarse. Incluso avergonzarse.

Cinder apretó los dientes para detener el torrente de preguntas e inspiró hondo antes de proseguir, con firmeza.

—¿Eres una espía lunar?

—¡No! ¡Claro que no! Es decir… Bueno… Más o menos.

—¿Más o menos? ¿Qué quiere decir…?

—¡Por favor, escúchame bien! —La joven unió las manos con fuerza, como si librara una batalla interna—. Sí, yo programé el chip y, sí, trabajo para la reina, pero no es lo que crees. He programado todos los dispositivos de espionaje que Levana ha utilizado para vigilar al emperador Rikan estos últimos meses, pero no tenía elección. Mi señora me mataría si… Que las estrellas me amparen, me matará cuando se entere de esto.

—¿Qué señora? ¿Te refieres a la reina Levana?

La chica entrecerró los ojos, angustiada. Cuando volvió a abrirlos, los tenía vidriosos.

—No, mi señora Sybil. Es la primera taumaturga de Su Majestad… y mi tutora.

Todo encajaba. Kai había sospechado desde el principio que la taumaturga de la reina era quien había colocado el chip en Nainsi.

—Aunque en realidad es una carcelera —prosiguió la joven—. Yo solo soy su prisionera y su esclava. —El hipo la asaltó antes de terminar la frase. La joven enterró el rostro en una maraña de pelo, sollozando—. Lo siento. Lo siento mucho. Soy mala, despreciable, una pobre infeliz.

Cinder sintió una punzada de lástima. Podía llegar a verse reflejada en lo de ser esclava de su propia «tutora», pero no recordaba haber tenido nunca miedo de que Adri quisiera matarla. Es decir, salvo cuando la vendió para la investigación de la peste.

Trató de refrenar la lástima que le inspiraba la chica, recordándose que era lunar y que había ayudado a la reina Levana a espiar al emperador Rikan y a Kai. Por un momento se preguntó si no estaría tratando de manipular sus emociones, aunque enseguida recordó que los lunares no podían controlar a la gente a través de las telerredes.

Cinder se apartó un mechón de pelo de la cara con un bufido y adelantó el cuerpo.

—¡Basta ya! —gritó—. ¡Deja de llorar! —Los lloros cesaron y la joven la miró atentamente con sus enormes ojos llorosos—. ¿Por qué intentabas ponerte en contacto con el palacio?

La lunar se encogió y sollozó, pero parecía haber ahuyentado las lágrimas.

—Tengo que hacer llegar un mensaje al emperador Kai. Tengo que avisarle. Está en peligro, toda la Tierra… La reina Levana… Yo tengo la culpa. Si hubiera sido más fuerte, si me hubiera atrevido a luchar, esto no habría ocurrido. Yo tengo la culpa de todo.

—Que los astros me amparen, ¿vas a dejar de lloriquear de una vez por todas? —exclamó Cinder antes de que la joven volviera a perderse en sus lamentaciones—. Tienes que controlarte. ¿A qué te refieres cuando dices que Kai está en peligro? ¿Qué has hecho?

La joven se abrazó y miró a Cinder con ojos suplicantes, como si solo ella pudiera concederle el perdón.

—Soy la programadora de la reina, como ya he dicho. Se me da bien piratear conexiones de red, sistemas de seguridad y ese tipo de cosas. —Lo dijo sin atisbo de arrogancia en su voz temblorosa—. En estos últimos años, mi señora me ha pedido que derivara las conexiones privadas de los principales dirigentes políticos de la Tierra al palacio de Su Majestad. Al principio solo se trataba de los debates de las cámaras, de reuniones, transferencias de documentos, nada interesante. Su Majestad no obtenía más información de la que tu emperador no le proporcionaba ya, de modo que pensé que no hacía daño a nadie. —La joven continuaba enroscándose el pelo en los dedos de ambas manos—. Pero un día me pidió que programara un chip D-COM para poder instalarlo en uno de los androides reales, con el objetivo de espiar al emperador prescindiendo de la red. —Alzó la vista hacia Cinder. Llevaba la culpa escrita en el rostro—. Si se hubiera tratado de otro androide, cualquiera de los que corren por el palacio, ella seguiría sin saber nada. ¡Pero ahora lo sabe! ¡Y todo por mi culpa! —acabó diciendo entre gimoteos, metiéndose un mechón de pelo en la boca, como si fuera una mordaza.

—Espera. —Cinder levantó una mano, intentando que la joven hablara más despacio—. ¿Qué es lo que sabe Levana exactamente?

La lunar se sacó el pelo de la boca al tiempo que las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas.

—Sabe todo lo que la androide sabía, todo lo que ha estado investigando. Sabe que la princesa Selene sigue viva y que el príncipe, disculpa, que el emperador Kai estaba buscándola. Sabe que el emperador quería encontrar a la princesa y entronizarla como la verdadera reina lunar. —A Cinder se le encogió el estómago—. Sabe el nombre de los médicos que la ayudaron a escapar y el de esa pobre anciana de la Federación Europea que la acogió durante tanto tiempo… Su Majestad ya ha enviado a sus lacayos a buscarla valiéndose de la información que Kai poseía. Y cuando la encuentren…

—Pero ¿qué va a hacerle a Kai? —la interrumpió Cinder—. Levana ya ha ganado. Kai prácticamente ha dicho que le daría lo que quisiera, así que ¿qué más da todo eso ahora?

—¡Ha intentado usurparle el trono! No conoces a la reina y lo rencorosa que es. No se lo perdonará jamás. Tengo que hacerle llegar un mensaje, a él o a alguien de palacio. Tiene que saber que le están tendiendo una trampa.

—¿Una trampa? ¿Qué clase de trampa?

—¡Una trampa para convertirse en emperadora! Una vez que posea el control de la Comunidad, utilizará su ejército para declararle la guerra al resto del planeta. Y puede hacerlo porque su ejército… Ese ejército…

Se estremeció y agachó la cabeza como si alguien le hubiera dado un manotazo en la nuca. Cinder sacudió la cabeza.

—Kai no lo permitirá.

—No puede impedirlo. Una vez que sea emperatriz, él ya no le servirá para nada.

Cinder sintió que el pulso le martilleaba en los oídos.

—¿Crees que…? Pero no sería muy inteligente si intentara matarlo. Todo el mundo sabría que había sido ella.

—Los lunares sospechan que fue ella quien asesinó a la reina Channary y a la princesa Selene, pero ¿qué pueden hacer al respecto? Aunque intentaran rebelarse, en cuanto se encontraran ante su presencia, les lavaría el cerebro para que volvieran a obedecerla.

Cinder se frotó la frente.

—Iba a anunciarlo esta noche, en el baile —musitó para sí misma—. Va a anunciar que se casará con ella.

Tenía el pulso acelerado y los pensamientos se agolpaban en su cabeza.

Levana sabía que él había estado buscando a la princesa Selene. Lo mataría. Se haría con el gobierno de la Comunidad. Declararía la guerra a… a todo el planeta.

Se cogió la cabeza con ambas manos mientras el mundo daba vueltas a su alrededor.

Tenía que ponerlo sobre aviso. Tenía que impedir que hiciera el anuncio.

Podía enviarle una com, pero ¿qué probabilidades había de que fuera a mirarla durante el baile?

El baile.

Cinder echó un vistazo a sus sencillas ropas. A su tobillo huérfano.

El vestido de Peony. El pie que Iko había guardado. Los guantes de seda.

Asintió con la cabeza antes de saber a qué había accedido y se ayudó de las estanterías para ponerse en pie.

—Iré yo —musitó—. Lo encontraré.

—Llévate el chip —dijo la joven de la pantalla—. Por si tenemos que ponernos en contacto. Y, por favor, no les digas nada sobre mí. Si mi señora llega a enterarse de que…

Sin esperar a que terminara, Cinder se inclinó y extrajo el chip de la unidad. La pantalla se apagó.