Fue una larga caminata hasta casa. Adri y Pearl se habían ido del mercado sin ella, impacientes por prepararse para el baile. Y aunque al principio a Cinder le había parecido una gran decisión, después de arrastrar las muletas improvisadas, que se le clavaban en las axilas, y de soportar el rebote constante de la bolsa bandolera contra la cadera durante casi dos kilómetros, no dejaba de maldecir a su madrastra a cada paso que daba.
Además, tampoco tenía demasiada prisa por llegar. No conseguía imaginar qué preparativos serían esos para los que Pearl necesitaba su ayuda, pero estaba segura de que su único objetivo era torturarla. Una noche más de servidumbre. Solo una noche más.
Las palabras la animaron a seguir adelante.
Cuando por fin llegó al edificio, el silencio que reinaba en los pasillos le resultó inquietante. Todo el mundo estaba de celebración o preparándose para el baile. Los gritos que solían oírse al otro lado de las puertas cerradas habían sido sustituidos por risitas nerviosas.
Cinder se colocó las muletas bajo los brazos doloridos y fue apoyándose en la pared para guiarse hasta la puerta.
Al principio pensó que no había nadie en el piso, hasta que oyó el crujido de las tablas del suelo, producido por las pisadas de Adri y Pearl trasteando en las habitaciones del fondo. Mientras rezaba por poder pasar la noche sin tener que verlas, Cinder se dirigió cojeando hasta su cuartucho y cerró la puerta tras ella. Había pensado en ponerse a hacer las maletas cuando oyó que alguien llamaba a la puerta.
Lanzó un suspiró y la abrió. Pearl esperaba en el pasillo, ataviada con su vestido de seda dorada adornado con pequeñas perlitas desiguales y un escote tan generoso como había pedido Adri.
—¿No podrías haber venido a casa más despacio? —dijo—. Nos iremos en cuanto acabe la coronación.
—Sí, tienes razón, podría haber llegado antes, lo que ocurre es que alguien me ha robado el pie.
Pearl le lanzó una mirada cargada de odio, retrocedió hacia el pasillo y dio media vuelta. La falda se le arremolinó alrededor de los tobillos.
—Cinder, ¿tú qué opinas? ¿Crees que pasaré desapercibida para el príncipe?
La joven mecánica a duras penas consiguió reprimir el impulso de restregar sus manos sucias por el vestido, por lo que decidió quitarse los guantes de trabajo y metérselas en los bolsillos traseros.
—¿Necesitas algo?
—Sí, la verdad es que sí. Quería pedirte consejo. —Pearl se subió la falda unos centímetros para enseñarle sus pies diminutos calzados en dos zapatos distintos. En el izquierdo llevaba un botín de terciopelo blanco que se anudaba al tobillo. En el derecho lucía una sandalia dorada con cintas brillantes y pequeños dijes en forma de corazón—. Puesto que tienes una relación tan estrecha con el príncipe, pensé que no estaría de más preguntarte si crees que preferiría las sandalias doradas o los botines blancos.
Cinder fingió que consideraba las opciones.
—Los botines te hacen los tobillos gruesos.
Pearl sonrió.
—Lo que hace los tobillos gruesos es una chapa metálica. Solo estás celosa porque tengo unos pies preciosos. —Lanzó un suspiro de falsa compasión—. Qué lástima que jamás llegues a saber lo que se siente.
—Me alegro de que al menos hayas encontrado algo que pueda considerarse precioso.
Pearl se retiró el pelo hacia atrás con una sonrisa petulante. Sabía que las burlas de Cinder no tenían fundamento y a la joven mecánica le fastidió descubrir que burlarse de su hermanastra ya no le reportaba ningún placer.
—He estado ensayando qué le diré al príncipe Kai —comentó Pearl—. Supongo que no es necesario aclarar que pienso contárselo todo. —La luz se reflejó en la falda con el balanceo—. Primero le explicaré lo de tus espantosas extremidades metálicas y el bochorno que nos haces pasar. Enseguida comprenderá en qué clase de criatura repugnante te convirtieron. Y también me aseguraré de que le quede claro lo mucho más deseable que soy yo.
Cinder se apoyó en el marco de la puerta.
—Vaya, Pearl, ojalá hubiera sabido antes lo chiflada que estás por él. ¿Sabes?, antes de que Peony muriera, conseguí que Su Alteza me prometiera que esta noche bailaría con ella. Podría haberle pedido que también bailara contigo, pero me temo que ahora ya es demasiado tarde. Una verdadera lástima.
Pearl se puso colorada.
—No te atrevas a pronunciar su nombre —dijo con una voz ronca apenas audible.
Cinder parpadeó.
—¿Peony?
Una ira soterrada afloró en la mirada de Pearl, dejando atrás las provocaciones pueriles.
—Tú la mataste. Todo el mundo sabe que tú tienes la culpa.
Cinder la miró boquiabierta, desconcertada ante el súbito abandono de las fanfarronadas infantiles.
—Eso no es cierto. Yo no me he puesto enferma.
—Estaba en el depósito de chatarra por tu culpa y se contagió allí. —Cinder abrió la boca, pero no le salieron las palabras—. De no ser por ti, esta noche iría al baile, así que no vengas diciéndole que le habrías hecho un gran favor. Lo mejor que podrías haber hecho por Peony habría sido dejarla en paz. Puede que entonces todavía estuviera aquí. —Las lágrimas asomaban a sus ojos—. Y encima quieres hacerme creer que te importaba, como si fuera tu hermana. Eso no está bien. Ella estaba enferma y tú estabas… viendo al príncipe, intentando captar su atención, cuando sabías lo que Peony sentía por él. Es rastrero.
Cinder se cruzó de brazos, tratando de protegerse.
—Sé que no me crees, pero yo quería a Peony. Y todavía la quiero.
Pearl se sorbió la nariz ruidosamente, tratando de detener las lágrimas antes de que consiguieran desarmarla.
—Tienes razón, no te creo. Eres una mentirosa y una ladrona y no te importa nadie más que tú. —Hizo una pausa—. Y pienso asegurarme de que el príncipe lo sepa.
La puerta del dormitorio de Adri se abrió y la mujer salió de la habitación ataviada con un kimono blanco y magenta con elegantes grullas bordadas.
—¿Por qué os peleáis vosotras dos ahora? Pearl, ¿estás lista para irnos?
La repasó con ojo experto, tratando de descubrir cualquier detalle que necesitara un último retoque.
—No puedo creer que vayáis a ir —dijo Cinder—. ¿Qué va a pensar la gente? Todavía estáis de luto.
Sabía que era un botón que no debía apretar, un comentario cruel después de haberlas oído llorar a través de las finas paredes, pero no era el mejor momento para pedirle comprensión. Ella no habría ido ni aunque hubiera podido. Sin Peony, no.
Adri la fulminó con la mirada. Sus labios dibujaron una fina línea.
—La coronación está a punto de empezar —dijo—. Ve a lavar el levitador. Quiero que parezca nuevecito.
Contenta de no tener que ver la ceremonia con ellas, Cinder no discutió. Recogió las muletas y se dirigió a la puerta de casa.
Solo una noche más.
Activó su conexión de red en cuanto llegó al ascensor, y relegó el desarrollo de la coronación a un rincón de su campo de visión. Todavía estaban en la ceremonia previa. Un desfile de funcionarios del Estado entraba en el palacio, envueltos en una nube de periodistas y cámaras.
Cogió un cubo y jabón del trastero y se dirigió renqueando al aparcamiento mientras escuchaba de fondo al locutor, que explicaba el simbolismo de los diferentes elementos de la coronación. Los motivos bordados de la túnica de Kai, el significado de los emblemas que se izarían cuando pronunciara los votos, el número de veces que sonaría el gong cuando subiera al estrado, prácticas que llevaban repitiéndose desde hacía siglos, extraídas y aunadas de entre las muchas culturas que se habían hermanado para formar la Comunidad.
La emisión oscilaba continuamente entre los festejos del centro de la ciudad y la imagen esporádica de Kai durante la preparación. Aquella segunda parte de la información era lo único que apartaba la atención de Cinder del cubo de agua jabonosa. No podía evitar imaginarse en el palacio, junto a él, en vez de en aquel garaje frío y oscuro. Kai estrechándole la mano a un delegado desconocido. Kai saludando a la multitud. Kai intentando mantener una breve conversación privada con su consejero. Kai volviéndose hacia ella, sonriéndole, agradecido de tenerla a su lado.
Sin embargo, las apariciones esporádicas del joven tenían un extraño efecto balsámico en lugar de desmoralizador. Eran una especie de recordatorio de que en el mundo ocurrían cosas más importantes, y el anhelo de libertad de Cinder, las provocaciones de Pearl, los antojos de Adri, incluso el flirteo de Kai no encajaban en aquel esquema de las cosas.
La Comunidad Oriental coronaba a su nuevo emperador. En esos momentos, el mundo entero estaría pendiente de la ceremonia.
El atuendo de Kai combinaba las tradiciones antiguas con las más recientes. Las tórtolas bordadas del cuello mao significaban paz y amor. Sobre los hombros llevaba una capa de color negro azulado adornada con seis estrellas de plata, que representaban la paz y la unidad de los seis reinos terrestres, y una docena de crisantemos, que simbolizaban las doce provincias de la Comunidad y el florecimiento bajo su reinado.
Un consejero real acompañaba a Kai junto al estrado. Las primeras hileras estaban ocupadas por una heterogénea mezcla de funcionarios del Estado procedentes de todas las provincias. Sin embargo, la mirada de Cinder regresaba una y otra vez a Kai, atraída hacia él como un imán.
En ese momento, una pequeña comitiva compuesta por la reina Levana y dos taumaturgos apareció por uno de los pasillos; fueron los últimos en tomar asiento. La reina llevaba un delicado velo blanco que le caía sobre los hombros y le ocultaba el rostro, por lo que parecía más un fantasma que una invitada real.
Cinder se estremeció. No recordaba que un lunar hubiera asistido nunca a la coronación de un emperador de la Comunidad. Sin embargo, la imagen histórica, en vez de transmitirle cierta esperanza por el futuro, le produjo tal angustia que se le hizo un nudo en el estómago. El aire altivo de la reina sugería que se sentía más legitimada para estar allí que cualquier habitante de la Tierra. Como si fuera a ella a quien estaban a punto de coronar.
La reina y su séquito ocuparon el sitio reservado para ellos en la primera fila. Los asistentes instalados en los asientos contiguos intentaron ocultar el desagrado que les producía su proximidad, sin conseguirlo.
Cinder sacó el trapo empapado del cubo y empezó a sacarle partido a su inquietud restregando el levitador de Adri hasta sacarle brillo.
Un redoble de tambores dio inicio a la ceremonia de la coronación.
El príncipe Kai se arrodilló en un pequeño banco tapizado de seda mientras un lento desfile de hombres y mujeres pasaban por delante de él y le colgaban una cinta, un medallón o una joya alrededor del cuello. Se trataba de regalos simbólicos: larga vida, sabiduría, bondad, generosidad, paciencia, júbilo. Una vez que le hubieron impuesto todas las insignias, la cámara enfocó el rostro de Kai. Parecía sorprendentemente sereno, con la vista en el suelo, pero la cabeza bien alta.
Como era costumbre, se había escogido a un representante de uno de los otros cinco reinos terrestres para oficiar la coronación, un gesto simbólico con el que se demostraba que los demás países acatarían y respetarían el legítimo derecho del nuevo soberano a gobernar. El elegido había sido el primer ministro de la Federación Europea, Bromstad, un hombre alto, rubio y ancho de espaldas. A Cinder siempre le había parecido más un granjero que un político. El hombre sostuvo en alto un rollo de pergamino de aspecto antiguo que contenía los compromisos de Kai hacia su pueblo al aceptar el cargo de emperador.
Mientras sujetaba los extremos del rollo con sendas manos, el primer ministro leyó una serie de votos que Kai repitió después de él.
—«Juro solemnemente gobernar los pueblos de la Comunidad Oriental con acuerdo a la ley y las costumbres así establecidas por anteriores generaciones de gobernantes —recitó—. Haré uso de todo el poder que se me confiere para promover la justicia, conceder la clemencia, respetar los derechos inalienables de todos los pueblos y la paz entre las naciones, gobernar con generosidad y paciencia y acudir en busca del consejo y la sabiduría de mis iguales y hermanos. Todo ello prometo cumplir hoy y todos los días de mi reinado, siendo mis testigos los habitantes de la tierra y los cielos.»
Cinder sintió que el pecho se le henchía de orgullo mientras frotaba el capó. Nunca había visto a Kai tan serio, ni le había parecido tan atractivo. Seguía algo preocupada por él, sabiendo lo nervioso que debía de estar, pero en ese momento no era el príncipe que le había llevado una androide estropeada al mercado o el que casi la había besado en el ascensor.
Era su emperador.
El primer ministro alzó la barbilla.
—Por el presente acto os declaro emperador de la Comunidad Oriental. Larga vida a Su Majestad Imperial Kaito.
Los asistentes estallaron en alegres ovaciones y entonaron «Larga vida al emperador» mientras Kai se volvía hacia su pueblo.
Era imposible adivinar si su nueva y distinguida condición lo hacía feliz. Ni sus labios ni su mirada delataron ninguna emoción mientras recibía el aplauso multitudinario desde el estrado.
Tras la larga y efusiva salva de aplausos y elogios que Kai aceptó con chocante serenidad, colocaron un podio en el estrado para la primera alocución del emperador. Todo el mundo guardó silencio.
Cinder lanzó agua sobre el vehículo.
Kai continuaba igual de inexpresivo. Tenía la mirada clavada en el borde del estrado y se aferraba con fuerza a ambos lados del podio.
—Es para mí un honor que la coronación haya coincidido con nuestras fiestas más sagradas —empezó—. Hace ciento veintiséis años, la pesadilla y la catástrofe de la Cuarta Guerra Mundial llegó a su fin y nació la Comunidad Oriental. Se forjó a partir de la unión de muchos pueblos, de muchas culturas, de muchos ideales. Se fortaleció gracias a una única y sólida convicción: que, unidos como un solo pueblo, somos fuertes. Que somos capaces de amarnos los unos a los otros, a pesar de nuestras diferencias. De ayudarnos mutuamente, a pesar de nuestras flaquezas. Escogimos la paz en lugar de la guerra. La vida en lugar de la muerte. Decidimos coronar a un hombre para que fuera nuestro soberano, para que nos guiara, para que nos defendiera. No para que nos gobernara, sino para que nos sirviera.
Hizo una pausa.
Cinder desvió su atención del visor retinal un instante para echar un rápido vistazo al levitador. Apenas había luz suficiente para saber si podía dar el trabajo por terminado, pero la perfección era lo último que le importaba en esos momentos.
Satisfecha, arrojó el trapo húmedo al cubo y se dejó caer contra la pared de cemento que había detrás de la hilera de levitadores aparcados, para prestarle a la diminuta pantalla toda su atención.
—Soy el cuadrinieto del primer emperador de la Comunidad —prosiguió Kai—. El mundo ha cambiado desde sus días. Continuamos haciendo frente a nuevos problemas, a nuevos sinsabores. A pesar de que en ciento veintiséis años no se ha entablado ninguna guerra entre los hombres sobre suelo terrestre, libramos una nueva batalla a diario. Mi padre luchó contra la letumosis, la peste que lleva más de diez años asolando nuestro planeta. Una enfermedad que ha traído la muerte y el sufrimiento a nuestros hogares. El pueblo de la Comunidad y todos nuestros hermanos terrestres han perdido amigos, familiares, personas amadas, vecinos. Unas pérdidas relacionadas directamente con la caída del comercio, la recesión de la economía y el empeoramiento de las condiciones de vida. Algunos han fallecido porque no tenían qué comer, porque no hay suficientes agricultores para cultivar la tierra. Otros porque no tenían con qué calentarse, porque nuestras reservas energéticas disminuyen cada día. Esta es la nueva guerra a la que nos enfrentamos. Esta es la guerra que mi padre estaba decidido a finalizar, y aquí y ahora, ante todos vosotros, prometo tomar el relevo de esa antorcha. Juntos hallaremos una cura para la enfermedad. La venceremos. Y devolveremos a nuestro gran país todo su antiguo esplendor.
El público estalló en aplausos, pero Kai continuaba inmune a la emoción que despertaban sus palabras. En su rostro solo se leía una expresión resignada y sombría.
—Sería simplista por mi parte obviar un segundo frente —dijo, cuando los asistentes hubieron guardado silencio—. Uno no menos urgente. —El público se removió inquieto. Cinder apoyó la cabeza contra la fría pared—. Estoy seguro de que por todos es conocida la tirantez de las relaciones que durante generaciones han mantenido las naciones aliadas de la Tierra y Luna. También estoy seguro de que sabéis que, esta semana, la soberana de Luna, Su Majestad la reina Levana, nos ha honrado con su visita. Es el primer gobernante lunar que pisa la Tierra desde hace casi un siglo y su presencia aquí abre las puertas a la esperanza de poder alcanzar una paz verdadera entre nosotros en un futuro no muy lejano.
La pantalla amplió el plano y enfocó a la reina Levana, en la primera fila. Tenía las manos lechosas entrelazadas con recato sobre el regazo, como si no creyera ser merecedora de la atención que se le prestaba. Cinder estaba convencida de que no engañaba a nadie.
—Mi padre dedicó los últimos años de su vida a las conversaciones de paz con Su Majestad con el objetivo de forjar una alianza. No vivió lo suficiente para ver el resultado de dichas conversaciones, pero estoy decidido a que ninguno de sus esfuerzos fuera en vano. Es cierto que ha habido obstáculos en el camino hacia la paz, que ha resultado difícil encontrar nexos de unión con Luna y dar con una solución que satisficiera a ambas partes. Sin embargo, estoy convencido de que hallaremos el modo de llegar a buen puerto.
Kai inspiró hondo e hizo una pausa, sin acabar de cerrar los labios. Bajó la vista hacia el estrado y agarró con fuerza los extremos del podio.
Cinder se inclinó hacia delante, como si así pudiera ver al príncipe más de cerca, mientras este reunía todo su valor por pronunciar las siguientes palabras.
—Haré… —empezó a decir, aunque se detuvo de inmediato. Enderezó la espalda y fijó la mirada en un punto lejano e invisible— haré lo que sea necesario para asegurar el bienestar de mi país. Haré lo que sea necesario para protegeros. Os lo prometo.
Apartó las manos del estrado y se retiró antes de que a los asistentes les diera tiempo a reaccionar, acompañado por unos tímidos, aunque corteses aplausos.
Cinder sintió que se le encogía el corazón cuando los lunares de la primera fila aparecieron fugazmente en la pantalla. Tal vez el velo disimulara la vanidad de la reina, pero las sonrisas petulantes de sus dos asistentes eran inequívocas. Creían que habían ganado.