Cinder miraba la gigantesca telerred que había al otro lado de la atestada calle, sentada en el interior de la tienda, con la barbilla apoyada en las manos. Con tanto jaleo, no oía al comentarista, aunque tampoco era necesario, pues en ese momento se encontraban retransmitiendo la celebración en medio de la que se hallaba atrapada. El reportero parecía pasárselo mucho mejor que ella y no paraba de gesticular exageradamente mientras pasaban por delante de él vendedores de comida ambulantes, malabaristas, contorsionistas en carrozas diminutas y la cola de una cometa de un dragón de la suerte. Por el barullo, Cinder supuso que el reportero se encontraba en la plaza, a una manzana de allí, donde se celebrarían la mayoría de los festejos de aquel largo día. Un lugar mucho más festivo que la calle de tiendecitas, pero al menos ella estaba a la sombra.
Podría haber hecho bastante negocio en comparación con un día normal de mercado —muchos clientes potenciales se habían interesado por el precio de la reparación de un portavisor averiado y de recambios para androides—, pero se había visto obligada a rechazarlos a todos. No aceptaría más clientes en Nueva Pekín. Ni siquiera habría abierto de no ser por Adri, quien la había dejado allí mientras Pearl y ella se iban de compras de última hora para el baile. Sospechaba que, en realidad, lo único que Adri deseaba era que todos vieran a la tullida, a la joven coja.
No podía decirle a su madrastra que Linh Cinder, la reconocida mecánica, había echado el cierre.
Porque no podía decirle que se iba.
Suspiró y se apartó un mechón de la cara con un bufido. El calor era insoportable. No había manera de desprenderse de la humedad que le impregnaba la piel y le pegaba la camisa a la espalda. Un bochorno que, junto con las nubes que se cernían en el horizonte, prometía lluvia, a raudales.
No eran las mejores condiciones para conducir.
Sin embargo, aquello no la detendría. Faltaban ya menos de doce horas para que se encontrase a kilómetros de la ciudad, tratando de poner tanta distancia de por medio entre Nueva Pekín y ella como le fuera posible. Esa semana había bajado al garaje todas las noches después de que Adri y Pearl se hubieran ido a la cama, avanzando a brincos sobre unas muletas caseras para poder trabajar en el coche. La noche anterior, por primera vez, el motor había vuelto a la vida con un rugido.
Bueno, en realidad había vuelto a la vida con un petardeo y había expulsado gases tóxicos por el tubo de escape que la habían hecho toser de manera incontrolada. Había invertido casi la mitad del dinero de la investigación sobre la peste que Erland le había ingresado en un enorme tanque de gasolina. Con un poco de suerte, aquel combustible la llevaría al menos hasta la siguiente provincia. Sería un viaje movidito. Y apestoso.
Pero sería libre.
No, serían libres. El chip de personalidad de Iko, el chip de identidad de Peony y ella. Huirían juntas, como siempre había dicho que harían.
Aunque sabía que nada le devolvería a Peony, al menos albergaba la esperanza de encontrar algún día otro cuerpo para Iko. Tal vez el cuerpo de otra androide, puede que incluso una escolta, con sus formas femeninas pretendidamente perfectas. Seguro que a Iko le gustaría.
Imágenes de la otra noticia de la semana sustituyeron a las del mercado en la telerred: Chang Sunto, el niño milagro. El superviviente de la peste. Lo habían entrevistado cientos de veces a raíz de su recuperación milagrosa. Cada vez que lo veía, el corazón de silicio de Cinder se llenaba de ternura.
Las pantallas también habían emitido casi sin descanso las secuencias de la desenfrenada huida de las cuarentenas, pero en la grabación nunca aparecía su rostro y Adri había estado demasiado ocupada en otros menesteres —entre el baile y el funeral, al que Cinder no había sido invitada— para caer en la cuenta de que la chica misteriosa vivía bajo su techo. De todos modos, también cabía la posibilidad de que, con la poca atención que Adri le prestaba, no la hubiera reconocido.
Corrían todo tipo de rumores sobre la joven y la recuperación milagrosa de Chang Sunto, y aunque algunos hablaban de la existencia de un antídoto, todavía no se había aclarado el asunto. El niño se encontraba a cargo del equipo de investigación del palacio, lo que significaba que el doctor Erland ya contaba con una nueva cobaya con la que jugar. Esperaba con aquello que el doctor se contentara, dado que Cinder se había dado de baja como voluntaria para la investigación. Sin embargo, todavía no había reunido el valor necesario para decírselo a Erland y la sensación de culpa le atenazaba el estómago cada mañana, cuando veía el nuevo ingreso. El hombre había cumplido su promesa: había abierto una cuenta vinculada a un chip de identidad de modo que solo Cinder pudiera tener acceso a ella y le había hecho transferencias casi diarias desde los fondos de investigación y desarrollo. Hasta el momento, Erland no le había pedido nada a cambio. Las únicas coms que le había enviado habían sido para informarle de que seguían utilizando sus muestras de sangre y para recordarle que no debía volver al palacio hasta que la reina se hubiera ido.
Cinder frunció el ceño mientras se rascaba la mejilla. El doctor Erland nunca había llegado a explicarle por qué creía que ella era tan especial, teniendo en cuenta que él también era inmune. La acuciaba la curiosidad, pero no tanto como su necesidad de irse de allí. Algunos misterios tendrían que quedar sin resolver.
Acercó la caja de herramientas que había sobre la mesa y rebuscó en su interior sin otra intención que la de tener las manos ocupadas. El aburrimiento de los últimos cinco días la había llevado a organizar meticulosamente hasta la última tuerca y tornillo. Ahora le había dado por contar y crear un inventario digital en su cerebro.
Una niña asomó la cabeza al otro lado del tablero. Llevaba el pelo, negro y sedoso, recogido en coletas.
—Disculpe —dijo, dejando un portavisor sobre la mesa—. ¿Podría arreglarlo?
La mirada hastiada de Cinder pasó de la niña al visor. Era tan pequeño que cabía en la palma de la mano, e iba protegido con una deslumbrante funda de color rosa. Suspirando, cogió el visor y le dio varias vueltas. Apretó el botón de encendido, pero lo que aparecía en la pantalla era incomprensible. Frunció los labios y golpeó la esquina del visor un par de veces contra la mesa. La niña retrocedió con un respingo.
Cinder volvió a apretar el botón de encendido y apareció la pantalla de bienvenida.
—Prueba a darle un golpecito cuando no te funcione —dijo, lanzándoselo a la niña, quien casi perdió el equilibrio para atraparlo.
Los ojos de la pequeña se iluminaron y le dedicó una amplia sonrisa mellada antes de alejarse corriendo y perderse entre la multitud.
Cinder se encorvó y apoyó la barbilla sobre los antebrazos, deseando por enésima vez que Iko no estuviera atrapada en el interior de un diminuto pedacito de metal. Ahora estarían burlándose de los vendedores ambulantes de rostros sudorosos y sonrosados que se abanicaban bajo los toldos de sus tenderetes. Estarían charlando sobre todos esos lugares que iban a visitar: el Taj Mahal, el mar Mediterráneo, la vía de levitación magnética transatlántica. Iko querría ir de compras a París.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y hundió la cara en el brazo. ¿Cuánto tiempo arrastraría a sus fantasmas con ella?
—¿Te encuentras bien?
Dio un respingo y alzó la vista. Kai estaba apoyado contra la esquina del puesto, con un brazo en el riel de la puerta metálica y el otro escondido a la espalda. Llevaba el mismo disfraz de la vez anterior, la sudadera gris con la capucha echada sobre la cabeza, y a pesar del calor asfixiante, parecía estar cómodo. El cabello alborotado, el sol inclemente a su espalda… Cinder sintió que se le henchía el corazón y le puso freno de inmediato.
No se molestó en enderezarse, pero tiró de la pernera hacia abajo de manera mecánica para tapar cuantos cables le fuera posible, agradecida una vez más por la fina tela que cubría el mostrador.
—Alteza.
—Veamos, no soy quién para decirte cómo tienes que llevar el negocio —dijo—, pero ¿te has planteado en serio cobrar a la gente por tus servicios?
Por un momento, Cinder tuvo la sensación de que sus cables trataban de conectarse al cerebro, hasta que recordó a la niña que la había visitado hacía apenas unos instantes. Se aclaró la garganta y miró a su alrededor. La pequeña estaba sentada en el bordillo, con el vestido echado sobre las rodillas, tarareando al compás de la música que producían los diminutos altavoces. Los compradores se paseaban arriba y abajo, con los bolsos balanceándose junto a sus caderas mientras saboreaban unos huevos cocidos en té y los tenderos estaban demasiado ocupados sudando la gota gorda. Nadie les prestaba atención.
—No soy quién para decirte cómo llevar la corona, pero ¿no debería acompañarte un guardaespaldas o algo por el estilo?
—¿Guardaespaldas? ¿Quién querría hacerle daño a un tipo tan encantador como yo?
Al ver la cara de reproche con que lo miró, Kai le sonrió y le mostró la muñeca.
—Créeme, saben muy bien dónde estoy en todo momento, pero intento no pensar en ello.
Cinder escogió un destornillador de cabeza plana de la caja de herramientas y empezó a darle vueltas entre los dedos, cualquier cosa para mantener las manos ocupadas.
—En fin, ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar, qué se yo, preparándote para una coronación o algo así?
—Lo creas o no, parece que vuelvo a tener problemas técnicos. —Sacó el portavisor del cinturón y lo miró—. Verás, pensé que sería demasiada casualidad que la mecánica de mayor renombre de toda Nueva Pekín tuviera problemas con su visor, de modo que he supuesto que debía de ocurrirle algo al mío. —Frunció los labios, golpeó la esquina del portavisor contra la mesa y luego volvió a comprobar la pantalla con un hondo suspiro—. Pues no, nada. Puede que haya estado ignorando mis coms a propósito.
—Puede que haya estado ocupada.
—Sí, claro, por supuesto, pareces abrumada por el trabajo. —Cinder puso los ojos en blanco—. Toma, te he traído una cosa.
Kai guardó el portavisor y sacó la mano que escondía detrás de la espalda, en la que llevaba una caja achatada y alargada envuelta en papel dorado y atada con una cinta blanca. A pesar de la suntuosidad del papel, el trabajo de envoltura dejaba bastante que desear.
El destornillador que empuñaba Cinder produjo cierto estrépito al caer al suelo.
—¿Para qué es eso?
Por un instante, Kai pareció ofendido.
—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo hacerte un regalo? —preguntó, con un tono que casi detuvo los impulsos eléctricos del cableado de la joven.
—No. Sobre todo después de haber ignorado seis coms la última semana —contestó Cinder—. Veo que nos cuesta entender las cosas, ¿eh?
—¡Así que las recibiste!
La joven apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla sobre las manos.
—Pues claro que las recibí.
—Entonces, ¿por qué me ignoras? ¿Es que te he hecho algo?
—No. Sí.
Cinder cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes. Creía que lo más duro ya había pasado. Ella desaparecería y él continuaría con su vida. Se pasaría el resto de su vida viendo al príncipe, no, al emperador Kai dando discursos y aprobando leyes. Viajando por todo el mundo en misiones diplomáticas. Estrechando manos y besando bebés. Lo vería casarse, vería a su esposa darle hijos, porque el mundo entero estaría pendiente de ello.
Y él la olvidaría. Como tenía que ser.
Qué ingenua había sido al creer que sería tan simple.
—¿No? ¿Sí?
Cinder intentó encontrar las palabras adecuadas, pensó lo sencillo que sería culpar a Adri de su mutismo, la madrastra cruel que se había negado a permitirle salir de casa, pero no era tan fácil. No podía arriesgarse a darle falsas esperanzas. No podía arriesgarse a que nada la hiciera cambiar de opinión.
—Es solo que…
Enderezó la espalda, consciente de que debía sincerarse con él. Kai creía que era una simple mecánica y puede que estuviera dispuesto a cruzar esa barrera social, pero ¿ciborg y lunar? ¿Estaría dispuesto a exponerse a que todos los pueblos de la galaxia lo odiaran y despreciaran? No necesitaría ni tres segundos para comprender por qué era necesario que la olvidara.
Es más, probablemente la olvidaría con la misma celeridad.
Sus dedos metálicos se contrajeron. La mano le quemaba bajo el algodón.
«Quítate los guantes y enséñaselo.»
De manera inconsciente, se llevó la mano al borde del guante y tocó la tela manchada de grasa.
Pero no pudo. Él no lo sabía y ella no quería que lo supiera.
—Es que no dejabas de insistir una y otra vez en lo de ese maldito baile —dijo al fin, avergonzada ante aquella flagrante mentira.
Kai miró de soslayo la caja dorada que tenía en las manos. La tensión fue desapareciendo poco a poco, hasta que el joven dejó caer los brazos a los lados.
—Por todos los astros, Cinder, si hubiera sabido que ibas a darme con la puerta en las narices por haberte pedido una cita, ni lo habría intentado.
La joven puso los ojos en blanco, lamentándose de que la respuesta no hubiera logrado contrariarlo ni siquiera un poco.
—De acuerdo, no quieres ir al baile. Entendido. No volveré a mencionarlo.
Cinder jugueteó con las puntas de los dedos de los guantes.
—Gracias.
Kai dejó la caja sobre la mesa.
La joven se removió incómoda en el asiento, sin atreverse a alargar la mano.
—¿No tendrías que estar haciendo algo importante, como gobernar un país?
—Seguramente.
Kai plantó una mano sobre el tablero, adelantó el cuerpo y se inclinó hacia delante para echar un vistazo al regazo de Cinder. A la joven le dio un vuelco el corazón y se arrimó a la mesa todo lo que pudo mientras alejaba el pie para que Kai no lo viera.
—¿Qué haces? —preguntó.
—¿Estás bien?
—Perfecta. ¿Por qué?
—Sueles cumplir el protocolo a rajatabla, pero hoy ni siquiera te has levantado y quería hacerme el perfecto caballero y pedirte que volvieras a sentarte.
—Siento mucho aguar tu gran momento —contestó Cinder, arrellanándose aún más en su asiento—, pero llevo aquí desde el amanecer y estoy cansada.
—¡Desde el amanecer! ¿Qué hora es ahora? —Kai le echó un vistazo a su portavisor—. Las 13.04. —Hizo una pausa, dejando la mano detenida en el cinturón—. Bueno, entonces es hora de tomarse un descanso, ¿no? —La miró con una sonrisa radiante—. ¿Me concederías el honor de invitarte a comer?
El pánico se adueñó de Cinder.
—Por supuesto que no —contestó la joven, poniéndose derecha.
—¿Por qué?
—Porque estoy trabajando. No puedo irme de aquí.
Kai enarcó una ceja mirando las montañitas de tornillos perfectamente ordenados encima de la mesa.
—¿Trabajando en qué?
—Para que lo sepas, está a punto de llegar un gran pedido de piezas y tiene que haber alguien para recibirlo.
Se sintió orgullosa de lo creíble que había sonado la mentira.
—¿Dónde está tu androide?
Se le cortó la respiración.
—No… no está aquí.
Kai retrocedió un paso para alejarse de la mesa y miró a su alrededor, exagerando.
—Pídele a alguno de los demás comerciantes que te vigile el puesto.
—Ni hablar. Pago el alquiler de esta barraca y no voy a abandonarla solo porque a un príncipe le dé por presentarse de repente.
Kai volvió a acercarse al mostrador.
—Vamos. No puedo llevarte al… A eso que empieza por be, no puedo llevarte a comer… Salvo que desconecte el procesador de uno de mis androides, esta podría ser la última vez que nos viéramos.
—Aunque no lo creas, ya me había hecho a la idea de que iba a ser así.
Kai apoyó los codos en la mesa y se inclinó de tal manera que la capucha le ocultó los ojos. Encontró un tornillo y empezó a juguetear con él.
—Al menos verás la coronación, ¿no?
Cinder vaciló antes de encogerse de hombros.
—Por supuesto que sí.
Kai asintió con la cabeza y utilizó el extremo del tornillo para pasárselo por debajo de la uña del pulgar, aunque Cinder no vio ni rastro de suciedad.
—Está previsto que esta noche haga un anuncio sobre las negociaciones de paz que hemos mantenido a lo largo de toda esta semana, aunque no será durante la coronación, sino en el baile. No se grabará por esa absurda política de Levana de prohibir las cámaras, pero quería que lo supieras.
Cinder se puso tensa.
—¿Ha habido avances?
—Supongo que podría decirse así. —Alzó la vista hacia ella, aunque enseguida la desvió hacia los recambios solitarios a la espalda de la joven, incapaz de sostenerle la mirada demasiado tiempo—. Sé que es una locura, pero una parte de mí creía que si conseguía verte, si lograba convencerte de que me acompañaras al baile de esta noche, entonces todavía quedaba la esperanza de que pudiera cambiar las cosas. Es una tontería, lo sé. Como si a Levana le importara que yo, bueno, en fin, pudiera sentir algo por alguien.
Volvió a levantar la cabeza y devolvió el tornillo a su pila.
Un cosquilleo agradable recorrió el cuerpo de Cinder al oír aquellas palabras, pero la joven tragó saliva e intentó poner freno a la sensación de vértigo que empezaba a apoderarse de ella, recordándose que esa sería la última vez que volvería a verlo.
—Te refieres a que vas… —No acabó la frase. Bajó la voz—. Pero ¿y Nainsi? ¿Y todo eso que…? ¿Y lo que sabía?
Kai se metió las manos en los bolsillos, ahuyentando sus preocupaciones.
—Es demasiado tarde. Aunque consiguiera encontrarla, tendría que ser hoy, o al menos antes de… Además, está lo del antídoto y eso… Eso no puedo posponerlo. Hay demasiadas vidas en juego.
—¿El doctor Erland no ha hecho progresos?
Kai asintió, lentamente.
—Ha confirmado que el antídoto funciona, pero dice que no puede replicarlo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Creo que uno de los componentes solo se encuentra en la luna. Irónico, ¿verdad? Y luego está lo del niño que se recuperó la semana pasada. El doctor Erland lleva días haciéndole pruebas, pero se muestra muy reservado con los resultados. Dice que es mejor que no me haga demasiadas ilusiones respecto a que la recuperación del niño pueda conducir a nuevos avances. No me lo ha dicho así, pero… Tengo la impresión de que el doctor no cree que vaya a encontrar un antídoto a corto plazo. O, al menos, un antídoto que no sea el de Levana. Podrían pasar años antes de que consiguiéramos dar con una solución, y para entonces… —Vaciló, desesperado—. Creo que no soportaría ver morir a tanta gente.
Cinder bajó la mirada.
—Lo siento mucho. Ojalá pudiera hacer algo.
Kai se dio un ligero impulso para apartarse de la mesa y se puso derecho.
—¿Todavía piensas en ir a Europa?
—Eh… sí, podría decirse que sí. —Cinder inspiró hondo—. ¿Quieres venir conmigo?
A Kai se le escapó una breve sonrisa y se retiró el pelo de la cara.
—Claro, ¿estás de broma? Creo que es la mejor proposición que me han hecho en la vida.
Cinder también sonrió, aunque con la misma brevedad. Un momento único y precioso en que ambos se siguieron el juego.
—Tengo que volver —dijo Kai, mirando la caja envuelta en papel dorado.
Cinder casi la había olvidado. El joven le dio un empujoncito y se llevó por delante una pila de tornillos.
—No, no puedo…
—Claro que puedes —insistió Kai, encogiéndose de hombros, como si le incomodara la situación, un azoramiento que le daba un aire extrañamente encantador—. Era para el baile, pero… En fin, supongo que será para cuando se te presente la ocasión.
A Cinder le reconcomía la curiosidad, pero se reprimió y empujó la caja hasta el otro lado del mostrador, para devolvérsela.
—No, de verdad.
Kai colocó una mano sobre la de ella, con firmeza. Cinder sintió el calor que desprendía incluso a través de los gruesos guantes.
—Acéptalo —le pidió, dedicándole su típica sonrisa de príncipe encantador, como si no pasara absolutamente nada—. Y piensa en mí.
—Cinder, ven, coge esto.
La joven dio un respingo al oír la voz de Pearl y retiró la mano que Kai había apresado bajo la suya. Pearl colocó una montaña de bolsas de papel sobre el mostrador después de barrer tuercas y tornillos con el brazo y enviarlos al suelo con gran estrépito.
—Ponlas por ahí atrás, donde no pueda cogerlas la gente —dijo Pearl, señalando la trastienda con gesto autoritario—. Mira que no esté muy sucio, si es posible.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Cinder alargó la mano y atrajo las bolsas hacia sí. Enseguida pensó en el tobillo huérfano, en que tendría que ir cojeando hasta la trastienda y en la imposibilidad de seguir ocultando su deformidad.
—Vaya, ¿ni un triste «por favor» o un «gracias»? —dijo Kai.
Cinder se estremeció, lamentándose de que Kai no se hubiera ido antes para impedir que Pearl le arruinara la última vez que iba a verlo.
El comentario irritó a Pearl, quien se apartó el largo pelo sobre uno de los hombros al tiempo que se volvía hacia el príncipe, con cara de pocos amigos.
—¿Y tú quién eres para…?
Sus labios se detuvieron en un gesto sorprendido, interrumpiendo sus palabras.
Kai se metió las manos en los bolsillos y la miró con una antipatía mal disimulada.
Cinder pasó los dedos por la cuerda que unía las bolsas de Pearl.
—Alteza, os presento a mi hermanastra, Linh Pearl.
Pearl se quedó boquiabierta cuando el príncipe la saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Un placer —dijo Kai, con sequedad intencionada.
Cinder se aclaró la garganta.
—Gracias de nuevo por vuestro generoso pago, Alteza. Y… esto… os deseo lo mejor en el día de vuestra coronación.
La mirada de Kai se suavizó al apartarla de Pearl. La leve insinuación de un secreto compartido revoloteó en la comisura de sus labios, aunque demasiado evidente para que a Pearl se le pasara por alto. Kai inclinó la cabeza ante Cinder.
—Entonces, me temo que ha llegado el momento de despedirnos. Por cierto, si cambias de opinión, mi propuesta sigue en pie.
Para alivio de Cinder, Kai no dio más explicaciones y se limitó a dar media vuelta y a desaparecer entre la multitud.
Pearl lo acompañó con la mirada. A Cinder también le hubiera gustado hacerlo, pero se obligó a concentrarse en la montaña de bolsas de su hermanastra.
—Sí, claro —dijo, como si el príncipe no las hubiera interrumpido—, las pondré en este estante de aquí atrás.
Pearl atrapó la mano de Cinder bajo la suya y la detuvo, mirándola con incredulidad.
—Era el príncipe.
Cinder fingió indiferencia.
—Arreglé uno de los androides reales la semana pasada. Solo ha venido a pagarme.
Una arruga se formó entre las cejas de Pearl mientras los labios se estrechaban en una fina línea. La mirada suspicaz de la joven recayó en la caja envuelta en papel dorado que Kai había dejado sobre la mesa y, sin pensárselo dos veces, la cogió.
Cinder ahogó un grito y alargó la mano para recuperarla, pero Pearl se apartó con pasos danzarines. Cinder ya había subido una rodilla a la mesa, lista para abalanzarse sobre ella, cuando pensó en las consecuencias que aquello podría tener. Con el pulso acelerado, no hizo nada mientras Pearl dejaba caer al suelo sucio la cinta blanca que acababa de arrancar y hacía trizas el papel dorado. La caja era sencilla y blanca, sin distintivos. La joven levantó la tapa.
Intrigada por la cara de asombro de Pearl, Cinder alargó el cuello, intentando adivinar qué contenía, y alcanzó a ver algo blanco y suave envuelto en papel de seda. Observó a Pearl, tratando de formarse una idea a partir de sus gestos, pero solo vio desconcierto.
—¿Es una broma?
Cinder retrocedió poco a poco y bajó la rodilla de la mesa sin decir palabra.
Pearl inclinó la caja para que Cinder la viera. Contenía los guantes más hermosos que hubiera podido imaginar. De pura seda y de un blanco plateado deslumbrante. Eran tan largos que le habrían llegado por encima del codo, y la hilera de perlas que adornaba las costuras le confería un sencillo toque de elegancia. Eran unos guantes dignos de una princesa.
Sí, realmente parecía una broma.
Pearl lanzó una sonora carcajada.
—No lo sabe, ¿verdad? No sabe nada de tu… De ti. —La joven cerró la mano sobre los guantes, los arrancó de su lecho de papel de seda y arrojó la caja a la calle—. ¿Qué creías que iba a ocurrir? —Los agitó delante de ella. Los dedos vacíos y mustios se sacudían de un lado a otro—. ¿Creías que tal vez podrías gustarle al príncipe? ¿Creías que ibas a ir al baile con él, luciendo tus bonitos guantes nuevos y tu…?
Miró a Cinder de arriba abajo —los pantalones cargo sucios, la camiseta manchada, el cinturón de herramientas ceñido a la cintura— y volvió a echarse a reír.
—Claro que no —contestó Cinder—. No voy a ir al baile.
—Entonces, ¿para qué quiere esto una ciborg?
—No lo sé. Yo no… Él solo…
—Tal vez creías que no le importaría —prosiguió Pearl, chascando la lengua—. ¿Es eso? ¿Creías que el príncipe…, no, que el emperador pasaría por alto todos tus… —agitó la mano delante de ella— defectos?
Cinder cerró los puños, tratando de ignorar el dolor que le infligían sus palabras.
—Solo es un cliente.
El brillo burlón que animaba los ojos de Pearl se apagó.
—No. Es el príncipe. Y si supiera la verdad acerca de ti, ni te habría mirado.
Aquel comentario reavivó el resentimiento de Cinder, quien le dirigió una mirada cargada de odio.
—Que es más o menos lo que ha hecho contigo, ¿no es así?
No había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando empezó a arrepentirse de no haberse mordido la lengua, aunque la ira que encendió las mejillas de Pearl casi compensó el atrevimiento.
Hasta que Pearl tiró los guantes al suelo, levantó la pesada caja de herramientas que había sobre la mesa y se la tiró encima. Cinder lanzó un grito ante el estrépito de la caja al estrellarse. Había tuercas y tornillos desperdigados por todas partes. La gente se detenía curiosa, tratando de adivinar la causa de tanto alboroto.
Pearl se volvió hacia Cinder con aire digno y los labios fruncidos en una fina línea.
—Será mejor que recojas todo esto antes de que se acabe la fiesta —dijo—. Voy a necesitarte esta noche. Al fin y al cabo, tengo que asistir a un baile real.
Los cables de Cinder todavía vibraban cuando Pearl recuperó sus bolsas y se marchó, pero no tardó ni un segundo en salvar la mesa de un salto y agacharse junto a la caja de herramientas volcada. Sin embargo, lo primero que recogió al ponerla en pie no fueron las piezas y las herramientas desparramadas, sino los guantes enterrados debajo de ellas.
Estaban sucios de tierra y polvo, pero no perdió la esperanza de recuperarlos hasta que vio las manchas de grasa. Cinder se los colocó sobre las rodillas e intentó alisar las arrugas, aunque solo consiguió embadurnarlos aún más de aceite. Eran preciosos. Lo más hermoso que había tenido nunca.
Sin embargo, si algo sabía después de los años que llevaba trabajando de mecánica era que algunas manchas nunca se iban.