Capítulo veintinueve

Cinder cerró la puerta del apartamento de golpe y entró en el salón a grandes zancadas. Adri, que estaba sentada junto a la chimenea, muy tiesa, fulminó a Cinder con la mirada, como si hubiera estado esperándola.

La joven cerró los puños.

—¿Cómo te atreves a enviar a la policía en mi busca como si fuera una vulgar delincuente? ¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez estaba ocupada y que por eso no contestaba?

—¿Quieres decir que cómo me atrevo a tratarte como a una vulgar ciborg? —Adri entrelazó los dedos sobre el regazo—. Eres una ciborg como otra cualquiera, pero resulta que estás bajo mi tutela. Es mi deber asegurarme de que no te conviertes en una amenaza para la sociedad y parecía evidente que estabas aprovechándote de los privilegios que te he concedido en el pasado.

—¿Qué privilegios?

—Cinder, siempre te he dado libertad para hacer lo que quisieras e ir donde te apeteciera. Sin embargo, me he dado cuenta de que no respetas los límites y las responsabilidades que dicha libertad conlleva.

Cinder frunció el ceño y se echó hacia atrás. Había estado ensayando mentalmente su indignado discurso durante todo el camino a casa a bordo del levitador, pero no había esperado que Adri pudiera contraatacar con un discurso propio.

—¿Todo esto es por no haber respondido a un par de coms?

Adri enderezó la espalda.

—¿Qué estabas haciendo hoy en el palacio, Cinder?

El corazón le dio un vuelco.

—¿En el palacio?

Adri enarcó lentamente una ceja.

—Has estado rastreando mi chip de identidad.

—Tú tienes la culpa de que me haya visto obligada a tomar precauciones.

—No he hecho nada.

—No has contestado a mi pregunta.

Las alarmas internas de Cinder saltaron. La adrenalina se disparaba. Inspiró hondo.

—Fui a la manifestación, ¿de acuerdo? ¿Es eso un crimen?

—Creía que estabas en el sótano, trabajando, como se suponía que debías estar haciendo. Escabullirte de casa sin permiso, sin informarme siquiera, para asistir a un desfile absurdo, y todo ello mientras Peony está… —Se le quebró la voz. Adri bajó la vista y recuperó la compostura, aunque le costó seguir hablando—. El registro también indica que hoy has tomado un levitador para ir a las afueras de la ciudad, al distrito de los viejos almacenes. A mí me parece evidente que intentabas huir.

—¿Huir? No. Hay… Allí es donde… —Vaciló—. Allí hay un viejo almacén de piezas de recambio. He ido a comprar cosas que necesitaba.

—No me digas. Entonces, veamos, ¿de dónde has sacado el dinero para el levitador? —Cinder se mordió los labios y bajó la mirada—. ¡Esto es inaceptable! —exclamó Adri—. No pienso tolerar este comportamiento.

Cinder oyó ruido en el pasillo. Se asomó ligeramente y vio a Pearl sacando la cabeza por la puerta de su dormitorio, atraída por la voz crispada de su madre. Cinder se volvió hacia Adri.

—Después de todo lo que he hecho por ti —prosiguió la mu-jer—, después de todo lo que he sacrificado, todavía tienes la desfachatez de robarme.

Cinder frunció el ceño.

—Yo no te he robado.

—¿No? —Los nudillos de Adri se volvieron blancos—. Podría haber pasado por alto unos cuantos univs por el paseo en levitador, pero dime, Cinder, ¿de dónde has sacado los seiscientos univs para pagar tu… —dirigió la vista hacia las botas de Cinder y sus labios se curvaron con desprecio— nuevo miembro? ¿Acaso no es cierto que ese dinero estaba destinado a pagar el alquiler, la comida y los gastos del hogar?

A Cinder se le cerró el estómago.

—He revisado la memoria de Iko. Seiscientos univs en una sola semana, y eso por no mencionar que estuvisteis jugando con las perlas que Garan me regaló por nuestro aniversario. Me pongo enferma solo de pensar qué otras cosas has podido estar ocultándome.

Cinder apretó los puños temblorosos contra los muslos, agradecida, al menos por esta vez, de no haberle revelado a Iko que era lunar.

—No estaba…

—No quiero oír ni una sola palabra. —Adri frunció los labios—. Si no hubieras estado perdiendo el tiempo por ahí todo el santo día sabrías que… —Alzó la voz, reafirmándose, como si la rabia pudiera contener las lágrimas—. Que ahora tengo que pagar un funeral. Seiscientos univs le habrían comprado a mi hija una placa decente, y tengo intención de recuperar ese dinero. Vamos a vender varios efectos personales para costearla y vas a contribuir en buena parte.

Cinder se asió con fuerza al marco de la puerta. Sintió la tentación de decirle a Adri que ninguna placa, por valiosa que fuera, les devolvería a Peony, pero no tenía fuerzas. Cerró los ojos y apoyó la frente contra la fría madera.

—No te quedes ahí parada, como si pudieras comprender por lo que estoy pasando. No formas parte de esta familia. Ya ni siquiera eres humana.

—Soy humana —dijo Cinder con un hilo de voz, olvidada la rabia.

Solo quería que Adri dejara de hablar para poder irse a su habitación y pensar en Peony, a solas. Y en el antídoto. Y en su huida.

—No, Cinder. Los humanos lloran. —Cinder se encogió, envolviéndose en sus propios brazos en actitud protectora—. Adelante. Vierte una lágrima por tu hermana pequeña. Esta noche parece que a mí se me han acabado, así que ¿por qué no compartes esta carga?

—Eso no es justo.

—¿No es justo? —replicó Adri—. Lo que no es justo es que tú sigas viva y ella no. ¡Eso no es justo! Tendrías que haber muerto en aquel accidente. ¡Tendrían que haberte dejado morir y olvidarse de mi familia!

Cinder estampó un pie contra el suelo.

—¡Yo no tengo la culpa! Yo no pedí vivir. No pedí que me adoptaran. No pedí que me convirtieran en una ciborg. ¡No tengo la culpa de nada de lo que ha ocurrido! Y tampoco de lo de Peony, ni de lo de Garan. Yo no traje la peste, yo no…

Se detuvo al recordar las palabras del doctor Erland, que cayeron sobre ella como una losa: los lunares habían llevado la peste a la Tierra. La culpa la tenían los lunares. Los lunares.

—¿Te has cortocircuitado?

Cinder apartó aquel pensamiento de su mente y fulminó a Pearl con una mirada asesina antes de volverse hacia Adri.

—Puedo devolverte el dinero —dijo—. Tendrás de sobra para comprarle a Peony la mejor placa de todas. Incluso una lápida de verdad.

—Ya es demasiado tarde para eso. Has demostrado que no formas parte de esta familia. Has demostrado que no se puede confiar en ti. —Adri se alisó la falda, que le tapaba las rodillas—. Como castigo por tus robos y por la huida frustrada de esta tarde, he decidido que no asistirás al baile anual.

Cinder reprimió una agria carcajada. ¿Acaso Adri pensaba que era tonta?

—Hasta próximo aviso —prosiguió—, durante la semana solo podrás ir al sótano y, durante las fiestas, al puesto del mercado, para que puedas empezar a devolverme el dinero que me has robado.

Cinder hundió las uñas en los muslos, demasiado indignada para discutir. No había fibra, nervio o cable que no sintiera palpitar.

—Y me quedaré el pie.

Cinder dio un respingo.

—¿Disculpa?

—Creo que es lo más justo. Después de todo, lo compraste con mi dinero, por lo tanto, es mío y puedo hacer con él lo que me plazca. En algunas culturas te cortarían una mano, Cinder. Considérate afortunada.

—¡Pero es mi pie!

—Pues tendrás que pasar sin él hasta que encuentres un repuesto más barato. —Bajó el ceño fruncido hacia los pies de Cinder. Sus labios se curvaron, asqueada—. No eres humana, Cinder. Ya es hora de que te des cuenta.

Con la mandíbula temblorosa, Cinder trató de oponerse, pero legalmente el dinero que había utilizado era de Adri. Legalmente, Cinder pertenecía a Adri. No tenía derechos ni pertenencias. No era nada más que una ciborg.

—Puedes retirarte —dijo Adri, volviendo la mirada hacia la repisa vacía—. Será mejor que dejes el pie en el pasillo antes de irte a dormir.

Cinder cerró los puños y dio media vuelta. Pearl se arrimó a la pared, mirándola con desprecio. Tenía las mejillas sonrojadas de haber estado llorando.

—Espera, una cosa más, Cinder.

La joven se detuvo en seco.

—Como verás, ya he empezado a vender algunos trastos. He dejado varias piezas defectuosas en tu habitación que han considerado inservibles. Tal vez tú les encuentres alguna utilidad.

En cuanto quedó claro que Adri había terminado, Cinder cruzó el pasillo a grandes zancadas. La rabia la consumía. Quería arrasar la casa, destruirlo todo; sin embargo, una vocecilla interior consiguió tranquilizarla. Aquello era lo que Adri quería. Una excusa para que la arrestaran, para deshacerse de ella de una vez por todas.

Solo necesitaba tiempo. Una semana más, dos a lo sumo, y el coche estaría listo.

Entonces sí sería una verdadera ciborg a la fuga, pero, esta vez, Adri no podría dar con ella.

Entró en su dormitorio y, tras dar un portazo, se apoyó contra la puerta, con la respiración agitada. Cerró los ojos con fuerza. Solo una semana. Una sola semana.

En cuanto consiguió serenarse y las alertas que parpadeaban en su visión desaparecieron, Cinder volvió a abrir los ojos. Su dormitorio estaba tan desordenado como siempre. Había herramientas y piezas viejas desparramadas encima de las mantas manchadas de grasa sobre las que dormía, pero sus ojos se detuvieron de inmediato en algo nuevo entre el caos habitual.

Se le cayó el alma al suelo.

Se arrodilló junto a la pila de piezas inservibles que Adri le había dejado. Unas orugas de tracción gastadas e incrustadas de piedras y desperdicios. Un ventilador viejo con una pala torcida. Dos brazos de aluminio; uno de ellos todavía llevaba la cinta de terciopelo de Peony atada en la muñeca.

Apretó los dientes y empezó a clasificar las piezas. Con mimo. Una por una. Los dedos le temblaban sobre cada tornillo destrozado. Sobre cada trocito de plástico derretido. Sacudió la cabeza, suplicando en silencio. Suplicando.

Finalmente encontró lo que buscaba.

Con un sollozo áspero y colmado de gratitud, se dobló sobre sí misma y estrechó contra su pecho el chip de personalidad de Iko, que nadie había querido.