El incómodo silencio que imperaba en el gran salón comedor solo se veía interrumpido por el repiqueteo de los palillos contra la porcelana y los pasos apresurados de los sirvientes. Únicamente sirvientes humanos, una concesión a la profunda desconfianza de Levana hacia los androides. Según la reina lunar, para su pueblo era amoral e iba en contra de las leyes de la naturaleza conferir una falsa idea de emoción y raciocinio a máquinas fabricadas por el hombre.
Sin embargo, Kai sabía que la razón de su rechazo hacia los androides era su propia incapacidad para lavarles el cerebro.
Sentado frente a la reina, Kai ponía todo su empeño en no mirarla. Era tentador y desagradable al mismo tiempo, y ambas sensaciones lo sacaban de quicio. Torin estaba a su lado, mientras que Sybil y el segundo taumaturgo flanqueaban a la reina. Los dos guardias lunares montaban guardia junto a la pared. Kai se preguntó si alguna vez comerían.
El asiento del emperador, en la cabecera de la mesa, permanecería desocupado hasta la coronación. Kai tampoco deseaba mirar aquella silla vacía.
Levana hizo un gesto elegante y grandilocuente con el que atrajo la atención de todos los comensales, aunque únicamente pretendía tomar un sorbo de té. Los labios de la reina se curvaron al dejar la taza sobre la mesa y encontrarse con la mirada de Kai.
—Sybil me ha informado de que celebráis anualmente unos pequeños festejos —comentó con una voz tan cadenciosa como el arrullo de una nana.
—Sí —contestó Kai, atrapando un wonton de gambas con los palillos—. Siempre se inician con la novena luna llena del año.
—Oh, qué detalle por vuestra parte regir vuestras festividades por los ciclos de mi planeta.
Kai estuvo a punto de atragantarse al oír la palabra «planeta», pero reprimió sus burlas a tiempo.
—Celebramos el final de la Cuarta Guerra Mundial —comentó Torin.
Levana chascó la lengua.
—Ese es el problema de que haya tantos países en un solo planeta. Demasiadas guerras.
Algo cayó en el plato de Kai. Al mirar, vio que el relleno del wonton se había escurrido del envoltorio debido a la presión de los palillos.
—Tal vez tendríamos que agradecer que estallara la guerra y obligara a los países a unirse como acabaron haciendo.
—No creo que a los terrestres les hiciera ningún mal —comentó Levana.
A Kai le palpitaban los oídos. Habían muerto millones de personas en la Cuarta Guerra Mundial. Culturas enteras se habían extinguido, decenas de ciudades habían quedado reducidas a cenizas, entre ellas la antigua Pekín. Por no mencionar los incontables recursos naturales que se habían desperdiciado y perdido en la guerra química y nuclear. Sí, estaba bastante seguro de que a los terrestres no les había hecho ningún bien.
—¿Más té, Alteza? —intervino Torin.
El ofrecimiento del consejero sobresaltó a Kai, quien en ese momento se dio cuenta de que empuñaba los palillos como si fueran un arma.
Renegando para sus adentros, se incorporó ligeramente para que un sirviente le llenara la taza.
—No obstante, hemos de reconocer que gracias a la guerra se acabó firmando el Tratado de Bremen —prosiguió Torin—, el cual, hasta la fecha, ha demostrado ser beneficioso para todos los países de la Unión Terrestre. Por descontado, esperamos ver pronto vuestra firma en el documento, Su Majestad.
Los labios de la reina formaron una fina línea.
—Por supuesto. Vuestros libros de historia se prodigan en las bondades del tratado. Aun así, sigo teniendo la impresión de que Luna, un país único dirigido por un único gobernante, se presta como una fórmula más idónea. Un sistema justo y beneficioso para todos sus habitantes.
—Siempre que su gobierno sea justo —observó Kai.
La reina tensó la mandíbula con cierto desdén, que fue sustituido casi al instante por una sonrisa serena.
—Algo de lo que Luna disfruta, por descontado, como lo demuestran cientos de años en los que no ha estallado ni una sola revuelta, ni hemos conocido la más mínima disensión. Nuestros libros de historia así lo atestiguan.
«Menuda sorpresa.» Eso es lo que hubiera rezongado Kai de no haberse percatado de la mirada severa que le dirigía Torin.
—Algo que todos los gobernantes tratan de alcanzar —contestó Torin.
Los sirvientes se adelantaron y se llevaron el primer plato para sustituirlo por el segundo, cubierto con una tapa de plata.
—Mi reina siente tantos deseos como ustedes de estrechar los lazos entre Luna y la Tierra —intervino Sybil—. Es una lástima que no pudiera alcanzarse un acuerdo durante el mandato de vuestro padre, pero albergamos la esperanza de que vos, Alteza, seáis más partidario de aceptar nuestros términos.
Una vez más, Kai se obligó a moderar la fuerza con que sujetaba los palillos, no fuera a ser que, sin querer, saltara por encima de la mesa y se los clavara en los ojos a aquella bruja. Su padre había probado todos los arreglos posibles para forjar una alianza con Luna, salvo el único punto en el que no estaba dispuesto a claudicar. Aquel que, de producirse, conduciría al fin de la libertad de su pueblo: un matrimonio con la reina Levana.
Sin embargo, nadie puso objeciones al comentario de Sybil. Ni siquiera él. Era incapaz de apartar de su mente la imagen de la reunión que se había celebrado ese mismo día, la de los mutantes lunares, el ejército de criaturas de aspecto inhumano. A la espera.
Le producía escalofríos, aunque no solo por lo que había visto, sino por lo que imaginaba que le quedaba por ver. Si estaba en lo cierto, Levana había sacado a su ejército para exhibirlo, como una amenaza. Sin embargo, sabía que la reina no era de las que mostraba sus cartas con tanta facilidad.
De modo que ¿qué más les ocultaba?
¿Y se atrevería Kai a arriesgarse a descubrirlo?
Matrimonio. Guerra. Matrimonio. Guerra.
Los sirvientes levantaron al unísono las tapas de plata y liberaron nubecillas de vapor aromatizadas con ajo y aceite de sésamo.
Kai les musitó un agradecimiento por encima del hombro, pero sus palabras se vieron interrumpidas por el chirrido de las patas de la silla de la reina sobre el suelo de mármol. Levana había separado su asiento de la mesa con brusquedad, ahogando un grito.
Desconcertado, Kai siguió la mirada de Levana hasta su plato. En vez del fino filete de solomillo de cerdo y los fideos de arroz, el plato contenía un pequeño espejo de mano encajado en un marco de un reluciente blanco plateado.
—¿Cómo te atreves? —Levana volvió su mirada encendida hacia la camarera que le había servido la comida, una mujer de mediana edad y pelo cano.
La sirvienta retrocedió tambaleante, con los ojos abiertos de par en par.
Levana se levantó tan rápido que la silla cayó al suelo detrás de ella. Un coro de chirridos acompañó el estrépito al tiempo que todo el mundo se ponía en pie arrastrando las sillas.
—¡Habla, repugnante terrestre! ¿Cómo te atreves a insultarme?
La sirvienta sacudió la cabeza, muda.
—Su Majestad… —trató de intervenir Kai.
—¡Sybil!
—Mi reina.
—Esta humana me ha faltado al respeto. Es intolerable.
—¡Su Majestad! —dijo Torin—. Por favor, calmaos. No sabemos si esta mujer es la responsable. No debemos precipitarnos.
—Entonces debe servir de ejemplo —replicó Sybil, con voz gélida—, de esa manera el verdadero culpable cargará con los remordimientos, lo cual a menudo es un castigo mucho peor.
—Nuestro sistema no funciona así —repuso Torin. Tenía el rostro encendido—. Mientras estéis aquí en calidad de invitados, tendréis que ateneros a nuestras normas.
—No acataré unas leyes que permiten prosperar la desobediencia —dijo Levana—. ¡Sybil!
Sybil rodeó la silla caída de la reina. La sirvienta retrocedió, haciendo reverencias, musitando disculpas y suplicando piedad, sin saber qué decía.
—¡Basta ya! ¡Dejadla en paz! —intervino Kai, corriendo hacia la sirvienta.
Sybil cogió un cuchillo de la mesa y se lo tendió a la mujer por la empuñadura. La mujer lo aceptó, llorando, sin dejar de suplicar.
Kai se quedó boquiabierto, a un tiempo indignado y fascinado al ver que la sirvienta volvía la hoja hacia sí misma, asiendo la empuñadura con ambas manos.
El bello rostro de Sybil conservó su expresión autocomplaciente.
Con manos temblorosas, la sirvienta fue alzando poco a poco el cuchillo hasta detener el reluciente filo en la comisura del ojo.
—No —gimoteó—. Por favor.
Kai se estremeció al comprender lo que Sybil pretendía obligarle a hacer a aquella mujer. Irguió la espalda, con el corazón a punto de salírsele del pecho.
—¡He sido yo!
Un silencio absoluto se impuso sobre la estancia, únicamente interrumpido por los sollozos convulsos de la mujer.
Todos se volvieron hacia él. La reina, Torin, la sirvienta, con un rasguño diminuto e hinchado junto al párpado, sin soltar el cuchillo.
—He sido yo —repitió.
Miró a Sybil, quien lo observaba imperturbable, y luego a la reina Levana.
La reina tenía las manos cerradas en un puño junto a las caderas y echaba fuego por los ojos. Una ira apenas controlada le encendía la piel. Por un fugaz instante, incluso resultó repulsiva, con la respiración entrecortada y los labios coralinos crispados en una expresión desdeñosa.
Kai se pasó la lengua seca por el paladar.
—Di orden en cocina para que pusieran un espejo en vuestra bandeja. —Mantuvo los brazos pegados a los costados para contener el temblor—. Solo pretendía gastaros una broma inocente. Ahora comprendo que tomé una decisión precipitada, animado por mi ignorancia, y que existen diferencias culturales insalvables, por todo lo cual os presento mis disculpas y solicito vuestro perdón. —Sostuvo la mirada de Levana—. Y si no podéis concederme el perdón, al menos dirigid vuestra rabia hacia mí y no hacia la sirvienta, quien ignoraba que el espejo estuviera ahí. Solo yo merezco ser castigado.
Si la tensión le había resultado difícil de soportar durante el aperitivo, en esos momentos lo asfixiaba.
La respiración de Levana volvió a sosegarse mientras sopesaba las opciones. No se lo había creído, era mentira, y todos lo sabían. Sin embargo, el joven había confesado.
Abrió las manos y extendió los dedos sobre la tela del vestido.
—Suéltala.
La energía se disipó. A Kai se le destaponaron los oídos, como si hubiera variado la presión de la estancia.
El cuchillo cayó al suelo con estruendo. La mujer retrocedió tambaleante hasta topar con la pared y se llevó las manos temblorosas a los ojos, a la cara, a la cabeza.
—Gracias por vuestra sinceridad, Alteza —dijo Levana con voz neutra y apagada—. Disculpas aceptadas.
Acompañaron fuera del salón a la mujer llorosa. Torin se estiró, cogió la tapa de plata y cubrió el espejo.
—Traigan a nuestra honorabilísima invitada su plato.
—No es necesario —dijo Levana—. He perdido el apetito.
—Su Majestad… —quiso protestar Torin.
—Me retiraré a mis aposentos —zanjó la reina. Seguía enfrentada a Kai a través de la mesa, con sus ojos fríos y calculadores clavados en el futuro emperador, que era incapaz de apartar los suyos—. Esta noche he aprendido algo muy valioso sobre vos, joven príncipe. Espero que vos también hayáis aprendido algo sobre mí.
—¿Que preferís recurrir al terror en lugar de a la justicia para gobernar? Lo lamento, Su Majestad, pero me temo que eso ya lo sabía.
—No, en absoluto. Espero que hayáis comprendido que sé decidir qué batalla me conviene librar. —Sus labios se curvaron en una sonrisa y recuperó su belleza en todo su esplendor—. Si con ello gano la guerra.
Abandonó la estancia con la liviandad de una pluma, como si nada hubiera ocurrido. Su comitiva acomodó el paso tras ella. Cuando el repiqueteo de las botas de los guardias se perdió en los pasillos, Kai se desmoronó en la silla que tenía más cerca y hundió la cabeza entre las rodillas. Tenía arcadas y sentía los nervios a flor de piel.
Oyó que alguien levantaba una silla y vio que Torin se sentaba a su lado, con un hondo suspiro.
—Tendremos que investigar quién está realmente detrás del asunto del espejo. Si resulta ser alguien del personal, habría que relevarlo durante el tiempo que la reina permanezca en el palacio.
Kai levantó la cabeza lo justo para mirar por encima del borde de la mesa, donde vio la magnífica tapa de plata delante de la silla abandonada de la reina. Hizo una profunda inspiración, alargó la mano, levantó la tapa y asió el espejo por el bello mango. Era tan liso como el cristal, pero lanzó destellos de diamante cuando lo movió bajo la luz tenue de la sala. Solo había visto aquel tipo de material una vez. En una astronave.
Volvió el espejo hacia Torin y sacudió la cabeza, indignado.
—Misterio resuelto —dijo, girándolo para que el consejero pudiera apreciar los extraños símbolos rúnicos grabados en la parte posterior de la montura.
Torin se lo quedó mirando, atónito.
—Nos ha puesto a prueba.
Kai dejó caer el espejo sobre la mesa y se frotó la frente con los dedos, sin dejar de temblar.
—Alteza. —Un mensajero se detuvo junto a la puerta y unió los talones con un golpe seco—. Traigo un mensaje urgente de la ministra de Salud y Seguridad Pública.
Kai ladeó la cabeza, entreviendo al mensajero a través del flequillo.
—¿No podría haberme enviado una com? —dijo, llevándose la mano libre al cinturón antes de recordar que Levana había solicitado la retirada de todos los portavisores durante la comida. Gruñó y se enderezó—. ¿Cuál es el mensaje?
El mensajero entró en la estancia, con ojos brillantes.
—Se ha producido un altercado en la cuarentena del distrito veintinueve. Una persona no identificada ha atacado a dos med-droides, ha inutilizado a uno de ellos y se ha dado a la fuga.
Kai frunció el ceño, enderezándose.
—¿Un paciente?
—No estamos seguros. El único androide que habría podido obtener una buena imagen era precisamente el que quedó inutilizado. Otro androide consiguió registrar desde lejos parte de lo que sucedía, pero solo grabó la espalda de la persona en cuestión. No hemos podido obtener una identificación precisa. En cualquier caso, no parece enferma.
—Todos los que están en las cuarentenas están enfermos.
El mensajero vaciló.
Kai aferró con fuerza los brazos de la silla.
—Tenemos que encontrar a ese sujeto. Si tiene la letumosis…
—Parece que se trata de una mujer, Alteza. Y todavía hay más. Las grabaciones que obran en nuestro poder la muestran hablando con otro paciente momentos después de que atacara al primer med-droide. Un niño llamado Chang Sunto, que ingresó ayer en las cuarentenas con letumosis en fase dos.
—¿Y?
El oficial se aclaró la garganta.
—Parece que el chico está recuperándose.
—¿De qué? ¿Del ataque?
—No, Alteza. Parece que está recuperándose de la enfermedad.