Capítulo veintisiete

El levitador se detuvo con gran estruendo en el exterior de la cuarentena. Cinder salió como una exhalación por la puerta levadiza lateral y retrocedió casi de inmediato, enterrando la nariz en el pliegue del codo. El hedor le revolvió el estómago, el calor sofocante de las primeras horas de la tarde intensificaba el olor a carne en descomposición. Junto a la entrada del edificio, un grupo de med-droides cargaba cadáveres en un levitador para transportarlos a otro sitio, cuerpos hinchados y macilentos con una pequeña raja encarnada en la muñeca. Cinder apartó la mirada. Con los ojos clavados en el suelo y conteniendo la respiración al pasar junto a ellos, entró en el almacén.

La cegadora luz del atardecer se enturbió, atrapada en las planchas verdes de las ventanas que bordeaban el techo. Durante la visita anterior, la cuarentena estaba casi vacía; ahora, sin embargo, rebosaba de enfermos de todas las edades y de ambos sexos. Los ventiladores del techo apenas conseguían aliviar el calor sofocante y el olor a muerte que impregnaba el aire.

Los med-droides se afanaban entre los camastros, pero no había suficientes para atender a todos los enfermos.

Cinder avanzó por el pasillo, haciendo pequeñas y cortas inspiraciones, sin apartar la nariz de la manga. Vio la manta de brocado verde de Peony y corrió al pie de la cama.

—¡Peony!

Al ver que no reaccionaba, alargó una mano y la posó sobre su hombro. La manta era suave, cálida, pero el bulto de debajo siguió sin moverse.

Temblando, Cinder asió el borde del edredón y tiró de él hacia atrás.

Peony lanzó una débil y quejumbrosa protesta que consiguió estremecer de alivio los brazos de Cinder, quien se dejó caer junto a la cama.

—Estrellas, Peony. He venido tan pronto como lo he sabido.

Peony la observó de reojo, con la mirada nublada. Tenía el rostro ceniciento y los labios pelados. Las manchas oscuras del cuello habían empezado a difuminarse y habían adoptado un tono lavanda bajo la superficie de una piel espectral. Sin apartar los ojos de Cinder, Peony sacó un brazo de debajo de la manta y abrió los dedos para enseñarle las puntas de color negro azulado y las uñas amarillentas.

—Lo sé, pero vas a ponerte bien. —Intentando respirar lo más superficialmente posible, Cinder se desabotonó el bolsillo lateral de los pantalones cargo y sacó el guante derecho. El vial estaba en uno de los dedos, protegido—. Te he traído algo. ¿Puedes incorporarte?

Peony cerró la mano en un puño, sin fuerzas, y volvió a esconderla bajo la manta. Tenía la mirada perdida. Cinder sospechó que ni siquiera la había oído.

—¿Peony?

Cinder oyó un tintineo en su cabeza. El visor mostró un mensaje entrante de Adri y el ataque de ansiedad que solía acompañarlo le atenazó la garganta.

Desechó el mensaje.

—Peony, escúchame. Ahora tienes que incorporarte. ¿Puedes hacerlo?

—¿Mamá? —susurró Peony, formándosele una salivilla blanca en la comisura de los labios.

—Está en casa. No sabe…

«Que estás muriéndote.» Aunque, claro, sí lo sabía. La com también le habría llegado a ella.

Con el pulso acelerado, Cinder se inclinó sobre Peony y le pasó el brazo por debajo de la espalda.

—Vamos, que te ayudo.

Peony continuó igual —la mirada ausente, exánime—, pero profirió un quejido cuando Cinder la incorporó.

—Lo siento —dijo—, pero tienes que beberte esto.

Un nuevo aviso, otro mensaje de Adri. Esta vez, irritada, Cinder deshabilitó la conexión de red para impedir la entrada de más llamadas.

—Es del palacio. Puede que te ayude. ¿Lo entiendes? —No se atrevía a levantar la voz por miedo a que los otros pacientes pudieran oírla y se amotinaran para exigir su dosis. Sin embargo, Peony continuaba con la mirada perdida—. Una cura, Peony —le susurró al oído—. Un antídoto.

Peony no contestó. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de Cinder. Las fuerzas la habían abandonado, y era tan ligera como una muñeca de madera hueca.

Cinder sintió la garganta rasposa, como si tragara arena, cuando la miró a los ojos, unos ojos vacíos. Unos ojos que la miraban sin ver, que la traspasaban.

—No… Peony, ¿no me has oído? —Cinder atrajo a Peony hacia sí y le quitó el tapón al vial—. Tienes que beberte esto. —Llevó el vial a los labios de su hermana, pero la joven no se movió. No se resistió—. Peony.

Con mano temblorosa, le inclinó la cabeza hacia atrás. Los labios apergaminados quedaron abiertos.

Cinder se concentró para detener el temblor de la mano mientras levantaba el vial por temor a verter una sola gota. Apoyó el cristal contra los labios de su hermana y contuvo la respiración, pero se detuvo. Tenía el corazón desbocado y creía que la cabeza le estallaría en cualquier momento a causa de las lágrimas que era incapaz de derramar. La sacudió, con brusquedad.

—Peony, por favor.

Al ver que ni la voz ni el aire atravesaban los labios de su hermana, Cinder apartó el vial. Enterró la cabeza en el cuello de Peony, apretando los dientes hasta que empezó a dolerle la mandíbula. Cada vez que respiraba, el aire, cargado del hedor que la rodeaba, le quemaba la garganta, aunque en él todavía conseguían distinguirse pequeños efluvios del champú que Peony había utilizado por última vez muchos días atrás.

Con el vial guardado en el puño, soltó a Peony con delicadeza y fue dejando la cabeza poco a poco sobre la almohada. Todavía tenía los ojos abiertos.

Cinder dio un puñetazo en el colchón y unas gotas de antídoto se derramaron sobre su pulgar. Finalmente se vino abajo y enterró su rostro en la manta, cerrando los ojos con tanta fuerza que acabó viendo lucecitas.

—Maldita sea. Maldita sea. ¡Peony! —Se incorporó, hizo una larga y temblorosa inspiración y contempló el rostro en forma de corazón y la mirada vacía de su hermana pequeña—. He cumplido mi promesa. Te lo he traído. —Tuvo que contenerse para no hacer añicos el vial entre sus manos—. Además, he hablado con Kai. Peony, dijo que sí, dijo que bailaría contigo. ¿No lo entiendes? No puedes morirte. Estoy aquí… Estoy…

Un repentino e intenso dolor de cabeza la doblegó sobre la cama. Se agarró al borde del colchón y bajó la cabeza para apoyarla contra el pecho. El dolor procedía de nuevo de la parte superior de la columna, aunque esta vez no la dejó fuera de combate, como en la ocasión anterior. Esta vez solo se trató de una desagradable sensación de calor, como si algo la quemara por dentro.

Por fin se le pasó. El dolor solo dejó atrás una sorda palpitación y la imagen imborrable de los ojos sin vida de su hermana. Levantó la cabeza, tapó el vial, sin fuerza, y volvió a guardárselo en el bolsillo antes de alargar el brazo y cerrarle los párpados a Peony.

Cinder oyó el crujido característico de las orugas de tracción sobre el cemento sucio y vio a un med-droide dirigiéndose hacia ella, aunque esta vez no traía ni agua ni trapos húmedos entre los dedos articulados. El robot se detuvo al otro lado de la cama de Peony, abrió el torso y extrajo un escalpelo.

Cinder alargó la mano enguantada y la cerró en torno a la muñeca de Peony.

—No —dijo, en voz más alta de lo que había pretendido.

Los pacientes más cercanos volvieron la cabeza hacia allí.

El androide dirigió su sensor hacia Cinder. La luz seguía siendo tenue.

Ladrones. Presidiarios. Fugitivos.

—Este no.

El androide la miró con su rostro blanco e inexpresivo. Por su torso asomaba el escalpelo, con el filo manchado de sangre seca.

Sin contestar, el androide extendió uno de los brazos libres y apresó el codo de Peony.

—He sido programado…

—Me da igual para lo que hayas sido programado. Este no te lo vas a llevar.

Cinder le dio un tirón al brazo de Peony para desembarazarse del androide. Los dedos articulados dejaron unos arañazos profundos en la piel.

—Tengo que extraer y proteger el chip de identidad —dijo el androide, volviendo a adelantarse.

Cinder se inclinó sobre la cama y le plantó una mano en el sensor para mantenerlo alejado.

—He dicho que este no. Déjala en paz.

El androide alzó el escalpelo y hundió la punta en el guante de Cinder. Se oyó un ruido metálico, metal contra metal. Cinder retrocedió sorprendida. La hoja se había quedado clavada en la gruesa tela de los guantes de trabajo.

Apretando los dientes, se arrancó el escalpelo y lo enterró en el sensor del androide. El cristal se hizo añicos. La brillante luz amarilla se apagó. El androide retrocedió, agitando los brazos metálicos y emitiendo pitidos estridentes y mensajes de error a través de los altavoces ocultos.

Cinder se abalanzó sobre la cama como un rayo y encajó el puño en la cabeza del androide, el cual se estrelló contra el suelo, silenciado, sin dejar de sacudir los brazos.

Casi sin aliento, la joven miró a su alrededor. Los pacientes que podían se incorporaban en sus lechos y la miraban con ojos vidriosos y sobresaltados. Un med-droide que se encontraba a cuatro pasillos de allí, dejó a su paciente y se dirigió hacia ella de inmediato.

Cinder tomó aire. Se agachó, rebuscó entre el sensor hecho añicos del androide y recuperó el escalpelo. Se volvió hacia Peony. Las mantas desordenadas, los arañazos del brazo, las puntas de los dedos azules colgando por un lado de la cama. Se arrodilló junto a su hermana y le suplicó un apresurado perdón mientras le sujetaba la frágil muñeca.

Apoyó el escalpelo en el tejido blando. La sangre empezó a manar de la herida y le empapó el guante, donde se mezcló con años de mugre. Los dedos de Peony se movieron cuando Cinder tocó un tendón. La joven dio un respingo.

Tras considerar que el corte era lo bastante amplio, lo abrió con el pulgar y el músculo brillante y rojo quedó a la vista. Sangre. Se le revolvió el estómago, pero hundió la punta de la hoja con sumo cuidado y separó el chip cuadrado de la carne.

—Lo siento, no sabes cuánto lo siento —susurró, al tiempo que dejaba la muñeca mutilada sobre la barriga de Peony y se ponía en pie.

El chirrido que producían las orugas del med-droide se oía cada vez más cerca.

—Cenizas, cenizas…

Con el escalpelo sujeto con firmeza en una mano y el chip de Peony en la otra, se volvió en redondo hacia la voz ronca que trataba de entonar la canción.

El niño del pasillo de al lado se encogió de miedo cuando sus ojos de pupilas dilatadas vieron el arma. La cancioncilla infantil fue apagándose poco a poco. Cinder tardó unos segundos en reconocerlo: Chang Sunto, el niño del mercado. El hijo de Sacha. Tenía la piel brillante de sudor y el pelo, negro y apelmazado, pegado a un lado de la cabeza, de tanto dormir. «Cenizas, cenizas, todo se derrumba.»

Todo aquel con fuerzas para aguantar sentado la miraba.

Cinder tomó aire levemente y se dirigió hacia Sunto sin pensárselo dos veces mientras rebuscaba el vial en el bolsillo. Lo sujetó con dedos sudorosos, procurando que no se le resbalara.

—Bébete esto.

El med-droide llegó al pie de la cama y Cinder lo apartó a un lado de un empujón. El robot cayó al suelo como un peón derribado. Los ojos delirantes de Sunto la miraban sin reconocerla.

—¡Bébetelo! —le ordenó, quitándole el tapón y llevándoselo a la boca.

Comprobó que los labios del niño se cerraban sobre el tubito y echó a correr.

El sol la cegó unos instantes al salir precipitadamente a la calle. Al ver que varios med-droides y dos camillas de pacientes fallecidos le cortaban el paso hacia el levitador, dio media vuelta y corrió en la dirección opuesta.

Había avanzado cuatro manzanas cuando, al doblar una esquina, oyó otro levitador sobre su cabeza al tiempo que el zumbido de los imanes despertaba bajo sus pasos apresurados.

—Linh Cinder —dijo una voz estentórea a través de un altavoz—, se le ordena que se detenga para proceder a su arresto. No oponga resistencia.

Cinder lanzó una maldición. ¿Iban a llevarla a la cárcel?

Plantó los pies en el suelo y se volvió hacia el levitador blanco, jadeando. Era un vehículo de la policía tripulado por androides. ¿Cómo habían dado con ella tan rápido?

—¡No lo he robado! —gritó, alzando el puño en el que llevaba el chip de Peony—. ¡Pertenece a su familia, solo a ella!

El levitador se posó en el suelo con el motor al ralentí. Un androide descendió por la rampa y escaneó a Cinder con su luz amarilla a medida que se acercaba. Llevaba una pistola eléctrica entre los dedos prensores.

Cinder retrocedió poco a poco, apartando la basura de la calle desierta con los tobillos.

—No he hecho nada malo —dijo, con las manos extendidas hacia el androide—. Ese med-droide me ha atacado. Ha sido en defensa propia.

—Linh Cinder —dijo la voz mecánica de la máquina—, su tutora legal ha informado sobre una ausencia no autorizada. Por la presente ha violado la Ley de Protección Ciborg y en estos momentos se la considera una ciborg fugitiva. Tenemos órdenes de detenerla y de devolverla a su tutora legal haciendo uso de la fuerza en caso de ser necesario. Si no opone resistencia, esta infracción no aparecerá en su historial.

Cinder lo miró de soslayo, confusa. Una gota de sudor rodó por su ceja al volver la vista hacia un segundo androide que en ese momento descendía por la rampa del levitador.

—Un momento —dijo la joven, bajando las manos—, ¿os ha enviado Adri?