Capítulo veinticinco

Desde que salieron del ascensor y hasta que llegaron al despacho del doctor Erland, Kai recibió dos coms —Cinder lo sabía porque había oído el tintineo que procedía del cinturón—, que no contestó. El joven insistió en servirle de sostén a pesar de las protestas de Cinder, que afirmaba que podía caminar sin ayuda, y de las miradas curiosas de aquellos con quienes se cruzaron y que al príncipe no parecieron importarle ni la mitad de lo que incomodaban a Cinder.

Kai entró sin llamar cuando se detuvieron frente a la puerta del doctor Erland, y este no pareció sorprenderse al ver que quien había irrumpido en su despacho sin anunciarse no era otro que el príncipe Kai.

—Le ha vuelto a ocurrir —informó Kai—. Lo del desmayo o lo que sea.

Los ojos azules del doctor Erland se volvieron hacia Cinder.

—Ya se me ha pasado —aseguró la joven—. Estoy bien.

—No estás bien —insistió Kai—. ¿Qué le ocurre? ¿Qué podríamos hacer para que no volviera a ocurrirle?

—Le echaré un vistazo —dijo el doctor Erland—. A ver qué se puede hacer.

Kai se conformó con aquella respuesta, aunque no parecía demasiado convencido.

—Si necesita fondos para la investigación… O un equipo especial o lo que sea…

—No adelantemos acontecimientos —dijo el médico—. Seguramente lo único que necesita es un par de reajustes.

Cinder apretó la mandíbula en cuanto el detector de mentiras empezó a parpadear. Volvía a mentir al príncipe. Y a ella. Sin embargo, Kai no puso objeciones ni hizo más preguntas, pero sí una profunda inspiración antes de volverse hacia Cinder. Su expresión la incomodó, aquellos ojos que la miraban como a una frágil muñeca de porcelana.

Aunque también creyó distinguir en ellos cierto desengaño.

—Estoy bien, de verdad.

Cinder sabía que no la creía, pero Kai no tenía modo de demostrar que mentía. El comunicador volvió a sonar. Esta vez lo consultó. Kai frunció el ceño y lo apagó.

—Tengo que irme.

—Es evidente.

—El primer ministro de África ha convocado una reunión de dirigentes mundiales. Cosas aburridas de políticos. Mi consejero está a punto de sufrir una crisis nerviosa.

Cinder enarcó las cejas, esperando que aquel gesto expresara suficientemente que aprobaba su partida. Después de todo, era un príncipe. Los hombres y mujeres más poderosos de la Tierra lo habían citado. Lo comprendía.

Aun así, él siguió allí, con ella.

—Estoy bien —repitió—. Vete.

Kai pareció relajarse. De pronto, se volvió hacia el doctor Erland, sacó algo del bolsillo y se lo puso en la mano.

—También venía a darle esto.

El doctor Erland se colocó las gafas y alzó el vial de cristal hacia la luz. Estaba lleno de un líquido transparente.

—Y esto es…

—Un presente de la reina Levana. Según ella, es un antídoto contra la letumosis.

A Cinder le dio un vuelco el corazón. Su mirada se concentró en el vial.

¿Un antídoto?

Peony.

El doctor Erland empalideció y abrió los ojos de par en par tras los vidrios de las gafas.

—Ah, ¿sí?

—Podría ser una treta. No lo sé. Se supone que es una dosis única, suficiente para un hombre adulto.

—Ya veo.

—En fin, ¿cree que podría duplicarlo? Suponiendo que realmente sea una cura.

El doctor Erland frunció los labios hasta que formaron una fina línea y bajó el vial.

—Eso depende de muchas cosas, Alteza —dijo, tras una larga pausa—, pero haré todo lo que esté en mis manos.

—Gracias. Infórmeme en cuanto obtenga resultados.

—Por descontado.

Aliviado, Kai relajó el ceño y se volvió hacia Cinder.

—¿Y tú me informarás si, por casualidad…

—Que sí.

—… cambias de opinión sobre lo de ir al baile?

Cinder apretó los labios.

La sonrisa de Kai no se reflejó en sus ojos. El joven se despidió del doctor con una breve reverencia y se fue. Cinder se volvió de nuevo hacia el vial, encerrado en el puño del médico y sintió que la esperanza renacía en su interior. Sin embargo, también se fijó en los nudillos blancos del hombre y al levantar la vista se topó con una mirada furibunda.

—¿Qué demonios está haciendo aquí? —preguntó el hombre, aporreando la mesa con la otra mano. Cinder dio un respingo, sorprendida ante su vehemencia—. ¿Es que no sabe que la reina Levana está aquí, ahora, en este palacio? ¿Es que no me entendió cuando le dije que se mantuviera alejada de aquí?

—Tenía que traerle la androide al príncipe. Es parte de mi trabajo.

—Usted está hablándome de cómo se gana la vida y yo de cómo puede conservarla. ¡Este no es un lugar seguro para usted!

—Para que lo sepa, esa androide podría ser de importancia vital. —Apretó los dientes, reprimiéndose para no decir nada más. Se quitó los asfixiantes guantes con un hondo suspiro y se los metió en el bolsillo—. Está bien, lo siento, pero ahora ya estoy aquí.

—Tiene que irse. De inmediato. ¿Y si le da por visitar los laboratorios?

—¿Por qué iba la reina a molestarse en visitar los laboratorios? —Se agenció la silla que había frente al doctor Erland. Él permaneció de pie—. Además, es demasiado tarde. La reina ya me ha visto.

Esperaba que el médico estallara ante aquella confesión, pero para su sorpresa, una expresión aterrorizada sustituyó el ceño. Las pobladas cejas rozaron el borde de la gorra. Despacio, el hombre se desplomó en su asiento.

—¿La ha visto? ¿Está segura?

Cinder asintió con la cabeza.

—Estaba en el patio, durante la manifestación. La reina Levana apareció en uno de los balcones superiores e… hizo algo, a la gente. Les lavó el cerebro o los hechizó o como quiera que se llame, pero todos se calmaron y dejaron de protestar. Fue espeluznante. Como si de pronto hubieran olvidado por qué estaban allí, como si ya no la odiaran. Y luego se fueron sin más.

—Sí. —El doctor Erland dejó el vial en la mesa—. Así es fácil entender que su pueblo no se rebele en su contra, ¿verdad?

Cinder se inclinó hacia delante y empezó a tamborilear con los dedos metálicos sobre el escritorio.

—Sin embargo, hay algo más: usted me dijo que el hechizo lunar no afecta a los caparazones, ¿verdad? Y que por eso ordenó que los… que nos mataran, ¿no es así?

—Así es.

—Pues me afectó. Confié en ella igual que hicieron los demás. Al menos, hasta que mi programación intervino y se hizo con el control. —Vio que el doctor Erland se quitaba la gorra, se ajustaba la visera y volvía a colocársela sobre el cabello cano, suave y ahuecado—. Eso no debería haber ocurrido, ¿no es cierto? Porque soy una caparazón.

—No —contestó, sin demasiada convicción—, eso no debería haber ocurrido.

El hombre se levantó de la silla y se volvió hacia el alto ventanal que iba del suelo al techo.

Cinder sintió la tentación de alargar la mano y hacerse con el vial que descansaba sobre la mesa, pero se reprimió. El antídoto, si es que era un antídoto, debía ser para todos.

Tragó saliva y enderezó la espalda.

—¿Doctor? No parece demasiado sorprendido.

El hombre alzó una mano y se dio unos golpecitos en la boca con un par de dedos antes de volverse hacia ella, muy despacio.

—Debo de haber interpretado mal sus diagnósticos.

Mentira.

Cinder se retorció las manos en el regazo.

—O no me ha dicho la verdad.

El hombre frunció el entrecejo, pero no lo negó.

Los dedos de Cinder se crisparon.

—Entonces, ¿no soy lunar?

—No, no, usted es lunar sin lugar a dudas.

Verdad.

Se recostó contra el respaldo de la silla, enfurruñada, desilusionada.

—He estado investigando un poco sobre su familia, señorita Linh. —El hombre debió de ver cómo se le iluminaba la mirada, porque se apresuró a alzar ambas manos—. Me refiero a su familia adoptiva. ¿Sabía usted que su tutor, el fallecido Linh Garan, diseñaba sistemas robóticos?

—Esto… —Cinder pensó en las placas y los premios que descansaban en la repisa del salón de Adri—. La verdad es que no me extraña.

—Bien. El año anterior a que la operaran, su tutor presentó un invento en la feria científica de Nueva Pekín. Un prototipo. Lo llamaba sistema de seguridad bioeléctrico.

Cinder lo miró de hito en hito.

—¿Qué?

De pie, el doctor Erland manipuló la telerred hasta que un holograma familiar parpadeó delante de ellos. Hizo que apareciera en primer plano la representación del cuello de Cinder y señaló un puntito negro en la parte superior de la columna.

—Esto.

Cinder se llevó la mano a la nuca y se la masajeó.

—Es un dispositivo conectado al sistema nervioso de una persona. Tiene dos propósitos: en un terrestre, impide la manipulación externa de su bioelectricidad personal. Es decir, consigue que este sea inmune al control lunar. Por el contrario, implantado en un lunar, le impide a este manipular la bioelectricidad de los demás. Es como si le hubieran puesto un seguro a esa capacidad.

Cinder sacudió la cabeza, sin dejar de frotarse el cuello.

—¿Un seguro? ¿A la magia? ¿Es eso posible?

El doctor Erland levantó un dedo a modo de advertencia.

—No es magia. Lo único que consigue insistiendo en que se trata de magia es conferirles más poder.

—De acuerdo. A lo que sea bioeléctrico. ¿Es eso posible?

—Por lo visto, sí. El don de los lunares reside en su capacidad para manipular el cerebro de los demás y controlar su energía electromagnética. Para impedir que utilizaran dicha capacidad sería necesario modificar el sistema nervioso cuando entra en el tallo cerebral, y conseguirlo sin que queden afectados la motricidad y el sistema sensorial es… impresionante. Realmente brillante.

Boquiabierta, Cinder siguió al hombre con la mirada mientras este regresaba a su asiento.

—Se habría hecho rico.

—Puede ser, si hubiera vivido lo suficiente. —El hombre apagó la pantalla—. Cuando presentó el prototipo en la feria, todavía no lo había probado y sus contemporáneos acogieron la idea con escepticismo, tal como corresponde. Primero tenía que realizar las pruebas pertinentes.

—Y para ello necesitaba a un lunar.

—Lo ideal hubiera sido contar con ambos especímenes, uno lunar y otro terrestre, para comprobar ambas funcionalidades de manera separada. Desconozco si encontró un sujeto terrestre, pero es evidente que dio con usted y que le instaló su invento para impedir que utilizara su don. Eso explica por qué no ha podido usarlo desde que la operaron.

Cinder movía la pierna con nerviosismo.

—No se equivocó al interpretar mis diagnósticos. Usted lo sabía desde el principio. Desde el momento en que entré en este laboratorio, sabía que yo era lunar y que tenía ese seguro de locos y… Usted lo sabía.

El doctor Erland se retorció las manos. Hasta ese momento, Cinder no se había fijado en la alianza de oro que llevaba en el dedo.

—¿Qué me hizo? —dijo, levantándose del asiento—. Cuando sentí ese dolor tan insoportable después de que me tocara el cuello y acabé desmayándome. Y luego hoy otra vez. ¿Por qué me ocurre eso? ¿Qué me está pasando?

—Tranquilícese, señorita Linh.

—¿Por qué? ¿Para seguir mintiéndome, igual que le ha mentido al príncipe?

—Si le he mentido solo ha sido para protegerla.

—¿Protegerme de qué?

El doctor Erland unió las yemas de los dedos de ambas manos.

—Entiendo que esté confusa…

—¡No, no entiende nada! Hace una semana sabía exactamente quién era, qué era, y puede que solo fuera una ciborg insignificante, pero al menos lo sabía. Ahora… Ahora resulta que soy lunar, una lunar que podría tener poderes pero que no puede usarlos, y encima está esa loca demente que quiere matarme y no sé por qué.

NIVELES ELEVADOS DE ADRENALINA, le avisó su panel de control. LÍNEA DE ACTUACIÓN RECOMENDADA: RESPIRACIÓN LENTA Y ACOMPASADA. CONTANDO: UNO, DOS, TRES…

—Por favor, señorita Linh, tranquilícese. En realidad, es bueno que la escogieran para ponerle ese seguro.

—Oh, claro, por supuesto, tiene toda la razón del mundo. ¿A quién no le gustaría que la trataran como a un conejillo de indias?

—Le guste o no, el seguro le ha ahorrado muchos problemas.

—¡¿Cuáles?!

—Se lo diré en cuanto deje de chillar.

Cinder se mordió el labio y sintió que su respiración se estabilizaba casi en contra de su voluntad.

—De acuerdo, pero esta vez dígame la verdad.

Cruzó los brazos y volvió a sentarse.

—A veces, es usted capaz de crisparle los nervios a cualquiera, señorita Linh. —El doctor Erland suspiró y se rascó la sien—. Verá, manipular la bioelectricidad es un acto tan natural para los lunares que resulta prácticamente imposible impedir que lo hagan, sobre todo cuando son muy jóvenes. Si hubieran dejado que se las arreglara sola, habría atraído demasiada atención hacia su persona. Habría sido como tatuarle «lunar» en la frente. Y aunque hubiera conseguido aprender a controlarlo, el don es una parte tan fundamental de lo que somos que dominarlo puede producir efectos psicológicos colaterales devastadores: alucinaciones, depresión… incluso locura. —Volvió a unir las puntas de los dedos de ambas manos. Hizo una pausa—. En fin, verá, ponerle un seguro a su don la protegió de usted misma, en muchos sentidos.

Cinder se lo quedó mirando fijamente.

—¿Comprende hasta qué punto ambos salieron ganando? —prosiguió el doctor—. Linh Garan consiguió a su sujeto y usted pudo integrarse entre los terrestres sin perder la cabeza.

Cinder se inclinó hacia delante, despacio.

—¿Somos?

—¿Disculpe?

—Somos. Ha dicho que el don forma parte fundamental de lo que somos.

El hombre se enderezó y tiró de las solapas de la bata.

—Ah, ¿he dicho eso?

—Usted es lunar.

El doctor Erland se quitó la gorra y la arrojó sobre la mesa. Sin ella, parecía más encorvado. Más viejo.

—No me mienta.

—No iba a hacerlo, señorita Linh. Solo intentaba encontrar el modo de explicárselo de manera que dejara de lanzarme esas miradas tan acusadoras.

Cinder apretó los dientes, se levantó de un salto y se alejó de la mesa sin apartar la mirada de él, como si en cualquier momento fuera a aparecer un tatuaje en la frente del hombre donde se leyera «lunar».

—¿Cómo voy a creer nada de lo que me ha dicho? ¿Cómo sé que ahora mismo no está lavándome el cerebro?

El hombre se encogió de hombros.

—Si fuera por ahí hechizando a la gente todo el día, al menos haría que me vieran más alto, ¿no cree usted?

Cinder frunció el ceño, ausente, recordando a la reina en el balcón y a su optobiónica advirtiéndole de que alguien mentía, a pesar de que nadie había dicho nada. De algún modo, su cerebro distinguía entre realidad y ficción, aun cuando sus ojos eran incapaces de hacerlo.

Lo miró con desconfianza, señalándolo con un dedo acusador.

—Utilizó su mente para controlarme. Cuando nos conocimos. Usted… me lavó el cerebro. Igual que la reina. Hizo que confiara en usted.

—Sea justa. Iba a atacarme con una llave inglesa.

Su rabia flaqueó.

El doctor Erland abrió las palmas hacia ella.

—Señorita Linh, le aseguro que en los doce años que llevo en la Tierra no he utilizado el don ni una sola vez, y pago el precio de esa decisión a diario. Mi estabilidad mental, mi salud psicológica, hasta mis sentidos se resienten porque me niego a manipular los pensamientos y los sentimientos de los que me rodean. No todos los lunares son de confianza, eso lo sé bien, pero puede confiar en mí.

Cinder tragó saliva y apoyó los brazos en el respaldo de la silla.

—¿Lo sabe Kai?

—Por supuesto que no. Nadie debe saberlo.

—Pero trabaja en el palacio. Ve a Kai a todas horas. ¡Y al emperador Rikan!

Los ojos azules del doctor Erland delataron una irritación pasajera.

—Sí, ¿y eso por qué tendría que preocuparla?

—¡Porque es usted lunar!

—Igual que usted. ¿Debería considerar que la seguridad del príncipe Kai se ve amenazada porque le pidió que lo acompañara al baile?

—¡No es lo mismo!

—No se obstine, señorita Linh. Entiendo que pueda tener prejuicios. En muchos aspectos, son comprensibles, incluso justificados, teniendo en cuenta la historia conjunta de la Tierra y Luna, pero eso no significa que todos seamos seres malvados, interesados y codiciosos. Créame, no hay una sola persona en este planeta que desee ver destronada a la reina Levana más que yo. La mataría yo mismo si pudiera.

El doctor echaba chispas por los ojos y tenía el rostro ligeramente congestionado.

—De acuerdo. —Cinder pellizcó el cojín del respaldo hasta que sintió que el material cedía entre sus dedos de acero—. Estoy dispuesta a aceptar que no todos los lunares son seres malvados y que no todos permiten que Levana les lave el cerebro con tanta facilidad; sin embargo, ¿cuántos de esos que desean plantarle cara arriesgan sus vidas para huir? —Hizo una pausa y lo miró fijamente—. ¿Por qué huyó usted?

El doctor Erland fue a levantarse, pero tras una breve vacilación, volvió a hundirse en su asiento, derrotado.

—Asesinó a mi hija.

Verdad.

Cinder irguió la espalda.

—Lo peor de todo —prosiguió el hombre— es que, si se hubiera tratado de cualquier otra criatura, me habría parecido justo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque era una caparazón. —Recogió la gorra de la mesa y la estudió con atención mientras hablaba, resiguiendo el diseño de espiguilla con los dedos—. Siempre había aprobado las leyes, creía que los caparazones eran peligrosos, que nuestra sociedad se desintegraría si se les permitía vivir. Pero mi niñita no. —Una sonrisa amarga contrajo sus labios—. Cuando nació, pensé en huir con ella, en traerla a la Tierra, pero mi mujer era incluso más devota de Su Majestad de lo que yo lo había sido. No quería saber nada de la niña. Y se llevaron a mi pequeña Media Luna, igual que a todos los demás. —Volvió a encasquetarse la gorra y miró a Cinder—. Ahora tendría su edad.

Cinder rodeó la silla y se sentó en el borde.

—Lo siento.

—De eso ya hace mucho tiempo. Señorita Linh, es necesario que entienda por todo lo que tuvo que pasar la persona que la sacó de Luna para traerla hasta aquí y los riesgos que asumió para ocultar su don lunar. En resumidas cuentas, para protegerla.

Cinder cruzó los brazos y se retrajo.

—Pero ¿por qué yo? No soy una caparazón. No estaba en peligro. No tiene sentido.

—Lo tendrá, se lo prometo. Escúcheme con atención, pues lo que voy a decirle puede que la impresione profundamente.

—¿Que me impresione? ¿Quiere decir que ahora viene el plato fuerte y que todo lo que me ha contado hasta ahora no era nada más que un aperitivo?

La mirada del hombre se dulcificó.

—Está recuperando su don, señorita Linh. Logré manipular su bioelectricidad para anular de manera temporal el dispositivo de Linh Garan. Eso es lo que hice el primer día que estuvo aquí, cuando perdió la consciencia. El seguro que le colocaron a su don quedó irremediablemente dañado. Con la práctica, conseguirá anular los mecanismos de seguridad usted sola, hasta que vuelva a hacerse con el control total de su don. Ya sé que le provoca grandes dolores cuando aparece de sopetón, como hoy, pero ese tipo de episodios no deberían repetirse demasiado a menudo, solo en momentos de intensa alteración emocional. ¿Sabe qué ha podido desencadenarlo hace unos instantes?

Cinder sintió que el estómago le daba un vuelco al recodar la proximidad de Kai en el ascensor. Se aclaró la garganta.

—Lo que está diciéndome es que estoy convirtiéndome en una verdadera lunar. Con magia incluida.

El doctor Erland frunció los labios, pero no volvió a corregirla.

—Sí. Tardará un tiempo, pero al final acabará recuperando el uso total del don natural con el que nació. —Hizo un gesto con los dedos, dibujando círculos en el aire—. ¿Le gustaría probar a utilizarlo ahora? Tal vez pueda. No estoy seguro.

Cinder imaginó un chispazo en los cables y algo chisporroteando en la base de su columna vertebral. Sabía que probablemente solo eran imaginaciones suyas, que solo se debía al pánico, pero no deseaba arriesgarse. ¿Qué se sentía siendo lunar? ¿Qué se sentía teniendo ese poder?

Sacudió la cabeza.

—No, así está bien, todavía no estoy preparada.

El doctor Erland apretó los labios y esbozó una débil sonrisa, como si se sintiera ligeramente decepcionado.

—Por supuesto. Cuando esté lista.

Cinder cruzó los brazos sobre el regazo e inspiró débilmente.

—¿Doctor?

—¿Sí?

—¿Es usted inmune a la letumosis, como yo?

El doctor Erland le sostuvo la mirada, imperturbable.

—Sí, lo soy.

—Entonces, ¿por qué no ha utilizado sus muestras de sangre para encontrar el remedio? Ha muerto mucha gente… Y las levas ciborg…

Las arrugas del rostro del hombre se atenuaron.

—Las he utilizado, señorita Linh. ¿De dónde cree que han salido los veintisiete antídotos que hemos probado?

—Y no ha funcionado ninguno. —Metió los pies bajo la silla, sintiéndose pequeña. Insignificante… otra vez—. Entonces, mi inmunidad no es el milagro que usted me hizo creer.

Cinder desvió la mirada hacia el vial. El antídoto de la reina.

—Señorita Linh.

La joven volvió la vista hacia él y descubrió un brillo en los ojos del anciano que producía un ligero mareo, como la primera vez que se habían visto.

—Usted es el milagro que andaba buscando —dijo—, pero tiene razón, no por su inmunidad.

Cinder se lo quedó mirando, esperando una explicación. ¿Qué más podía tener de especial? ¿No sería el seguro de su magia lo que realmente andaba buscando el hombre? ¿El dispositivo de Linh Garan?

Su com interna emitió un tintineo y la arrancó de su abstracción. Cinder dio un respingo y se volvió de espaldas al doctor al tiempo que el texto de color verde se deslizaba por su campo de visión.

COM RECIBIDA DESDE EL DISTRITO 29 DE NUEVA PEKÍN, CUARENTENAS DE LETUMOSIS. LINH PEONY HA ENTRADO EN LA CUARTA FASE DE LETUMOSIS A LAS 17.24, EL 18 AG. 126 T. E

—¿Señorita Linh?

A Cinder le temblaban las manos.

—Mi hermana ha entrado en la cuarta fase.

Sus ojos se desviaron hacia el vial que el doctor Erland tenía sobre la mesa. El hombre siguió la mirada.

—Ya veo —dijo—. La cuarta fase evoluciona con rapidez. No hay tiempo que perder. —Se inclinó hacia delante y cogió el vial entre los dedos—. Una promesa es una promesa.

Cinder sentía el corazón bombeando contra sus costillas.

—Pero ¿no lo necesita? ¿Para replicarlo?

El doctor se levantó, se acercó a una estantería y cogió un vaso de precipitados.

—¿Cuántos años tiene?

—Catorce.

—Entonces, creo que con esto habrá suficiente. —Vertió una cuarta parte del antídoto en el vaso de precipitados. A continuación colocó el tapón en el vial y se volvió hacia Cinder—. Tenga en cuenta que proviene de la reina Levana. Desconozco cuál es su plan, pero sé que no lo ha hecho por el bien de la Tierra. Podría tratarse perfectamente de un engaño.

—Mi hermana no tiene nada que perder.

El hombre asintió y se lo tendió.

—Eso pensaba.

Cinder se levantó, tomó el vial y lo dejó en la palma de la mano.

—¿Está seguro?

—Con una sola condición, señorita Linh. —Cinder tragó saliva, cerró la mano y se la llevó al pecho—. Debe prometerme que no volverá a acercarse al palacio mientras la reina Levana siga aquí.