Cinder se agachó junto al muro que rodeaba el palacio. El tacto frío de la piedra le traspasaba la camiseta. Los manifestantes se habían ido, las pancartas pisoteadas eran el único testimonio que quedaba de ellos. Incluso los guardias habían abandonado el patio, aunque la portalada de hierro repujado seguía cerrada a cal y canto. De vez en cuando, dos qilins de piedra apostados sobre la cabeza de Cinder enviaban un impulso magnético que zumbaba en sus oídos.
Por fin se detuvo el temblor de la mano. Las advertencias que cruzaban su visión finalmente habían desaparecido. Con todo, el desconcierto seguía reinando en su interior, con mayor insistencia que nunca.
Era lunar. De acuerdo.
Era una especie rara de lunar, una caparazón, incapaz de manipular los pensamientos y las emociones de los demás e inmune a que pudieran hacer otro tanto con ella.
De acuerdo.
Pero, entonces, ¿por qué el hechizo de Levana le había afectado igual que a los demás?
O bien el doctor Erland estaba equivocado o bien le había mentido. Tal vez no fuera lunar y el hombre hubiera metido la pata. Tal vez era inmune por otras causas.
Lanzó un gruñido cargado de frustración. La curiosidad por conocer su procedencia, su pasado, nunca había sido tan acuciante. Necesitaba saber la verdad.
El zumbido de las puertas al deslizarse por los raíles enterrados la sobresaltó. Cinder alzó la vista y vio un androide de un blanco inmaculado que avanzaba por el suelo adoquinado en su dirección.
—¿Linh Cinder? —preguntó, alargando un escáner.
La joven parpadeó, se levantó con cierta dificultad y se apoyó en la pared para sostenerse en pie.
—¿Sí? —contestó, tendiéndole la muñeca.
El escáner emitió un pitido y, antes de detenerse por completo, el torso del androide dio un giro de ciento ochenta grados e inició el traqueteante regreso hacia el palacio.
—Sígame.
—Un momento, ¿qué?
Alzó la mirada, intimidada, hacia el balcón al que se había asomado la reina lunar.
—Su Majestad Imperial desea hablar con usted.
Cinder comprobó que llevaba los guantes bien puestos y echó un vistazo a la carretera que podía alejarla del palacio y devolverla a la seguridad que le proporcionaba ser una chica invisible en una ciudad gigantesca. Soltó el aire lentamente, se volvió y siguió al androide.
El reflejo del sol sobre las elaboradas y descomunales portaladas bañadas en oro, de dos pisos de altura, estuvo a punto de cegarla cuando estas se abrieron para franquearle el paso. El vestíbulo que se abría al otro lado era un lugar reconfortantemente fresco y lleno de suntuosas esculturas de jade, de flores exóticas, de las voces y los pasos de decenas de diligentes diplomáticos y funcionarios mezclados con el rumor balsámico del borboteo del agua, aunque Cinder apenas reparó en nada de todo aquello. La aterrorizaba la posibilidad de encontrarse cara a cara con la reina Levana, aunque con quien acabó topándose de verdad fue con el príncipe Kai, que la esperaba apoyado contra una columna tallada.
El joven se enderezó al verla y la saludó con una sonrisa que nada tenía de radiante y despreocupada. En realidad, parecía extenuado.
Cinder inclinó la cabeza.
—Alteza.
—Linh-mèi. Nainsi me ha dicho que estabas esperando.
—No dejaban entrar a nadie en el palacio. Solo quería asegurarme de que la recibíais sin contratiempos. —Entrelazó las manos en la espalda—. Espero que vuestros problemas de seguridad nacional se resuelvan pronto.
Cinder había adoptado un tono ligero y desenfadado, pero vio que Kai vacilaba antes de contestar. El joven bajó la vista hacia el androide.
—Eso es todo —dijo, y esperó hasta que el robot hubiera regresado a su garita junto a la entrada antes de continuar—. Ruego que me disculpes por robarte un poco de tiempo, pero quería agradecerte personalmente que la hubieras arreglado.
Cinder se encogió de hombros.
—Ha sido un honor. Espero… espero que encuentres lo que buscas.
Kai entrecerró los ojos con recelo y lanzó una breve mirada de soslayo a las dos mujeres elegantemente ataviadas que pasaban junto a ellos, una de ellas enfrascada en una animada charla y la otra asintiendo a sus palabras. Ninguna de las dos demostró el más mínimo interés por Cinder o Kai. Cuando se alejaron, Kai lanzó un suspiro y se volvió hacia ella.
—Hay novedades. Tengo que ir a hablar con el doctor Erland.
Cinder asintió, tal vez con demasiada vehemencia, para darle a entender que se hacía cargo.
—Claro —dijo, retrocediendo hacia las imponentes puertas—. Ahora que ya tienes a Nainsi, iré…
—¿Quieres acompañarme?
La joven se detuvo con un pie levantado.
—¿Disculpa?
—Así puedes explicarme qué has averiguado. Lo que le pasaba.
Se retorció las manos, sin acabar de decidir si el cosquilleo que le recorría la piel lo había provocado el halago o algo más cercano al miedo. Todavía no había conseguido desprenderse de la abrumadora desazón que le producía la presencia de la reina. Aun así, se descubrió intentando reprimir una estúpida sonrisita.
—Claro, cómo no.
La respuesta pareció aliviar a Kai, quien le indicó un amplio pasillo con un gesto de cabeza.
—Bueno… ¿qué le ocurría? —preguntó el príncipe mientras cruzaban el majestuoso vestíbulo.
—Un chip —contestó Cinder—. El chip de comunicación directa interfería en la conexión de encendido, creo. Solo había que quitárselo para que volviera a despertarse.
—¿Un chip de comunicación directa?
Cinder echó un vistazo a la gente que abarrotaba el vestíbulo, aunque nadie parecía ni mínimamente interesado en el príncipe heredero. Aun así, bajó la voz antes de contestar.
—Eso mismo, un D-COM. ¿No se lo instalaste tú?
Kai negó con la cabeza antes de contestar.
—No. Utilizamos ese tipo de chips para las conferencias internacionales, pero, aparte de eso, creo que ni siquiera he visto cómo son. ¿Por qué le instalarían uno a mi androide?
Cinder frunció los labios, recordando todo lo que había dicho Nainsi al despertar. Era muy probable que la androide hubiera estado confiando esa misma información en el momento de la avería, seguramente en medio de la conexión de comunicación directa.
Pero ¿quién la había recibido?
—¿Cinder?
La joven se subió el guante. Deseaba confesarle que sabía lo de su investigación, que era muy probable que alguien más también estuviera al tanto, pero no podía decirle nada en medio de los transitados pasillos del palacio.
—Alguien ha debido de tener acceso a ella justo antes de que se averiara. Para instalarle el chip.
—Pero ¿por qué iba nadie a instalarle un chip defectuoso?
—No creo que fuera defectuoso. Parece ser que Nainsi envió cierta información a través de la conexión antes de apagarse.
—¿Qué…? —Kai vaciló. Cinder vio el nerviosismo en la mirada, la tensión en el gesto. Kai inclinó la cabeza hacia ella, sin apenas aflojar el paso—. ¿Qué tipo de información puede enviarse a través de coms directas?
—Cualquier cosa que pueda enviarse a través de la red.
—Pero aunque alguien pudiera acceder de manera remota a ella, no podría… Es decir, ella tendría que permitir el acceso a cualquier información que esa persona quisiera recibir, ¿no?
Cinder abrió la boca, lo pensó detenidamente y volvió a cerrarla.
—No lo sé. Desconozco el funcionamiento de una com directa en un androide, sobre todo en uno que no ha sido diseñado para ello. Sin embargo, cabe la posibilidad de que quien le instalara ese chip lo hiciera con la intención de obtener información. Información específica… lo más probable.
Kai tenía la mirada perdida mientras cruzaban el puente cubierto de cristal que conducía al ala de investigación.
—Entonces, ¿cómo puedo saber quién le ha colocado el chip y lo que ha averiguado a través de ella?
Cinder tragó saliva.
—He intentado iniciar la conexión, pero parece que está desactivada. Seguiré intentándolo, aunque ahora es imposible saber quién estaba al otro lado. En cuanto a lo que hayan averiguado…
Kai captó lo que insinuaba el tono de voz de Cinder. Se detuvo en seco y se volvió hacia ella con ojos centelleantes.
Cinder bajó la voz y las palabras salieron como en un torrente.
—Sé lo que estás buscando. Oí parte de la información que Nainsi había descubierto.
—Ni siquiera yo sé todavía lo que ha descubierto.
Cinder asintió con la cabeza.
—Es… interesante.
La mirada del príncipe se iluminó y bajó la cabeza, acercándose a la joven.
—Está viva, ¿verdad? ¿Sabe Nainsi dónde se encuentra?
Cinder sacudió la cabeza. El pánico había vuelto a apoderarse de ella, pues era consciente de que Levana estaba en algún lugar entre aquellas paredes.
—No podemos hablar de eso aquí. Además, en cualquier caso, Nainsi sabe mucho más que yo.
Kai frunció el ceño y retrocedió, pero Cinder vio que el príncipe seguía dándole vueltas a la cabeza mientras se encaminaban hacia la zona de ascensores y le daba instrucciones al androide que aguardaba junto a las puertas.
—Entonces —dijo Kai, cruzando los brazos mientras esperaban—, estás diciéndome que Nainsi posee información importante, pero que, tal vez, alguien que desconocemos dispone de la misma información.
—Eso me temo —contestó Cinder—. Además, el chip en cuestión es… distinto. No es ni de silicio ni de carbono. Es la primera vez que veo un chip de esas características.
Kai se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—¿Cómo es eso posible?
Cinder alzó los dedos como si sostuviera entre ellos el chip y lo tuviera allí delante.
—En cuanto a tamaño y forma, parece un chip normal y corriente, pero brilla mucho. Como… una piedra preciosa diminuta. Y tiene un tono perlado.
Kai empalideció de pronto. Un segundo después, cerró los ojos con el rostro crispado.
—Es lunar.
—¿Qué? ¿Estás seguro?
—Sus naves están hechas del mismo material. No sé exactamente qué es, pero… —Lanzó una maldición y se masajeó la sien con el pulgar—. Tiene que haber sido Sybil, o su guardia. Llegaron pocos días antes de que Nainsi dejara de funcionar.
—¿Sybil?
—La taumaturga de Levana. La lacaya que le hace el trabajo sucio.
Cinder sintió una fuerte presión en los pulmones. Si la información había ido a parar a manos de Sybil, entonces no cabía duda alguna de que habría llegado a oídos de la reina.
—Ascensor B para Su Alteza Imperial —dijo el androide cuando se abrieron las puertas de la segunda cabina.
Cinder siguió a Kai, incapaz de reprimir una mirada de soslayo a la cámara del techo. Si los lunares se habían infiltrado en un androide de la casa real, podían haberse infiltrado en cualquier lugar del palacio.
Se apartó un mechón de pelo suelto y se lo sujetó detrás de la oreja mientras las puertas se cerraban, sintiéndose empujada por su paranoia a actuar de manera natural.
—Por lo que veo, las cosas no van muy bien con la reina, ¿no?
El rostro de Kai se contrajo con amargura, como si no existiera tema de conversación más desagradable que aquel, y se apoyó contra la pared del ascensor. A Cinder le afectó ver cómo el porte real abandonaba al joven y bajó la vista hacia las puntas de las botas.
—No creo que sea posible odiar a nadie tanto como yo odio a esa mujer. Es mala.
Cinder dio un ligero respingo.
—Crees que es seguro… Es decir, si colocó ese chip en tu androide…
Comprendiendo lo que la joven quería decir, Kai lanzó una mirada fugaz a la cámara y se encogió de hombros.
—Me da igual. Ella sabe que la odio. Créeme, hace méritos.
Cinder se humedeció los labios.
—He visto lo que les ha hecho a los manifestantes.
Kai asintió.
—No tendría que haberle permitido que se enfrentara a ellos. En cuanto las telerredes informen de lo rápido que ha conseguido controlarlos, la ciudad se sumirá en el caos. —Cruzó los brazos y volvió a encogerse de hombros—. Y por si fuera poco, ahora además cree que damos cobijo a desertores lunares.
Cinder sintió que el estómago le daba un vuelco.
—¿De verdad?
—Ya lo sé, es absurdo. Lo último que desearía es más lunares ávidos de poder corriendo a sus anchas por mi país. ¿Por qué iba yo a…? ¡Aj! No sabes lo frustrante que es.
Cinder se frotó las manos, repentinamente nerviosa. Ella era la razón por la que Levana creía que Kai daba cobijo a lunares. Ni se le había pasado por la cabeza que la posibilidad de que la reina la viera también pudiera poner en peligro a Kai.
Al ver que seguía guardando silencio, se arriesgó a mirarlo de soslayo. Tenía los ojos clavados en los guantes de la joven. Cinder se llevó las manos al pecho para comprobar que los llevaba bien puestos, como así era.
—¿No te los quitas nunca? —preguntó Kai.
—No.
El joven ladeó la cabeza y se la quedó mirando como si pudiera ver el revestimiento metálico del cráneo a través de la piel.
—Creo que tendrías que venir al baile conmigo —dijo, sin apartar los ojos de ella ni un solo instante.
Cinder contrajo los dedos. No había dudas ni vacilación en la expresión del joven. Cinder sentía los nervios a flor de piel.
—Por todos los astros —musitó—, ¿no me lo habías preguntado ya?
—Esta vez tengo la esperanza de recibir una respuesta más favorable. Y parece que cada vez estoy más desesperado.
—Qué halagador.
Kai curvó los labios.
—Por favor.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
—No, que por qué yo.
Kai colgó los pulgares en los bolsillos.
—¿Porque si mi levitador de fuga se estropea tendré a alguien a mano que lo pueda reparar?
Cinder puso los ojos en blanco y se descubrió incapaz de devolverle la mirada, por lo que la desvió hacia el botón rojo de emergencias que había junto a las puertas.
—En serio. No puedo ir solo y por nada del mundo iré con Levana.
—Bueno, hay más de doscientas mil chicas solteras en esta ciudad que matarían por tener ese privilegio.
El silencio se instaló entre ellos. Aunque ni siquiera la rozaba, Cinder sentía su presencia, cálida y embriagadora, así como el aire caldeado, a pesar de que su indicador de temperatura le aseguraba que nada había cambiado en la cabina del ascensor.
—Cinder.
No pudo resistirse. Lo miró. Sus defensas flaquearon unos instantes al toparse con aquellos ojos castaños tan sinceros. La preocupación había sustituido la antigua seguridad del joven. La incertidumbre.
—Doscientas mil jóvenes solteras —dijo—. ¿Por qué no tú?
Ciborg. Lunar. Mecánica. Era lo último que le convenía.
Abrió la boca y el ascensor se detuvo.
—Lo siento, pero, créeme: no te conviene ir conmigo.
Las puertas se abrieron y Cinder sintió cómo desaparecía la tensión. Abandonó la cabina rápidamente, con la cabeza agachada, intentando no mirar al grupito de personas que esperaban para entrar.
—Ven al baile conmigo.
Se quedó helada. Todo el mundo se quedó helado.
Cinder se volvió. Kai seguía dentro del ascensor B, sujetando la puerta con una mano.
La joven tenía los nervios a flor de piel y las emociones de la última hora convergían en una única y nauseabunda sensación: exasperación. El vestíbulo estaba abarrotado de médicos, sanitarios, androides, funcionarios y técnicos y todos guardaban un incómodo silencio, atentos al príncipe y la joven de los anchos pantalones cargo con quien flirteaba.
Flirteaba.
Se puso derecha y regresó a la cabina, dando un empujón a Kai para que se metiera dentro, sin importarle haberlo hecho con la mano metálica.
—Retén el ascensor —le dijo Kai al androide cuando las puertas se cerraban. Sonrió—. Por fin me prestas atención.
—Escucha —dijo Cinder—, lo siento, de verdad que lo siento, pero no puedo ir contigo al baile. Tienes que confiar en mí.
Kai bajó la mirada hacia la mano enguantada abierta sobre su pecho. Cinder la retiró y cruzó los brazos.
—¿Por qué? ¿Por qué no quieres venir conmigo?
Cinder refunfuñó.
—No es que no quiera ir contigo, es que no voy a ir al baile.
—Entonces quieres venir conmigo.
Cinder enderezó la espalda.
—Eso no importa, porque no puedo.
—Pero yo te necesito.
—¿Me necesitas?
—Sí. ¿No lo entiendes? Si me paso todo el tiempo contigo, la reina Levana no podrá arrastrarme a ninguna conversación o… —se estremeció— a la pista de baile.
Cinder retrocedió medio mareada, desviando la mirada. La reina Levana. Claro, todo aquello era por la reina Levana. ¿Qué le había dicho Peony, hacía siglos? ¿No le había hablado sobre los rumores de una alianza matrimonial?
—No es que tenga nada en contra del baile. Sé bailar. Si es que quieres bailar.
Lo miró sin verlo.
—¿Qué?
—O no, si es que no quieres. O no sabes. Lo cual no es nada de lo que avergonzarse.
Cinder empezó a frotarse la frente tratando de aliviar un incipiente dolor de cabeza, aunque se detuvo al recordar que llevaba los guantes sucios.
—De verdad que no puedo ir —dijo—. Verás… —No tengo vestido. Adri no me dejaría. Porque Levana me mataría—. Se trata de mi hermana.
—¿Tu hermana?
Tragó saliva y bajó la vista hacia el reluciente suelo de palisandro. Incluso los ascensores eran de una belleza excepcional.
—Sí. Mi hermana pequeña. Tiene la peste. No sería lo mismo sin ella y no puedo ir. No, no voy a ir. Lo siento.
Cinder se sorprendió de lo convincentes que sonaron sus palabras, incluso a ella misma. Se preguntó si, de haberse visto, habría saltado la alarma de su detector de mentiras.
Kai se apoyó contra la pared. El pelo le caía justo sobre los ojos.
—No, soy yo quien lo siente. No lo sabía.
—¿Cómo ibas a saberlo? —Cinder se frotó las manos en los costados. Los guantes le daban mucho calor—. En realidad, hay algo que… me gustaría pedirte. Si no te importa. —Kai ladeó la cabeza, asaltado por la curiosidad—. Creo que le gustaría que te hablara de ella, solo es eso. En fin… Se llama Peony. Tiene catorce años y está locamente enamorada de ti. —El joven enarcó las cejas—. Acaba de ocurrírseme que si, por un milagro, sobreviviera, ¿crees que sería posible que le concedieras un baile?
Las palabras de Cinder le rasparon la garganta, consciente de que los milagros no existían. Sin embargo, tenía que intentarlo. Kai la traspasó con la mirada mientras asentía con un lento y decidido gesto.
—Será un placer.
Cinder bajó la cabeza.
—Se lo diré, así tendrá algo en que pensar que le haga ilusión. —Cinder vio por el rabillo del ojo que Kai metía una mano en el bolsillo y la cerraba en un puño—. Seguramente la gente de ahí fuera estará empezando a pensar cosas raras. Los rumores correrán como la pólvora.
Acompañó el comentario con una risita incómoda, que Kai no correspondió. Cuando se atrevió a alzar la cabeza, el joven tenía los ojos clavados en la pared que había detrás de ella, con la mirada perdida. Parecía alicaído.
—¿Te encuentras bien?
Kai iba a asentir, pero se detuvo.
—Levana cree que puede manejarme como a una marioneta. —Frunció el ceño—. Y tal vez tenga razón.
Cinder jugueteó incómoda con los guantes. Qué fácil era olvidar con quién estaba hablando y todo lo que debía de pasar por su cabeza, asuntos de mayor relevancia que ella.
Incluso más importantes que Peony.
—Tengo la sensación de que voy a echarlo todo a perder —comentó Kai.
—No lo harás. —Ardía en deseos de consolarlo, pero se contuvo, retorciendo las manos—. Vas a ser ese tipo de emperador que todo el mundo ama y admira.
—Sí, seguro.
—Lo digo en serio. Mira cómo te preocupas, el empeño que estás poniéndole, y ni siquiera eres emperador todavía. —Cruzó los brazos y ocultó las manos en el pliegue de los codos—. Además, no es que estés precisamente solo. Tienes consejeros, representantes provinciales, secretarios, tesoreros… Vamos a ver, ¿qué daño puede hacer un hombre solo?
Kai esbozó media sonrisa.
—No estás haciéndome sentir mejor, pero te agradezco el esfuerzo. —Volvió la vista hacia el techo—. De todas formas, no debería estar contándote todo esto. No es problema tuyo. Pero es que… contigo es fácil hablar.
Cinder removió los pies.
—Podría decirse que también es mi problema. Es decir, todos vivimos aquí.
—Podrías ir a Europa.
—¿Sabes?, últimamente me lo he planteado.
Kai volvió a reír, aunque esta vez con su cálida risa.
—A eso se le llama un voto de confianza.
Cinder bajó la cabeza.
—Mira, ya sé que perteneces a la realeza y todo eso, pero la gente seguramente estará empezando a impacientarse por subir al ascen…
Se le cortó la respiración al ver que Kai se inclinaba hacia delante, tan cerca que por un instante creyó que iba besarla. Se quedó helada, presa del pánico, sin atreverse a levantar la vista.
—Imagina que existiera una cura —le susurró Kai al oído en vez de besarla—, pero tuvieras que pagar un precio tan alto por su descubrimiento que te arruinara la vida por completo. ¿Qué harías?
El aire caliente se cerró sobre ella. Kai estaba tan cerca que hasta percibía el delicado olor a jabón que desprendía su piel.
El joven clavó sus ojos en ella, impaciente, desesperado.
Cinder tragó saliva.
—¿Mi vida a cambio de la de millones de personas? ¿Dónde está la elección?
Kai abrió la boca y los ojos de Cinder se vieron irremediablemente atraídos hacia ella antes de volver a alzarlos de inmediato hacia los de Kai. Casi podía contar las pestañas negras que los bordeaban. En ese momento, la mirada de Kai se tiñó de tristeza.
—Tienes razón. No hay elección.
El cuerpo de Cinder deseaba ardientemente salvar la distancia que los separaba al mismo tiempo que alejar el de Kai de un empujón. La ansiedad que le abrasaba los labios le impedía hacer ninguna de las dos cosas.
—¿Alteza?
Cinder ladeó la cabeza hacia él con un movimiento apenas perceptible y oyó su respiración entrecortada. Esta vez fueron los ojos de Kai los que descendieron hasta sus labios.
—Lo siento —se disculpó Kai—. Sé que estas cosas no se hacen, pero… parece que mi vida está a punto de irse al garete.
Cinder frunció el ceño con una mirada inquisitiva, pero él no quiso dar más explicaciones. Los dedos de Kai, ligeros como una brisa, le rozaron el codo. El joven bajó la cabeza. Cinder no podía moverse, apenas fue capaz de mojarse los labios antes de cerrar los ojos.
El dolor estalló en su cabeza y recorrió toda su columna.
Cinder se quedó sin aliento y se dobló por la mitad, llevándose las manos al estómago. El mundo se tambaleó bajo sus pies. El sabor de la bilis le raspó la garganta. Kai lanzó un grito y la sujetó antes de que se desplomara en el suelo del ascensor, donde la posó con delicadeza. Mareada, Cinder se estremeció apoyada contra él.
El dolor remitió con la misma rapidez con que había aparecido.
Cinder permaneció tumbada, jadeante, encorvada sobre el brazo de Kai. Sus tímpanos empezaron a filtrar la voz del joven, que repetía su nombre una y otra vez. Palabras amortiguadas. «¿Estás bien?» «¿Qué ha ocurrido?» «¿Ha sido culpa mía?»
Cinder estaba ardiendo, la mano le sudaba dentro del guante y tenía la cara muy caliente. Igual que cuando el doctor Erland la había tocado. ¿Qué le ocurría?
Se humedeció los labios. Era como tener la lengua de trapo.
—Estoy bien —dijo, preguntándose si sería cierto—. Ya ha pasado. Estoy bien.
Cerró los ojos con fuerza y esperó, temiendo que incluso el más leve movimiento hiciera regresar el dolor.
Los dedos de Kai le presionaban la frente, el pelo.
—¿Estás segura? ¿Puedes moverte?
Cinder intentó asentir con un gesto y se arriesgó a abrir los ojos.
Kai ahogó un grito y apartó la mano con brusquedad, deteniéndola a escasos centímetros de la frente de Cinder. La joven sintió un nudo en el estómago. ¿Habría visto el visor retinal?
—¿Qué? —preguntó, ocultando el rostro tras la mano mientras se palpaba la piel, el pelo, con dedos nerviosos—. ¿Qué pasa?
—Na… nada.
Cuando volvió a atreverse a mirarlo a los ojos, vio que Kai no dejaba de parpadear, completamente desconcertado.
—¿Alteza?
—No, no es nada. —Esbozó una sonrisa, sin demasiada convicción—. Debe de haber sido cosa de mi imaginación.
—¿El qué?
Kai sacudió la cabeza.
—Nada, de verdad. Vamos. —Se levantó y la ayudó a ponerse en pie—. Tendríamos que ir a ver si el doctor Erland puede hacerte un hueco en su apretada agenda.