Kai hundió las uñas en las rodillas cuando cesaron las protestas de los manifestantes. Torin se volvió hacia él con una expresión de sincera sorpresa, similar a la del príncipe, aunque el consejero fue más rápido en disimular la suya. La reina había conseguido acallar a las masas con demasiada facilidad. Kai había esperado al menos un conato de resistencia por parte de los ciudadanos.
El joven tragó saliva y transformó su rostro en la viva imagen de la calma.
—Es un recurso muy útil —comentó Sybil, sentada en el borde del diván, junto al fuego holográfico—. Sobre todo cuando hay que tratar con súbditos alborotadores, a quienes no toleramos en Luna.
—He oído que cuando los ciudadanos se revuelven, por lo general suele existir una buena razón para ello —replicó Kai. Torin le lanzó una mirada de advertencia, pero el joven la ignoró—. Y lavar el cerebro no parece precisamente la solución más adecuada.
Sybil entrelazó las manos con gran dignidad sobre el regazo.
—«Adecuada» es una apreciación subjetiva. La solución es efectiva, y eso es algo innegable.
Levana irrumpió en el salón como un vendaval, con los puños cerrados. El pulso de Kai se aceleró cuando la mirada encendida de la reina se posó en él. Estar en su presencia era como esperar sentado en un espacio reducido cada vez con menos oxígeno.
—Parece ser —dijo, pronunciando cada palabra con sumo cuidado— que habéis violado el Artículo 17 del Acuerdo Interplanetario de 54 T. E.
Kai hizo lo que pudo para conservar la calma ante una acusación de aquel peso, pero no consiguió evitar el pequeño tic que le surgió en una ceja.
—Me temo que no he memorizado el Acuerdo Interplanetario por entero. ¿Os importaría ilustrarme brevemente acerca del artículo en cuestión?
La mujer inspiró lentamente, dilatando las trémulas aletas de la nariz. Incluso entonces, a pesar del odio y la rabia que crispaban su rostro, era de una belleza deslumbrante.
—El Artículo 17 estipula que ninguna de las partes firmantes del acuerdo brindará refugio o protección a desertores lunares.
—¿Desertores lunares? —Kai miró a Torin, pero su consejero permanecía impasible—. ¿Qué os hace pensar que ofrecemos refugio a desertores lunares?
—Que acabo de ver a uno en vuestro patio, junto a esos insolentes manifestantes. Esto es intolerable.
Kai se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Es la primera vez que oigo hablar de la presencia de lunares en mi país. Sin contar la compañía presente, claro está.
—Lo que me induce a pensar que habéis estado evitando enfrentaros al problema, igual que hizo vuestro padre.
—¿Cómo voy a haber estado evitando algo de lo que jamás había oído hablar?
Torin carraspeó.
—Con el debido respeto, Su Majestad, puedo aseguraros que controlamos todas las aeronaves, tanto las que parten como las que toman tierra en la Comunidad. A pesar de que no podemos descartar la posibilidad de que algunos lunares hayan conseguido burlar nuestro radar, os aseguro que hacemos todo lo que está en nuestras manos para cumplir el Acuerdo Interplanetario. Además, aunque un desertor lunar hubiera acabado instalándose en la Comunidad, no parece demasiado probable que hubiera decidido arriesgarse a ser descubierto viniendo a manifestarse, consciente de vuestra presencia. Puede que os hayáis equivocado.
La reina lo fulminó con la mirada.
—Reconozco a los míos cuando los veo y ahora mismo hay uno entre los muros de esta ciudad. —Señaló el balcón con un dedo—. Quiero que la encuentren y me la traigan.
—De acuerdo, eso no será ningún problema en una ciudad de dos millones y medio de habitantes —dijo Kai—. Permitidme que vaya a buscar mi detector de lunares especial y me pondré manos a la obra de inmediato.
Levana irguió la barbilla para dirigirle una mirada altiva, aun cuando él la superaba en altura.
—No os recomiendo que pongáis a prueba mi paciencia con vuestro sarcasmo, joven príncipe. —Kai apretó los dientes—. Si no os veis capaz de encontrarla, haré venir un destacamento de mi guardia personal a la Tierra y os aseguro que ellos sí sabrán dar con la desertora.
—No será necesario —intervino Torin—. Disculpad por haber dudado de vos, Su Majestad. Estamos ansiosos por cumplir con nuestra parte del acuerdo. Por favor, permitidnos ultimar los preparativos de la coronación y los festejos e iniciaremos la búsqueda de la desertora en cuanto nuestros recursos nos lo permitan.
Levana se volvió hacia Kai con mirada escrutadora.
—¿Tenéis intención de que vuestro consejero tome siempre las decisiones por vos?
—No —contestó Kai, esbozando una gélida sonrisa—. Tarde o temprano una emperadora se encargará de eso.
La mirada de la reina Levana se suavizó y Kai a duras penas consiguió reprimir lo que iba a añadir a continuación: «Y no seréis vos».
—Muy bien —dijo la reina, que dio media vuelta y se sentó junto a su taumaturga—. Os doy de plazo hasta un ciclo lunar después de vuestra coronación para que entreguéis a esa desertora a Luna, junto con cualquier otro lunar que haya en vuestro país.
—De acuerdo —contestó Kai, con la esperanza de que Levana hubiera olvidado aquella conversación antes de la fecha establecida.
Lunares en Nueva Pekín… En toda su vida había oído nada tan absurdo.
La ira desapareció del rostro de Levana de manera tan absoluta que dio la impresión de que los últimos minutos habían sido cosa de la imaginación. La mujer cruzó las piernas y una franja de piel blanca como la leche asomó a través de la raja del vestido semitransparente. Kai apretó la mandíbula y volvió la vista hacia la ventana, sin saber si se sonrojaría o tendría una arcada.
—Hablando de vuestra coronación —dijo la reina—, os he traído un presente.
—Qué considerada —contestó Kai de manera inexpresiva.
—Sí. No sabía si reservarlo para la gran noche, pero he decidido que podría suscitar malentendidos si lo retenía durante más tiempo.
Incapaz de ocultar su curiosidad, Kai se volvió hacia la reina.
—Ah, ¿sí?
Unos rizos de color caoba cayeron sobre el pecho de Levana al ladear la cabeza y extender los dedos hacia su segundo taumaturgo, el hombre de la casaca roja, quien se extrajo de la manga un vial de cristal no más grande que el meñique de Kai y lo depositó en la mano abierta de la reina.
—Deseo que sepáis que tengo depositado un vivo interés en la prosperidad de la Comunidad —dijo Levana— y que vuestra lucha contra la letumosis ha sido desgarradora.
Kai hundió las uñas en las palmas de las manos.
—Es probable que lo desconozcáis, pero hace varios años destiné un equipo de investigación al estudio de la enfermedad y parece ser que mis científicos por fin han dado con un antídoto.
A Kai le subió la sangre a la cabeza.
—¿Qué?
Levana tomó el vial entre los dedos con suma delicadeza y se lo tendió.
—Con esto debería haber suficiente para curar a un hombre adulto —dijo, antes de chascar la lengua—. Qué lástima, tan solo por unos días, ¿verdad?
Fue como si el mundo empezara a dar vueltas. El cosquilleo de los dedos del joven príncipe, deseoso de abalanzarse sobre ella y estrangularla, se extendió hacia los brazos, que le temblaban ya de forma incontrolable.
—Adelante —dijo Levana, mirándolo con calidez—. Es vuestro.
Kai le arrebató el vial.
—¿Cuánto hace que lo tenéis?
La reina enarcó las cejas, como atónita ante la pregunta.
—A decir verdad, me confirmaron que funcionaba apenas unas horas antes de mi partida.
Mentía. Y ni siquiera se molestó en disimularlo.
Bruja.
—Alteza —intervino Torin en voz baja, colocando una mano firme en el hombro de Kai.
Al principio, apretó con suavidad; luego, ejerció mayor presión, como aviso. Las fantasías en que Kai se veía asesinándola empezaron a disiparse al compás de sus pulsaciones, aunque de manera muy sutil.
Levana entrelazó las manos sobre el regazo.
—Ese vial es vuestro regalo. Espero que lo halléis de utilidad, joven príncipe. Creo que ambos compartimos el interés por erradicar esa enfermedad de vuestro planeta. Mis científicos podrían tener preparadas miles de dosis a final de mes. Sin embargo, una empresa de este tamaño, junto a los seis años durante los que se han invertido recursos e incontables horas de duro trabajo, han obligado a mi nación a realizar grandes sacrificios y, por consiguiente, estoy convencida de que convendréis que es necesaria una compensación. Habrá que entablar negociaciones.
A Kai se le cortó la respiración.
—¿Seríais capaz de detener la distribución hasta entonces, cuándo hay tantas vidas en juego?
Era una pregunta retórica. Era evidente que ya lo había retenido el tiempo que había considerado necesario, ¿qué le importaba a ella la agonía de unos cuantos terrestres más?
—Tenéis mucho que aprender de política. Sospecho que no tardaréis en comprender que todo gira en torno a dar y recibir, mi querido y apuesto príncipe.
Kai sentía el pulso golpeándole las sienes. Sabía que tenía el rostro encendido, que provocar su ira era precisamente lo que Levana pretendía, pero no le importaba. ¿Cómo se atrevía a usar el antídoto como una moneda de cambio? ¿Cómo se atrevía?
Sybil se levantó de pronto.
—Tenemos visita.
El joven príncipe dejó de contener la respiración, siguió la dirección de la mirada de Sybil hasta la puerta, agradecido de tener una excusa para apartar los ojos de la reina, y ahogó un grito.
—¡Nainsi!
El sensor de Nainsi lanzó un destello.
—Alteza, disculpad la interrupción.
Kai sacudió la cabeza, intentando sobreponerse de la sorpresa.
—¿Cómo…? ¿Cuándo…?
—Hace cuarenta y siete minutos que me han devuelto la conciencia —dijo la androide—. He venido a presentarme al servicio. Mis más sentidas condolencias por la prematura pérdida del emperador Rikan. Se me partió el corazón al oír la noticia.
Kai oyó el resoplido burlón de la reina Levana detrás de él.
—La idea de que un montón de chatarra pueda sentir algo es insultante. Despachad a esa abominación.
Kai frunció los labios tratando de reprimir un comentario sobre la falta de corazón de la reina y se volvió hacia Torin.
—Por descontado. Con vuestro permiso, apartaré esta «abominación» de la presencia de Su Majestad y la devolveré al servicio activo.
Casi esperaba que Torin lo reprendiera por el lamentable plan de fuga, pero el consejero parecía aliviado de que la discusión se hubiera acabado. Kai se fijó en su palidez y se preguntó hasta qué punto Torin habría tenido que luchar para dominar su temperamento.
—Por supuesto. ¿Tal vez a Su Majestad le apetecería visitar los jardines?
Kai dirigió una mirada cargada de desprecio a la reina Levana y dio un taconazo.
—Gracias por vuestro tan considerado presente —dijo, con una leve y brusca inclinación de cabeza.
—Ha sido un placer, Alteza.
Kai abandonó la habitación acompañado de Nainsi. Cuando llegaron al pasillo principal, el príncipe dejó escapar un grito gutural y golpeó la pared que le quedaba más cerca. Seguidamente se apoyó en ella y descansó la frente contra el yeso.
En cuanto su respiración recuperó un ritmo regular, se dio la vuelta, asaltado por el deseo irreprimible de echarse a llorar: de rabia, de desesperación, de alivio. Nainsi había vuelto.
—No sabes lo contento que estoy de verte.
—Eso parece, Alteza.
Kai cerró los ojos.
—Ni te lo imaginas. Estos últimos días… Estaba convencido de que había perdido todo lo que habíamos averiguado.
—Todos los archivos parecen intactos, Alteza.
—Bien. Tenemos que ponernos manos a la obra con la investigación de inmediato. Ahora es más importante que nunca.
Kai luchó por contener el pánico que le desgarraba las entrañas. Faltaban nueve días para que subiera al trono. La reina Levana no llevaba ni veinticuatro horas en la Tierra y ya había conseguido dar un vuelco a las negociaciones del tratado de paz. ¿Qué otros secretos desvelaría la reina lunar antes de la coronación, cuando todo el peso de proteger a la Comunidad recaería únicamente sobre las espaldas del joven príncipe?
Sentía la cabeza a punto de estallar. Odiaba a Levana: por lo que era, por todo lo que había hecho y por cómo había transformado el sufrimiento de la Tierra en un juego político.
Sin embargo, estaba equivocada si pretendía convertirlo en su títere. Se opondría a ella cuanto y como pudiera. Encontraría a la princesa Selene. El doctor Erland duplicaría el antídoto. Ni siquiera bailaría con Levana en aquella estupidez de baile si podía evitarlo. Al cuerno con el protocolo.
El recuerdo del baile dispersó de pronto los nubarrones que encapotaban sus pensamientos. Abrió un ojo y miró a la androide.
—¿Por qué no ha venido la mecánica contigo?
—Sí que ha venido —contestó Nainsi—. Está esperando a las puertas del palacio. No la han dejado entrar sin un pase oficial.
—¿A las puertas del palacio? ¿Todavía está aquí?
—Supongo que sí, Alteza.
Kai apretó el vial que llevaba en el bolsillo.
—Supongo que no te habrá comentado nada sobre el baile, ¿verdad? No te habrá dicho si ha cambiado de opinión.
—No ha mencionado ningún baile.
—Bien. Bueno. —Tragó saliva, se sacó las manos de los bolsillos y se frotó las palmas contra los costados de los pantalones, comprendiendo hasta qué punto había estado reprimiendo su ira—. Ojalá se lo haya pensado mejor.