Capítulo veintiuno

Cinder se desplomó sobre su mesa de trabajo, agradecida de estar, por fin, lejos del agobiante apartamento. Para variar, no solo no funcionaba el aire acondicionado ni se veía a los de mantenimiento por ninguna parte, sino que además la tirantez entre Adri y ella rayaba lo insoportable. Habían estado tratando de evitarse desde que había salido del laboratorio y vuelto a casa, un par de días atrás. Adri había intentado dejarle muy claro que estaba por encima de ella y le había ordenado que desfragmentara el ordenador central del apartamento y actualizara todo el software que ya ni siquiera utilizaban, persiguiéndola a todas horas, como si se avergonzara de lo que le había hecho.

Aunque era probable que aquello último no fueran más que imaginaciones de Cinder.

Al menos Pearl no había estado allí en todo el día y solo había aparecido cuando Cinder e Iko estaban a punto de salir para ir a trabajar en el coche.

Otro largo día. Otra noche hasta las tantas. Iba a tener que dedicarle a aquella tartana más tiempo del que había previsto: tenía que sustituir todo el sistema de escape, lo que significaba fabricar una buena cantidad de piezas con sus propias manitas, lo cual a su vez implicaba un sinfín de dolores de cabeza. Tenía la sensación de que le iban a faltar horas de sueño si quería que estuviera en condiciones de pisar el asfalto la noche del baile.

Suspiró. El baile.

No se arrepentía de haber rechazado la invitación del príncipe, porque sabía lo estrepitosamente mal que habría acabado el asunto. Había un millón de cosas que estaban abocadas al desastre: desde tropezarse en las escaleras y enseñarle al príncipe una atractiva pierna metálica sin querer, a toparse con Pearl, Adri o cualquier otra persona del mercado. La gente hablaría. Los canales de cotilleo indagarían en su pasado y el mundo entero no tardaría en enterarse de que el príncipe había llevado a una ciborg al baile de coronación. El pobre se moriría de vergüenza. Ella se moriría de vergüenza.

Sin embargo, no facilitaba las cosas que se preguntase constantemente si no estaría equivocada. ¿Y si al príncipe Kai le diera igual? ¿Y si la gente no era como ella creía y a nadie le importaba que fuera una ciborg… y además de eso, lunar?

Sí, ya, seguro.

Vio la telerred rota en la alfombra, se levantó con aire cansado del asiento y se arrodilló junto al aparato. Se reflejaba lo suficiente en la pantalla negra para adivinar el contorno de su rostro y su cuerpo; la piel morena de sus brazos contrastaba con el metal oscuro de la mano.

El proceso de negación de la verdad había continuado su curso hasta que no había encontrado adónde ir. Era lunar.

Sin embargo, no temía los espejos, no le temía a su propio reflejo. No alcanzaba a comprender qué era lo que Levana y su pueblo, ahora también el de ella, encontraban tan inquietante. Sus partes mecánicas eran lo único perturbador en la imagen que le devolvía la pantalla, y aquello se lo habían hecho en la Tierra.

Lunar. Y ciborg.

Y fugitiva.

¿Lo sabría Adri? No, Adri jamás habría dado cobijo a una lunar. Si hubiera estado al corriente, lo más probable era que la hubiera entregado ella misma, con la esperanza de obtener una recompensa.

¿Lo habría sabido el marido de Adri?

Aquella era una pregunta para la cual, tal vez, jamás obtendría una respuesta.

Sin embargo, confiaba en que, mientras el doctor Erland no dijera nada, su secreto estaría a salvo. Solo tenía que continuar con su vida como si nada hubiera cambiado.

Y, en cierto modo, así era. Seguía siendo la misma marginada de siempre.

Una sombra blanquecina llamó su atención en la superficie de la pantalla: la androide de Kai, con el sensor apagado dirigido hacia ella, colocada sobre la mesa de trabajo. El cuerpo en forma de pera era el objeto más reluciente de la estancia y posiblemente el más limpio. Le recordó a los asépticos med-droides de los laboratorios y las cuarentenas, aunque aquella máquina no llevaba escalpelos ni jeringuillas ocultas en el torso.

El trabajo. La mecánica. Necesitaba distraerse.

Regresó al tablero y buscó un poco de música de fondo tranquila en su interfaz auditiva. Se quitó las botas de una patada, asió a la androide por los costados y la atrajo hacia sí. Tras un breve examen de la cubierta externa, la inclinó hacia un lado y la tumbó sobre la mesa hasta que quedó apoyada en el borde de sus orugas de tracción.

Cinder abrió el panel trasero e inspeccionó el cableado del revestimiento cilíndrico. Era un androide sencillo. El interior estaba casi vacío, no era más que una carcasa para dar cabida al número mínimo de discos duros, cables y chips. Los androides tutor requerían poco más que una unidad central de procesamiento. Cinder sospechaba que lo único que necesitaba la androide era una buena limpieza y reprogramación, pero algo le decía que aquella no era una opción inviable. A pesar del aire despreocupado de Kai, era evidente que la androide sabía algo importante y, tras la conversación que habían mantenido en el pasillo del ala de investigación, tenía la inquietante sensación de que estaba relacionado con los lunares.

¿Estrategias de guerra? ¿Comunicaciones secretas? ¿Pruebas de chantaje? Fuera lo que fuera, Kai estaba convencido de que sería de ayuda y había confiado a Cinder la tarea de salvar lo que pudiera.

—En fin, cómo me gusta trabajar sin presión… —murmuró, sosteniendo una linterna entre los dientes para poder ver el interior de la androide.

Cogió unos alicates de punta redonda y apartó los cables del cráneo de la androide a un lado y a otro. Su configuración era similar a la de Iko, por lo que Cinder estaba familiarizada con la distribución y sabía dónde buscar las conexiones importantes. Comprobó que los conectores de cable estuvieran en buen estado, que la batería estuviera cargada y que no faltara ninguna pieza fundamental. Todo parecía correcto. Limpió el traductor acústico y ajustó el ventilador interno, pero Nainsi, la androide, continuó siendo una estatua de plástico y aluminio sin vida.

—Toda peripuesta y sin tener a donde ir —dijo Iko desde la puerta.

Cinder escupió la linterna de una carcajada y le echó un vistazo a sus pantalones cargo manchados de aceite.

—Sí, tienes razón, solo me falta una diadema de diamantes.

—Lo decía por mí.

Cinder giró sobre la silla. Iko se había colocado una vuelta del collar de perlas de Adri alrededor de la prominente cabeza y se había pintarrajeado con pintalabios una horrible mueca bajo el sensor que pretendía imitar unos labios.

Cinder se echó a reír.

—Guau. Ese color te queda genial.

—¿Tú crees? —Iko entró en el trastero y se detuvo delante de la mesa de Cinder, intentando verse reflejada en la telerred—. Estaba imaginando cómo sería ir al baile y bailar con el príncipe.

Cinder se frotó la barbilla con una mano y tamborileó con los dedos de la otra sobre la mesa de manera ausente.

—Es curioso. Últimamente yo también hago lo mismo.

—Sabía que te gustaba. Finges que eres inmune a sus encantos, pero vi cómo lo mirabas en el mercado.

Iko se frotó el pintalabios y se embadurnó la barbilla.

—Sí, bueno. —Cinder se pellizcó los dedos metálicos con la punta de los alicates—. Todos tenemos nuestros puntos débiles.

—Lo sé —dijo Iko—. El mío son los zapatos.

Cinder lanzó la herramienta sobre el tablero. Algo semejante a un sentimiento de culpabilidad crecía en su interior cada vez que Iko estaba cerca. Sabía que debía contarle que era lunar, que ella mejor que nadie entendería qué era ser diferente y sentirse rechazada. Sin embargo, no sabía por qué, pero era incapaz de decirlo en voz alta. «Por cierto, Iko, resulta que soy lunar. No te importa, ¿verdad?»

—¿Qué haces aquí abajo?

—Solo he venido a ver si necesitabas ayuda. Se supone que debería estar quitándoles el polvo a los respiraderos, pero Adri estaba en el baño.

—¿Y?

—Que la he oído llorar.

Cinder parpadeó.

—Oh.

—Y he empezado a sentirme inútil.

—Ya veo.

Iko no era una androide de servicio normal, pero conservaba una característica común a todos los robots de su clase: la inutilidad era lo peor que podía ocurrirles.

—Bueno, en fin, claro que puedes ayudar —dijo Cinder, frotándose las manos—. Pero será mejor que Adri no te pille con esas perlas.

Iko se quitó inmediatamente el collar con los dedos articulados y Cinder se fijó en que también llevaba la cinta que Peony le había regalado. Se puso tensa de inmediato, como si se hubiera pinchado con algo.

—¿Y si iluminamos esto un poco?

La luz del sensor azul aumentó de intensidad y enfocó el interior de Nainsi.

Cinder sonrió levemente.

—¿Crees que podría tener un virus? —preguntó Cinder.

—Tal vez el atractivo del príncipe Kai fue demasiado para su programación.

Cinder hizo una mueca de contrariedad.

—¿Podríamos dejar de hablar del príncipe?

—No creo que eso sea posible. Al fin y al cabo estás reparando su androide. Piensa en todo lo que sabe, lo que ha visto y… —Sus palabras acabaron atropellándose—. ¿Crees que lo ha visto desnudo?

—¡Oh, por todos los cielos! —Cinder se quitó los guantes de un tirón y los arrojó sobre la mesa—. No estás siendo de mucha ayuda.

—Solo intentaba darte conversación.

—Pues para. —Cinder cruzó los brazos sobre el pecho, apartó la silla de la mesa de trabajo y descansó las piernas encima del tablero—. Tiene que ser un problema de software.

Se le escapó un bufido. Los problemas de software normalmente acababan con una reinstalación, pero eso convertiría a la androide en una tabla rasa. No sabía si a Kai le preocupaba el chip de personalidad de la androide, la cual se habría vuelto bastante compleja después de veinte años de servicio, pero sí sabía que le preocupaba algo que contenía el disco duro y no quería arriesgarse a borrar lo que fuera que contuviese.

El único modo de averiguar qué le ocurría y si era necesaria una reinicialización era comprobando los diagnósticos internos de la androide, pero para eso tendría que conectarse a ella. Cinder odiaba conectarse. Siempre había considerado demasiado arriesgado conectar sus cables a un objeto extraño. Temía que su software pudiera quedar invalidado si cometía el más mínimo error.

Se reprendió por tener tantos remilgos y alargó una mano hacia el panel que tenía en la nuca. Introdujo la uña en el pequeño cierre y lo abrió.

—¿Qué es eso? —preguntó la androide.

Cinder miró atentamente el dedo extendido de Iko.

—¿Qué es qué?

—Ese chip.

Cinder bajó los pies al suelo y se inclinó hacia delante. Aguzó la vista para mirar en el interior de la androide, donde vio una hilera de chips diminutos formando fila como soldados a lo largo de la parte inferior del panel de control. Había un total de veinte clavijas, pero solo trece estaban ocupadas. Los fabricantes siempre dejaban espacio de sobra para componentes opcionales y actualizaciones.

A Iko le había llamado la atención el decimotercer chip, y con razón. Era distinto de los demás. Estaba conectado a suficiente distancia del resto para pasar fácilmente desapercibido durante una revisión rutinaria, pero cuando Cinder dirigió el haz de luz hacia él, relució como la plata bruñida.

Cinder cerró el panel trasero de su cabeza e hizo aparecer en su retina el plano digital del modelo de la androide. Según el dibujo original del fabricante, aquel modelo solo venía con doce chips. En cualquier caso, tampoco era nada extraño que, después de veinte años, a la androide se le hubiera añadido algún complemento. Aun así, aquella era la primera vez que Cinder veía un chip de aquellas características.

Apretó con una uña el botón de bloqueo y sujetó el borde del chip plateado con los alicates. Se separó de la clavija como si estuviera untado de aceite.

Cinder lo alzó para examinarlo más de cerca. Salvo por el acabado perlado y reluciente, parecía un chip como otro cualquiera. Le dio la vuelta y vio las letras D-COM grabadas en el reverso.

—Ah, ¿sí?

Bajó el brazo.

—¿Qué es? —preguntó Iko.

—Un chip de comunicación directa.

Cinder frunció el ceño. Casi todas las comunicaciones se realizaban a través de la red. Aquellas que la evitaban por completo estaban prácticamente obsoletas, puesto que se trataba de conexiones lentas, con cierta tendencia a interrumpirse. Imaginó que habría gente paranoica que encontraría en las coms directas la respuesta a sus necesidades, ya que estas proporcionaban una intimidad absoluta, pero aun así utilizarían un visor o una telerred, un aparato diseñado para ello. Utilizar un androide en uno de los extremos de la conexión no tenía demasiado sentido.

La luz de Iko se atenuó.

—Mi base de datos me informa de que los androides no vienen equipados con comunicación directa desde 89 T. E.

—Lo que explicaría por qué no funcionaba con su programación. —Cinder le tendió el chip a Iko—. ¿Puedes hacerle un análisis de materiales para ver de qué está hecho?

Iko retrocedió.

—Ni lo sueñes. Tener una avería no está en mi lista de tareas de hoy.

—Aunque no creo que fuera eso lo que ha hecho que dejara de funcionar. El sistema se habría limitado a rechazarlo y ya está, ¿no? —Cinder volvía el chip de uno y otro lado, fascinada por el modo en que la luz de Iko se reflejaba en la superficie—. Salvo que la androide intentara enviar información a través de la conexión directa. Eso podría haber colapsado el ancho de banda.

Cinder se levantó y cruzó el almacén en dirección a la telerred. A pesar de que el marco estaba hecho añicos, la pantalla y los controles parecían intactos. Introdujo el chip y apretó el botón de encendido, aunque tuvo que presionar con más fuerza de la habitual hasta que una pálida luz verde se encendió junto al lector y la pantalla lanzó un intenso destello azulado. Una espiral en una de las esquinas les informó de que estaba leyendo el nuevo chip. Cinder dejó de contener la respiración y se sentó sobre los talones.

Un segundo después, la espiral desapareció y la sustituyó un texto.

INICIANDO CONEXIÓN DIRECTA CON USUARIO DESCONOCIDO.

POR FAVOR, ESPERE…

INICIANDO CONEXIÓN DIRECTA CON USUARIO DESCONOCIDO.

POR FAVOR, ESPERE…

INICIANDO CONEXIÓN DIRECTA CON USUARIO DESCONOCIDO.

POR FAVOR, ESPERE…

INICIANDO CONEXIÓN DIRECTA CON USUARIO DESCONOCIDO.

POR FAVOR, ESPERE…

Cinder esperó. Y meneó el pie. Y esperó. Y tamborileó con los dedos sobre la rodilla. Y empezó a preguntarse si no estaría perdiendo el tiempo. Nunca había oído que un chip de comunicación directa interfiriera en el funcionamiento de ningún dispositivo, ni aunque la tecnología fuera de otra época. Aquello no estaba ayudándola a resolver el problema.

—Creo que no hay nadie en casa —dijo Iko, acercándose a ella. El ventilador interno se encendió y lanzó aire caliente sobre el cuello de Cinder—. Oh, maldita sea, Adri está intentando comunicarse conmigo por com. Debe de haber salido del lavabo.

Cinder echó la cabeza hacia atrás.

—Gracias por tu ayuda. No olvides quitarte esas perlas antes de que te vea.

Iko se inclinó hacia delante y apoyó su suave y frío rostro contra la frente de Cinder, lo cual, sin duda, le dejó una mancha de pintalabios. Cinder se echó a reír.

—Descubrirás qué le ocurre a la androide de Su Alteza. Estoy segura.

—Gracias.

Cinder se frotó la palma sudorosa en los pantalones, mientras oía cómo se alejaban las orugas de Iko. El texto seguía repitiéndose en la pantalla. Parecía que quien fuera que se encontrara al otro lado de la conexión no tenía intención de contestar.

Una serie de clics la sobresaltaron, seguidos de un zumbido revelador. Se volvió, apoyando los nudillos en el suelo arenoso.

El panel de control de la androide emitía un débil resplandor mientras el sistema ejecutaba los diagnósticos de rutina. Estaba volviendo en sí.

Cinder se levantó y se limpió las manos en el momento en que una voz femenina empezó a oírse por los altavoces de la robot, como si continuara una conversación que hubiera sido groseramente interrumpida.

—… pecha que un hombre llamado Logan Tanner, un médico lunar en activo durante el gobierno de la reina Channary, trajo a la princesa Selene a la tierra unos cuatro meses después de su supuesta muerte.

Cinder se quedó helada. ¿La princesa Selene?

—Por desgracia, Tanner fue internado en el Hospital Psiquiátrico de Xu Ming el 8 de mayo de 125 T. E. y se suicidó, tras inducirse a ello bioeléctricamente, el 17 de enero de 126 T. E. Aunque diversas fuentes señalan que la princesa Selene habría podido ser entregada a un nuevo custodio años antes del ingreso de Tanner, hasta la fecha no he logrado confirmar la identidad de dicho custodio. Entre los sospechosos se encuentra una antigua piloto miliar de la Federación Europea, la teniente coronel Michelle Benoit, quien…

—Para —dijo Cinder—. Deja de hablar.

La voz enmudeció. La cabeza de la androide rotó ciento ochenta grados y su sensor lanzó una potente luz azulada para escanear a Cinder. El brillo del panel de control interno se atenuó. El ventilador del torso empezó a girar.

—¿Quién eres? —preguntó la androide—. Mi sistema de posicionamiento global indica que nos encontramos en el septuagésimo sexto sector de Nueva Pekín. No conservo ningún registro en mi memoria de haber abandonado el palacio.

Cinder se sentó a horcajadas en su silla y envolvió el respaldo con los brazos.

—Bienvenida a la suite de la mecánica de Nueva Pekín. El príncipe Kai me ha contratado para que te repare.

A pesar del silencio que reinaba allí abajo, el zumbido del torso de la androide fue apagándose hasta que apenas fue perceptible.

La cabeza prominente rotó a un lado y a otro, escaneó aquel habitáculo desconocido para ella y acto seguido volvió a concentrarse en Cinder.

—Según mi calendario, he permanecido inconsciente doce días y quince horas. ¿He sufrido un fallo sistémico?

—No exactamente —contestó Cinder, echándole un vistazo a la telerred por encima del hombro. Continuaba repitiendo la misma línea de texto, incapaz de establecer la conexión directa—. Parece ser que alguien te instaló un chip com que no acabó de entenderse bien con tu programación.

—Vengo preinstalada con capacidad de vídeo y texto com. Un chip com nuevo sería innecesario.

—Era para una conexión directa. —Cinder apoyó la barbilla en la muñeca—. ¿Sabes si fue el príncipe Kai? Tal vez quisiera poder ponerse en contacto contigo sin tener que recurrir a la red.

—Desconocía tener instalado un chip de comunicación directa en mi programación.

Cinder se mordió el labio. Era evidente que el chip com era el responsable del súbito fallo de la androide, pero ¿por qué? Y si Kai no lo había instalado, entonces ¿quién lo había hecho?

—Cuando te has despertado —dijo—, decías que… tenías información sobre la heredera lunar.

—Era información secreta. No tendrías que haberla oído.

—Lo sé, pero creo que podrías haber estado transmitiéndosela a alguien cuando te averiaste.

Cinder rezó para que hubiera sido Kai o alguien leal a él. Dudaba mucho que a la reina Levana le complaciera descubrir que el futuro emperador andaba buscando a la legítima heredera a su trono.

—Estate quieta —dijo, alargando la mano hacia el destornillador—. Volveré a poner el panel en su sitio y luego te llevaré al palacio. Mientras tanto, deberías bajarte las noticias de los últimos días. Han pasado muchas cosas mientras dormías.