Capítulo diecinueve

El doctor Erland le indicó la silla que había frente a su escritorio con ambas manos.

—Tome asiento, por favor. Permítame terminar un par de cosillas y enseguida le informaré de los descubrimientos que he realizado desde ayer por la tarde.

Cinder se sentó, agradecida de poder dar un respiro a unas piernas que le flaqueaban.

—El príncipe acaba…

—Sí. Yo también estaba aquí.

El doctor Erland tomó asiento a su vez y pulsó varias veces la pantalla del escritorio.

Cinder se recostó contra el respaldo de la silla, agarrándose los brazos para detener el temblor. Repasó mentalmente la conversación mientras el escáner de la retina le informaba de que su cuerpo estaba produciendo endorfinas en cantidades masivas y que debía intentar tranquilizarse.

—¿Qué cree que ha querido decir con eso de que sus motivos responden a la supervivencia?

—Seguramente que este año no le apetecía que las jovencitas lo acosaran en el baile. Ya sabe que hace un par de años casi hubo una estampida.

Cinder se mordió el labio. De todas las chicas de la ciudad, ella era…

La más conveniente.

Decidió que aquellas palabras resonarían en su interior como un eco, que se le quedarían grabadas. Estaba en el lugar y el momento apropiados, parecía sana y, aunque la invitara al baile, aquello no lo comprometía a nada. Ni más ni menos.

Además, estaba de luto. El príncipe se había limitado a tomar una decisión con la cabeza fría.

—El emperador Rikan ha muerto —dijo Cinder, buscando algo diferente en que entretener sus pensamientos.

—Así es. El príncipe Kai estaba muy unido a su padre, supongo que lo sabe.

Cinder bajó la vista hacia la pantalla sobre la que el doctor Erland se encorvaba. Solo alcanzó a ver un pequeño gráfico de un torso humano, rodeado de cajas llenas de texto comprimido. No parecía el suyo.

—La engañaría si le dijera —prosiguió el doctor Erland— que en ciertos momentos no he acariciado la secreta esperanza de encontrar un antídoto a tiempo de salvar a Su Majestad, a pesar de ser muy consciente de las escasas posibilidades de éxito que tenía desde el momento en que lo diagnostiqué. Sin embargo, debemos continuar con nuestro trabajo.

Cinder asintió con la cabeza, pensando en la pequeña mano de Peony aferrada a la suya.

—Doctor, ¿por qué no le ha dicho nada al príncipe sobre mí? ¿No quiere que sepa que ha encontrado a alguien inmune? ¿Acaso no es importante?

El hombre frunció los labios, pero no levantó la vista.

—Tal vez debería hacerlo, pero sus responsabilidades le obligarían a comunicárselo al pueblo y no creo que todavía estemos preparados para atraer tanta atención. Cuando dispongamos de las pruebas sólidas que testimonien que usted es… tan valiosa como espero, entonces compartiremos la noticia con el príncipe. Y con el mundo.

Cinder cogió un lápiz de portavisores que corría por la mesa y lo examinó como si se tratara de una maravilla de la ciencia.

—Tampoco le ha dicho que soy una ciborg —murmuró, haciendo girar el lápiz entre los dedos, como un molinillo.

El hombre por fin la miró y las arrugas que le bordeaban los ojos se acentuaron.

—Ya. Eso es lo que le preocupa en realidad, ¿verdad? —Antes de poder confirmar o refutar aquella afirmación, el doctor Erland agitó una mano para desarmar con aquel gesto la actitud defensiva de la joven—. ¿Cree que debería decirle que es una ciborg? Lo haré, si es eso lo que quiere, pero, sinceramente, creo que no es asunto del príncipe.

A Cinder se le cayó el lápiz en el regazo.

—No, no es eso lo… Yo solo…

El doctor Erland intentó reprimir una risotada. Estaba burlándose de ella.

Cinder lanzó un bufido, irritada, y se volvió hacia la ventana. El sol de la mañana bañaba la ciudad con una luz cegadora.

—La verdad es que da igual. Lo averiguará, tarde o temprano.

—Sí, supongo que sí. Sobre todo si continúa mostrando, digamos, interés en usted. —El doctor Erland empujó la silla hacia atrás—. Veamos. Hemos completado su secuencia de ADN. ¿Qué le parece si vamos al laboratorio?

Salió detrás de él al pasillo esterilizado. Los laboratorios no estaban muy lejos y esta vez entraron en la sala 11D, idéntica en todo a la anterior, la 4D: telerredes, armarios empotrados y una sola mesa de reconocimiento. Sin espejos.

Cinder se sentó en la camilla sin que nadie se lo dijera.

—Hoy he ido a las cuarentenas, a ver a mi hermana.

El doctor se detuvo con el dedo sobre el botón de encendido de la telerred.

—Eso ha sido un poco arriesgado. Sabe que quien entra no puede salir, ¿verdad?

—Lo sé, pero tenía que verla. —Balanceó las piernas. Los pies golpearon las patas de la mesa—. Uno de los med-droides me extrajo una muestra de sangre antes de irme y estaba limpia.

El doctor pulsó los controles de la telerred.

—Ajá.

—Pensé que debía saberlo, por si eso pudiera afectar a lo que fuera.

—En absoluto.

La punta de la lengua asomó por la comisura de los labios del doctor Erland y un segundo después la pantalla cobró vida. A continuación, el hombre deslizó las manos por la superficie para subir el fichero de Cinder. Ese día estaba mucho más completo y contenía información sobre ella que ni siquiera la joven conocía.

—Y he visto algo —insistió Cinder.

El doctor gruñó, más concentrado en la pantalla que en ella.

—Uno de los med-droides le arrancó el chip de identidad a una enferma. Después de que muriera. El med-droide dijo que estaba programado para ello. Tenía decenas de chips.

El doctor Erland se volvió hacia ella ligeramente interesado. Pareció considerar la información unos instantes y acto seguido relajó la expresión.

—Ya.

—Ya, ¿qué? ¿Para qué quiere esos chips?

El doctor se rascó la curtida mejilla, cubierta por una fina barba incipiente.

—Es una práctica común en algunas zonas rurales de todo el mundo, donde la letumosis lleva cobrándose vidas desde hace mucho más tiempo que en las ciudades. Les extraen los chips a los fallecidos y los venden. De manera ilegal, por descontado, pero supongo que deben de sacar bastante dinero por ellos.

—¿Por qué iba a querer alguien comprar el chip de identidad de otra persona?

—Porque es difícil ganarse la vida sin uno: cuentas corrientes, prestaciones, permisos… Se necesita una identidad para todo. —Frunció el ceño—. Aunque eso nos plantea una cuestión interesante. Con la cantidad de bajas que la letumosis ha producido en los últimos años, lo lógico sería que el mercado estuviera saturado de chips de identidad que nadie necesita. Es curioso que todavía haya demanda de ellos.

—Lo sé, pero si ya tienes uno…

Se detuvo, asimilando el significado de las palabras del doctor. ¿De verdad era tan sencillo robar la identidad de alguien?

—Salvo que tengas la intención de convertirte en otra persona —prosiguió el doctor, leyéndole el pensamiento—. Ladrones. Prófugos de la justicia. —El hombre se rascó la cabeza por encima de la gorra—. Algún lunar un tanto raro. Ellos, claro está, no llevan chips de identidad.

—No hay lunares en la tierra. Bueno, salvo los embajadores, supongo.

El doctor Erland le dirigió una mirada llena de lástima, como si Cinder fuera una niña ingenua.

—Ya lo creo que sí. Para infinita consternación de la reina Levana, no todos los lunares se dejan lavar el cerebro con tanta facilidad para vivir sumidos en una felicidad ciega, y son muchos los que han arriesgado sus vidas para escapar de Luna e instalarse aquí. Es difícil salir de la luna y estoy seguro de que son muchos más los que mueren en el intento que quienes lo consiguen, sobre todo después de las últimas restricciones impuestas en los puertos lunares, pero estoy convencido de que las fugas no se han detenido.

—Pero… eso es ilegal. Se supone que no deben estar aquí. ¿Por qué no los hemos detenido?

Por un momento dio la impresión de que el doctor Erland iba a echarse a reír.

—Escapar de Luna es difícil, llegar a la Tierra es la parte sencilla. Los lunares saben cómo camuflar sus aeronaves y entrar en la atmósfera terrestre sin ser detectados.

Magia. Cinder se removió inquieta.

—Tal como lo describe, parece como si escaparan de una cárcel.

El doctor Erland enarcó ambas cejas.

—Sí. Eso es exactamente lo que es.

Las botas de Cinder golpearon la mesa del laboratorio. Se le había revuelto el estómago solo de pensar que la reina Levana visitaría Nueva Pekín, pero que decenas, tal vez incluso cientos de lunares pudieran estar viviendo en la Tierra, suplantando a otros terrestres, eso casi la había hecho salir corriendo en dirección al fregadero. Esos salvajes, con un chip de identidad programado y su capacidad para lavarle el cerebro a la gente, podían ser cualquiera, podían convertirse en cualquiera.

Y los terrestres jamás sabrían que estaban siendo manipulados.

—No se espante, señorita Linh. La mayoría se queda en las zonas rurales, donde es más fácil que su presencia pase desapercibida. Las posibilidades de que alguna vez haya podido cruzarse con uno de ellos son prácticamente nulas.

Esbozó una leve sonrisa burlona.

Cinder enderezó la espalda.

—Parece que sabe mucho sobre ellos.

—Ya tengo una edad, señorita Linh. Sé mucho sobre muchas cosas.

—Muy bien, pues tengo una pregunta. ¿Qué tienen los lunares contra los espejos? Siempre había pensado que eso de que temieran los espejos no era más que un cuento, pero… ¿Es cierto?

El doctor frunció el ceño.

—Algo de cierto hay. ¿Sabe cómo funciona el hechizo de los lunares?

—No mucho.

—Ya veo. En fin… —Se inclinó hacia atrás—. Ese don lunar no es más que la capacidad para manipular la energía bioeléctrica, la energía que crean de manera natural todos los seres vivos. Por poner un ejemplo, se trata de la misma energía que utilizan los tiburones para detectar a sus presas.

—Suena bastante lunar.

Las arrugas que bordeaban la boca del doctor se acentuaron.

—Los lunares poseen la capacidad única de no solo detectar la bioelectricidad que generan los demás, sino también de controlarla. Pueden manipularla para que la gente vea lo que el lunar desee que vea, e incluso sienta lo que el lunar desee que sienta. Llaman «hechizo» a la imagen que proyectan de ellos mismos en las mentes de los demás.

—¿Como hacer creer a la gente que eres más guapo de lo que en realidad eres?

—Exactamente. O… —Hizo un gesto hacia las manos de Cinder— hacer que alguien vea piel donde no hay más que metal.

Cinder se frotó con timidez la mano mecánica a través del guante.

—Esa es la razón por la cual la reina Levana parece poseer una belleza tan deslumbrante. Algunos lunares con grandes dotes, como la reina, son capaces de mantener el hechizo en todo momento. Sin embargo, así como no puede burlar a las telerredes, tampoco puede engañar a los espejos.

—Entonces, ¿no les gustan los espejos porque no quieren verse?

—No podemos descartar la vanidad, pero en realidad se trata de una cuestión de control. Es más sencillo engañar a los demás para que crean que eres hermosa si eres capaz de convencerte a ti misma de que en realidad lo eres. Sin embargo, los espejos tienen la rara virtud de decirnos la verdad. —El doctor Erland la miró fijamente, como si le divirtiera la conversación—. Y, ahora, una pregunta para usted, señorita Linh: ¿a qué viene este súbito interés por los lunares?

Cinder se humedeció los labios, bajó la vista hacia el regazo y vio que todavía llevaba en las manos el lápiz que había cogido de la mesa.

—Por algo que ha dicho Kai.

—¿Su Alteza?

Asintió con la cabeza.

—Me ha dicho que la reina Levana visitará Nueva Pekín.

El doctor se echó hacia atrás, mirándola boquiabierto, con las pobladas cejas rozando el borde de la gorra, y retrocedió hasta los armarios. Por primera vez desde que se habían visto ese día, la joven había conseguido acaparar toda su atención.

—¿Cuándo?

—Se supone que llegará hoy.

—¡¿Hoy?!

Cinder se sobresaltó. No recordaba haber oído al doctor Erland levantar la voz. El hombre se alejó de ella girando a un lado y a otro, rascándose la cabeza sobre la gorra, sumido en sus pensamientos.

—¿Se encuentra bien?

El doctor Erland hizo un gesto con la mano, como si quisiera espantar la pregunta.

—Supongo que esto era lo que estaba esperando. —Se quitó la gorra, lo que dejó a la vista una calva bordeada por un pelo muy fino y enmarañado. Se pasó la mano por la cabeza varias veces, mirando el suelo como si allí se encontrara su peor enemigo—. Pretende aprovecharse de Kai. De su juventud e inexperiencia.

Soltó un bufido furioso y volvió a colocarse la gorra.

Cinder estiró los dedos, que le cubrieron las rodillas.

—¿Qué quiere decir con eso de que pretende aprovecharse de él?

El hombre se volvió hacia ella. La tensión se reflejaba en un rostro de expresión turbulenta. La mirada que le dirigió la hizo estremecer.

—No es por el príncipe por quien debería preocuparse usted, señorita Linh.

—Ah, ¿no?

—¿Vendrá hoy? ¿Eso es lo que le ha dicho? —Cinder asintió con la cabeza—. Entonces debe irse. Rápido. No puede estar aquí cuando ella llegue.

La echó de la mesa de exploración. Cinder bajó de un salto, pero no se dirigió hacia la puerta.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Tenemos sus muestras de sangre, su ADN, por ahora podemos seguir trabajando sin necesidad de tenerla por aquí. Manténgase alejada del palacio hasta que ella se haya ido, ¿entendido?

Cinder plantó los pies en el suelo.

—No, no lo entiendo.

El hombre volvió la vista hacia la telerred, que todavía mostraba toda la información relacionada con la joven. Parecía confuso. Viejo. Rendido.

—Pantalla, actualización de noticias.

La información sobre Cinder desapareció y fue sustituida por un presentador. El encabezado en lo alto de la pantalla informaba del fallecimiento del emperador. «… Alteza está preparándose para realizar una comparecencia en cuestión de minutos sobre el deceso de Su Majestad Imperial y la próxima coronación. Emitiremos en directo…»

—Fuera sonido.

Cinder cruzó los brazos.

—¿Doctor?

El hombre se volvió hacia ella con mirada suplicante.

—Señorita Linh, escúcheme con suma atención.

—Subiré el volumen de mi interfaz auditiva al máximo.

Se recostó contra los armarios, decepcionada al ver que el doctor Erland aceptaba su sarcasmo sin pestañear. De hecho, el hombre lanzó un pequeño bufido de contrariedad.

—No sé cómo decirle esto. Creía que tendría más tiempo. —Se frotó las manos. Se acercó a la puerta. Enderezó la espalda y se volvió una vez más hacia Cinder—. Tenía once años cuando la operaron, ¿correcto?

Cinder no esperaba aquella pregunta.

—Sí…

—Y antes de eso, ¿no recuerda nada?

—Nada. ¿Qué tiene eso que ver con…?

—¿Y sus padres adoptivos? Por fuerza tienen que haberle contado algo sobre su infancia. Sobre sus raíces.

A Cinder empezó a sudarle la mano derecha.

—Mi padrastro murió poco después del accidente y a Adri no le gusta hablar de ello, si es que sabe algo. Adoptarme no fue precisamente idea suya.

—¿Sabe algo acerca de sus padres biológicos?

Cinder negó con la cabeza.

—Solo sus nombres y sus fechas de nacimiento… Lo que había en los archivos.

—Los archivos de su chip de identidad.

—Bueno… —Había conseguido irritarla—. ¿Adónde quiere ir a parar?

La mirada del doctor Erland se suavizó, intentando tranquilizarla, aunque solo consiguió desconcertarla aún más.

—Señorita Linh, gracias a sus muestras de sangre he concluido que, en realidad, es usted lunar.

La palabra resbaló sobre Cinder como si el hombre hablara en otro idioma. La maquinaria de su cerebro continuó haciendo tictac, tictac, como si intentara desentrañar una ecuación imposible.

—¿Lunar?

La palabra se evaporó en cuanto abandonó sus labios, casi como si no hubiera sido pronunciada.

—Sí.

—¡¿Lunar?!

—Así es.

Cinder intentó contenerse. Miró las paredes, la mesa de observación, el presentador de noticias silenciado.

—No sé hacer magia —dijo, cruzando los brazos en actitud defensiva.

—Sí, bueno, no todos los lunares nacen con esa capacidad. Se les llama «caparazones», un término que tiene una ligera connotación peyorativa en Luna, así que… En fin, «bioeléctricamente limitado» tampoco suena mucho mejor, ¿verdad?

El hombre soltó una incómoda risita.

Cinder cerró la mano metálica. Por un instante deseó tener algún poder para lanzarle un rayo a la cabeza.

—No soy lunar. —Se arrancó el guante y agitó la mano delante de él—. Soy una ciborg. ¿No cree que eso ya es más que suficiente?

—Los lunares pueden ser ciborgs igual que los humanos. Es raro, de acuerdo, teniendo en cuenta la férrea oposición que presentan ante la cibernética y las interfaces cerebro-máquina…

Cinder fingió un grito de sorpresa.

—No me diga. ¿Quién se opondría a una cosa así?

—… pero lunar y ciborg no son dos términos mutuamente excluyentes. Pensándolo bien, no es de extrañar que la enviaran aquí. Desde que la reina Channary instauró el infanticidio de los que no poseían el don, muchos padres lunares han intentado salvar a sus hijos caparazón enviándolos a la Tierra. Cierto, la mayoría de ellos mueren o se los ejecuta por intentarlo, pero aun así… Creo que ese fue su caso. Lo de que intentaron salvarla, no lo de la ejecución.

Una lucecita naranja se encendió en el límite de la visión de Cinder. La joven lo miró fijamente.

—Miente.

—No miento, señorita Linh.

Cinder abrió la boca para rebatir… ¿el qué? De todo lo que había dicho, ¿qué era exactamente lo que había hecho saltar el detector de mentiras?

La luz se apagó cuando el doctor continuó hablando.

—Eso también explica lo de su inmunidad. De hecho, cuando ayer venció a los patógenos, la primera posibilidad que se me pasó por la cabeza fue que usted fuera lunar, pero no quería decir nada hasta haberlo confirmado.

Cinder se presionó los ojos con las palmas de las manos, intentando protegérselos de los cegadores fluorescentes.

—¿Qué tiene eso que ver con la inmunidad?

—Que los lunares son inmunes a la enfermedad, es evidente.

—¡No! No es evidente. Eso no es algo que sepa todo el mundo.

Cinder se pasó las manos por el pelo, introduciendo los dedos entre los mechones sujetos por la coleta.

—Ya, claro, pero es de sentido común cuando se conoce la historia. —Se retorció las manos—. Algo que, me temo, no conoce todo el mundo.

Cinder ocultó su rostro, respirando con dificultad. Solo le quedaba confiar en que el hombre hubiera perdido la razón, de ese modo no tendría que creer nada de lo que decía.

—Verá, los lunares son los huéspedes portadores originales de la letumosis. La ola de emigración a las zonas rurales de la Tierra, principalmente durante el gobierno de la reina Channary, puso por primera vez la enfermedad en contacto con los humanos. Desde un punto de vista histórico, no es un hecho inusual. Las ratas llevaron la peste bubónica a Europa y los conquistadores españoles llevaron la viruela a los indios americanos. Ahora parece que haya que remontarse a la Segunda Era para encontrar un momento en la historia en que los humanos se creían inmunes a todo, pero con la inmigración de los lunares, en fin… El sistema inmunitario terrestre no estaba preparado. En cuanto un puñado de lunares portadores de la enfermedad llegó a la Tierra, la enfermedad empezó a propagarse como un reguero de pólvora.

—Creía que yo no era contagiosa.

—Ahora no lo es, porque su cuerpo ha creado las defensas con que combatir la enfermedad por sí solo, pero puede que lo haya sido en algún momento. Además, sospecho que los lunares poseen distintos grados de inmunidad: mientras que unos combaten y eliminan la enfermedad por completo, otros la transmiten sin manifestar ni un solo síntoma externo y la propagan allí por donde pasan, completamente ajenos a los problemas que crean.

Cinder agitó las manos delante de él.

—No. Se equivoca. Tiene que haber otra explicación. No puedo ser…

—Comprendo que tiene que asimilar demasiada información, pero necesito que entienda la razón por la cual no debe estar presente cuando llegue Su Majestad. Es demasiado peligroso.

—No, quien no lo entiende es usted. ¡No soy uno de ellos!

Ciborg y, además, lunar. Lo primero bastaba para convertirla en una mutante, en una marginada, pero ¿ambas cosas? Se estremeció. Los lunares eran un pueblo salvaje y cruel. Asesinaban a sus hijos caparazón. Se mentían, engañaban y manipulaban entre ellos porque sí, porque podían. No les importaba a quién pudieran perjudicar siempre que ellos salieran beneficiados. No era una de ellos.

—Señorita Linh, tiene que hacerme caso. La trajeron aquí por una razón.

—¿Cuál? ¿Ayudarlo a encontrar una cura? ¿Cree que esto es un retorcido regalo del destino?

—Yo no he hablado ni de suerte ni de destino, sino de pura supervivencia. No puede dejar que la vea la reina.

Cinder retrocedió hasta el armario, cada vez más confusa.

—¿Por qué? ¿Por qué iba a importarle alguien como yo?

—Créame, le importa mucho alguien como usted. —Vaciló. El pánico se leía en sus ojos azul marino—. Verá, ella… Ella odia a los caparazones lunares. Los caparazones son inmunes al hechizo lunar. —Hizo aspavientos con las manos, como si buscara una palabra en el aire—. A su lavado de cerebro, por decirlo de alguna manera. La reina Levana no puede controlar a los caparazones, razón por la cual continúa con su exterminio. —Sus labios se convirtieron en una fina línea—. La reina Levana no se detendrá ante nada para asegurarse el control total, para eliminar cualquier tipo de oposición, y eso implica acabar con aquellos capaces de resistirse a ella, gente como usted. ¿Me comprende, señorita Linh? Si la viera, la mataría.

Cinder tragó saliva y presionó el pulgar contra la muñeca izquierda. No llegó a notar el chip de identidad, pero sabía que estaba allí.

Robado a un muerto.

Si el doctor Erland tenía razón, entonces todo lo que sabía sobre ella, su infancia, sus padres, todo era mentira. Una historia inventada. Una persona inventada.

La idea de que los lunares fueran fugitivos había dejado de parecerle tan extraña.

Se volvió hacia la telerred. Kai aparecía en la pantalla, en la sala de prensa, hablando desde un podio.

—Señorita Linh, alguien se tomó muchísimas molestias para traerla aquí y ahora usted se encuentra en grave peligro. No puede arriesgar su vida.

Apenas lo oía, concentrada en el texto que empezaba a desplazarse por la parte inferior de la pantalla.

ÚLTIMA HORA: LA REINA LEVANA VISITARÁ LA COMUNIDAD ORIENTAL PARA RETOMAR LAS CONVERSACIONES SOBRE EL TRATADO DE PAZ. ÚLTIMA HORA: LA REINA LEVANA…

—¿Señorita Linh? ¿Está escuchándome?

—Sí —contestó—. En grave peligro. Ya le he oído.