Capítulo dieciocho

Un med-droide se interpuso en el camino de Cinder cuando esta abandonaba el almacén y le cortó el paso con los largos y desgarbados brazos extendidos.

—Los pacientes tienen estrictamente prohibido abandonar la zona de cuarentena —dijo, empujando a Cinder de vuelta hacia las sombras de la puerta.

Cinder venció el pánico y detuvo al robot colocando la palma de la mano contra la suave frente del androide.

—No soy una paciente —dijo—. Ni siquiera estoy enferma. Mira.

Extendió el brazo y le enseñó el pequeño moretón que le había salido de todas las veces que le habían clavado agujas en aquellos dos últimos días.

Las entrañas del androide emitieron un ligero zumbido mientras procesaba la información, buscando en su base de datos una reacción lógica. A continuación, se abrió un panel en el torso y el tercer brazo, el de la jeringuilla, se movió en dirección a Cinder. La joven se estremeció, pues todavía tenía la zona dolorida, pero intentó relajarse mientras el androide extraía una nueva muestra de sangre. La jeringuilla desapareció en el interior del cuerpo del robot y Cinder esperó mientras se desenrollaba la manga hasta el dobladillo del guante.

Tuvo la impresión de que la prueba duraba más que en el depósito de chatarra y unos escalofríos de pánico aterrador empezaron a recorrerle la columna vertebral —¿y si el doctor Erland se había equivocado?— cuando oyó un pitido grave y el androide retrocedió para franquearle el paso.

Cinder dejó de contener la respiración y no se volvió hacia el robot ni hacia ninguno de sus compañeros mientras avanzaba por el asfalto caliente. El levitador seguía esperándola. Se acomodó en el asiento trasero y le dijo que la llevara al palacio de Nueva Pekín.

La primera vez que la habían llevado al palacio estaba inconsciente, por lo que en esta ocasión no se despegó de la ventanilla del levitador cuando inició el ascenso por la empinada y sinuosa carretera que conducía a lo alto de los escarpados precipicios que se asomaban a la ciudad. Su conexión de red buscó información y averiguó que el palacio había sido construido tras la Cuarta Guerra Mundial, cuando la ciudad apenas era algo más que una llanura de escombros. El diseño, inspirado en el viejo mundo, combinaba una gran carga de simbolismo nostálgico con ingeniería de vanguardia. Los tejados estilo pagoda tenían un tono dorado y estaban bordeados de gárgolas de qilins, aunque, en realidad, las tejas eran de acero galvanizado cubierto con diminutas cápsulas solares que producían suficiente energía para abastecer a todo el palacio, incluida el ala de investigación. Las gárgolas estaban equipadas con sensores de movimiento, escáneres de identidad, cámaras de trescientos sesenta grados y radares capaces de detectar la aproximación de cualquier aeronave o levitador en un radio de cien kilómetros. No obstante, toda aquella tecnología quedaba oculta entre las vigas profusamente adornadas y los pabellones escalonados.

Sin embargo, no fueron precisamente los modernos avances tecnológicos los que llamaron la atención de Cinder, sino una carretera de adoquines flanqueada por cerezos. Mamparas de bambú enmarcaban el paso a los jardines y a través de un ventanillo se distinguía el tranquilo discurrir de un riachuelo.

El levitador no se detuvo en la entrada principal, con sus pérgolas carmesíes, sino que rodeó el edificio y se dirigió hacia el ala norte, la más cercana al centro de investigación. A pesar de que aquella parte del palacio era más moderna, menos nostálgica, Cinder atisbó la estatua de un buda rechoncho de rostro sonriente a un lado del camino. Ya había pagado el levitador y se encaminaba hacia la puerta automática de cristal cuando sintió una pulsación tenue en el tobillo: el buda registraba a las visitas en busca de armas. Para su alivio, la pierna de acero no hizo saltar ninguna alarma.

Una vez dentro, la recibió un androide que le preguntó su nombre y le pidió que esperara junto a los ascensores. El centro de investigación era un hervidero de actividad: diplomáticos y médicos, embajadores y androides, todos deambulaban por los pasillos con su propio cometido.

Se abrieron las puertas de un ascensor y Cinder entró, contenta de encontrarlo vacío. Las puertas empezaron a cerrarse, pero de pronto se detuvieron y volvieron a abrirse.

—Por favor, espere —dijo la voz mecánica del operario del ascensor.

Segundos después, el príncipe Kai entraba a toda prisa por las puertas medio abiertas.

—Disculpe, lo siento, gracias por espe… —Al verla, se detuvo en seco—. ¿Linh-mèi?

Cinder se arrimó a la pared del fondo del ascensor e intentó hacer una reverencia de la manera más natural posible mientras comprobaba que el guante le tapaba la muñeca por completo.

—Alteza.

La palabra le salió sin más, pronunciada de manera automática, aunque enseguida sintió la necesidad de añadir algo, para llenar el vacío, pero no se le ocurrió nada.

Se cerraron las puertas y la cabina inició el ascenso.

Cinder se aclaró la garganta.

—Podéis, esto… Podéis llamarme Cinder. No es necesario que seáis tan…

«Diplomático.»

Los labios del príncipe se curvaron en una ligera sonrisa, aunque su mirada no los acompañaba.

—De acuerdo. Cinder. ¿Estás siguiéndome?

La joven frunció el ceño, a punto de ponerse a la defensiva, cuando comprendió que estaba burlándose de ella.

—Voy a revisar el med-droide. Ese al que le eché un vistazo ayer. Para asegurarme de que no quede ningún error residual ni nada por el estilo.

El príncipe asintió, pero Cinder percibió un velo tras su mirada y una rigidez en los hombros de la que no se había percatado hasta aquel momento.

—Iba a hablar con el doctor Erland sobre sus avances. He oído decir que podría haber hecho algún progreso con uno de los últimos sujetos de las levas. Supongo que no te habrá comentado nada, ¿verdad?

Cinder jugueteó con las presillas de su cinturón.

—No, no me ha comentado nada. Solo soy una mecánica.

El ascensor se detuvo. Kai le cedió el paso con caballerosidad y se encaminaron hacia los laboratorios. Cinder veía el suelo blanco pasando bajo sus pies.

—Alteza. —Lo abordó una mujer joven de cabello negro recogido en una trenza muy tirante. Lo miraba fijamente, con verdadera lástima—. Lo siento mucho.

Cinder se volvió hacia Kai, quien inclinó ligeramente la cabeza.

—Gracias, Fateen.

Y continuó caminando.

Cinder frunció el ceño.

No habían avanzado ni diez pasos cuando volvieron a verse obligados a detenerse. Esta vez se trataba de un hombre que llevaba un puñado de viales vacíos en la mano.

—Mis condolencias, Alteza.

Cinder se estremeció y poco a poco fue quedándose atrás, hasta que se detuvo.

Kai la imitó y se volvió hacia ella.

—No has visto la red esta mañana.

Un segundo después, Cinder accedía a su conexión y las páginas empezaron a pasar ante sus ojos. La página de noticias de la CO, media decena de fotografías del emperador Rikan, dos de Kai, el príncipe heredero.

Se tapó la boca con una mano.

Kai pareció sorprendido, pero la confusión solo duró unos instantes. Agachó la cabeza y varios mechones azabache le cayeron sobre los ojos.

—Lo has acertado.

—Lo siento mucho. No lo sabía.

El joven se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando el final del pasillo. Hasta ese momento, Cinder no se había fijado en el fino ribete enrojecido que le bordeaba los ojos.

—Ojalá todo quedara en la muerte de mi padre.

—¿Alteza?

La conexión a la red de Cinder seguía buscando información, pero no encontró nada que pudiera compararse con el fallecimiento del emperador Rikan. El otro cotilleo de cierto peso era que la coronación del príncipe había sido fijada para la noche de la Fiesta de la Paz, antes del baile.

El joven la miró a la cara, sorprendido, como si hubiera olvidado con quién estaba hablando.

—Puedes llamarme Kai.

—¿Disculpad? —preguntó asombrada.

—Olvida lo de «Alteza». Ya me llama así… todo el mundo. Puedes llamarme Kai.

—No. Eso no estaría…

—No me obligues a dictar una orden real —repuso el príncipe con una débil sonrisa.

En un repentino ataque de timidez, Cinder se encogió de hombros hasta que estos casi le rozaron las orejas.

—De acuerdo. Supongo.

—Gracias. —Señaló el pasillo con un gesto de la cabeza—. Bueno, pues entonces, ya podemos continuar.

Cinder casi había olvidado que estaban en el ala de investigación, rodeados de personas que educadamente fingían ignorarlos, como si ni siquiera estuvieran allí. La joven reanudó sus pasos, preguntándose si habría dicho algo fuera de lugar y sintiéndose un tanto incómoda junto a aquel príncipe que, de pronto, había pasado a ser simplemente Kai. Era una sensación muy extraña.

—¿Qué le pasaba al androide?

Cinder se frotó una manchita de aceite del guante.

—Vaya, lo siento, todavía no está lista, pero estoy en ello, lo prometo.

—No, me refería al med-droide. El que arreglaste para el doctor Erland.

—Ah. Sí, claro. Hum… Estaba… Tenía… un… cable suelto. Entre el optosensor y… el panel de control. —Kai enarcó una ceja, por lo que Cinder no estaba demasiado segura de haberlo convencido. Se aclaró la garganta—. ¿No habías dado a entender que, bueno, que había más noticias y no demasiado buenas? —Al ver que Kai tardaba en contestar, se encogió de hombros—. No importa. No pretendía ser indiscreta.

—No, no, no pasa nada. De todas maneras no tardarás en enterarte. —Bajó la voz e inclinó la cabeza hacia ella mientras seguían caminando—. Esta mañana, la reina lunar nos ha informado de que realizará una visita a la Comunidad en misión diplomática. Supuestamente.

Cinder estuvo a punto de tropezar, pero Kai no se detuvo. Lo siguió como pudo.

—¿La reina lunar va a venir aquí? Estás de broma.

—Ojalá. Todos los androides del palacio se han pasado la mañana entera retirando las superficies reflectantes del ala de invitados. Es ridículo, como si no tuviéramos nada mejor que hacer.

—¿Superficies reflectantes? Siempre había creído que no eran más que supersticiones.

—Pues parece ser que no. Tiene algo que ver con su encanto… —Enmarcó su rostro con un dedo—. ¿Qué más da?

—¿Cuándo vendrá?

—Hoy.

A Cinder le dio un vuelco el estómago. ¿La reina lunar? ¿En Nueva Pekín? Se le erizó el vello de los brazos.

—Lo anunciaré dentro de media hora.

—Pero ¿para qué viene justo ahora, cuando la Comunidad está de luto?

Kai esbozó una sonrisa amarga.

—Por eso mismo, porque estamos de luto. —Guardó silencio unos instantes. Miró un momento a su alrededor, bajó la voz y se inclinó hacia Cinder—. Mira, te agradezco sinceramente que nos eches una mano con los med-droides y estoy seguro de que la mejor mecánica de la ciudad tiene un millón de encargos urgentes, pero a riesgo de parecer el típico príncipe consentido, ¿sería mucho pedir que pusieras a Nainsi la primera de la lista? Tengo ganas de volver a verla. Creo… —Vaciló un instante—. Creo que ahora mismo me vendría bien el apoyo moral de mi tutora de la infancia, ¿sabes?

La intensidad de su miraba no trató de ocultar el verdadero significado de lo que pretendía decirle. Kai quería que Cinder supiera que estaba mintiendo. Aquello no tenía nada que ver con el apoyo moral o los lazos de la infancia.

El pánico que se escondía tras aquellos ojos lo decía todo. ¿Qué información almacenaría la androide que fuera tan importante? ¿Y qué relación tenía con la reina lunar?

—Claro, Alteza. Perdón, príncipe Kai. Le echaré un vistazo en cuanto vuelva a casa.

Creyó entrever un atisbo de gratitud en aquella mirada cargada de preocupación. Kai hizo un gesto para indicar la puerta que tenía al lado, en cuya placa se leía: DR. DMITRI ERLAND. La abrió e hizo pasar a Cinder.

El doctor Erland estaba sentado tras una mesa lacada, con la atención puesta en una pantalla encajada en la superficie. Al ver a Kai, se puso en pie de un salto, se quitó la gorra de lana con gesto presuroso y rodeó la mesa en su dirección.

—Alteza, lo lamento de veras. ¿Qué podría hacer para aliviar vuestro dolor?

—Nada, gracias —contestó Kai de manera automática, aunque de pronto enderezó la espalda y pareció cambiar de opinión—. Encontrar una cura.

—Así lo haré, Alteza. —Volvió a ponerse la gorra—. Por descontado.

La determinación que se reflejaba en el rostro del científico casi resultaba desconcertante, aunque también tranquilizadora. Cinder se preguntó de inmediato si no habría descubierto algo nuevo desde la última vez que se habían visto.

Pensó en Peony, sola, en la cuarentena. Se dijo que no estaba bien pensar en aquello y enseguida se lo recriminó, aunque no podía evitarlo: ahora que el emperador Rikan había fallecido, Peony encabezaba la lista de las primeras personas que recibirían el antídoto.

Kai se aclaró la garganta.

—Me he encontrado con su guapa mecánica en el vestíbulo y me ha dicho que ha venido a revisar los med-droides. Ya sabe que si lo necesita puedo conseguirle más fondos para comprar modelos actualizados.

Cinder dio un respingo al oír lo de «guapa», pero ni Kai ni el doctor Erland se dieron cuenta.

Tambaleante, echó un vistazo a la estancia. El ventanal que ocupaba parte de la pared, del suelo al techo, encuadraba una vista perfecta de los exuberantes jardines del palacio y de la ciudad que se extendía tras ellos. Las estanterías estaban llenas de objetos de todo tipo, familiares y desconocidos, nuevos y antiguos. Una de ellas estaba repleta de libros, no de portavisores, sino de libros de verdad, de papel. Tarros llenos de hojas y flores secas, tarros llenos de líquidos etiquetados con cuidada caligrafía, tarros llenos de especímenes de animales y formaldehído. Una colección de piedras, metales y minerales, todos rigurosamente identificados.

Era la guarida de un brujo y el despacho de un aclamado científico de la casa real al mismo tiempo.

—No, no, solo necesitan un poco de mantenimiento —aseguró el doctor Erland, mintiendo con tanta naturalidad como lo había hecho el día anterior—. No hay nada de lo que preocuparse, y sería una pesadilla tener que programar un modelo nuevo. Además, si no tuviéramos androides medio averiados, ¿con qué excusa haríamos venir a la señorita Linh al palacio de vez en cuando?

Cinder le lanzó una mirada iracunda, medio muerta de vergüenza, pero en el rostro de Kai se dibujó un atisbo de sonrisa.

—Doctor —dijo Kai—, me han llegado rumores de que ha hecho un gran avance en los últimos días. ¿Es eso cierto?

El doctor Erland se sacó las gafas del bolsillo y empezó a limpiárselas con el dobladillo de la bata.

—Príncipe, deberíais saber que nunca hay que hacer caso de los rumores. No querría daros falsas esperanzas antes de contar con datos concretos. Sin embargo, cuando disponga de información fiable, seréis el primero en recibir el informe.

Se colocó las gafas sobre la nariz.

Kai se metió las manos en los bolsillos, supuestamente satisfecho.

—De acuerdo, en ese caso le dejaré trabajar tranquilo a la espera de ver un informe sobre la mesa de mi despacho en cualquier momento.

—Eso podría traernos algún problema, Alteza, teniendo en cuenta que no disponéis de despacho.

Kai se encogió de hombros y se volvió hacia Cinder. Su mirada se suavizó ligeramente mientras hacía una leve inclinación de cabeza.

—Espero que nuestros caminos vuelvan a encontrarse.

—¿De verdad? En ese caso creo que seguiré persiguiéndoos.

Se arrepintió al instante de haber bromeado con tanta ligereza, hasta que Kai se echó a reír. Una risa sincera que derritió el corazón de la joven.

En ese momento, el príncipe tendió la mano hacia la suya, hacia la mano mecánica.

Cinder se puso tensa, aterrorizada ante la posibilidad de que notara el duro metal a través del guante, aunque mucho más aterrada de retirarla y de que el gesto le resultara sospechoso. Mentalmente ordenó a su extremidad robótica que fuera delicada, que fuera flexible, que fuera humana, mientras veía a Kai llevársela a los labios y depositar un beso en el dorso. Cinder contuvo la respiración, abrumada y muerta de vergüenza.

El príncipe le soltó la mano, hizo una breve inclinación de cabeza —el pelo volvió a caerle sobre los ojos— y abandonó la habitación.

Cinder estaba clavada al suelo, sintiendo el zumbido de los cables conectados a los nervios.

Oyó el gruñido lleno de curiosidad del doctor Erland, pero la puerta volvió a abrirse tan pronto como se hubo cerrado.

—Santo cielo —musitó el doctor Erland al ver entrar a Kai de nuevo.

—Discúlpeme, pero ¿le importaría que le preguntara una última cosa a Linh-mèi?

El doctor Erland giró la muñeca en dirección a la joven.

—En absoluto, adelante.

Kai se dirigió a ella, con medio cuerpo fuera de la habitación.

—Ya sé que tal vez no sea el mejor momento, pero créeme cuando digo que mis motivos responden a la pura supervivencia. —Hizo una rápida inspiración—. ¿Querrías ser mi invitada personal al baile?

El suelo se abrió bajo los pies de Cinder. De pronto se quedó en blanco. Seguro que no lo había oído bien.

Sin embargo, allí seguía él, esperando. Al cabo de una larga pausa, el joven enarcó ambas cejas como invitándola a contestar.

—¿Dis… disculpadme?

Kai se aclaró la garganta y se puso derecho.

—Supongo que irás al baile, ¿no es así?

—No… no lo sé. Es decir, no. No, lo siento, no voy a ir al baile.

Kai retrocedió, desconcertado.

—Ah. Bien… Pero… puede que ahora quieras pensártelo, porque soy… Bueno, ya sabes.

—El príncipe.

—No estoy fanfarroneando, es solo lo que soy —se apresuró a matizar Kai.

—Lo sé.

Cinder tragó saliva. El baile. El príncipe Kai estaba pidiéndole que lo acompañara al baile. Sin embargo, esa sería la noche en que Iko y ella se irían de allí, siempre que el coche estuviera listo a tiempo. La noche de su huida.

Además, él no sabía a quién, mejor dicho, a qué estaba invitando. Si supiera la verdad… ¿Acaso no se avergonzaría si alguien lo descubriera?

Kai removió los pies, lanzando una mirada nerviosa al médico.

—Lo… lo siento —tartamudeó Cinder—. Gracias. Yo… Gracias, Alteza. Pero, con todos mis respetos, debo rechazar vuestra invitación.

Kai parpadeó. Bajó la mirada, tratando de digerir la respuesta. Acto seguido, alzó la barbilla e intentó esbozar una amplia sonrisa, aunque a nadie se le escapó su desilusión.

—No pasa nada. Lo entiendo.

El doctor Erland se apoyó contra la mesa.

—Mis más sinceras condolencias, Alteza. En más de un sentido, parece ser.

Cinder le lanzó una mirada gélida, pero el hombre se concentró en volver a limpiarse las gafas.

Kai se rascó la nuca.

—Ha sido un placer volver a verte, Linh-mèi.

La joven acusó la vuelta a las formalidades y quiso decir algo, trabándose en disculpas y explicaciones, pero el príncipe no esperó a oírlas. La puerta se deslizó tras él.

Cinder cerró la boca mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza. El doctor Erland chascó la lengua y la joven se disponía a verter airadamente sobre él las justificaciones que pugnaban por salir, cuando este se dio la vuelta y regresó a su asiento antes de que ella tuviera tiempo de abrir la boca.

—Qué lástima que no pueda sonrojarse, señorita Linh.