Capítulo diecisiete

Un tintineo atravesó la mente de Cinder, seguido de un mensaje de texto que se desplazó en medio de la oscuridad del sueño.

COM REMITIDA DESDE EL DISTRITO 29 DE NUEVA PEKÍN, CUARENTENA DE LETUMOSIS. LINH PEONÍA HA ENTRADO EN EL TERCER ESTADIO DE LA LETUMOSIS A LAS 04.57 DEL 22 DE AG. DE 126 T. E

Necesitó un minuto para sacudirse de encima la modorra y entender aquellas palabras reptantes. Abrió los ojos en el dormitorio sin ventana y se incorporó. Le dolía todo el cuerpo de la visita nocturna al depósito de chatarra. Tenía la espalda tan dolorida que era como si ese viejo coche le hubiera pasado por encima en vez de haber estado empujándolo y tirando de él por los callejones con la ayuda de Iko. Sin embargo, lo habían conseguido, el coche ya era suyo. Lo habían trasladado a un rincón oscuro del aparcamiento subterráneo del edificio, donde podría trabajar en él cada vez que tuviera un momento. Mientras que nadie se quejara del olor, sería el pequeño secreto que compartiría con Iko.

Cuando por fin habían llegado a casa, Cinder se había derrumbado en la cama como si alguien hubiera apretado su botón de apagado. Por una vez, no tuvo pesadillas.

Al menos, hasta que aquel mensaje la despertó.

Imaginarse a Peony sola en las cuarentenas la sacó inmediatamente de la cama improvisada sobre un montón de mantas apiladas, reprimiendo un gruñido. Se puso un par de guantes, se agenció una manta verde de brocado del armario de la ropa blanca del pasillo, estableció la configuración de Iko en modo ahorro de energía y la conectó a una estación de carga del salón. Le resultaba extraño dejar a la androide en casa, pero había decidido que después iría directa al palacio.

Una vez en el pasillo principal, oyó que alguien se paseaba por la planta de arriba y el murmullo de una telerred que emitía las noticias de la mañana. Cinder pidió un levitador vía com por primera vez en su vida y este ya la esperaba cuando llegó a la calle. Pasó su identificador por el escáner e introdujo las coordenadas de la cuarentena antes de acomodarse en el asiento trasero, donde se conectó a la red para poder seguir el camino del levitador hasta las instalaciones. El mapa que se superpuso a su visión le indicó que se encontraban en el distrito industrial, a unos veinticinco kilómetros a las afueras de la urbe.

La ciudad era un laberinto de sombras, edificios somnolientos y desdibujados y aceras desiertas. Los bloques de viviendas iban perdiendo altura y ganando distancia entre ellos a medida que se alejaban del centro. La desvaída luz del amanecer se arrastraba por las calles y proyectaba sombras alargadas sobre la calzada.

Cinder supo que habían llegado al distrito industrial sin necesidad del mapa. Se desconectó con un parpadeo y vio pasar por la ventanilla las fábricas, entre las que se intercalaban almacenes de hormigón de escasa altura, con puertas de persiana gigantescas, que podían albergar hasta el levitador más grande que existiera. Seguramente incluso cargueros.

Cinder pasó su identificador por el escáner al salir para que el levitador pudiera cargarle la carrera en su cuenta casi agotada y le pidió que la esperara. Se dirigió al almacén más cercano, donde un grupo de androides esperaba junto a la puerta, sobre la que había una telerred nuevecita en la que se proyectaba:

CUARENTENA DE LETUMOSIS. ACCESO LIMITADO A ANDROIDES Y PACIENTES.

Se colocó la manta sobre los antebrazos e intentó parecer lo más segura posible mientras avanzaba, preguntándose qué diría si los androides le preguntaban algo. Sin embargo, los med-droides no parecían estar programados para ocuparse de la gente sana que quisiera entrar en las cuarentenas. Apenas se fijaron en ella cuando pasó por su lado. Cinder esperaba que resultara igual de sencillo salir de allí. Tal vez debería haberle pedido un pase al doctor Erland.

El hedor a excrementos y podredumbre la golpeó en la cara en cuanto entró en el almacén. Retrocedió tambaleante, con el estómago revuelto, tapándose la boca y la nariz con la mano y lamentándose de que su interfaz cerebral no pudiera amortiguar los olores con tanta facilidad como los sonidos.

Cogió aire a través del guante y contuvo la respiración antes de obligarse a volver a entrar en el almacén.

Dentro no hacía tanto calor. Los rayos de sol no llegaban a tocar el suelo, también de hormigón. Una lámina de plástico verde y opaco cubría una delgada hilera de ventanas pegadas al techo y bañaba el edificio de una bruma sombría. Unas bombillas grisáceas zumbaban sobre su cabeza, incapaces de atenuar la oscuridad.

Había cientos de camastros alineados a lo largo de las paredes, cubiertos con mantas variopintas, procedentes de donaciones y restos de fábrica. Se alegró de haber traído una manta bonita para Peony. La mayoría de las camas estaban vacías. Aquella cuarentena se había construido con prisas en las últimas semanas, al tiempo que la enfermedad se acercaba sigilosamente a la ciudad. Sin embargo, las moscas ya se habían adueñado del lugar y su zumbido inundaba la estancia.

Los escasos pacientes junto a los que pasó dormían o tenían la mirada clavada en el techo, con el cuerpo cubierto de sarpullidos morados. Aquellos que todavía conservaban la razón, se encorvaban sobre sus portavisores, su última conexión con el mundo exterior. Las miradas vidriosas se volvían hacia ella cuando pasaba por su lado con paso apresurado y la seguían.

Había med-droides yendo de un lado al otro entre los camastros, llevando comida y agua, pero ninguno de ellos detuvo a Cinder.

Encontró a Peony dormida, hecha un ovillo bajo una manta azul de bebé. De no ser por los rizos castaños que se derramaban sobre la almohada, no sabía si la había reconocido. Las manchas violáceas se habían extendido a los brazos. A pesar de estar temblando, tenía la frente perlada de sudor. Parecía una ancianita, con las horas contadas.

Cinder se quitó el guante y le tocó la frente con el dorso de la mano. Estaba caliente y húmeda al tacto. Era la tercera fase de la letumosis.

Le puso la manta verde por encima y se quedó mirándola, preguntándose si debería despertarla o si era mejor dejarla descansar. Se enderezó y miró a su alrededor. La cama que tenía detrás estaba vacía. La que Peony tenía al otro lado estaba ocupaba por un bulto menudo que les daba la espalda, ovillado en posición fetal. Un niño.

Cinder dio un respingo al sentir que alguien le tiraba de la mano. Peony le había cogido los dedos de acero y se los estrechaba con las pocas fuerzas que le quedaban. Miraba a Cinder fijamente, suplicante. Asustada. Sobrecogida, como si estuviera viendo un fantasma.

Cinder tragó saliva con dificultad y se sentó en la cama. Era casi tan dura como el suelo de su dormitorio.

—¿Has venido a llevarme a casa? —preguntó Peony, arrastrando las palabras con voz ronca.

Cinder se estremeció. Cubrió con su mano la de Peony.

—Te he traído una manta —contestó, como si aquello explicara su presencia.

Peony apartó la vista y con la otra mano tocó el relieve del brocado. Permanecieron largo rato sin decir nada, hasta que oyeron un chillido estridente. Las manos de Peony se cerraron sobre la de Cinder cuando esta se dio la vuelta, intentando averiguar qué ocurría, segura de que estaban matando a alguien.

Cuatro pasillos más allá, una mujer se removía en su cama, gritando, suplicando que la dejaran en paz mientras un tranquilo med-droide esperaba para inyectarle una jeringuilla. Un minuto después, llegaron dos androides más para sujetar a la mujer, la obligaron a postrarse en la cama y le sostuvieron el brazo para poder pincharla.

Cinder se volvió al percibir que Peony se encogía a su lado. Estaba temblando.

—Esto es un castigo por algo que he hecho —dijo Peony, al tiempo que cerraba los ojos.

—No digas tonterías —contestó Cinder—. La peste no es más… No es justo. Lo sé. Pero no has hecho nada malo.

Le dio unas palmaditas en la mano.

—¿Mamá y Pearl están…?

—Destrozadas —dijo Cinder—. Todas te echamos mucho de menos. Pero no se han contagiado.

Peony parpadeó y abrió aún más los ojos. Miró fijamente el rostro de Cinder, el cuello, como si buscara algo.

—¿Y tus manchas? —Cinder abrió la boca, sin saber qué decir, frotándose el cuello de manera ausente, pero Peony no le dio tiempo a responder—. Puedes dormir ahí, ¿no? —dijo, señalándole el camastro que tenía al lado—. No irán a darte una cama en la otra punta, ¿verdad?

Cinder estrechó con fuerza las manos de Peony.

—No, Peony, no estoy… —Miró a su alrededor, pero nadie les prestaba atención. Un med-droide dos camas más allá estaba ayudando a un paciente a beber un poco de agua—. No estoy enferma.

Peony ladeó la cabeza.

—Pero estás aquí.

—Ya lo sé. Es complicado. Verás, ayer fui al centro de investigación de la letumosis, me hicieron pruebas y… Peony, soy inmune. No puedo contraer la letumosis.

Peony relajó la frente arrugada. Volvió a mirar el rostro de Cinder, el cuello, los brazos, como si su inmunidad fuera algo visible, algo que debería apreciarse a simple vista.

—¿Inmune?

Cinder acarició la mano de Peony más rápido, nerviosa después de haberle revelado a alguien su secreto.

—Me pidieron que volviera hoy. El jefe médico cree que tal vez pueda ayudarles para encontrar un antídoto. Le dije que si descubre algo, lo que sea, tú tienes que ser la primera persona en recibirlo. Se lo hice prometer.

Asombrada, vio que los ojos de Peony se llenaban de lágrimas.

—¿De verdad?

—De verdad. Vamos a encontrar la cura.

—¿Cuánto tiempo tardaréis?

—No… No lo sé.

La otra mano de Peony encontró su muñeca y la apretó. Las largas uñas se le clavaron en la carne, pero Cinder tardó bastante en advertir el dolor. La respiración de Peony se había acelerado. Las lágrimas no dejaban de acudir a sus ojos, pero parte de la esperanza repentina se había desvanecido y la había invadido la desesperación.

—No dejes que me muera, Cinder. Yo quería ir al baile. ¿Recuerdas? Ibas a presentarme al príncipe.

Volvió la cabeza, enterrando el rostro en la almohada en un vano intento por detener las lágrimas, o por esconderlas, o por secárselas de una sola vez. En ese momento, la asaltó una tos seca que dejó un fino hilillo de sangre sobre el cojín.

Cinder torció el gesto y se inclinó de inmediato para limpiarle la barbilla con la esquina de la manta de brocado.

—No te rindas, Peony. Si soy inmune, eso quiere decir que tiene que existir la manera de combatir esta enfermedad. Y ellos averiguarán cómo. Seguro que acabarás yendo al baile. —Sopesó si contarle que Iko había decidido conservar su vestido, pero comprendió que eso implicaría tener que decirle que habían tirado todo lo que alguna vez hubiera tocado. Se aclaró la garganta y le apartó el pelo de la sien con una caricia—. ¿Hay algo que pueda hacer para que estés más cómoda?

Peony sacudió la cabeza sobre la almohada gastada, sujetando la manta contra la boca. Entonces, levantó la mirada.

—¿Mi portavisor?

Cinder se estremeció con una sensación de culpa.

—Lo siento, todavía no está arreglado. Pero le echaré un vistazo esta noche.

—Solo quería enviarle una com a Pearl. Y a mamá.

—Claro. Te lo traeré en cuanto pueda. —El portavisor de Peony. La androide del príncipe. El coche—. Lo siento mucho, Peony, pero tengo que irme.

Las manitas se aferraron a su muñeca.

—Volveré tan pronto como pueda, te lo prometo.

Peony inspiró débilmente, se sorbió la nariz y la soltó. Enterró las débiles manos bajo la manta y se tapó hasta la barbilla.

Cinder se puso en pie y le desenredó el pelo con los dedos.

—Intenta dormir un poco. Reserva fuerzas.

Peony siguió a Cinder con ojos llorosos.

—Te quiero, Cinder. Me alegro de que no estés enferma.

A Cinder se le encogió el corazón. Frunció los labios, se inclinó y besó la frente sudorosa de Peony.

—Yo también te quiero.

Le costó encontrar la fuerza necesaria para apartarse de ella, hasta que se obligó a alejarse de allí intentando engañarse, diciéndose que todavía quedaba una esperanza. Una esperanza.

Se dirigía hacia la salida de la cuarentena con la mirada al frente cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre. Se detuvo, creyendo que aquella voz ronca había sido fruto de su imaginación en medio de un sinfín de gritos histéricos.

Se volvió y vio una cara familiar medio cubierta por una colcha descolorida por el tiempo.

—¿Chang-jie?

Se acercó al pie de la cama, arrugando la nariz ante el olor acre que despedía el lecho de la mujer. Chang Sacha, la panadera del mercado, apenas era reconocible bajo aquellos párpados hinchados y la piel cetrina.

Intentando respirar con normalidad, Cinder rodeó la cama.

La colcha que cubría la nariz y la boca de Sacha se movía con su trabajosa respiración. Tenía los ojos vidriosos y abiertos de par en par. Era la única vez que recordaba que Sacha la hubiera mirado sin desprecio.

—¿Tú también? ¿Cinder?

—¿Puedo hacer algo por ti? —dijo Cinder con inseguridad, eludiendo la pregunta.

Eran las palabras más amables que jamás habían intercambiado. La colcha se movió y descubrió unos centímetros más del rostro de Sacha. Cinder reprimió un grito al ver las manchas azuladas en la mandíbula de la mujer, que se extendían hacia el cuello.

—Mi hijo —dijo, entre resuellos—. ¿Puedes traer a Sunto? Tengo que verlo.

Cinder no se movió, recordando que apenas hacía unos días Sacha le había prohibido a Sunto que se acercara a su puesto.

—¿Que lo traiga?

Sacha asomó un brazo por debajo de las mantas, lo alargó hacia la joven y la atrapó por la muñeca, allí donde la piel se unía al metal. Cinder retorció la mano, intentando zafarse, pero Sacha la tenía apresada con fuerza. Un pigmento azulado rodeaba las uñas amarillentas.

La cuarta y última fase de la fiebre azul.

—Lo intentaré —dijo.

Acercó la otra mano, vaciló, y luego le dio unos suaves golpecitos en los nudillos. Los dedos azules la soltaron y cayeron sobre la cama.

—Sunto —murmuró Sacha. Su mirada seguía detenida en el rostro de Cinder, pero ya no lo reconocía—. Sunto.

La joven retrocedió, viendo cómo las palabras se marchitaban en los labios de la mujer. La vida se apagó en los ojos negros de Sacha.

Todo el cuerpo de Cinder sufrió una sacudida. Se llevó las manos al estómago y miró a su alrededor. Los demás pacientes continuaban completamente ajenos a ella y a la mujer —al cadáver— que tenía al lado. Sin embargo, en ese momento vio que se acercaba un androide y supuso que los med-droides estarían conectados de algún modo con los pacientes para saber cuándo moría uno de ellos.

¿Cuánto tardaba en llegar la notificación por com a la familia? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Sunto supiera que se había quedado huérfano de madre?

Sintió deseos de salir corriendo, de abandonar aquel lugar lo antes posible, pero era como si tuviera los pies clavados al suelo. El androide llegó hasta la cama y tomó la mano exangüe de Sacha entre sus prensores. Salvo por las manchas amoratadas de la mandíbula, el resto del rostro de la mujer tenía un tono macilento. Todavía seguía con los ojos abiertos, vueltos hacia el cielo.

Tal vez el med-droide quisiera hacerle alguna pregunta a Cinder. Puede que alguien quisiera conocer las últimas palabras de la mujer. Tal vez le interesara a su hijo. Puede que tuviera que comunicárselo a alguien.

Con todo, el sensor del med-droide no se volvió hacia ella.

Cinder se pasó la lengua por los labios. Abrió la boca, pero no se le ocurrió qué decir.

El med-droide introdujo la mano libre en el interior del compartimento que acababa de abrirse en su torso y sacó un escalpelo entre los dedos articulados. Cinder contempló, hipnotizada y asqueada, cómo el androide colocaba la hoja sobre la muñeca de Sacha. Un hilillo de sangre rodó por la palma de la mujer.

La joven se sacudió de encima el aturdimiento y dio un tambaleante paso al frente. Sus muslos toparon con el pie de la cama.

—¿Qué estás haciendo? —dijo, más alto de lo que pretendía.

El med-droide se detuvo con el escalpelo hundido en la muñeca de Sacha. El visor amarillo lanzó un destello en dirección a Cinder y luego se atenuó.

—¿En qué puedo ayudarla? —dijo, con su educación de serie.

—¿Qué estás haciendo? —volvió a preguntar Cinder.

Se reprimió para no alargar la mano y quitarle el escalpelo, pero quería asegurarse de que no se trataba de un malentendido. Tenía que haber una razón, una explicación lógica. Los med-droides eran pura lógica.

—Retirando el chip de identidad —contestó el androide.

—¿Por qué?

El visor volvió a brillar y el androide devolvió su atención a la muñeca de Sacha.

—Ya no lo necesita.

El robot cambió el escalpelo por unas pinzas y Cinder oyó el pequeño tintineo del metal contra el metal. Hizo una mueca de asco cuando extrajo el pequeño chip. La cobertura protectora de plástico lanzó un destello escarlata.

—Pero… ¿no lo necesitáis para identificar el cadáver?

El androide dejó el chip en una bandeja que asomó por la carcasa de plástico. Cinder lo vio caer sobre un colchón de decenas de chips ensangrentados.

El robot extendió la colcha andrajosa sobre los ojos abiertos de Sacha.

—He sido programado para seguir las instrucciones —se limitó a contestar el robot, eludiendo la pregunta.