Capítulo quince

Cinder tuvo que descargarse un mapa del ala de investigación del palacio para encontrar la salida. Entre lo del príncipe, lo de Peony y lo de… todo, tenía los nervios a flor de piel. Se sentía como una impostora deambulando por los relucientes pasillos blancos, con la cabeza gacha, evitando encontrarse con la mirada de científicos y androides de chapa blanca. A pesar de que ahora sí que era una verdadera voluntaria. Y una voluntaria valiosa.

Pasó junto a una sala de espera —amueblada con dos telerredes y tres sillas acolchadas—, y los ojos se le fueron a la ventana.

La vista.

La ciudad.

A ras de suelo, Nueva Pekín era un auténtico caos: demasiados edificios embutidos en demasiado poco espacio; calles descuidadas, callejones cruzados de un lado al otro por cables eléctricos y cuerdas de tender y molestas enredaderas que invadían hasta la última pared de cemento.

Sin embargo, desde allí, en lo alto del precipicio y alejada del suelo, la ciudad era bella. El sol estaba en su cénit, y la luz se modulaba sobre los rascacielos de cristal y los tejados bañados en oro. Cinder veía el movimiento constante de telerredes enormes y el destello de los levitadores, que se movían a velocidad vertiginosa entre los edificios. Desde allí, la ciudad era un hervidero de vida, aunque sin el runrún tecnológico.

Cinder buscó el conglomerado de esbeltos edificios de cristal azul y cromo que custodiaban la plaza del mercado y luego intentó trazar una ruta desde allí hacia el norte, intentando encontrar la Torre Fénix, pero se escondía detrás de demasiada ciudad y demasiadas sombras.

El embrujo se disipó.

Tenía que volver. A su casa. A su cárcel.

Tenía que arreglar la androide de Kai. Tenía que proteger a Iko, pues no pasaría ni una semana antes de que a Adri se le pasara por la cabeza desmontarla para venderla por piezas o, peor aún, cambiarle el chip de personalidad «defectuoso». Había estado quejándose de lo respondona que era la androide desde que Cinder había ido a vivir con ella.

Además, no tenía otro sitio adonde ir. Hasta que el doctor Erland no encontrara el modo de ingresar el pago en la cuenta de Cinder sin que Adri lo descubriera, no tenía ni dinero ni levitador, y su única amiga humana también estaba encerrada, en las cuarentenas.

Apretó los puños.

Tenía que volver. Aunque no se quedaría mucho tiempo. Adri había dejado bastante claro que consideraba a Cinder una carga y que la despreciaba. No había tenido ningún reparo en despacharla en cuanto había descubierto la manera lucrativa de hacerlo, un modo que le ahorraba los remordimientos, ya que, al fin y al cabo, había que encontrar un antídoto. Peony lo necesitaba.

En realidad, tal vez había hecho lo correcto. Tal vez Cinder, por ser ciborg, tenía la obligación de sacrificarse para que los humanos normales pudieran curarse. Tal vez era lógico que utilizaran a los que ya habían sufrido alteraciones. Sin embargo, Cinder sabía que jamás perdonaría a Adri. Aquella mujer tenía el deber de protegerla, de ayudarla. Si Adri y Pearl eran la única familia que le quedaba, estaría mejor sola.

Tenía que irse. Y sabía muy bien cómo iba a hacerlo.

La cara que puso Adri al ver entrar a Cinder en el apartamento casi consiguió convencer a la joven de que la espantosa experiencia había merecido la pena.

La mujer estaba sentada en el sofá, leyendo en su portavisor. Pearl estaba en la otra punta de la habitación, entretenida con un juego de mesa holográfico cuyas piezas tenían la forma de los famosos preferidos de la joven, entre los que se incluían tres versiones del príncipe Kai. Llevaba mucho tiempo siendo el juego favorito de Pearl y Peony, aunque en esos momentos la joven combatía con extraños en la red y parecía aburrida y cansada de él. Cuando Cinder entró en la estancia, tanto Pearl como Adri se quedaron boquiabiertas y una versión del príncipe en miniatura cayó traspasada por la larga hoja de un rival virtual. Pearl puso el juego en pausa demasiado tarde.

—Cinder —dijo Adri, dejando el portavisor en una mesita de café—. ¿Cómo es que estás…?

—Me han hecho pruebas y han decidido que no soy lo que andan buscando, así que me han mandado de vuelta a casa. —Cinder esbozó una sonrisa forzada—. No te preocupes, estoy segura de que seguirán teniendo en cuenta tu noble sacrificio. Puede que te envíen una com de agradecimiento.

Adri se puso en pie, mirándola incrédula.

—¡No pueden enviarte a casa!

Cinder se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo.

—Me temo que tendrás que presentar una queja oficial. Siento interrumpirte, veo que estabas muy ocupada encargándote de los quehaceres domésticos. Si me disculpas, será mejor que vaya a intentar ganarme el sustento para que tú puedas volver a deslomarte la próxima vez que encuentres una manera conveniente de deshacerte de mí.

Se dirigió hacia el pasillo. En ese momento, Iko asomó la reluciente cabeza por la cocina con el sensor azul brillando de asombro. A Cinder le sorprendió la velocidad con que la sensación de alivio desterró su resentimiento. Por un momento, había pensado que no volvería a ver a Iko nunca más.

La alegría momentánea se desvaneció cuando Adri salió al pasillo detrás de ella, como una exhalación.

—Cinder, quieta ahí.

A pesar de lo tentada que estuvo de desobedecerla, Cinder se detuvo y se volvió hacia su tutora.

Se sostuvieron la mirada. Adri todavía no se había recuperado de la sorpresa y le temblaba la mandíbula. Parecía mayor. Mucho más vieja que antes.

—Llamaré al centro de investigación para verificar que es cierto lo que dices y asegurarme de que no mientes —le informó—. Si has hecho algo… Si has echado a perder la única oportunidad que tenía de ayudar a mi hija… —La rabia se apoderó de su voz, que alcanzó un tono estridente. Cinder la oía enterrar las lágrimas bajo las palabras—. ¡Es imposible que no les sirvas para nada!

Adri enderezó la espalda, agarrándose al marco de la puerta.

—¿Qué más quieres que haga? —contestó Cinder con el mismo tono, agitando las manos—. ¡Muy bien, llama a quien quieras! No he hecho nada malo. Fui allí, me hicieron pruebas y me echaron. Siento mucho que no me hayan devuelto a casa en una caja de cartón, si era eso lo que esperabas.

Adri apretó los labios.

—Sigues ocupando el mismo lugar que antes en esta casa y no me gusta que la huérfana que acepté en mi hogar me falte al respeto hablándome de esa manera.

—No me digas —contestó Cinder—. ¿Quieres que te haga una lista de todas las cosas que me han hecho hoy y que tampoco me han gustado? Me han clavado agujas, me han metido pinzas en la cabeza, me han inoculado… —Se interrumpió. No quería que Adri supiese la verdad. Lo importante que había resultado ser para la investigación—. Sinceramente, ahora mismo me importa bastante poco lo que te gusta y lo que no. Eres tú quien me ha vendido y yo nunca te he hecho nada.

—Ya basta. Sabes muy bien lo que me has hecho. A mí y a esta familia.

—Yo no tuve la culpa de la muerte de Garan.

Volvió la cabeza cuando unos puntitos blancos de rabia le enturbiaron la visión.

—De acuerdo, ya vuelves a estar aquí —dijo Adri, sin abandonar su altivez—. Bienvenida a casa, Cinder. Sin embargo, mientras vivas bajo mi techo, obedecerás mis órdenes. ¿Lo has entendido?

Cinder apoyó la mano biónica en la pared, con los dedos abiertos para apuntalarse.

—Que obedezca tus órdenes. Muy bien. Tipo: «Haz las tareas del hogar, Cinder. Ponte a trabajar para que pueda pagar las facturas, Cinder. Haz de ratón de laboratorio para esos científicos locos, Cinder». Sí, te entiendo a la perfección. —Miró atrás, pero Iko había vuelto a esconderse en la cocina—. Del mismo modo que tú también entenderás que he perdido media jornada de trabajo y que será mejor que me lleve tu Serv9.2 para ponerme al día. No te importa, ¿verdad?

Sin esperar una respuesta, se encaminó con paso decidido hacia la caja de cerillas que tenía por habitación y cerró la puerta de golpe tras de sí.

Esperó con la espalda apoyada contra la puerta hasta que el texto de advertencia de la retina hubo desaparecido y dejaron de temblarle las manos. Cuando volvió a abrir los ojos, descubrió que la vieja telerred, la que Adri había arrancado de la pared, estaba tirada sobre la pila de mantas que le servían de cama. Había trocitos de plástico esparcidos por la almohada.

No se había fijado en si Adri ya había comprado una nueva o si la pared del salón seguía vacía.

Lanzó un suspiro y se cambió, ansiosa por deshacerse del olor a antiséptico que se le había pegado a la ropa. Metió las piezas de plástico en la caja de herramientas y se colocó la pantalla debajo del brazo antes de salir de nuevo al pasillo. Iko no se había movido y seguía medio escondida junto a la puerta de la cocina. Cinder le señaló la salida con la cabeza y la androide la siguió.

No se volvió a mirar el salón al pasar, pero creyó oír el grito agónico y apagado del príncipe Kai en el juego de Pearl.

Apenas habían salido por la puerta —a un pasillo insólitamente silencioso debido a que los niños del vecindario estaban en el colegio— cuando Iko envolvió las piernas de Cinder con sus brazos desgarbados.

—¿Cómo es posible? Estaba segura de que te matarían. ¿Qué ha ocurrido?

Cinder le pasó la caja de herramientas y se dirigió a los ascensores.

—Te lo contaré todo, pero tenemos mucho trabajo.

Esperó a que estuvieran solas, de camino al sótano, antes de informar a Iko de lo que había sucedido. Únicamente obvió la parte en que el príncipe Kai había entrado en la sala de laboratorio y la había encontrado inconsciente en el suelo.

—Entonces, ¿tienes que volver? —preguntó Iko cuando salían del ascensor.

—Sí, pero no pasa nada. El doctor me ha dicho que ya no estoy en peligro. Además, van a pagarme y Adri no se enterará.

—¿Cuánto?

—No estoy segura, pero creo que bastante.

Iko asió la muñeca de Cinder justo cuando esta abría la puerta de rejilla que daba paso a su taller.

—¿Te das cuenta de qué significa esto?

Cinder mantuvo la puerta abierta con el pie.

—¿Qué parte?

—Significa que puedes comprarte un vestido bonito… ¡Incluso más bonito que el de Pearl! ¡Puedes ir al baile y Adri no podrá hacer nada para detenerte!

Cinder apretó los labios, como si acabara de morder un limón, y se zafó de la mano de la androide.

—¿Eso crees, Iko? —dijo, repasando aquel caos de herramientas y piezas de recambio—. ¿De verdad crees que Adri va a dejarme ir solo porque puedo pagarme el vestido? Seguramente me lo arrancaría para intentar revender los botones.

—Bueno, de acuerdo, pues no le diremos nada, ni del vestido ni del baile. No tienes por qué ir con ellas. Eres mejor que ellas. Eres valiosa. —El ventilador de Iko chirriaba como un poseso, como si al procesador le costara asimilar todas aquellas revelaciones—. Inmune a la letumosis. ¡Por todas las estrellas del firmamento, podrías hacerte famosa!

Cinder no le hizo caso. Se agachó y dejó la telerred apoyada contra las estanterías. Su mirada había reparado en un bulto de tela plateada, hecho un ovillo en un rincón, que lanzaba un brillo muy tenue bajo la luz mortecina.

—¿Qué es eso?

El ventilador de Iko fue apagándose con un lento zumbido.

—El vestido de fiesta de Peony. No… no he podido tirarlo. Creía que nadie volvería a bajar aquí nunca más, entre que tú… Resumiendo, que decidí quedármelo. Para mí.

—Eso no ha estado bien, Iko. Podría estar infectado. —Cinder vaciló un instante antes de acercarse al vestido y levantarlo por las mangas salpicadas de perlas. Estaba manchado de tierra, arrugado y, para colmo, cabía la posibilidad de que hubiera estado expuesto a la letumosis, aunque el doctor había dicho que era muy difícil contagiarse a través de la ropa. Además, ahora ya nadie iba a llevarlo.

Dejó el vestido sobre la soldadora y se dio la vuelta.

—No vamos a gastarnos el dinero en un vestido —dijo—. Y, por enésima vez, no vamos a ir al baile.

—¿Por qué no? —preguntó Iko, con un claro lamento robótico.

Cinder se acercó a la mesa de trabajo, subió la pierna al tablero y empezó a sacar las herramientas que había guardado en el compartimento de la pantorrilla.

—¿Recuerdas ese coche que vimos en el depósito de chatarra? ¿Ese viejo, de gasolina?

De los altavoces de Iko surgió un sonido huraño y rezongón, lo más cercano a un gruñido que era capaz de producir.

—¿Qué le pasa?

—Vamos a tener que emplear todo nuestro tiempo y dinero en arreglarlo.

—¡No, Cinder! Dime que es una broma.

Cinder empezó a grabar una lista mental mientras cerraba el compartimento de la pantorrilla y se bajaba la pernera. Las palabras se desplazaban ante su visión: SACAR EL COCHE DEL VERTEDERO, EVALUAR SU ESTADO, ENCONTRAR PIEZAS, DESCARGAR DIAGRAMA DE CABLEADO, COMPRAR GASOLINA. En ese momento vio la androide de Kai sobre la mesa. ARREGLAR LA ANDROIDE.

—Lo digo en serio.

Se recogió el pelo en una coleta tirante. Animada por una extraña excitación, se dirigió con paso decidido hacia la caja de herramientas vertical del rincón y empezó a buscar varias cosas que le vendrían bien: correas elásticas, cadenas, trapos, dínamos, cualquier cosa que pudiera servirle para adecentar el coche y dejarlo listo para su reparación.

—Volveremos esta noche. Si podemos, lo traeremos al aparcamiento y, si no, habrá que arreglarlo en el depósito. Veamos, tengo que volver al palacio mañana por la mañana y echarle un vistazo a la androide del príncipe por la tarde, pero, si nos ponemos en serio, creo que podría tenerlo listo en un par de semanas, tal vez menos. Depende de las reparaciones que necesite, claro.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué vamos a arreglarlo?

Cinder metió las herramientas en la bolsa.

—Porque ese coche va a sacarnos de aquí.