El visor retinal se había vuelto loco y proyectaba un galimatías de color verde contra la parte interior de sus párpados cerrados, al tiempo que una luz roja intentaba atravesarlos. Algo les pasaba a sus conexiones: tenía un tic incontrolable en los dedos de la mano izquierda.
—Tranquila, señorita Linh. Está usted perfectamente bien.
Una voz mucho más alterada contradijo a aquella primera, serena, flemática y de acento extraño.
—¿Perfectamente bien? No lo dirá en serio. ¿Qué le ha ocurrido?
Cinder gruñó.
—Solo ha sido un pequeño experimento. Enseguida se recuperará, Su Alteza. ¿Lo veis? Ya empieza a despertarse.
Cinder dejó escapar un nuevo gemido antes de poder abrir los ojos. La blancura del laboratorio la habría cegado de no ser por las dos sombras que se recortaban contra ella. Poco a poco, sus ojos fueron desentrañando las formas de la gorra de lana y los ojos azul cielo del doctor Erland, y el rostro del príncipe Kai, medio oculto bajo los oscuros mechones de pelo que le caían alborotados sobre la frente.
Volvió a cerrarlos en cuanto el visor retinal empezó a ejecutar los diagnósticos básicos por segunda vez el mismo día, temiendo que el príncipe Kai se hubiera percatado de la luz verde que se proyectaba en la base de su pupila.
Al menos llevaba los guantes puestos.
—¿Sigues viva? —preguntó Kai, apartándole el pelo desordenado de la frente.
Creyó percibir el calor y la humedad que desprendían los dedos del joven sobre su piel antes de caer en la cuenta de que era ella quien tenía fiebre.
Lo cual era imposible. No podía sonrojarse, no podía tener fiebre.
No podía recalentarse.
¿Qué le había hecho el doctor?
—¿Se ha golpeado la cabeza? —preguntó Kai.
El tic se detuvo. De manera instintiva, Cinder pegó las manos contra el cuerpo, tratando de esconderlas.
—Está bien, de verdad —insistió el doctor Erland—. Ha sufrido un pequeño ataque de pánico, pero no es nada. Le pido disculpas, señorita Linh. No sabía que sería tan sensible.
—¿Qué me ha hecho? —preguntó Cinder, procurando no arrastrar las palabras.
Kai le pasó un brazo por debajo y la ayudó a incorporarse. Cinder se estremeció y se bajó la pernera del pantalón de un tirón para ocultar el posible brillo metálico de la pantorrilla.
—Simplemente le he recolocado la columna.
Cinder miró al doctor con los ojos entrecerrados, sin necesidad de que la lucecita naranja le dijera que mentía, aunque esta se encendió de todas formas.
—¿Qué le pasa a su columna?
La mano de Kai se deslizó hasta la zona lumbar.
Cinder inspiró con fuerza, recorrida por un escalofrío. Temió que regresara el dolor, que las manos del príncipe volvieran a bloquear su sistema como lo habían hecho las del doctor Erland. Sin embargo, no ocurrió nada, y Kai no tardó en disminuir la presión de los dedos.
—No le pasa nada —aseguró el doctor Erland—. No obstante, la zona dorsal es donde se concentran muchos de nuestros nervios antes de enviar mensajes a nuestro cerebro.
Cinder le lanzó una mirada desesperada al doctor Erland, imaginando lo rápido que Kai se apartaría de ella cuando el doctor le dijera que estaba sirviéndole de apoyo a una ciborg.
—La señorita Linh se quejaba de unas molestias en el cuello…
Cinder apretó los puños hasta que notó que empezaban a dolerle los dedos.
—… y por eso le he hecho un pequeño ajuste. La quiropráctica es un tratamiento curativo muy antiguo, aunque sorprendentemente efectivo. La joven debía de tener la columna peor alineada de lo que pensaba y, al recolocarle las vértebras de manera tan repentina, ha sido como si su sistema hubiera recibido una descarga.
El hombre sonrió abiertamente al príncipe, sin que en sus ojos se revelara preocupación alguna. La lucecita naranja seguía encendida.
Cinder lo miró boquiabierta, temiendo el momento en que el doctor acabase confesándole al príncipe que le había contado una mentirijilla y empezase a revelarle los secretos de su paciente. Que era una ciborg, que era inmune a la peste y que era su nuevo conejillo de indias preferido.
Sin embargo, el doctor Erland no añadió nada más, se limitó a sonreírle con aquellos ojillos traviesos que tanto la escamaban.
Al notar los ojos del joven clavados en ella, Cinder se volvió hacia él con la intención de encogerse de hombros, como si la explicación del doctor Erland le pareciera tan plausible como a él, pero la intensidad de la mirada del príncipe Kai la dejó sin palabras.
—Espero que el doctor Erland esté diciéndome la verdad, porque sería una lástima que te murieras justo cuando acabamos de tener el placer de conocernos. —Sus ojos lanzaron un destello, como si compartiera con ella una broma privada, y Cinder forzó la risa más falsa que jamás habían esbozado sus labios—. ¿Estás bien? —insistió, cogiéndole la mano y sin apartar el brazo sobre el que se apoyaba la espalda de Cinder—. ¿Puedes levantarte?
—Creo que sí.
La ayudó a ponerse en pie. El dolor había desaparecido por completo.
—Gracias.
Cinder se separó de Kai y empezó a sacudirse la ropa, a pesar de que el suelo del laboratorio estaba inmaculado. Se golpeó el muslo con la camilla.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el joven, dejando caer las manos a los lados, donde colgaron unos segundos hasta que decidió metérselas en los bolsillos.
Cinder abrió la boca, pero el doctor Erland se le adelantó, tras aclararse la garganta.
—¿Ustedes dos ya se conocían? —preguntó, al tiempo que sus pobladas cejas desaparecían bajo el reborde de la gorra.
—Nos conocimos ayer —contestó Kai—. En el mercado.
Cinder hundió las manos en los bolsillos, imitando a Kai, y descubrió la llave inglesa.
—Estoy aquí, esto… Porque… Eh…
—Uno de los med-droides estaba dando problemas, Su Alteza —intervino el doctor Erland—, y le pedí que le echara un vistazo. Su taller mecánico es de los mejores que existen.
Kai empezó a asentir, aunque se detuvo y miró a su alrededor.
—¿Qué med-droide?
—Ya no está aquí, claro —contestó el doctor Erland con tono jovial, como si mentir le resultara divertido—. Seguramente ahora andará por ahí, sacando sangre.
—Sssí, ya lo he arreglado —añadió Cinder, obligándose a cerrar la boca para dejar de parecer una tonta de remate—. Ha quedado como nuevo.
Sacó la llave inglesa y la hizo girar entre los dedos, como si aquello zanjara la cuestión.
A pesar de que Kai parecía confuso, asintió. Tal vez no valía la pena seguir indagando. Cinder se alegró de que al doctor le hubiera resultado tan fácil inventarse aquella historia, aunque seguía desconcertaba. ¿Qué razones tendría para ocultar la verdad al príncipe heredero, sobre todo cuando era posible que estuviera muy cerca de un gran avance en la investigación de la peste? ¿Acaso el príncipe Kai no merecía saber qué ocurría? ¿Acaso no lo merecía todo el mundo?
—Supongo que no habrás tenido tiempo de echarle un vistazo a Nainsi, ¿verdad? —preguntó Kai.
Cinder dejó de girar la llave inglesa y la asió con fuerza con ambas manos para obligarse a estar quieta.
—No, todavía no. Lo siento. Las últimas veinticuatro horas… Han sido…
—Seguramente tienes una lista de clientes kilométrica. —Se encogió de hombros, como para restar importancia a sus palabras, aunque su postura delataba cierta tensión. Torció el gesto—. No debería esperar un trato especial. Aunque supongo que lo hago de todos modos.
A Cinder le dio un vuelco el corazón al toparse de pronto con la sonrisa del príncipe, tan encantadora e inesperada como en el mercado, hasta que vio de soslayo el holograma que había detrás de él y que todavía mostraba su funcionamiento interno: desde las vértebras metálicas hasta los manojos de cables o los ovarios intactos. Desvió la mirada de inmediato hacia Kai, con el corazón desbocado.
—Prometo echarle un vistazo en cuanto pueda. Antes de las fiestas. Eso seguro.
Kai se volvió, siguiendo la mirada de Cinder hacia el holograma. La joven apretó los puños, con los nervios atenazándole el estómago, cuando el príncipe retrocedió ante la imagen.
Una chica. Una máquina. Un monstruo.
Cinder se mordió los labios, resignada a no volver a ser nunca la destinataria de una de aquellas sonrisas principescas que detenían el corazón, cuando el doctor Erland se acercó al holograma y apagó la telerred pasando la mano por encima.
—Disculpadme, Alteza, confidencialidad médico-paciente. Era del sujeto de las levas de hoy.
Otra mentira.
Cinder estrujó la llave inglesa entre las manos, agradecida y recelosa al mismo tiempo.
Kai se sobrepuso a su impresión con un estremecimiento.
—Eso es precisamente para lo que he bajado. Quería saber si había hecho algún progreso.
—Es difícil de decir en estos momentos, Su Alteza, pero podríamos haber hallado un posible camino. No os preocupéis, os mantendré informado de las novedades.
Sonrió con inocencia, primero a Kai y luego a Cinder. La mirada no dejaba lugar a dudas: no pensaba decirle nada a Kai, aunque Cinder no alcanzaba a comprender la razón.
La joven se aclaró la garganta y retrocedió hacia la salida.
—Entonces, será mejor que me vaya para que pueda volver al trabajo —dijo, dándose unos golpecitos en la palma de la mano con la llave inglesa—. Supongo que… Bueno… Volveré para comprobar que el med funciona correctamente. Pongamos… ¿mañana?
—Perfecto —contestó el doctor—. Además, tengo su número de identidad en el caso de que necesitara encontrarla.
La sonrisa del doctor se ensombreció de manera apenas perceptible, con lo que daba a entender que la consideraría voluntaria siempre y cuando volviera voluntariamente. La joven era valiosa, y él no tenía la más mínima intención de permitir que saliera por aquella puerta para siempre.
—Te acompañaré a la salida —dijo el príncipe, que pasó la muñeca por delante del escáner.
La puerta se abrió con un susurro.
Cinder levantó las manos enguantadas, con los dedos cerrados con fuerza sobre la llave inglesa.
—No, no, no pasa nada. Ya la encontraré yo sola.
—¿Seguro? No es ninguna molestia.
—Sí, seguro. Supongo que tendréis asuntos importantes de… gobierno… e investigación… imperiales… que discutir. Aunque, gracias, Alteza.
Se arriesgó a hacer una reverencia, algo desmañada, y agradeció que, al menos esta vez, tuviera los dos pies en su sitio.
—Está bien. Bueno, ha sido un placer volver a verte. Una agradable sorpresa.
Cinder rió con sorna, aunque se sorprendió al ver que el príncipe parecía haberlo dicho en serio y al notar aquellos ojos de mirada cálida y un tanto curiosa clavados en ella.
—Lo… Lo mismo digo. —Retrocedió hasta la puerta. Sonriendo. Temblando. Rezando por que esta vez no llevara manchas de grasa en la cara—. Bueno, entonces, ya os enviaré una com. Cuando vuestra androide esté lista.
—Gracias, Linh-mèi.
—Podéis llamarme Cin… —la puerta se cerró entre ellos— der. Cinder. A secas. Alteza. —Apoyó la espalda contra la pared con un gesto derrotado y se golpeó la frente con los nudillos—. Os enviaré una com. Podéis llamarme Cinder —repitió, con tono burlón. Se mordió el labio—. No hagáis caso de la chica que no sabe cuándo dejar de hablar.
No había joven en el país que no soñara con el príncipe Kai. Estaba tan fuera de su alcance, de su mundo, que tendría que haber dejado de pensar en él en cuanto la puerta se hubo cerrado. Tendría que dejar de pensar en él de inmediato. No debería volver a pensar en él, salvo, tal vez, como cliente o príncipe.
Sin embargo, el recuerdo de aquellos dedos sobre su piel se negó a desvanecerse.