El príncipe Kai contemplaba a través del cristal cómo un med-droide colocaba una vía en el brazo de su padre. Solo habían transcurrido cinco días desde que el emperador había mostrado los primeros síntomas de la fiebre azul, pero parecía una eternidad. Apenas eran unas horas, aunque equivalían a años de angustia.
El doctor Erland le había contado una vez que tenía la vieja sospecha de que los males siempre venían de tres en tres.
Primero, su androide Nainsi se había estropeado antes de poder comunicarle lo que había averiguado.
Y ahora su padre estaba enfermo, sin esperanza de recuperación.
¿Qué más podía ocurrir? ¿Qué podía ser peor que aquello?
Tal vez que los lunares les declararan la guerra.
Se estremeció, intentando alejar aquel pensamiento al instante de haberlo generado.
Konn Torin, el consejero de su padre y el único humano aparte del príncipe al que se le permitía ver al emperador en su estado, descansó una mano en el hombro de Kai.
—Todo saldrá bien —dijo, sin rastro de emotividad, de aquella manera tan peculiar que tenía de leer el pensamiento de los demás.
El padre de Kai gimió y abrió los ojos hinchados. Habían aislado una habitación en la séptima planta del ala de investigación del palacio, pero se había procurado que el emperador estuviera lo más cómodo posible. Varias pantallas cubrían las paredes para que pudiera disfrutar de música y entretenimiento, para que pudieran leerle. Habían hecho traer cantidades ingentes de sus flores favoritas, recogidas en los jardines del palacio. Lirios y crisantemos inundaban una habitación, por todo lo demás, estéril. La cama estaba vestida con las mejores sedas que podían encontrarse en la Comunidad.
Sin embargo, aquello no cambiaba nada. Seguía siendo una habitación destinada a mantener a los vivos alejados de los moribundos.
Una ventana separaba a Kai de su padre. El hombre entrecerraba los ojos, como si tratara de verlo, pero su mirada estaba tan vacía como el cristal.
—Su Majestad —dijo Torin—, ¿cómo os encontráis?
Unas arruguitas se formaron en las comisuras de los ojos del emperador. No era un anciano, pero la enfermedad lo había envejecido a marchas forzadas. Estaba pálido y macilento, y varias manchas rojas y negras le salpicaban el cuello.
Separó los dedos de las sábanas, en un gesto lo más cercano a un saludo.
—¿Qué necesitáis? —preguntó Torin—. ¿Un vaso de agua? ¿Algo de comer?
—¿Una Escolta5.3? —sugirió Kai.
Torin le dirigió una mirada desaprobadora, pero al emperador se le escapó una risita entre dientes, casi sin resuello.
Kai sintió que se le empañaban los ojos y los apartó del ventanal, bajándolos hasta los dedos apoyados en la repisa.
—¿Cuánto le queda? —preguntó en voz baja, para que su padre no pudiera oírlo.
Torin sacudió la cabeza.
—Días, con suerte.
Kai sintió la mirada de Torin clavada en él, compasiva, pero también dura.
—Deberíais sentiros afortunado por el tiempo que estáis pasando con él. La mayoría de la gente no vuelve a ver a sus seres queridos una vez que se los llevan.
—¿Y quién quiere ver a sus seres queridos en este estado? —Kai alzó la vista. Su padre estaba luchando por permanecer despierto, aunque los párpados se le cerraban con un ligero temblor—. Med, dale agua.
El androide se acercó al emperador y le levantó el respaldo para acercarle un vaso de agua a los labios y limpiarle las babas con un paño blanco. No bebió mucho, pero pareció algo más aliviado cuando volvió a desplomarse sobre las almohadas.
—Kai…
—Estoy aquí —contestó el príncipe, empañando el cristal con su aliento.
—Sé fuerte. Confía… —Un acceso de tos interrumpió sus palabras.
El med-droide le sostuvo una toalla delante de la boca y Kai atisbó una mancha de sangre en el tejido de algodón. Cerró los ojos, tratando de controlar la respiración.
Cuando volvió a abrirlos, el med-droide estaba inyectándole un líquido transparente en la vía intravenosa, un calmante para mitigar el dolor. Kai y Torin siguieron mirándolo hasta que se sumió en un sueño estático. Era como si contemplaran a un extraño. Kai lo quería, pero le resultaba difícil identificar a aquel hombre enfermo que tenía delante con el padre lleno de vida de la semana anterior.
Una semana.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y Torin le apretó el hombro. Kai había olvidado que la mano del consejero seguía allí.
—Alteza.
Kai no contestó, concentrado en el movimiento del pecho de su padre.
Los dedos posados en su hombro ejercieron una leve presión y luego se retiraron.
—Vais a ser emperador, Su Alteza. Debemos empezar a prepararos. Ya lo hemos postergado demasiado tiempo.
Demasiado tiempo. Una semana.
Kai fingió no haberlo oído.
—Tal como ha dicho Su Majestad, debéis ser fuerte. Sabéis que os ayudaré en todo lo que pueda. —Torin hizo una pausa—. Vais a ser un gran gobernante.
—No. No lo seré.
Kai se pasó una mano por el pelo, echándoselo hacia atrás, casi tirando de él.
Iba a ser emperador.
Las palabras le parecían vacías.
El verdadero emperador estaba allí, en aquel lecho. Él solo era un impostor.
—Voy a hablar con el doctor Erland —dijo, alejándose del cristal.
—El doctor está ocupado, Alteza. No deberíais distraerlo tan a menudo.
—Solo quiero preguntarle si ha habido algún avance.
—Estoy convencido de que, cuando lo haya, os lo comunicará de inmediato.
Kai apretó los dientes y se quedó mirando a Torin, el hombre que había sido consejero de su padre desde mucho antes de que Kai naciera. A pesar de todo el tiempo que había pasado, compartir el mismo espacio que Torin lo hacía sentir como un niño y, paradójicamente, eso lo empujaba a mostrarse desafiante. Se preguntó si algún día conseguiría superarlo.
—Necesito sentir que estoy haciendo algo —dijo—. No puedo quedarme aquí viendo cómo se muere.
Torin bajó la mirada.
—Lo sé, Alteza. Es duro para todos.
«No es lo mismo», sintió el deseo de contestar Kai, pero se mordió la lengua.
Torin se volvió hacia el ventanal e hizo una breve inclinación de cabeza.
—Larga vida al emperador.
Kai repitió las palabras en un susurro, tratando de burlar la sequedad de la garganta.
—Larga vida al emperador.
Salieron de la sala de visitas y guardaron silencio mientras avanzaban por el pasillo, en dirección a los ascensores, donde los esperaba una mujer. A Kai no debería de haberle sorprendido. Tenía la sensación de que últimamente estaba en todas partes, a pesar de que era la última persona en la tierra a la que deseaba ver.
Sybil Mira. Primera taumaturga de la Corona lunar. Poseía una belleza deslumbrante, una melena negra, sedosa y larga hasta la cintura y unos ojos melosos. Llevaba el atuendo que correspondía a su rango y título, una larga casaca blanca de cuello alto y mangas acampanadas, ribeteada de signos rúnicos y jeroglíficos cuyo significado Kai era incapaz de descifrar.
Cinco pasos por detrás de ella aguardaba su sempiterno y silencioso guardia, un joven tan bello como hermosa era Sybil, con el cabello rubio recogido en una coleta baja y unos rasgos tan duros e impenetrables que Kai todavía no había descubierto ninguna expresión en ellos.
Los labios de Sybil se curvaron al verlos acercarse, pero sus ojos grises conservaron su mirada gélida.
—Su Alteza Imperial —dijo, con una grácil y leve inclinación de cabeza—, ¿cómo evoluciona el honorable emperador Rikan?
—No demasiado bien, aunque gracias por vuestro interés —contestó Torin, al ver que Kai no respondía.
—No sabéis cuánto lamento oír eso. —Por el tono, parecía lamentarlo tanto como un gato que acaba de arrinconar a un ratón—. Mi señora os envía sus condolencias y el deseo de una pronta recuperación.
Clavó los ojos en el príncipe, quien creyó ver cómo su imagen se estremecía ante él, como un espejismo. Unos susurros inundaron su cabeza. Respeto y admiración, lástima y desasosiego.
Kai apartó la mirada y las voces enmudecieron. Tardó unos instantes en recuperar un pulso normal.
—¿Qué deseáis? —preguntó.
Sybil señaló los ascensores con un gesto.
—Charlar con el hombre que pronto será emperador… Si es que así lo quiere el destino.
Kai miró a Torin de reojo y se topó con una expresión severa que le exigía tacto. Diplomacia. En todo momento. Sobre todo cuando se trataba de los malditos lunares.
Kai suspiró y se volvió ligeramente hacia el androide, que esperaba sus indicaciones.
—Tercera planta.
El sensor lanzó un destello.
—Por favor, dirigíos el ascensor C, Alteza.
Al subir a la cabina, Sybil lo hizo flotando como una pluma arrastrada por la brisa. El guardia fue el último y se quedó junto a la puerta, delante de ellos tres, como si la taumaturga se encontrara en peligro de muerte. Su mirada gélida incomodaba a Kai, pero Sybil ni siquiera parecía reparar en su presencia.
—Qué momento tan poco oportuno para que Su Majestad haya caído enfermo —comentó la lunar.
Kai se aferró al pasamanos con fuerza y se volvió hacia ella, aplastando su odio contra la madera pulida.
—¿Acaso os habría venido mejor el mes que viene?
Sybil conservó la compostura.
—Me refiero, claro está, a las conversaciones de paz que mi señora había entablado con el emperador Rikan. Albergamos grandes deseos de llegar a un acuerdo que satisfaga tanto a Luna como a la Comunidad.
Mirarla lo mareaba, como si de pronto perdiera el equilibrio, de modo que volvió a apartar la vista de aquellos ojos y la dirigió a los números descendentes que había sobre las puertas.
—Mi padre ha intentado forjar una alianza con la reina Levana desde que ella ocupó el trono, pero Levana siempre se ha negado.
—Vuestro padre todavía no ha accedido a sus justas peticiones. —Kai apretó los dientes—. Espero que, cuando seáis emperador —prosiguió Sybil—, estéis más dispuesto a entrar en razón, Alteza.
Kai guardó silencio mientras el ascensor dejaba atrás las plantas sexta, quinta y cuarta.
—Mi padre es un hombre sensato. En estos momentos, no tengo la más mínima intención de revocar ninguna de sus decisiones previas. Espero que podamos llegar a un acuerdo, pero me temo que vuestra señora tendrá que rebajar sus tan justas peticiones.
A Sybil se le heló la sonrisa en el rostro.
—Bien, sois joven —dijo, cuando las puertas se abrieron en la tercera planta.
Kai hizo una leve inclinación de cabeza, fingiendo que aceptaba las palabras de Sybil como un cumplido, y se volvió hacia Torin.
—Si te sobra un minuto, ¿te importaría acompañarme a ver al doctor Erland? Tal vez se te ocurran preguntas en las que no he pensado.
—Por supuesto, Su Majestad.
Ambos salieron del ascensor sin prestar mayor atención a la taumaturga o a su guardia, pero Kai oyó la meliflua voz de la mujer a sus espaldas —«Larga vida al emperador»— antes de que se cerraran las puertas.
El joven gruñó.
—Deberíamos encerrarla.
—¿A una embajadora lunar? Eso sería lo más alejado a una demostración de paz.
—Le daríamos un trato mejor del que ellos nos dispensarían a nosotros. —Se pasó una mano por el pelo—. ¡Aj!, lunares.
Al darse cuenta de que Torin había dejado de seguirlo, Kai bajó la mano y, al volverse hacia él, se encontró con una mirada intensa cargada de preocupación.
—¿Qué ocurre?
—Sé que estáis atravesando momentos muy difíciles.
Kai sintió que empezaba a ponerse a la defensiva e intentó aplacar aquella sensación.
—Son momentos difíciles para todos.
—Su Alteza, tarde o temprano tendremos que hablar sobre la reina Levana y sobre vuestras intenciones respecto a ella. Lo más sensato sería tener un plan.
Kai se acercó a Torin, haciendo caso omiso de un grupo de técnicos de laboratorio que se vieron obligados a separarse y rodearlos para continuar su camino.
—Tengo un plan. Mi plan es no casarme con ella. Al infierno con la diplomacia. Y punto. Fin de la discusión.
La mandíbula de Torin se tensó.
—No me mires así. Nos destruiría. —Kai bajó la voz—. Nos convertiría en esclavos.
—Lo sé, Alteza. —Su mirada comprensiva desarmó la creciente irritación del joven—. Por favor, os ruego que me creáis cuando digo que jamás os pediría algo así. Como jamás se lo he pedido a vuestro padre.
Kai retrocedió y se apoyó contra la pared del pasillo. Atareados científicos pasaban junto a ellos ataviados con sus batas blancas, las orugas de los androides chirriaban sobre el linóleo, pero si alguien reparaba en el príncipe y su consejero, nadie daba muestras de ello.
—De acuerdo, soy todo oídos —dijo—. ¿Cuál es el plan?
—Alteza, este no es el lugar…
—No, no, tienes toda mi atención. Por favor, dame algo en lo que pensar que no sea esa maldita enfermedad.
Torin inspiró lentamente.
—No creo que sea necesario modificar nuestra política exterior. Seguiremos el ejemplo de vuestro padre. Por el momento, nos mantendremos firmes en cuanto a la búsqueda de un acuerdo de paz, un tratado.
—¿Y si no lo firma? ¿Y si se cansa de esperar y decide llevar a cabo sus amenazas? ¿Te imaginas una guerra justo ahora, con la peste, la crisis económica y…? Nos destruiría. Y lo sabe.
—Si quisiera iniciar una guerra, ya lo habría hecho.
—Salvo que esté esperando el momento oportuno, cuando nos hayamos debilitado tanto que no nos quede otro remedio que rendirnos.
Kai se rascó la nuca, observando el trajín del pasillo.
Todo el mundo estaba ocupado, concentrado en la búsqueda de un antídoto.
Si existía dicho antídoto.
Suspiró.
—Tendría que haberme casado. Si estuviera casado, la reina Levana ni siquiera sería un problema. No le quedaría otra que firmar el tratado de paz… Si es que quiere la paz.
Ante el silencio de Torin, se volvió hacia el consejero y se sorprendió al toparse con una candidez muy poco habitual en él.
—Puede que encontréis a la joven perfecta durante los festejos —dijo Torin—. Viviréis un gran idilio, seréis felices para siempre y ya no tendréis más preocupaciones el resto de vuestros días.
Kai trató de dirigirle una mirada desaprobadora, pero no fue capaz de mantenerla demasiado tiempo. Torin rara vez bromeaba.
—Una idea brillante. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —Se volvió, apoyó el hombro contra la pared y cruzó los brazos sobre el pecho—. De hecho, puede que exista una alternativa que mi padre y tú todavía no habéis considerado. Hace un tiempo que llevo dándole vueltas a un asunto.
—Oigámoslo, Su Alteza.
Kai bajó la voz.
—Me he dedicado a investigar… —Hizo una pausa antes de proseguir—. Sobre… Sobre la heredera lunar.
Torin abrió los ojos de par en par.
—Su Alteza…
—Espera a que acabe —lo interrumpió Kai, alzando las manos para silenciar a Torin antes de recibir sus críticas. Sabía de antemano qué diría el consejero: la princesa Selene, la sobrina de la reina Levana, estaba muerta. Hacía trece años que había muerto, en un incendio. No existía tal heredera lunar—. Todos los días aparecen nuevos rumores —prosiguió Kai—. Gente que asegura haberla visto o haberla ayudado, teorías…
—Sí, todos hemos oído esas teorías. Sabéis tan bien como yo que no tienen ningún fundamento.
—Pero ¿y si fueran ciertas? —Kai cruzó los brazos y agachó la cabeza hacia Torin. Su voz apenas era un susurro—. ¿Y si ahí fuera hubiera una joven que pudiera ocupar legítimamente el trono de Levana? ¿Alguien incluso más poderoso que ella?
—¿Estáis oyéndoos? ¿Alguien más poderoso que Levana? ¿Os referís a alguien como su hermana, quien hizo que le amputaran los pies a su costurera favorita para que no tuviera otra cosa mejor que hacer que quedarse sentada a coserle sus vestidos?
—No hablo de la reina Channary.
—No, habláis de su hija. Kai, no existe ni un solo miembro en todo su linaje que no haya sido codicioso o violento o que no haya acabado corrompido por su propio poder. Lo llevan en la sangre. Creedme cuando os digo que, aunque estuviera viva, la princesa Selene no sería mejor que su tía.
Kai se dio cuenta de que le dolían los brazos de la presión que ejercían sus manos sobre la piel, blanca alrededor de los dedos.
—Tampoco podría ser peor —replicó—. ¿Quién sabe? Si los rumores son ciertos y ha vivido en la tierra todo este tiempo, tal vez sea distinta. Tal vez simpatizase con nosotros.
—Estáis basando vuestros deseos en rumores.
—Nunca encontraron el cuerpo…
Torin apretó los labios en una fina línea.
—Encontraron lo que quedó de un cuerpo.
—¿Qué mal hay en indagar un poco más? —insistió Kai, que empezaba a desesperarse.
Llevaba mucho tiempo depositando todas sus esperanzas en aquella idea y en aquella investigación. Le resultaba insoportable pensar que había podido estar construyendo un castillo de naipes, aunque en el fondo siempre había contado con esa posibilidad.
—Lo hay —contestó Torin—. Si Levana descubriera que os planteáis algo por el estilo, nuestras esperanzas de alcanzar un acuerdo de paz se irían al traste. Ni siquiera deberíamos estar hablando de esto aquí, es peligroso.
—¿Quién es ahora el que hace caso de los rumores?
—Su Alteza, no hay nada más que discutir. Vuestro objetivo ahora mismo es evitar una guerra, no preocuparos sobre princesas lunares imaginarias.
—¿Y si no puedo evitarlo?
Torin abrió las manos en un gesto de rendición, como si la discusión lo hubiera agotado.
—Entonces la Unión tomará las armas.
—Bien. Un plan excelente. Me alegro mucho de haber tenido esta charla.
Dio media vuelta y se encaminó ofuscado hacia los laboratorios.
No le cabía duda de que la Unión terrestre presentaría batalla. Sin embargo, contra Luna, perdería.