Capítulo once

Cinder parpadeó rápidamente, tratando de disipar la bruma que abotargaba su cerebro. La luz naranja al margen de su visión desapareció, aunque seguía sin saber qué había podido activarla.

Tal vez la descarga eléctrica que había sufrido su sistema había alterado su programación.

El doctor pasó junto a ella, rozándola, y le indicó con un gesto la imagen holográfica que asomaba en la telerred.

—Estoy seguro de que reconoce de quién se trata —dijo, deslizando el dedo por la pantalla. El cuerpo empezó a rotar describiendo un lánguido círculo—. Permítame explicarle qué tiene de peculiar.

Cinder se subió el guante y se tapó el tejido cicatrizado con el borde antes de apresurarse a ponerse a su lado. El pie de Cinder tropezó sin querer con la llave inglesa y la envió debajo de la camilla.

—Yo diría que cerca de un 36,28 por ciento es bastante peculiar.

Aprovechando que el doctor Erland no miraba, Cinder se agachó y recogió la llave inglesa. Le pareció más pesada que antes. En realidad, era como si todo le pesara más de la cuenta. La mano, la pierna, la cabeza.

El doctor señaló el brazo derecho del holograma.

—Aquí es donde le hemos inyectado los microbios portadores de la letumosis. Estaban identificados para poder controlar el avance por su cuerpo. —Retiró el dedo y se dio unos golpecitos en el labio—. ¿Comprende ahora a qué me refiero con lo de peculiar?

—¿Al hecho de que no esté muerta y de que a usted no parezca preocuparle hallarse en la misma habitación que yo?

—Sí, en cierto modo. —La miró a los ojos, rascándose la cabeza por encima de la gorra de lana—. Como puede observar, no se ven microbios.

Cinder se frotó el hombro con la llave inglesa.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que no están. Que han desaparecido. Tal que así —contestó, abriendo las manos y separando los dedos, simulando el estallido de fuegos artificiales.

—Entonces… ¿No tengo la peste?

—Exacto, señorita Linh. No tiene la peste.

—Y no voy a morir.

—Correcto.

—Y no soy contagiosa.

—Eso es. Qué maravillosa sensación, ¿verdad?

Cinder se apoyó contra la pared. Sentía un gran alivio, aunque el recelo no tardó en sustituirlo. Le habían inoculado la peste, ¿y ahora estaba curada? ¿Sin el antídoto?

Tenía todo el aspecto de tratarse de una trampa, pero la luz naranja seguía apagada. El hombre decía la verdad, por inverosímil que pudiera parecer.

—¿Había ocurrido antes?

Una sonrisita pícara apareció en el rostro ajado del doctor.

—Usted es la primera. Estoy barajando varias teorías que podrían explicar la causa, pero tendría que hacerle pruebas, claro.

El hombre se apartó del holograma y se dirigió a la repisa, sobre la que depositó los dos viales.

—Estas son sus muestras de sangre, una tomada antes de la inoculación, y la otra, después. Estoy impaciente por descubrir los secretos que guardan.

Cinder desvió la mirada hacia la puerta antes de volverse hacia el doctor.

—¿Está diciendo que cree que soy inmune?

—¡Sí! Eso es exactamente lo que parece. Muy interesante. Realmente especial. —El hombre unió las manos—. Es posible que sea congénito. Puede que haya algo en su ADN que capacite su sistema inmunitario para vencer esta enfermedad en particular. O puede que mucho tiempo atrás, tal vez en su infancia, se viera expuesta a pequeñas cantidades de letumosis y su cuerpo consiguiera vencerla, de modo que quedara inmunizada contra ella. —Cinder se encogió, incómoda ante la mirada entusiasmada de aquel hombre—. ¿Recuerda algo de su infancia que pudiera estar relacionado? —prosiguió el doctor—. ¿Alguna enfermedad grave? ¿Algún encuentro cercano con la muerte?

—No. Bueno… —Vaciló, metiendo la llave inglesa en un bolsillo lateral de los pantalones—. Puede que… Tal vez. Mi padrastro murió de letumosis. Hace cinco años.

—Su padrastro. ¿Sabe dónde pudo haberla contraído él?

Cinder se encogió de hombros.

—No lo sé. Mi madras… Mi tutora, Adri, siempre ha dicho que se contagió en Europa. Cuando me adoptó.

Al doctor le temblaron las manos, como si los dedos crispados fueran lo único que impedía que entrara en ignición.

—Entonces, es europea.

Cinder asintió, insegura. Resultaba extraño pensar que era de un lugar del que no recordaba nada.

—Que usted recuerde, ¿había mucha gente enferma en Europa? ¿Algún brote digno de mención en su provincia?

—No lo sé. En realidad, no recuerdo nada que sea anterior a la operación.

El hombre enarcó las cejas. Sus ojos azules absorbieron toda la luz de la habitación.

—¿La operación de implantes biónicos?

—No, de cambio de sexo.

La sonrisa del doctor titubeó en sus labios.

—Es broma.

El doctor Erland recuperó la compostura.

—¿A qué se refiere cuando dice que no recuerda nada?

Cinder se apartó un mechón de pelo del rostro soltando un bufido.

—A eso exactamente. Creo que la instalación de la interfaz neuronal tiene algo que ver; por lo visto causó daños en mi… Ya sabe, como se diga. La parte del cerebro que recuerda las cosas.

—El hipocampo.

—Supongo.

—¿Cuántos años tenía?

—Once.

—Once. —El doctor Erland soltó el aire de golpe y dirigió una mirada desasosegada al suelo, como si fuera a encontrar allí escrita la explicación de su inmunidad—. Once. A causa de un accidente de levitador, ¿verdad?

—Exacto.

—Hoy día, los accidentes de levitador son casi imposibles.

—Hasta que un idiota inutiliza el sensor de colisión para que corra más rápido.

—Aun así, unas cuantas contusiones y cardenales no parecen justificar la cantidad de reparaciones que tuvieron que hacerle.

Cinder tamborileó con los dedos sobre la cadera. «Reparaciones», un término muy ciborg.

—Sí, bueno, mis padres murieron y yo salí volando por el parabrisas. La fuerza del impacto sacó el levitador de la maglev, la vía de levitación magnética. El vehículo dio varias vueltas de campana y yo quedé atrapada debajo. Cuando me sacaron de allí, algunos de los huesos de mi pierna tenían la consistencia del serrín. —Hizo una pausa, jugueteando nerviosamente con los guantes—. Al menos, eso es lo que me han contado. Como ya le he dicho, no recuerdo nada.

Lo único que retenía vagamente en la memoria era la bruma inducida por las drogas, los pensamientos incoherentes. Luego llegó el dolor. La inflamación de los músculos. Los quejidos de las articulaciones. El rechazo generalizado de su cuerpo al descubrir lo que le habían hecho.

—Desde entonces, ¿tiene algún problema para retener los recuerdos o formar nuevos?

—Que yo sepa, no. —Lo miró con cara de pocos amigos—. ¿Es eso relevante?

—Es fascinante —contestó el doctor Erland, eludiendo la pregunta y extrayendo su portavisor, en el que realizó varias anotaciones—. Once años —repitió en un murmullo—. Ha debido de cambiar de prótesis varias veces hasta llegar a estas.

Cinder hizo una mueca de contrariedad. Así debería haber sido si Adri no se hubiera negado a pagar recambios nuevos para el monstruo de su hijastra. En vez de responder, echó un vistazo a la puerta y luego a los viales llenos de sangre.

—Entonces… ¿puedo irme cuando quiera?

Los ojos del doctor Erland lanzaron un destello, como si la pregunta lo hubiera ofendido.

—¿Irse? Señorita Linh, creo que no comprende lo valiosa que la ha hecho este descubrimiento.

Cinder se puso tensa y sus dedos repasaron el contorno de la llave inglesa en el bolsillo.

—De modo que sigo siendo su prisionera, solo que ahora, además, soy valiosa.

La expresión del hombre se dulcificó y guardó el visor.

—Mucho más de lo que imagina. No sabe lo importante… No tiene ni idea de su valía.

—En fin, y ahora, ¿qué? ¿Va a inocularme enfermedades mucho más letales para ver cómo se las apaña mi cuerpo?

—Por todos los astros, no. Insisto, es demasiado valiosa para matarla.

—Hace una hora no decía lo mismo.

El doctor Erland se volvió hacia el holograma con el ceño fruncido, como si meditase las palabras de la joven.

—Las cosas son muy distintas de hace una hora, señorita Linh. Con su ayuda, podríamos salvar cientos de miles de vidas. Si es lo que creo que es, podríamos… En fin, para empezar, podríamos cancelar las levas ciborg. —Se tapó la boca con el puño cerrado—. Además, le pagaríamos, claro está.

Cinder se pasó los pulgares por las presillas de los pantalones y se apoyó contra la repisa, donde descansaban los instrumentos que antes la habían inquietado tanto.

Era inmune.

Era importante.

El dinero era tentador, no iba a negarlo. Si conseguía demostrar que era autosuficiente, tal vez pudiera anular la custodia legal de Adri. Podría comprar su libertad.

Sin embargo, incluso esa perspectiva se ensombreció al pensar en Peony.

—¿De verdad cree que puedo ayudar en algo?

—Lo creo. De hecho, creo que, dentro de muy poco, todos los habitantes de la Tierra podrían estarle inmensamente agradecidos.

Cinder tragó saliva. Se subió a una de las camillas y recogió las piernas debajo de ella.

—Está bien, para que no haya dudas: ahora estoy aquí de manera voluntaria, lo que significa que puedo irme cuando quiera. Sin preguntas ni discusiones.

El rostro del doctor se animó y sus ojos se iluminaron como dos antorchas entre las arrugas.

—Sí, por supuesto.

—Y quiero que me paguen, como usted ha dicho, pero ingresándome el dinero en una cuenta aparte. Todo legal, pero por algún medio al que mi tutora no pueda tener acceso. No quiero que tenga ni la más mínima idea de que me he prestado voluntaria, ni ningún derecho sobre el dinero.

Para sorpresa de Cinder, el hombre no vaciló ni dos segundos.

—Por supuesto.

La joven inspiró hondo, tratando de acompasar la respiración.

—Y una cosa más: mi hermana. Ayer se la llevaron a las cuarentenas. Si encuentran un antídoto, o cualquier cosa que pudiera actuar como un antídoto, quiero que ella sea la primera en recibirlo.

Esta vez, la mirada del doctor vaciló. Se volvió y se acercó al holograma, frotándose las manos en el frontal de la bata.

—Me temo que eso no puedo prometérselo.

Cinder apretó los puños.

—¿Por qué no?

—Porque el emperador debe ser el primero en recibir el antídoto. —Se le formaron unas arruguitas compasivas en los párpados—. Pero puedo prometerle que su hermana será la segunda.