Capítulo ocho

Ardía en una pira, tumbada de espaldas sobre las brasas. Llamas. Humo. Ampollas borbotando por toda su piel. Le faltaban una pierna y una mano, y solo le quedaban los muñones en los que los cirujanos le habían implantado las prótesis. Unos cables marchitos colgaban de ellos. Intentó arrastrarse, pero le resultó tan imposible como a una tortuga boca arriba. Alargó su única mano, tratando de remolcar el cuerpo lejos del fuego, pero el lecho de brasas se extendía hacia el infinito.

Había tenido aquel sueño otras veces, cientos de ellas. Sin embargo, en esta ocasión era distinto.

En lugar de estar sola, como siempre, estaba rodeada de otras víctimas, tullidos, que se retorcían entre las brasas, gimiendo, implorando un poco de agua. A todos les faltaba alguna extremidad. Algunos solo tenían una cabeza, un torso y una boca, que suplicaba incesantemente. Cinder se apartó de ellos al percatarse de las manchas azuladas que les cubrían la piel. El cuello, las piernas mutiladas, las muñecas apergaminadas.

Vio a Peony. Chillando. Acusándola. Ella le había hecho aquello. Ella había llevado la peste a su hogar. Todo era culpa suya.

Cinder abrió la boca para implorar perdón, pero se detuvo cuando se vio la mano. Tenía la piel cubierta de manchas azules.

El fuego empezó a consumir la piel enferma y dejó a la vista el metal y los cables que había bajo los músculos.

Volvió a encontrarse con la mirada de Peony. Su hermana abrió la boca, pero tenía una voz extraña, profunda.

—Prepara el detector de ratio, si eres tan amable.

Las palabras zumbaron como abejas en los oídos de Cinder y su cuerpo se sacudió, pero no podía moverse. El olor a humo persistía en su nariz, aunque el calor de las llamas se mitigaba poco a poco, dejándola con la espalda abrasada y dolorida. Peony se desvaneció. El lecho de brasas se fundió en el suelo.

Un texto de color verde se desplazó por la parte inferior de su campo de visión.

Distinguió el rumor familiar de las orugas de un androide en medio de la oscuridad.

REALIZADA COMPROBACIÓN DE DIAGNÓSTICOS.

TODOS LOS SISTEMAS ESTABLES. REINICIANDO EN 3… 2… 1…

Oyó un ruido sobre su cabeza. Un zumbido eléctrico. Uno de los dedos de Cinder se contrajo, lo más cercano a un estremecimiento que su cuerpo era capaz de producir.

La oscuridad empezó a caldearse al tiempo que un tenue resplandor carmesí bañaba sus párpados.

Se obligó a abrir los ojos y bizqueó ante el resplandor despiadado de los fluorescentes.

—¡Vaya! Julieta se despierta.

Volvió a cerrarlos para que fueran acostumbrándose poco a poco a la luz. Intentó llevarse la mano a la cara para tapárselos, pero algo la tenía apresada y le impedía moverla.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo, presa del pánico. Abrió los ojos y volvió la cabeza, tratando de distinguir quién había hablado.

Su reflejo en el espejo, que ocupaba toda la pared, le devolvió una mirada asustada. Tenía el pelo hecho un calamidad —sin brillo, enredado, sucio— y estaba muy pálida, la piel casi parecía traslúcida, como si la descarga hubiera consumido algo más que energía.

Le habían quitado los guantes y las botas, y le habían subido las perneras de los pantalones hasta las rodillas. El espejo no le devolvía la imagen de una chica. Le devolvía la imagen de una máquina.

—¿Cómo se siente, señorita, esto…, señorita Linh? —dijo una voz sin rostro, con un acento que no consiguió ubicar. ¿Europeo? ¿Americano?

Se humedeció los labios resecos y alargó el cuello para ver qué hacía el androide que tenía detrás. El robot estaba manipulando una pequeña máquina que descansaba sobre una repisa, entre una decena de aparatos similares. Equipo médico. Instrumental quirúrgico. Goteros. Agujas. Cinder comprendió que estaba conectada a una de las máquinas mediante unos sensores que llevaba colocados en el pecho y en la frente.

Había una telerred colgada en la pared de la derecha, donde se leía su nombre y número de identidad. Por lo demás, la sala estaba desierta.

—Si no es mucha molestia, le agradecería que se estuviera quieta y cooperara. No le robaremos demasiado tiempo —dijo la voz.

Cinder frunció el ceño.

—Muy gracioso —contestó al tiempo que tiraba con fuerza de las bandas metálicas—. Yo no he dado mi consentimiento. No me he presentado voluntaria para que me sometáis a vuestras malditas pruebas.

Silencio. Algo emitió un pitido detrás de ella. Echó un vistazo por encima de la cabeza y vio que el androide sacaba unos prensores de una máquina, conectados a cables muy finos. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Mantén esa cosa alejada de mí.

—No le dolerá en absoluto, señorita Linh.

—Me da igual. No te acerques a mi cabeza. No soy uno de vuestros voluntarios suicidas.

La voz chascó la lengua.

—Aquí tengo la firma de una tal señora Linh Adri. Supongo que la conoce.

—¡No es mi madre! Solo es…

Sintió un nudo en el estómago.

—¿Su tutora legal?

Cinder dejó caer la cabeza hacia atrás, contra la mesa de examen acolchada. El papel protector de la camilla se arrugó bajo ella.

—Esto no es justo.

—No tiene de qué preocuparse, señorita Linh. Con su presencia, está prestando un gran servicio a sus conciudadanos.

Cinder lanzó una mirada asesina al espejo con la que esperaba fulminar al imbécil del otro lado.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que han hecho ellos por mí?

—Med, por favor, procede —se limitó a decir la voz, sin contestar a su pregunta.

Las orugas de tracción se volvieron hacia ella. Cinder intentó alejar el cuello para evitar los fríos prensores, pero el androide le agarró la cabeza con fuerza mecánica y le aplastó la mejilla contra el papel de la camilla. Intentó mover las manos y los brazos con desesperación, aunque en vano.

Si se resistía lo suficiente, tal vez volverían a dejarla inconsciente. No estaba segura de si sería mejor o peor, pero al recordar el lecho de brasas incandescentes dejó de forcejear.

El corazón le latía con fuerza cuando el androide abrió el cierre de la parte posterior de su cabeza. Cerró los ojos, tratando de imaginar que se encontraba en cualquier otro lugar y no en aquella habitación fría y estéril. No quería pensar en los prensores metálicos trasteando en su panel de control —en su cerebro—, aunque era imposible no hacerlo oyendo cómo maniobraban para acceder hasta él.

Una náusea. Se tragó la bilis.

Oyó el tintineo de las pinzas articuladas. No sentía nada, no tenía terminaciones nerviosas; sin embargo, un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le erizó el vello de los brazos. El visor retinal la informó de que estaba conectada al DETECTOR DE RATIO 2.3. EXPLORANDO… 2 %… 7 %… 16 %…

La máquina emitía un zumbido sobre la repisa que había detrás de ella. Cinder imaginó una débil corriente eléctrica atravesaba los cables. Sobre todo la percibía en las zonas donde la piel se unía al metal, una especie de cosquilleo allí donde la sangre encontraba el paso cortado.

63 %…

Cinder apretó los dientes. No era la primera vez que accedían a su panel de control, a su cabeza. Algo que nunca había olvidado, aunque sí había fingido ignorar. Un cirujano, un extraño, le había abierto el cráneo y le había implantado su sistema de cables y conductores hechos a medida mientras ella yacía impotente. Alguien había manipulado su cerebro. Alguien la había manipulado.

78 %…

Ahogó el grito que pugnaba por salir. No sentía dolor. Nada. Pero había alguien en su cabeza. Dentro de ella. Era una invasión. Una violación. Intentó zafarse, pero el androide la tenía bien sujeta.

—¡Déjame!

El grito rebotó en las frías paredes de la habitación.

EXPLORACIÓN COMPLETA

El med-droide desconectó los prensores. Cinder temblaba de la cabeza a los pies, con el corazón encogido en un puño.

El robot no se molestó en cerrarle el panel de la nuca.

Cinder lo odió. Odió a Adri. Odió la voz enloquecedora al otro lado del espejo. Odió a aquella gente sin rostro ni nombre que la había convertido en lo que era.

—Gracias por su magnífica cooperación —dijo la voz anónima—. Solo tardaremos un minuto en grabar su configuración cibernética y enseguida proseguiremos con las pruebas. Póngase cómoda y relájese.

Cinder había vuelto la cara hacia el otro lado y no le prestaba atención. Aquella era una de esas raras ocasiones en que se alegraba de no tener conductos lagrimales, si no estaba segura de que se habría puesto a llorar como una tonta y se habría odiado aún más, si cabía.

Seguía oyendo voces a través de los altavoces, pero la conversación, conducida casi entre murmullos, estaba salpicada de jerga científica que escapaba a su comprensión. Detrás de ella, el med-droide iba arriba y abajo mientras recogía el detector de ratio y preparaba el siguiente instrumento de tortura.

Cinder abrió los ojos. La imagen que aparecía en la telerred de la pared había cambiado y ya no mostraba sus datos biométricos. Su número de identificación seguía apareciendo en la parte superior de la pantalla, justo encima de una representación holográfica.

De una chica. Una chica llena de cables.

Era como si alguien la hubiera abierto por la mitad, hubiera separado la parte frontal y la trasera y luego hubiera colocado la imagen ilustrada en un libro de texto de medicina. El corazón, el cerebro, los intestinos, los músculos, las venas azules. El panel de control, la mano y la pierna biónicas, cables que partían de la base del cráneo, recorrían toda la columna vertebral y se dirigían hacia las prótesis. El tejido cicatrizado donde la carne se unía al metal. Un pequeño cuadradito oscuro en la muñeca: su chip de identidad.

Sin embargo, todo aquello ya lo sabía. Se lo esperaba.

Lo que ignoraba era que su espina dorsal estuviera compuesta de vértebras metálicas, o que tuviera varias férulas en los huesos de la pierna derecha y cuatro costillas también metálicas, o que tuviera el corazón recubierto de tejido sintético.

En la parte inferior de la pantalla se leía:

RATIO: 36,28 %

Era un 36,28 por ciento no humana.

—Gracias por su paciencia —expesó la voz, sobresaltándola—. Como estoy seguro de que habrá notado, es usted el paradigma de la ciencia moderna, jovencita.

—Déjame en paz —susurró.

—Permítame explicarle qué ocurrirá a continuación: el med-droide le inyectará una solución de microbios de la letumosis al diez por ciento. Están identificados magnéticamente, de modo que aparecerán en la representación holográfica en color verde brillante, en tiempo real. Una vez que su cuerpo entre en la primera fase de la enfermedad, su sistema inmunitario se pondrá en funcionamiento e intentará destruir los microbios, pero no lo logrará. A continuación, su cuerpo entrará en la segunda fase de la enfermedad, momento en el que aparecerán las manchas azuladas en la piel, similares a unos cardenales. Llegados a este punto, le inyectaremos el lote de anticuerpos más reciente, el cual, si tenemos éxito, acabará con los patógenos. Abracadabra y estará en casa a tiempo para cenar. ¿Preparada?

Cinder no podía apartar la mirada del holograma, imaginando cómo sería verse morir. En tiempo real.

—¿Cuántos lotes de anticuerpos distintos han probado?

—¿Med?

—Veintisiete —contestó el med-droide.

—Aunque —puntualizó la voz de acento extranjero— cada vez tardan un poco más en morir.

Cinder estrujó el papel de la camilla entre sus dedos.

—Creo que todos estamos listos. Med, por favor, procede con la jeringuilla A.

Algo provocó un traqueteo metálico al topar con la mesa e, instantes después, el androide apareció al lado de la joven. Llevaba el panel del torso abierto, por el cual asomaba un tercer brazo cuyo extremo acababa en una jeringuilla, idéntico al de los androides de emergencias.

Cinder intentó zafarse, pero estaba inmovilizada. Se imaginó la voz sin rostro al otro lado del espejo, observándola, riéndose de sus inútiles forcejeos, por lo que se quedó muy quieta, prometiéndose que ni siquiera pestañaría. Que sería fuerte. Que no pensaría en lo que iban a hacerle.

Sintió los fríos dedos articulados del androide cuando este le asió el codo, todavía amoratado tras las dos extracciones de sangre de las últimas doce horas. Hizo una mueca de dolor y se puso rígida.

—Es más fácil encontrar la vena si está relajada —dijo el androide con su voz hueca.

Cinder tensó los músculos del brazo hasta que empezaron a temblarle. Oyó un bufido por los altavoces, como si a la voz sin rostro le divirtieran sus chiquilladas.

El androide estaba bien programado. A pesar de la resistencia que opuso, la aguja le atravesó la vena al primer intento. Cinder ahogó un grito.

Un pinchazo. Un mero pinchazo. Sus ansias de rebelión la abandonaron cuando el líquido transparente inundó sus venas.