Capítulo siete

El doctor Dmitri Erland deslizó el dedo por la pantalla del portavisor, estudiando el historial del paciente. Varón. Treinta y dos años. Tenía un hijo, aunque no se mencionaba a su mujer. En paro. Convertido en ciborg hacía tres años, tras sufrir un accidente laboral que le había impedido trabajar. Seguramente había invertido casi todos sus ahorros en la operación. Procedía de Tokio.

Demasiados factores en contra, aunque el doctor Erland no podía explicárselo a nadie. Asomó la lengua entre los dientes y resopló contrariado.

—¿Usted qué cree, doctor? —preguntó la ayudante que lo asistía en esos momentos, una joven morena de cuyo nombre nunca se acordaba y que como mínimo le sacaba diez centímetros de estatura.

Le gustaba asignarle tareas que la mantuvieran sentada durante el trabajo.

El doctor Erland inspiró profundamente y soltó el aire de golpe mientras llenaba la pantalla el gráfico del cuerpo del paciente, una información más relevante que la que estaba consultando. Solo estaba reconstruido en un 6,4 por ciento: el pie derecho, varios cables y un panel de control del tamaño de un pulgar implantado en el muslo.

—Demasiado viejo —dijo, y arrojó el visor sobre la amplia repisa que había delante de la ventana de observación.

Al otro lado del cristal, el paciente estaba tendido sobre la mesa del laboratorio. Salvo por el incesante tamborileo de los dedos contra el acolchado de plástico, parecía tranquilo. Iba descalzo, pero los injertos de piel le cubrían la prótesis.

—¿Demasiado viejo? —repitió la ayudante. Se levantó y se acercó a la ventana, blandiendo su propio portavisor delante de él—. ¿Ahora tener treinta y dos años es ser demasiado viejo?

—No nos sirve.

La joven frunció los labios hacia un lado.

—Doctor, este será el sexto sujeto de levas que rechaza este mes. No podemos permitírnoslo.

—Tiene hijos. Un niño. Lo dice aquí.

—Sí, un niño que esta noche tendrá un plato en la mesa gracias a que su papaíto ha encajado en el perfil de nuestros sujetos de estudio.

—¿Que encaja en nuestro perfil? ¿Con una ratio de ciberimplantes del 6,4 por ciento?

—Es mejor que hacer pruebas con humanos. —Dejó el portavisor junto a una bandeja de placas petri—. ¿De verdad quiere descartarlo?

El doctor Erland miró la sala de cuarentena con cara de pocos amigos, mientras un gruñido reverberaba en su garganta. Enderezó la espalda y se alisó la bata de laboratorio dándole un tirón.

—Placébalo.

—¿Que lo place…? ¡Pero si no está enfermo!

—Ya lo sé, pero si no le damos nada, en tesorería se preguntarán qué estamos haciendo aquí abajo. Venga, suminístrale un placebo y dale el alta para que pueda irse.

La joven se volvió airada y cogió un vial etiquetado de un estante.

—¿Qué estamos haciendo aquí abajo?

El doctor Erland levantó un dedo, pero la irritación de la joven se traslucía de tal manera en la mirada que le dirigió que el hombre olvidó lo que iba a decir.

—¿Cómo te llamabas?

La joven puso los ojos en blanco.

—Por favor. Claro, al fin y al cabo solo he estado ayudándolo todos los lunes de los últimos cuatro meses.

Le dio la espalda. La larga trenza negra le azotó la cadera. El doctor Erland frunció el ceño, fascinado por aquella trenza que se alzaba y se enroscaba sobre sí misma. Una serpiente negra y brillante irguiendo la cabeza. Silbándole. Preparada para atacar.

Cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando volvió a abrirlos, la trenza solo era una trenza. Pelo negro y brillante. Inofensivo.

El doctor Erland se quitó la gorra, se frotó la cabeza y se pasó una mano por el pelo, gris y considerablemente más pobre que el de su ayudante.

Las alucinaciones eran cada vez peores.

En ese momento se abrió la puerta del laboratorio.

—¿Doctor?

Se sobresaltó y volvió a colocarse la gorra.

—¿Sí? —contestó, recuperando su portavisor.

Li, otro ayudante, se quedó con la mano en el picaporte. Al doctor Erland siempre le había gustado Li, quien, a pesar de ser más alto que él, seguía sin superar a la joven.

—Hay una voluntaria esperando en la 6D —anunció Li—. La trajeron anoche.

—¿Una voluntaria? —repitió la joven—. Hace tiempo que no teníamos voluntarios.

Li sacó un portavisor del bolsillo superior de la bata.

—Es bastante joven, una adolescente. Todavía no hemos ejecutado los diagnósticos, pero creo que tendrá una ratio bastante alta. Sin injertos de piel.

El doctor Erland se animó, rascándose la sien con la esquina de su visor.

—¿Y dices que se trata de una adolescente? Es ciertamente… —Intentó encontrar la palabra más adecuada—. ¿Inusual? ¿Casual? ¿Afortunado?

—Sospechoso —dijo la joven en voz baja.

El doctor Erland se dio la vuelta y volvió a toparse con una mirada poco amistosa.

—¿Sospechoso? ¿A qué te refieres?

La joven se sentó en el borde de la repisa, rebajando su estatura hasta que los ojos de ambos estuvieron a la misma altura, aunque los brazos cruzados y el ceño fruncido de alguien que no se deja amedrentar no hacían más que acentuar lo que tenía de intimidatoria.

—Que siempre tiene prisas por placebar a los ciborgs varones que llegan, pero enseguida se anima cuando oye hablar de una mujer, especialmente si es joven.

El hombre abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla.

—Cuanto más jóvenes, más sanos —replicó—. Cuanto más sanos, menos complicaciones encontramos. Y no es culpa mía que las levas no hagan más que reclutar mujeres.

—Menos complicaciones. Cierto. En cualquier caso, tanto da, porque todos acaban muriendo.

—Sí, bueno, gracias por tu optimismo. —Señaló al hombre que había al otro lado del cristal—. Placebo, por favor. Ve a buscarnos cuando hayas acabado.

El doctor Erland salió del laboratorio acompañado de Li.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó, tapándose la boca con una mano ahuecada.

—¿Fateen?

—¡Fateen! Siempre se me olvida. Uno de estos días se me olvidará hasta cómo me llamo.

Li ahogó una risita y el doctor Erland se alegró de haber hecho aquella broma. La gente parecía ser más indulgente con un anciano que pierde la memoria si de vez en cuando él mismo se burlaba de ello.

Salvo por los dos med-droides detenidos junto a la escalera, a la espera de órdenes, el pasillo estaba desierto. El laboratorio 6D no quedaba demasiado lejos.

El doctor Erland se sacó el lápiz táctil de detrás de la oreja y fue pulsando la pantalla del visor para descargarse la información que Li le había enviado. El historial de la nueva paciente apareció en una ventana emergente.

LINH CINDER, MECÁNICA AUTORIZADA

ID #0097917305

NACIMIENTO 29 DE NOV. DE 109 T. E.

0 APARICIONES EN LOS MEDIOS

RESIDENTE EN NUEVA PEKÍN, COMUNIDAD ORIENTAL. BAJO TUTELA DE LINH ADRI.

Li abrió la puerta del laboratorio. El doctor Erland volvió a colocarse el lápiz detrás de la oreja y entró en la habitación sintiendo un hormigueo en los dedos.

La joven estaba tumbada en la mesa al otro lado de la ventana de observación. La iluminación de la sala de cuarentena esterilizada era tan intensa que tuvo que entrecerrar los ojos para no acabar deslumbrado. Un med-droide estaba acabando de tapar un vial de plástico lleno de sangre, a punto de meterlo en el tubo neumático con destino al laboratorio hematológico.

Unas bandas metálicas inmovilizaban las manos y las muñecas de la joven. La izquierda era de acero deslustrado y las articulaciones estaban ennegrecidas, como si le hiciera falta una buena limpieza. Le habían arremangado las perneras de los pantalones hasta las rodillas, lo que dejaba a la vista una pierna humana y una protésica.

—¿Ya está conectada? —preguntó el doctor Erland, deslizando su visor en el bolsillo de la bata.

—Todavía no —contestó Li—, pero mírela.

El doctor Erland gruñó, intentando reprimir su contrariedad.

—Sí, puede que la ratio sea impresionante, pero la calidad deja mucho que desear, ¿verdad?

—Por fuera, tal vez, pero tendría que haber visto el cableado. Autocontrol y sistema nervioso de cuarto grado.

El doctor Erland enarcó una ceja y volvió a relajarla con la misma rapidez.

—¿Se ha mostrado violenta?

—Los med-droides han tenido problemas para detenerla. Inutilizó a dos de ellos con una… correa, o algo parecido, antes de que pudieran electrocutar su sistema. Lleva inconsciente toda la noche.

—Pero ¿se ha presentado voluntaria?

—Lo hizo su tutora legal. Sospecha que la paciente ha entrado en contacto con la enfermedad. Una hermana, se la llevaron ayer.

El doctor Erland atrajo hacia sí el micrófono que había en la mesa.

—Despierta, despierta, bella durmiente —canturreó, dando un golpecito en el cristal.

—Le dieron una descarga de doscientos voltios —dijo Li—, pero yo diría que volverá en sí en cualquier momento.

El doctor Erland introdujo los pulgares de los bolsillos de la bata.

—Bien. No necesitamos que esté consciente, así que vamos allá, empecemos de una vez.

—Vaya, qué bien —comentó Fateen desde la puerta. Los tacones repiquetearon contra el suelo de baldosas al entrar en el laboratorio—. Me alegro de que haya encontrado alguien de su agrado.

El doctor Erland presionó un dedo contra el cristal.

—Joven —dijo, sin apartar la mirada del brillo metálico de las extremidades de la joven—. Sana.

Fateen sonrió burlonamente y reclamó un asiento delante de la telerred que mostraba el historial de la ciborg.

—Si considera que tener treinta y dos años es ser un viejo decrépito, ¿qué se supone que es usted?

—Todo un hallazgo en el mercado de antigüedades. —El doctor Erland acercó los labios al micrófono—. ¿Med? Prepara el detector de ratio, si eres tan amable.