Capítulo seis

Cinder se adentró furtivamente en la cálida noche, arrastrando tras de sí el rumor de sus pasos sobre el cemento, como si ambas piernas fueran de acero. La solitaria noche era un coro de sonidos apagados en su cerebro: el crujido arenoso de las orugas de Iko, el chisporroteo de las farolas sobre sus cabezas, el zumbido constante del superconductor magnético bajo las calles. La llave inglesa que guardaba en la pantorrilla producía un golpeteo metálico a cada paso. Sin embargo, el vídeo que se reproducía en su mente sin interrupción ahogaba todo lo demás.

Le ocurría de vez en cuando: su interfaz grababa momentos de gran intensidad emocional y después los reproducía sin descanso. Como un déjà vu o como cuando las últimas palabras de una conversación quedan suspendidas en el aire mucho después de que se haya instalado el silencio. Por lo general, conseguía detener el recuerdo antes de que la volviera loca, pero esa noche ya no le quedaban fuerzas.

La mancha negra en la piel de Peony. Su alarido. La jeringuilla del med-droide extrayéndole sangre, clavada en el pliegue del brazo. Peony, diminuta y temblorosa en la camilla. Muriéndose.

Se detuvo y se llevó las manos al estómago, tratando de detener la náusea. Iko se paró unos pasos por delante de ella y dirigió su luz hacia el rostro contraído de Cinder.

—¿Te encuentras bien?

El haz barrió su cuerpo de arriba abajo a gran velocidad. Cinder estaba segura de que Iko buscaba manchas que parecieran cardenales a pesar de que el med-droide había dicho que no estaba infectada.

En vez de contestar, Cinder se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo trasero. Cuando se le pasó el mareo, apoyó un hombro contra una farola e inspiró con fuerza el aire húmedo. Casi habían llegado a casa. El bloque de viviendas de la Torre Fénix se alzaba en la siguiente manzana. El débil brillo de la luna creciente únicamente bañaba el último piso, relegando el resto del edificio a las sombras. Salvo por un puñado de ventanas en las que se veía luz o el resplandor azulado de las telerredes parpadeantes, el resto permanecía a oscuras. Cinder contó los pisos hasta dar con las que correspondían a la cocina y el dormitorio de Adri.

Aunque tenues, todavía quedaban luces encendidas en alguna parte de la vivienda. Adri no era un ave nocturna, pero tal vez había descubierto que Peony todavía no había regresado a casa. O quizá Pearl estaba despierta haciendo algún trabajo para el colegio o intercambiando coms con sus amigos a altas horas de la noche.

Tal vez fuera mejor así. Le hubiera incomodado tener que despertarlas.

—¿Qué voy a decirles?

El sensor de Iko se detuvo en el bloque de pisos un instante, antes de volver a dirigirlo al suelo para detectar y esquivar los escombros esparcidos por la acera.

Cinder se secó la mano sudorosa en los pantalones y se obligó a seguir adelante. Por mucho que lo intentaba, no se le ocurrían las palabras adecuadas. Explicaciones, excusas. ¿Cómo le dices a una mujer que su hija se muere?

Pasó la muñeca por delante del escáner de identidad y esta vez entró por la puerta principal. La única decoración del vestíbulo gris consistía en una telerred que emitía información solo relevante para los vecinos: un aumento de las cuotas de mantenimiento, una petición de un escáner de identidad nuevo para la puerta principal, un gato perdido. Luego venía el ascensor, cuya vieja maquinaria producía un estruendoso traqueteo metálico. El pasillo estaba casi desierto, salvo por el inquilino del apartamento 1807, que estaba echándose un sueñecito delante de su puerta. Cinder tuvo que recogerle el brazo extendido para que Iko no tropezara con él. La pesada respiración y el aroma dulzón del vino de arroz impregnaban el aire.

Vaciló ante la puerta del apartamento 1820, con el pulso acelerado. No conseguía recordar en qué momento el vídeo de Peony había dejado de repetirse en su cabeza, eclipsado por unos nervios a flor de piel.

¿Qué iba a decirles?

Cinder se mordió el labio y levantó la muñeca en dirección al escáner. La lucecita cambió a verde y la joven abrió la puerta intentando hacer el menor ruido posible.

El resplandor de la sala de estar se derramaba hacia el oscuro pasillo. Cinder atisbó la telerred, que todavía seguía retransmitiendo imágenes del mercado de aquella misma mañana. Las llamas consumían la panadería una y otra vez. Habían apagado el sonido.

Cinder entró en la habitación, pero se detuvo con brusquedad. Iko tropezó con su pierna.

Frente a ella, en medio de la sala, había tres androides con cruces rojas pintadas en sus cabezas esféricas. Med-droides de urgencias.

Detrás de ellos, Adri esperaba envuelta en su bata de seda junto a la repisa, aunque el fuego holográfico estaba apagado. Pearl todavía iba vestida de calle, sentada en el sofá con las piernas recogidas y la barbilla apoyada en las rodillas. Ambas se sujetaban unas toallas de mano sobre la nariz y miraban a Cinder con una mezcla de asco y miedo.

A Cinder se le formó un nudo en el estómago. Retrocedió medio paso hacia el pasillo, preguntándose cuál de ellas estaría enferma, aunque enseguida comprendió que no podía tratarse de ninguna de las dos. Los androides se las habrían llevado de inmediato, ellas no se protegerían con un paño de lo que pudiera pulular por el aire y todo el edificio habría quedado clausurado.

Se fijó en el pequeño vendaje que Adri llevaba en el pliegue del brazo. Acababan de hacerles el análisis.

Cinder se quitó el bolso en bandolera y lo dejó en el suelo, pero no soltó la magnetocorrea.

Adri se aclaró la garganta y bajó el trapo hasta el pecho. Parecía un cadáver bajo aquella luz, tan tenue que resaltaba su tez macilenta y su constitución huesuda. No iba maquillada, y bajo los ojos, inyectados en sangre, se le habían formado unas bolsas ojerosas. Había estado llorando, aunque en esos momentos sus labios dibujaban una delgada y severa línea.

—Hace una hora he recibido una com —dijo una vez que el silencio se hubo impuesto en la habitación—. Me informaba de que habían recogido a Peony en el depósito de chatarra de Taihang y que se la habían llevado… —Se le quebró la voz. Bajó la vista y, cuando volvió a alzarla, echaba fuego por los ojos—. Pero, claro, todo eso tú ya lo sabes, ¿verdad?

Cinder se removió incómoda, intentando no mirar a los med-droides.

Sin esperar a que Cinder respondiera, Adri se dirigió a Iko.

—Ya puedes empezar a deshacerte de las cosas de Peony. Cualquier cosa que haya llevado puesta esta última semana irá al recolector de basura, pero llévalo tú misma al callejón, no quiero que atasque los vertedores. Supongo que lo demás podrá venderse en el mercado.

Lo había dicho con voz cortante y segura, como si hubiera repasado mentalmente aquella lista una y otra vez desde que había recibido la noticia.

—Sí, Linh-jie —dijo Iko, al tiempo que retrocedía hacia el pasillo.

Cinder estaba paralizada, con las manos aferradas a la magnetocorrea, como si fuera un escudo. Aunque la androide no estaba programada para desobedecer las órdenes de Adri, por su lentitud era evidente que no deseaba dejar a Cinder sola tanto tiempo mientras los med-droides seguían observándolas con sus sensores amarillos.

—¿Por qué estaba esta noche mi hija pequeña en el depósito de chatarra de Taihang? —preguntó Adri, retorciendo la toalla.

Cinder estrechó la magnetocorrea contra ella, alineándola verticalmente con su cuerpo. Fabricada del mismo acero que su mano e igual de deslustrada, era como una extensión de ella misma.

—Me ha acompañado a buscar una magnetocorrea. —Le costaba respirar. Era como si tuviera la lengua hinchada y se le hubiera formado un nudo en la garganta—. Lo siento mucho. No sabía… He visto las manchas y he llamado a un levitador de emergencias. No sabía qué hacer.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Adri, apenas un instante, antes de enjugarlas con un par de parpadeos. Bajó la cabeza y se quedó mirando la toalla retorcida. Su cuerpo se arqueó hacia a la repisa.

—No sabía si volverías, Cinder. Esperaba recibir otra com en cualquier momento diciéndome que también se habían llevado a mi pupila. —Adri enderezó la espalda y alzó la mirada. El momento de debilidad había pasado y sus ojos oscuros se endurecieron—. Estos med-droides nos han hecho las pruebas a Pearl y a mí. Por ahora, ninguna de las dos ha contraído la peste.

Cinder empezó a asentir, aliviada, pero Adri no había terminado.

—Dime, Cinder. Si Pearl y yo no somos portadoras de la enfermedad, ¿dónde se infectó Peony?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? Pero sí sabías lo del brote de peste de hoy en el mercado.

Cinder abrió la boca. Claro. Las toallas. Los med-droides. Creían que ella estaba infectada.

—No lo entiendo, Cinder. ¿Cómo has podido ser tan egoísta?

Irguió la cabeza con brusquedad. No.

—A mí también me han hecho los análisis, en el vertedero. No la tengo. No sé dónde se ha contagiado. —Extendió el brazo, para mostrarle el cardenal, cada vez más extendido—. Pueden volver a comprobarlo si quieren.

Uno de los med-droides dio señales de vida por primera vez y dirigió la luz hacia el pequeño punto rojo que había dejado la aguja. Sin embargo, no se movieron, y Adri tampoco los animó a que lo hicieran. La mujer dirigió su atención hacia un pequeño portavisor enmarcado que había encima de la repisa y empezó a pasar las fotos de cuando Pearl y Peony eran niñas. Fotos de la antigua casa, de la que tenía jardín. Fotos de Adri, antes de haber perdido la sonrisa. Fotos de las niñas con su padre.

—Lo siento mucho —dijo Cinder—. Yo también la quería.

Los dedos de Adri se crisparon sobre el marco.

—No me insultes —dijo, acercándoselo al pecho—. ¿Qué sabréis los de tu especie sobre el amor? ¿Sentís algo o solo está… programado?

Hablaba para sí, pero sus palabras hirieron a Cinder. La joven se decidió a mirar a Pearl de reojo, quien seguía sentada en el sofá, con el rostro medio oculto detrás de las rodillas, aunque ya no se sujetaba la toalla contra la boca. Cuando vio que Cinder la miraba, apartó la vista hacia el suelo.

Cinder flexionó los dedos sobre la magnetocorrea.

—Claro que sé qué es el amor.

Y la tristeza también. Ojalá pudiera llorar para demostrárselo.

—Bien. Entonces comprenderás que solo hago lo que haría cualquier madre: proteger a sus hijos.

Adri devolvió el marco a la repisa, boca abajo. En el sofá, Pearl desvió la mirada y descansó la mejilla sobre las rodillas.

El miedo le hizo un mundo en el estómago.

—¿Adri?

—Hace cinco años que formas parte de este hogar, Cinder. Cinco años desde que Garan te dejó a mi cuidado. Sigo sin saber por qué lo hizo, todavía ignoro qué le hizo sentirse obligado a viajar a Europa, precisamente a Europa, en busca de una… mutante a la que cuidar. Nunca me lo explicó. Tal vez lo hubiera hecho, con el tiempo. Pero yo nunca te quise aquí. Lo sabes.

Cinder frunció los labios. Los inexpresivos med-droides la miraron de soslayo.

Lo sabía, pero no recordaba que Adri lo hubiera expresado antes con tanta claridad.

—Garan quería que cuidara de ti y he hecho todo lo que he podido. Incluso después de que muriera, incluso después de que se acabara el dinero, incluso después de… perderlo todo. —Se le quebró la voz y se llevó una mano a la boca. Cinder vio el temblor de los hombros, oyó la respiración entrecortada con que intentaba reprimir los sollozos—. Sin embargo, Garan hubiera estado de acuerdo. Peony es lo primero. ¡Nuestras hijas son lo primero!

A Cinder le sobresaltó el tono de voz, en el que le resultó fácil distinguir la necesidad de justificarse. La determinación.

«No me dejes con esa cosa.»

Se estremeció.

—Adri…

—Si no fuera por ti, Garan seguiría vivo. Y Peony…

—No, no es culpa mía.

Cinder atisbó algo blanco por el rabillo del ojo y vio que Iko seguía en el pasillo, sin saber qué hacer. Su sensor casi se había apagado.

Cinder intentó encontrar las palabras. Le palpitaban las sienes y unos puntitos blancos parpadeaban en su visión. Una lucecita roja se encendía y se apagaba en la comisura del ojo, recomendándole que se tranquilizara.

—Yo no pedí que me hicieran así. No pedí que me adoptaran, ni tú ni nadie. ¡No es culpa mía!

—¡Ni mía tampoco! —replicó Adri, arrancando la telerred de su soporte de un tirón.

La pantalla cayó al suelo y se hizo añicos, arrastrando tras de sí un par de premios de su marido. Trocitos de plástico se esparcieron por la alfombra gastada.

Cinder retrocedió de un salto, pero el arrebato de cólera se apagó con la misma rapidez con que había estallado. Adri recuperó el ritmo pausado de su respiración. Siempre procuraba no molestar a los vecinos. Pasar desapercibida. No causar problemas. No hacer nada que pudiera menoscabar su reputación. Incluso en momentos como ese.

—Cinder —dijo Adri, frotándose los dedos en el trapo, como si quisiera borrar el haber perdido los estribos—. Te irás con estos med-droides. No montes una escena.

Cinder tuvo la sensación de que el suelo cedía bajo sus pies.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque todos tenemos la obligación de hacer lo que podamos, y conoces muy bien la gran demanda que existe de… los que son como tú. Sobre todo ahora. —Hizo una pausa. El rostro, lleno de manchas, había recobrado algo de color—. Todavía estamos a tiempo de ayudar a Peony. Necesitan ciborgs para encontrar un remedio a esta enfermedad.

—¿Me presentas voluntaria para que experimenten conmigo?

Sus labios apenas fueron capaces de formar las palabras.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

Cinder se quedó boquiabierta. Sacudió la cabeza, incrédula, al tiempo que los tres sensores amarillos convergían en ella.

—Pero… Nadie sobrevive a las pruebas. ¿Cómo puedes…?

—Nadie sobrevive a la peste. Si quieres a Peony tanto como aseguras que la quieres, harás lo que te digo. Si no fueras tan egoísta, te habrías presentado voluntaria tú misma después de lo del mercado, en lugar de venir aquí a destrozar mi familia. Otra vez.

—Pero…

—Lleváosla. Es vuestra.

Cinder estaba demasiado estupefacta para moverse cuando el androide que tenía más cerca alargó un escáner hacia una de sus muñecas. La máquina emitió un pitido y la joven retrocedió de un respingo.

—Linh Cinder —recitó el androide con su voz metálica—, todos los habitantes de la Comunidad Oriental agradecen y admiran su sacrificio voluntario. Sus seres queridos recibirán una compensación como muestra de gratitud por su contribución a los estudios que están llevándose a cabo.

Cinder asió con fuerza la magnetocorrea.

—No, en realidad solo lo haces por eso, ¿verdad? Ni Peony ni yo te importamos lo más mínimo, ¡lo único que quieres es esa maldita compensación!

Adri la miró con los ojos desorbitados. La delgada piel de las sienes se le pegaba al cráneo.

La mujer cruzó la habitación con dos zancadas y abofeteó a Cinder en la cara. La joven se golpeó contra el marco de la puerta y se llevó una mano a la mejilla.

—Lleváosla —dijo Adri—. Apartadla de mi vista.

—No me he presentado voluntaria. ¡No podéis llevarme en contra de mi voluntad!

El androide ni se inmutó.

—Su tutora legal nos ha autorizado a detenerla haciendo uso de la fuerza en caso de ser necesario.

Cinder flexionó los dedos y cerró la mano en un puño junto a la oreja.

—No puedes obligarme a ser un conejillo de indias.

—Sí puedo —contestó Adri, con la respiración igualmente entrecortada—, mientras siga siendo tu tutora legal.

—Sabes muy bien que esto no va a servirle de nada a Peony, así que no finjas que lo haces por ella. Le quedan días. Las posibilidades de que encuentren una vacuna antes…

—Entonces, mi único error ha sido esperar demasiado para deshacerme de ti —la interrumpió Adri, al tiempo que se pasaba la toalla entre los dedos—. Créeme, Cinder, eres un sacrificio del que nunca me arrepentiré.

Las orugas de uno de los med-droides traquetearon sobre la alfombra.

—¿Está preparada para acompañarnos?

Cinder frunció los labios y se apartó la mano de la cara. Fulminó a Adri con la mirada, pero no halló ni un atisbo de compasión en los ojos de su madrastra. Un odio descarnado se gestó en su interior. Las alarmas se encendieron en su visión.

—No, no lo estoy.

Cinder blandió la magnetocorrea y golpeó el cráneo del androide con fuerza. El robot cayó al suelo y las orugas quedaron girando en el aire.

—No pienso ir. ¡Los científicos ya han hecho suficiente conmigo!

Un segundo androide avanzó hacia ella.

—Iniciando procedimiento 240B: traslado forzoso del sujeto de las levas ciborg.

Cinder sonrió burlonamente y encajó el extremo de la magnetocorrea en el sensor del androide. La lente quedó hecha añicos y alojada en la parte posterior.

Se dio la vuelta para enfrentarse al último androide mientras pensaba cómo iba a huir del apartamento. Preguntándose si sería demasiado arriesgado llamar a un levitador. Preguntándose dónde encontraría un cuchillo para arrancarse el chip de identidad, ya que, si no lo hacía, darían con ella en un abrir y cerrar de ojos. Preguntándose si Iko sería lo bastante rápida para seguirla. Preguntándose si sus piernas conseguirían llevarla hasta Europa.

El med-droide se aproximó demasiado rápido. Cinder tropezó, lo que varió la trayectoria de la magnetocorrea, pero las pinzas metálicas del androide la atraparon por la muñeca. Los electrodos se activaron y la descarga eléctrica recorrió el sistema nervioso de Cinder con un chisporroteo. El cableado fue incapaz de asumir el voltaje. Cinder abrió la boca, pero el grito quedó atrapado en su garganta.

Dejó caer la magnetocorrea y se desplomó. Las alarmas rojas se encendieron en su visión hasta que, siguiendo el protocolo de autoconservación biónica, su cerebro la obligó a apagarse.