Capítulo cinco

Los chillidos de Peony inundaron el vertedero y se filtraron entre las grietas de la maquinaria desvencijada y los ordenadores anticuados. La interfaz auditiva de Cinder no consiguió protegerla del eco estridente, ni siquiera cuando la voz de Peony se quebró y se abandonó al histerismo.

Cinder seguía temblando, incapaz de moverse. Deseaba consolar a Peony. Deseaba salir huyendo.

¿Cómo era posible?

Peony era una chica joven, sana. No podía estar enferma.

Peony lloraba, frotándose la piel, intentando borrar las manchas.

La conexión de red de Cinder se activó automáticamente, como solía ocurrir cuando se quedaba bloqueada. Buscando, enlazando, proporcionándole información que no deseaba recibir.

Letumosis. La fiebre azul. Pandémica en todo el mundo. Cientos de miles de muertos. Causa desconocida, cura desconocida.

—Peony…

Dio un paso al frente, vacilante, pero Peony retrocedió, pasándose las manos por la nariz y las mejillas húmedas.

—¡No te acerques a mí! Te infectarás. Todos os infectaréis.

Cinder apartó la mano. Oyó a Iko a su lado, el zumbido del ventilador. Vio la luz azul recorriendo el cuerpo de Peony, el vertedero, parpadeando. Estaba asustada.

—¡He dicho que no os acerquéis!

Peony cayó de rodillas y se dobló sobre sí misma.

Cinder retrocedió dos pasos y se detuvo, indecisa, viendo cómo Peony se mecía adelante y atrás bajo el foco de Iko.

—Tengo… que llamar a un levitador de emergencias para…

«Para que venga y se te lleve.»

Peony no contestó. Su cuerpo se sacudía con fuerza. Cinder incluso alcanzaba a oír el castañeteo de los dientes entre un gemido y otro.

Se estremeció. Se frotó los brazos en busca de manchas. No vio ninguna, pero miró el guante derecho con recelo, resistiéndose a comprobar lo que había debajo.

Retrocedió un paso más. Las sombras del depósito de chatarra amenazaban con engullirla. La peste. Estaba allí. En el aire. En la basura. ¿Cuánto tardaban en aparecer los primeros síntomas de la enfermedad?

O…

Pensó en Chang Sacha, en el mercado. La muchedumbre aterrorizada alejándose de la panadería lo más deprisa posible. El aullido ensordecedor de las sirenas.

Se le hizo un nudo en el estómago.

¿Tendría ella la culpa? ¿Habría llevado a casa el brote de peste que se había declarado en el mercado?

Volvió a mirarse los brazos, intentando aplastar los bichitos invisibles que le recorrían la piel. Siguió retrocediendo, a trompicones. Los sollozos de Peony inundaban su cabeza, la ahogaban.

Una alerta roja se iluminó en el visor retinal para informarle de que se estaban detectando niveles altos de adrenalina. La desactivó con un parpadeo. A continuación, enlazó con su conexión com mientras se le retorcían las tripas y envió un escueto mensaje antes de que le diera tiempo a pensárselo dos veces.

EMERGENCIA, DEPÓSITO DE CHATARRA DE TAIHANG. LETUMOSIS.

Apretó las mandíbulas, con los ojos dolorosamente secos. El palpitante dolor de cabeza que la torturaba le recordó que debería estar llorando, que sus sollozos tendrían que corresponderse con los de su hermana.

—¿Por qué? —gimoteó Peony, con voz temblorosa—. ¿Qué he hecho?

—Tú no has hecho nada —contestó Cinder—. No es culpa tuya.

«Aunque tal vez sí sea mía.»

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Iko, con un hilo de voz.

—No lo sé —contestó Cinder—. Hay un levitador de camino.

Peony se limpió la nariz en la manga. Tenía los ojos enrojecidos.

—Te… Tenéis que iros. Os infectaréis.

Medio mareada, Cinder comprendió que había estado intentando contener la respiración. Retrocedió un paso más antes de llenar los pulmones.

—Puede que ya lo tenga. Tal vez lo has cogido por mi culpa. El brote del mercado… Yo… Yo creía que estaba suficientemente lejos, pero… Peony, lo siento mucho.

Peony cerró los ojos con fuerza y volvió a enterrar el rostro en el pecho. Su melena castaña era una maraña de enredos colgando sobre los hombros que creaba un descarnado contraste sobre su pálida piel. Un hipido, otro sollozo.

—No quiero ir.

—Lo sé.

No se le ocurría qué otra cosa podía decirle. ¿Que no tuviera miedo? ¿Que todo saldría bien? No podía mentirle y, en cualquier caso, tampoco la hubiera creído.

—Ojalá hubiera algo… —Se interrumpió. Oyó las sirenas mucho antes que Peony—. Lo siento mucho.

Peony volvió a limpiarse la nariz en la manga, donde dejó un rastro de mocos, y continuó llorando hasta que el aullido de las sirenas alcanzó sus oídos, momento en que levantó la cabeza con brusquedad. Se quedó mirando a lo lejos, hacia la entrada del vertedero, más allá de las montañas de chatarra. Los ojos abiertos de par en par. Los labios temblorosos. El rostro congestionado.

A Cinder se le encogió el corazón.

No pudo evitarlo. Si tenía que contagiarse, ya lo había hecho.

Cayó de rodillas y estrechó a Peony entre sus brazos. El cinturón de herramientas se le clavaba en la cadera, pero olvidó el dolor. Peony se aferraba a su camiseta con sollozos renovados.

—No sabes cuánto lo siento.

—¿Qué les dirás a mamá y a Pearl?

Cinder se mordió los labios.

—No lo sé. —Lo pensó unos instantes—. La verdad, supongo.

Notó el sabor de la bilis en la boca. Tal vez aquello fuera una señal. Quizá el estómago revuelto fuera un síntoma. Se miró el brazo, con que estrechaba fuertemente a Peony. No había señales de manchas.

Su hermana la apartó de un empujón y retrocedió velozmente, arrastrándose por la tierra.

—No te acerques. Puede que todavía no estés enferma, pero aun así te llevarán con ellos. Tienes que irte.

Cinder vaciló. Oyó el crujido de las orugas de tracción sobre los restos de aluminio y plástico desperdigados por todas partes. No quería dejar a Peony, pero ¿y si tenía razón y todavía no se había contagiado?

Descansó el peso en los talones y se puso en pie. Unos haces de luz amarilla se aproximaban entre las sombras.

La mano derecha le sudaba dentro del guante, y de nuevo evitaba inspirar hondo.

—Peony…

—¡Vete! ¡Vete ya!

Cinder retrocedió un paso. Otro más. Sin ser demasiado consciente de ello, se detuvo para recoger la magnetocorrea que había plegado y se dirigió hacia la salida, con la pierna humana tan insensible como la biónica, perseguida por los sollozos de Peony.

Al doblar un recodo se topó con tres androides blancos. Tenían sensores amarillos y cruces rojas pintadas en la cabeza, y dos de ellos llevaban en vilo una camilla de ruedas.

—¿Es usted la enferma de letumosis? —preguntó uno de ellos con voz neutra, enseñándole un escáner de identidad.

Cinder escondió la muñeca.

—No, es mi hermana, Linh Peony. Está… está en esa dirección, a la izquierda.

Los med-droides de la camilla la sortearon y siguieron las indicaciones.

—¿Ha estado en contacto directo con la enferma en las últimas doce horas? —preguntó el primer androide.

Cinder abrió la boca, vacilante. La culpabilidad y el miedo le atenazaban el estómago.

Podía mentir. No había ninguna señal de que ella también la tuviera, pero si se la llevaban a las cuarentenas, tarde o temprano acabaría contrayendo la enfermedad.

Aunque si volvía a casa, podía infectar a todo el mundo. A Adri. A Pearl. A esos niños que no paraban de chillar y reír correteando por los pasillos.

Apenas alcanzó a oír su propia voz.

—Sí.

—¿Muestra algún síntoma?

—No… No. No lo sé. Estoy un poco mareada, pero no… —se interrumpió.

El med-droide se acercó a ella. Las orugas chirriaron sobre el suelo mugriento. Cinder retrocedió tambaleante, alejándose del androide, pero este, en lugar de protestar, se limitó a avanzar hasta que las pantorrillas de Cinder toparon contra una caja medio podrida. El robot alzó el escáner de identidad que llevaba en la mano de dedos articulados y, de pronto, apareció un tercer brazo del interior del torso, aunque este, en vez de prensores, tenía adaptada una jeringuilla.

Cinder se estremeció, pero no se resistió cuando el androide le asió la muñeca derecha y le clavó la aguja. Aguantó sin rechistar, mirando cómo el líquido oscuro, casi negro bajo la luz amarillenta del androide, llenaba el tubo. No le daban miedo las agujas, pero la cabeza empezó a darle vueltas. El androide la retiró instantes antes de que Cinder se desplomara sobre el cajón.

—¿Qué haces? —le preguntó en un susurro.

—Iniciar un análisis sanguíneo en busca de los agentes patógenos de la letumosis.

Cinder oyó el encendido de un motor en el interior del androide. Unos débiles pitidos anunciaban las diferentes fases del proceso. La intensidad de la luz del androide fue amortiguándose al desviar el flujo eléctrico.

Cinder contuvo la respiración hasta que el panel de control tomó las riendas y obligó a los pulmones a contraerse.

—Identificación —dijo el androide, alargando el escáner hacia ella.

Una luz roja le recorrió la muñeca y el escáner lanzó un pitido. El robot volvió a guardarlo en el torso hueco.

Cinder se preguntó cuánto tiempo tardaría en finalizar el análisis y concluir que era portadora de la enfermedad, en confirmar que ella tenía la culpa. De todo.

Oyó el rumor de unas orugas de tracción avanzando por el camino. Cinder se volvió y vio aparecer a los dos androides, con Peony sobre la camilla. La muchacha estaba incorporada, con las manos sobre las rodillas. Miraba a su alrededor con ojos hinchados, desesperada, como si buscara una salida. Como si estuviera atrapada en una pesadilla.

Sin embargo, no intentó escapar. Nadie se resistía cuando se lo llevaban a las cuarentenas.

Sus ojos se encontraron. Cinder abrió la boca, pero no dijo nada, intentando implorar su perdón con la mirada.

Los labios de Peony esbozaron una débil sonrisa. La joven levantó una mano y se despidió agitando ligeramente los dedos.

Cinder le devolvió el saludo, consciente de que tendría que haber sido ella.

Ya había burlado a la muerte una vez. Tendría que ser ella la de la camilla. Tendría que ser ella la apestada. Tendría que ser ella.

Unos segundos más y lo sería.

Intentó hablar, intentó decirle a Peony que le haría compañía, que no estaría sola, pero en ese momento el androide emitió un pitido.

—Análisis completado. No se han detectado agentes patógenos de la letumosis. Se recomienda al sujeto que se mantenga a quince metros del paciente infectado.

Cinder parpadeó. El pánico y el alivio le encogieron las entrañas.

No estaba enferma. No iba a morir.

No acompañaría a Peony.

—Le avisaremos vía com cuando Linh Peony entre en las subsiguientes fases de la enfermedad. Gracias por su cooperación.

Cinder se abrazó y vio que Peony se tumbaba mientras se la llevaban, ovillándose como una criatura sobre la camilla.