Peony golpeó a Cinder en el hombro, a punto de estamparla contra una montaña de orugas de androides muy gastadas.
—¿Cómo has tardado tanto en contármelo? Claro, al fin y al cabo, ¿qué? ¿Cuánto hace que estás en casa? ¡¿Cuatro horas?!
—Lo sé, lo sé, lo siento —dijo Cinder, frotándose el hombro—. No encontraba el momento y no quería que Adri lo supiera. No quiero que se aproveche.
—¿A quién le importa lo que piense mamá? La que quiere aprovecharse de ello soy yo. Por todas las estrellas del firmamento, el príncipe. En tu tienda. ¿Cómo es posible que yo no estuviera allí? ¿Por qué no estaba allí?
—Porque estabas ocupada probándote sedas y brocados.
—Puf. —Peony apartó un faro de su camino de una patada—. Tendrías que haberme enviado una com. Me habría plantado allí en dos segundos, aunque hubiera tenido que dejar el vestido de fiesta a la mitad. Aaah, te odio. No sabes cómo. ¿Vas a volver a verlo? Es decir, tienes que volver a verlo, ¿no? Puede que dejara de odiarte si me prometieras que me llevarás contigo. ¿Vale? ¿Trato hecho?
—¡He encontrado uno! —dijo Iko, a diez metros por delante.
Dirigía el reflector hacia lo que quedaba de un levitador oxidado, relegando a las sombras las montañas de chatarra que tenía detrás.
—Bueno, ¿y cómo es? —preguntó Peony, apresurándose al ver que Cinder apretaba el paso para llegar junto a aquel vehículo incapaz de volver a alzar el vuelo, como si estar al lado de su hermanastra fuera equiparable a estar cerca de Su Alteza Imperial en persona.
—Yo qué sé —contestó Cinder, mientras abría el capó del vehículo y lo apoyaba en la varilla de sujeción—. Oh, perfecto, no se la han llevado.
Iko se apartó de en medio rápidamente.
—Fue muy educado al no comentar la gigantesca mancha de grasa que llevaba en la frente.
Peony ahogó un grito.
—¡Dime que no es cierto!
—¿Qué pasa? Soy mecánica y me ensucio. Si quería verme emperifollada, que me hubiera enviado una com antes. Iko, no me vendría mal un poco de luz por aquí.
Iko inclinó la cabeza hacia delante e iluminó el compartimento del motor. Peony chascó la lengua al otro lado de Cinder.
—Igual pensó que se trataba de un lunar.
—Eso me deja mucho más tranquila.
Cinder sacó unos alicates del bolso. El firmamento estaba despejado y, aunque las luces de la ciudad impedían ver las estrellas, la afilada luna creciente acechaba en el horizonte como un ojo adormilado escrutándolas a través de una bruma somnolienta.
—¿Es tan guapo en persona como en las telerredes?
—Sí —contestó Iko—. Yo diría que incluso más guapo. Y muy alto.
—A ti todo el mundo te parece alto. —Peony se apoyó en el parachoques delantero, con los brazos cruzados—. Además, me gustaría oír la opinión de Cinder.
Cinder dejó de trastear en el motor con los alicates cuando el recuerdo de la sonrisa relajada del heredero acudió a su memoria. Aunque hacía tiempo que el príncipe Kai era uno de los temas preferidos de Peony —seguramente su hermanastra era miembro de todos los clubes de fans de la red—, Cinder jamás hubiera imaginado que compartiría con ella la admiración que le profesaba. De hecho, siempre había pensado que aquella pasión de Peony por los famosos era un poco ridícula, más propia de una preadolescente. El príncipe Kai esto, el príncipe Kai lo otro… Una fantasía imposible.
Sin embargo, ahora…
La expresión de Cinder debió de traicionarla, porque Peony se puso a chillar de pronto y se abalanzó sobre ella para estrecharla por la cintura sin dejar de dar saltitos.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que a ti también te gustaba! ¡No puedo creer que lo hayas conocido en persona! No es justo. ¿Ya te he dicho lo mucho que te odio?
—Sí, sí, ya lo sé —dijo Cinder, desembarazándose de su hermanastra—. Ahora, si no te importa, ve a desmayarte a otra parte. Estoy intentando trabajar.
Peony le hizo una mueca burlona y se alejó dando saltitos y vueltas entre las montañas de chatarra.
—¿Qué más? Cuéntamelo todo. ¿Qué te dijo? ¿Qué hizo?
—Nada —contestó Cinder—, solo me pidió que le arreglara su androide. —Apartó las telarañas de lo que en su día había sido el generador solar del levitador, reducido ahora a una carcasa de plástico, y levantó una nube de polvo que le fue directa a la cara. Cinder volvió el rostro, tosiendo—. ¿Trinquete?
Iko despegó el trinquete de su torso y se lo tendió.
—¿Qué tipo de androide era? —preguntó Peony.
Con un gruñido, Cinder arrancó el generador del compartimento haciendo palanca y lo dejó en el suelo, al lado del levitador.
—Uno viejo.
—Una Tutor8.6 —especificó Iko—. Más antigua que yo. Y dijo que volvería a pasarse por el mercado la semana que viene para recogerla.
Peony apartó de una patada una lata de aceite oxidada antes de inclinarse sobre el motor.
—En las noticias dijeron que cerrarán el mercado toda la semana por lo del brote.
—Vaya, no lo sabía. —Cinder se limpió las manos en los pantalones, examinando con atención el compartimento inferior del motor—. Supongo que entonces tendremos que llevársela al palacio.
—¡Sí! —Peony se puso a bailar—. Iremos juntas y me presentarás y… y… y…
—¡Ajá! —Cinder sonrió de oreja a oreja—. La magnetocorrea.
Peony se sujetó el rostro entre las manos y alzó la voz.
—¡Y entonces me reconocerá en el baile y bailaré con él y Pearl se pondrá furiosa!
Se echó a reír, como si contrariar a su hermana mayor fuera lo mejor que podía pasarle en la vida.
—Eso si la androide está reparada antes del baile.
Cinder escogió una llave inglesa del cinturón de herramientas que ceñía sus caderas.
No quería desilusionar a Peony explicándole que, con toda probabilidad, el príncipe Kai no era el encargado de recibir las entregas de palacio.
Peony agitó la mano en el aire.
—Bueno, cuando sea.
—Yo quiero ir al baile —dijo Iko, alzando la vista hacia el firmamento—. Los androides no pueden ir solo por prejuicios.
—Pues demanda al gobierno. Estoy segura de que Peony estará encantada de presentar tu caso directamente ante al príncipe. —Cinder asió con fuerza la cabeza esférica de Iko y le obligó a girarla para que volviera a enfocar el compartimento del motor—. Ahora estate quieta. Este lado ya lo tengo casi suelto. —Cinder pegó la llave inglesa en el torso de Iko, arrancó una de las abrazaderas de la magnetocorrea y la tiró al suelo con gran estrépito—. Este lado ya está, ahora solo falta el otro.
Cinder rodeó el levitador, limpiando el camino de obstáculos para que las orugas de tracción de Iko no tropezaran con nada.
Peony las siguió, se encaramó a lo alto del maletero del vehículo y recogió las piernas.
—¿Sabes?, por ahí se dice que elegirá esposa en el baile.
—¡Una novia! —exclamó Iko—. Qué romántico.
Cinder se agachó por su lado del parachoques trasero del levitador y sacó una pequeña linterna del cinturón de herramientas.
—¿Me vuelves a pasar esa llave inglesa?
—¿Has oído? Una novia, Cinder. Vamos, una princesa.
—Vamos, que no va a ocurrir. ¿Qué tiene? ¿Diecinueve años?
Sujetó la linterna entre los dientes y cogió la llave inglesa que le tendía Iko. Los tornillos de detrás no estaban tan oxidados gracias a la protección que les brindaba el maletero, y solo necesitó darles unos pequeños y rápidos giros para desenroscarlos.
—Casi diecinueve —contestó Peony—. Y es verdad. Lo dicen todos los enlaces de cotilleo. —Cinder gruñó—. Yo me casaría con el príncipe Kai con los ojos cerrados.
—Yo también —la secundó Iko.
Cinder escupió la linterna y se arrastró para alcanzar la esquina que le faltaba.
—Tú y todas las chicas de la Comunidad.
—Como si tú no —dijo Peony.
Cinder no contestó, concentrada en aflojar el último tornillo que sujetaba la magnetocorrea, hasta que este por fin se soltó y produjo un sonido metálico al caer al suelo.
—Ya está. —Salió de debajo del coche y guardó la llave inglesa y la linterna en el compartimento de la pantorrilla antes de levantarse—. Ya que estamos aquí, ¿por qué no vamos a echar un vistazo por ahí a ver si encontramos algún otro levitador que valga la pena desmontar?
Sacó la magnetocorrea de debajo del levitador y la dobló por las bisagras hasta conseguir una vara metálica menos incómoda de llevar.
—He visto algo por allí. —El haz del luz de Iko produjo un silbido al dirigirlo hacia las montañas de chatarra—. Aunque no estoy segura de qué modelo se trata.
—Genial. Tú guías.
Cinder la empujó suavemente con la correa y la androide empezó a moverse lentamente, musitando algo acerca de tener que revolver entre la basura de los vertederos mientras Adri estaba en casa la mar de a gusto.
—Además —insistió Peony, que se bajó de un salto del maletero—, el rumor de que elegirá esposa en el baile es mucho mejor que los otros rumores que corren por ahí.
—Déjame adivinar: ¿que el príncipe Kai es en realidad un marciano? No, espera, espera, que tiene un hijo ilegítimo con una escolta, ¿a que sí?
—¿Los escoltandroides pueden tener hijos?
—No.
Peony la miró enfurruñada mientras se apartaba un mechón de la frente de un bufido.
—Pues es mucho peor, dicen que se ha hablado de que va a casarse con… —bajó la voz hasta que apenas fue un susurro— la reina Levana.
—La reina… —Cinder se tapó la boca con una mano enguantada y se quedó helada, mirando a su alrededor por si pudiera haber alguien acechando entre las pilas de chatarra, escuchándolas. Retiró la mano, pero también habló en susurros—. De verdad, Peony, esos sitios sensacionalistas que visitas van a acabar pudriéndote el cerebro.
—Yo tampoco quiero creerlo, pero es lo que se dice. Por eso la arpía de la embajadora de la reina lleva tanto tiempo de visita en el palacio, para sellar la alianza. Es todo política.
—Pues yo dudo que sea cierto. El príncipe Kai nunca se casaría con ella —opinó Cinder.
—Eso no lo sabes.
Sí, sí lo sabía. Tal vez no fuera una experta en política intergaláctica, pero sabía que el príncipe Kai cometería una gran equivocación casándose con la reina Levana.
La sempiterna luna atrajo su mirada y un repentino estremecimiento le recorrió el cuerpo y le puso la carne de gallina. Tenía una relación extraña y obsesiva con aquel astro que rozaba la paranoia, era como si creyera que la gente que vivía allí arriba pudiera verla y que, si se quedaba mirándola demasiado rato, acabaría por llamar su atención. Bobadas supersticiosas, aunque todo lo relacionado con los habitantes de Luna estaba envuelto en un manto de misterio y superstición.
Los lunares conformaban una sociedad que hacía siglos había evolucionado a partir de una colonia de origen terrestre, aunque habían dejado de ser humanos tiempo atrás. Se decía que los lunares tenían la capacidad de manipular la mente de las personas y de obligarles a ver, sentir y hacer cosas que no deberían o no querían ni ver ni sentir ni hacer. Aquel poder antinatural los había convertido en un pueblo codicioso y violento, y la reina Levana era la peor de todos.
Se decía que sabía cuándo hablaba la gente de ella, incluso a kilómetros de distancia. Incluso en la Tierra.
Se decía que había matado a su hermana mayor, la reina Channary, para hacerse con el trono. Se decía que también había hecho asesinar a su propio marido para poder contraer nupcias con un partido más provechoso. Se decía que había obligado a su hijastra a desfigurarse el rostro porque, a la tierna edad de trece años, la envidiosa reina temía que la eclipsara la incipiente belleza de la joven.
Se decía que había asesinado a su sobrina, la única amenaza que quedaba en su camino hacia el trono. La princesa Selene solo tenía tres años cuando se declaró un incendio en su habitación, en el que murieron ella y su niñera.
Algunos teóricos de la conspiración creían que la princesa había sobrevivido y que seguía viva en algún lugar, a la espera del momento propicio para reclamar la corona y acabar con el gobierno del terror que había implantado Levana, pero Cinder sabía que era la desesperación la que avivaba los rumores. Al fin y al cabo, habían encontrado restos de tejido perteneciente a la niña entre las cenizas.
—Aquí.
Iko levantó la mano y golpeó un bloque de metal que sobresalía de una gigantesca montaña de basura. El sonido sobresaltó a Cinder, quien alejó aquellos pensamientos de su mente. El príncipe Kai jamás se casaría con aquella bruja. Nunca se casaría con una lunar.
Cinder retiró varias latas de aerosol oxidadas y un somier viejo antes de distinguir con claridad el morro del levitador.
—Buen ojo.
Entre las tres apartaron una buena cantidad de chatarra de en medio, hasta que la parte delantera del vehículo quedó a la vista.
—Nunca había visto este modelo —dijo Cinder, pasando una mano sobre la insignia cromada y picada.
—Mira que es feo —dijo Peony, con tono desdeñoso—. Qué color más espantoso.
—Debe de ser muy antiguo. —Cinder encontró el seguro y retrocedió unos centímetros al abrirlo y toparse con el galimatías de metal y plástico que le esperaba en el interior, sorprendida e incrédula—. Muy, muy antiguo. —Le echó un vistazo a la parte delantera del motor, pero el tren de aterrizaje ocultaba completamente la magnetocorrea—. Vaya. Dirige la luz hacia aquí, por favor.
Cinder se sentó en el suelo y se apretó la coleta antes de meterse como pudo debajo del levitador, apartando a empujones el revoltijo de piezas viejas que habían ido oxidándose entre la maleza que crecía bajo el vehículo.
—Válganme las estrellas —murmuró, cuando consiguió echarles un vistazo a las entrañas. La luz de Iko se filtraba desde lo alto a través de los cables, tubos, colectores de escape, tuercas y tornillos—. Esto es una reliquia.
—Está en un vertedero —dijo Peony.
—Lo digo en serio. Nunca había visto nada igual.
Cinder pasó una mano a lo largo de un tubo de goma. La luz iba y venía de un lado a otro mientras el sensor de Iko escaneaba el motor desde lo alto.
—¿Alguna pieza útil? —preguntó la androide.
—Buena pregunta. —La visión de Cinder se tiñó de azul al conectarse a la red—. ¿Te importaría cantarme el número de bastidor del parabrisas?
Lo buscó en la red después de que Peony se lo leyera en voz alta y se descargó los planos del levitador en cuestión de minutos. Ayudándose de estos, creó una imagen superpuesta al motor que tenía encima.
—Parece que está prácticamente intacto —murmuró, pasando las yemas de los dedos a lo largo de un entramado de cables. Ladeó la cabeza para seguir con la mirada el camino que describían a través de manguitos, poleas y ejes, tratando de comprender cómo encajaban unos con otros. Cómo funcionaba—. Esto es fascinante.
—Me aburro —dijo Peony.
Cinder lanzó un suspiro y buscó la magnetocorrea en los planos; sin embargo, un mensaje de error de color verde parpadeó en su visión. Primero probó con «magnética» y luego solo con «correa», hasta que al final obtuvo un resultado. En el plano se iluminó una banda de goma que envolvía una serie de engranajes, protegida por una cubierta metálica, algo llamado «correa de distribución». Con el ceño fruncido, Cinder alargó la mano y buscó a tientas los tornillos y las arandelas que unían la cubierta al cuerpo del motor.
Pensó en el tiempo que hacía que no se utilizaban las correas de transmisión, más o menos desde que el motor de combustión interna había quedado obsoleto.
Conteniendo la respiración, estiró el cuello. Oculto entre las sombras que habitaban los bajos del vehículo, distinguió algo redondo a un lado, conectado con los ejes que tenía encima de la cabeza. Una rueda.
—No es un levitador. Es un coche. Un coche de gasolina.
—¿En serio? —dijo Peony—. Pensaba que los coches de verdad eran…, no sé, elegantes.
Cinder bufó, indignada.
—Tiene personalidad —contestó, palpando la banda de rodadura de la rueda.
—Entonces, ¿eso quiere decir que no podemos aprovechar las piezas? —preguntó Iko un segundo después.
Ignorándola por completo, Cinder repasó con atención los planos que tenía delante. Cárter, inyectores, tubos de escape.
—Es de la Segunda Era.
—¿Fascinante? Pues no mucho —dijo Peony.
De pronto, la joven lanzó un chillido y se tiró hacia atrás para apartarse del coche.
Cinder fue a incorporarse y se golpeó la cabeza contra la suspensión delantera.
—Peony, ¿qué ocurre?
—¡Acaba de salir una rata por la ventana! Una rata gorda y peluda. Pero qué asco.
Con un gruñido, Cinder volvió a meter la cabeza bajo el vehículo, frotándose la frente. Ya llevaba dos golpes en la cabeza en un solo día. A ese paso, pronto necesitaría un panel de control nuevo.
—Habrá hecho nido en la tapicería. Seguramente la hemos asustado.
—¡¿Que nosotras la hemos asustado?! —protestó Peony con voz temblorosa—. ¿Podemos irnos ya, por favor?
Cinder suspiró.
—Vale. —Guardó la imagen de los planos, salió arrastrándose de debajo del vehículo y aceptó los prensores que Iko le tendía para levantarse—. Creía que los coches de gasolina que habían sobrevivido estaban en los museos —comentó, quitándose las telarañas del pelo.
—No sé si yo lo llamaría superviviente —dijo Iko mientras su sensor se apagaba con cierta aprensión—. A mí me parece más una calabaza podrida.
Cinder cerró el capó de golpe y levantó una gran nube de polvo que acabó enterrando a la androide.
—¿Dónde ha quedado esa gran imaginación tuya? Con unos cuantos arreglos y una buena limpieza, podría recuperar su antiguo esplendor.
Acarició el capó. El coche, de formas redondeadas, era de un color amarillo anaranjado muy desvaído bajo la luz de Iko —un tono que en aquellos momentos nadie escogería—, aunque junto al aire antiguo del vehículo, le daba un toque encantador. El óxido se arrastraba fuera de las cuencas de los faros rotos y se arqueaba a lo largo de los guardabarros abollados. Le faltaba una de las ventanillas traseras, pero conservaba los asientos, aunque estaban cubiertos de moho, tenían alguna rasgadura y era muy probable que también estuvieran infestados de algo más que roedores. El paso de los años no parecía haber causado demasiados estragos en el volante y el salpicadero.
—Tal vez podríamos huir en él.
Peony echó un vistazo a la ventanilla del copiloto.
—¿Huir de qué?
—De Adri. De Nueva Pekín. Incluso de la Comunidad. ¡Podríamos ir a Europa!
Cinder rodeó el vehículo hasta el lado del conductor y limpió la ventanilla con el guante. Tres pedales la saludaron desde el suelo. A pesar de que todos los levitadores estaban controlados por ordenador, conocía lo suficiente de tecnología antigua para saber qué era un embrague. Incluso tenía una vaga noción de cómo funcionaba.
—En este cacharro no lograríamos ni salir de la ciudad —dijo Peony.
Cinder retrocedió un paso y se sacudió el polvo de las manos. Seguramente tenían razón. Tal vez no fuera el coche de sus sueños y puede que tampoco la clave de su salvación, pero un día, no sabía cómo, se iría de Nueva Pekín y encontraría un lugar donde nadie supiera quién o qué era.
—Además, ¿de dónde vamos a sacar el dinero para la gasolina? —insistió Iko—. Ni vendiendo tu pie nuevo tendríamos suficiente combustible para salir de aquí. Eso sin contar las multas por contaminación. Y sin contar con que no pienso meterme en esa cosa. Seguro que las ratas llevan décadas haciendo sus cositas debajo de esos asientos.
Peony se encogió de asco.
—Puaj.
Cinder se echó a reír.
—Está bien, ya lo he captado. No voy a haceros empujarlo hasta casa.
—Uf, menos mal, empezaba a preocuparme —dijo Peony con sorna, mientras se retiraba hacia atrás el pelo que le caía sobre el hombro y sonreía, dejando claro que en ningún momento se había planteado seriamente la posibilidad de tener que empujar.
Algo llamó la atención de Cinder, un puntito negro bajo la clavícula de Peony, justo por encima del cuello de la camiseta.
—No te muevas —dijo, alargando la mano.
Peony hizo justo lo contrario: presa del pánico, empezó a darse palmotadas en el pecho.
—¿Qué es? ¿Qué es? ¿Un bicho? ¿Una araña?
—¡He dicho que te estés quieta!
Cinder asió a Peony por la muñeca, frotó el puntito y se quedó helada.
Le soltó el brazo y retrocedió, tambaleante.
—¿Qué? ¿Qué es?
Peony tiró de la camiseta intentando descubrir qué ocurría y, en ese momento, descubrió otro puntito en la palma de la mano.
Miró a Cinder, empalideciendo de pronto.
—¿Un… sarpullido? —dijo—. ¿Por culpa del coche?
Cinder tragó saliva y se acercó a ella con pasos vacilantes, conteniendo la respiración. Volvió a alargar la mano hacia la clavícula de Peony y tiró de la tela hacia abajo para ver mejor el puntito a la luz de la luna. Una mancha roja, ribeteada de morado.
Le temblaron los dedos. Soltó la camiseta y sus miradas se encontraron.
Peony empezó a gritar.